NOTAS Y DEBATES DE ACTUALIDAD

UTOPÍA Y PRAXIS LATINOAMERICANA. AÑO: 23, n°. 83 (OCTUBRE-DICIEMBRE), 2018, PP.195-209 REVISTA INTERNACIONAL DE FILOSOFÍA Y TEORÍA SOCIAL

CESA-FCES-UNIVERSIDAD DEL ZULIA. MARACAIBO-VENEZUELA. ISSN 1315-5216 / ISSN-e: 2477-9555


Ecologías e interculturalidades en la universidad: el diálogo de saberes orientado hacia la movilidad académica internacional

Ecologies and Interculturalities in the University: the Dialogue of Knowledge in the International Academic Mobility


Edorta CAMINO-ESTURO

Universidad del País Vasco/ Euskal Herriko Unibertsitatea


Este trabajo está depositado en Zenodo:

DOI: http://doi.org/10.5281/zenodo.1439068


RESUMEN


El presente trabajo analiza las situaciones de interculturalidad en el mundo universitario, propiciadas por los desplazamientos internacionales que realiza una parte de la comunidad académica. Ante las desigualdades ocasionadas por la hegemonía del saber occidental frente a otros saberes subalternos, la ecología de saberes se concibe como un diálogo intercultural que pueda generar un proceso de inclusión de diferentes saberes y culturas en un sistema académico no jerarquizado, democrático y plural.

Palabras clave: Ecología de saberes; interculturalidad; movilidad académica; universidad

ABSTRACT


This paper analyzes the intercultural situations in the university, promoted by the international displacements of the academic community. The hegemony of Western knowledge makes inequalities with other subaltern knowledge. The ecology of knowledge produces an intercultural dialogue that can generate a process of inclusion of different knowledge and cultures in a non- hierarchical, democratic and plural academic system.


Key words: Ecology of knowledge; interculturality; academic mobility; university


Recibido: 05-07-2018 ● Aceptado: 29-08-2018


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INTRODUCCIÓN

El espacio universitario no resulta ajeno a los efectos derivados de los procesos de globalización. La internacionalización de la educación superior conduce a un fenómeno social y educativo que produce, según los datos del Instituto de Estadística de la UNESCO, un incremento de movilidades académicas cada vez mayor durante las últimas décadas. Los desplazamientos de estudiantes y profesorado a otras universidades que se encuentran a miles de kilómetros de sus lugares de origen posibilitan una interrelación no sólo formativa o académica, sino también un intercambio vivencial, cultural y epistemológico que modifica, en cierto sentido, la propia personalidad de esas personas (Fanon: 1999).

Estos procesos, en los cuales, aproximadamente, cuatro millones de estudiantes (uis.org) traspasan sus fronteras y se incorporan a la vida académica del país anfitrión, producen una modificación de la estructura tradicional universitaria. Unas movilidades que generan cierta serie de categorizaciones entre los diferentes países. En este sentido, los países receptores se convierten en países “importadores” de movilidad (Fernández, Fernández & Vaquero: 2007) y, así mismo, se sitúan en un lugar central de hegemonía académica, frente a países con una trayectoria más exportadora desde lugares periféricos y subalternos (Mignolo: 2003; Wallerstein: 2007).

Fundamentalmente, esos países importadores y centrales son aquellos lugares donde se concentra un mayor nivel de desarrollo tecnológico (Altbach & Knight: 2006) y ostentan las principales posiciones en los diferentes rankings de las universidades mejor valoradas del mundo, como por ejemplo Estados Unidos, Reino Unido, Australia, Francia, Rusia, Alemania, Canadá o Japón.

Como cualquier otro tipo de migración humana, el auge de la movilidad académica desde los países del Sur también puede suscitar alguna forma de conflictividad social y epistemológica en la universidad de acogida. La masa académica que migra se convierte en un elemento discordante con el saber hegemónico y surgen unos grupos de personas que se configuran como la nueva otredad (Murphy-Lejeune: 2002), diferenciada y, en ocasiones, minusvalorada académicamente (Quijano: 2014).

A través de una revisión bibliográfica, el presente trabajo tiene como objetivo analizar la ecología de saberes y el concepto de interculturalidad en estas situaciones que puedan surgir en la universidad (tomamos como modelo el ámbito académico portugués), basándonos en que “el conocimiento es interconocimiento” (Santos: 2010, p. 32) e intentar alcanzar la copresencia de saberes, con experiencias diversas, plurales, donde la ciencia moderna tenga su lugar no jerarquizado dentro de este saber ecológico, utilizada la ciencia como “un saber entre otros, más valiosos para algunas cosas, menos para otras” (Santos: 2008, p. 112).


LA ECOLOGÍA DE SABERES EN LA UNIVERSIDAD

La ecología de saberes es un concepto que se ha aplicado a la investigación de esta investigación en el ámbito de la universidad en Lisboa. Se trata de una “profundización de la investigación-acción”, que, en el ámbito educativo superior, implica una “revolución epistemológica”, la cual “no puede ser decretada por ley”, pero esta ecología de saberes sirve para reformar la universidad y crear “espacios institucionales que faciliten e incentiven su surgimiento” (Santos: 2007, p. 56). En una universidad del siglo XXI, Santos expone que la ecología de saberes es “una forma de extensión en sentido contrario, desde afuera de la universidad hacia adentro de la universidad” y

(…) consiste en la promoción de diálogos de saber científico y humanístico que la universidad produce y los saberes legos, populares, tradicionales, urbanos, campesinos, provincianos, de culturas no occidentales (indígenas de origen africano, oriental, etc.) que circulan en la sociedad. [ ] Comienza a ser socialmente perceptible que la universidad, al especializarse en el conocimiento científico y al considerarlo la única forma de conocimiento válido, contribuyó activamente a la


descalificación e inclusive a la destrucción de mucho conocimiento no científico y con eso, contribuyó a la marginalización de los grupos sociales que solamente disponían de esas formas de conocimiento (Ibíd.:p. 57).


Wallerstein aporta un punto de vista desde su percepción sistémica del mundo y se pregunta, ¿qué tiene que ver la crisis estructural del sistema-mundo con las estructuras del saber, los sistemas universitarios en el mundo y el universalismo científico? Según Wallerstein, existe mucha relación, ya que ”las estructuras del saber no están divorciadas de las operaciones básicas del moderno sistema-mundo” (Wallerstein: 2007, p.

77) y son el “elemento esencial en el funcionamiento y la legitimación de las estructuras políticas, económicas y sociales del sistema”, en donde “las estructuras del saber se han desarrollado históricamente en formas que han resultado de lo más útil para el mantenimiento de nuestro sistema-mundo existente” en tres aspectos del saber, construidas en el siglo XIX: el moderno sistema universitario, la división epistemológica entre las llamadas dos culturas y el papel especial de las ciencias sociales (Ibídem).

Así pues, Wallerstein fundamenta la crisis en el mito de la universidad desarrollada en Europa occidental durante la Edad Media y cuya “historia agradable” nos permite “usar unos guantes muy elegantes en las ceremonias universitarias”, pero que sólo después de 1945 alcanzó su “pleno florecimiento” como un “sistema universitario de extensión mundial”. Un hecho relacionado con la expansión de la economía-mundo en el periodo desde 1945 a 1970 que, asociado a la constante coacción desde abajo para aumentar las admisiones a las instituciones universitarias y al progresivo sentimiento nacionalista en las zonas periféricas para "nivelarse" con las zonas de avanzada del sistema-mundo, llevó a “una increíble expansión del sistema universitario mundial, en términos del número de instituciones, de profesores y de estudiantes”, en el cual, por primera vez, “las universidades fueron algo más que el terreno reservado a una pequeña élite; se convirtieron en instituciones verdaderamente públicas” (Ibíd.: p. 79). Después de 1945, la educación popular universitaria pasó a ser considerada “un servicio social esencial”, pero actualmente, nos enfrentamos a un universalismo europeo como “una justificación perversa del orden mundial” (Ibíd.: p. 101) actual. Este universalismo europeo es lo que Santos denomina epistemología del Norte, en cuya hegemonía universitaria se ignoran los otros saberes que proceden de otros lugares como África. Wallerstein se pregunta entonces

Pero en el mundo de hoy, ¿puede haber un lugar para dar y recibir? ¿Puede haber un universalismo que no sea europeo sino universal (o global)? O, más bien, ¿qué se necesitaría, en el siglo XXI, para alcanzar un mundo donde ya no fuera el occidente el que diera y el resto el que recibiera, donde el occidente se cubriera con la capa de la ciencia y el resto se relegara a los pueblos con un temperamento más "artístico/emocional"? ¿Cómo podemos alcanzar un mundo en que todos dieran y todos recibieran? (Ibíd.: p. 102).


Así mismo, también sea posible alcanzar el acceso de la educación a una base social más amplia, relegando el elitismo de unas capas de la sociedad y olvidar los “milagros” y “esfuerzos” que expone Bourdieu y Passeron (2009, p. 40) para conseguir una igualdad educativa en el sistema universitario, porque, aún hoy en día, “el aprendizaje de la cultura de la elite es una conquista, pagada a alto precio; para otros, una herramienta que encierra a la vez la facilidad y las tentaciones de la facilidad” (Ibíd.: p. 51).

Santos expone la situación de la crisis de la universidad como un “optimismo trágico” (Santos: 2008, p. 88), no exento de dificultades, pero con unas posibilidades de llevar a cabo unas reformas emancipatorias de la universidad, sobre todo en algunas zonas del mundo, con unos procesos de emancipación y de toma de cultura política novedosa. La universidad debe ser capaz de traducir las reflexiones que surjan de su seno y proyectarlas o expresarlas nuevamente como ideas prácticas.

La mercantilización de la universidad provoca que la universidad pública, además de trabajar para el mercado, establezca un mercado interno tanto en el profesorado como en los servicios de educación, cuya producción educativa patentada, sobre todo en el ámbito tecnológico, pueda ser vendida a otras


universidades del Sur global. En este sentido, “las universidades de los países menos desarrollados no deben ser una prioridad de inversión”. Según Santos, los gobiernos africanos, “no envían al Banco Mundial ninguna solicitud de inversión universitaria para que compre a las universidades globales paquetes de programas, de currícula, de profesores, de evaluación de clases. Pero Sudáfrica ya vende paquetes de cursos de sociología al resto del África, y esto va en aumento” (Ibíd.: p. 89).

Esta globalización neoliberal de la universidad se fundamenta en los criterios de “eficacia” y “eficiencia”, pero aplicados sobre la exclusión. Por esta razón, este proceso de “globalización neoliberal” ha de ser respondido con una “globalización solidaria”, con una universidad con “otro tipo de redes, con otro tipo de universidad” basada en la ecología de saberes frente a la monocultura del conocimiento científico. Una idea contraria a lo que analizó el Banco Mundial en 1994 sobre la Educación Superior en el África Subsahariana, la cual estaba caracterizada por ser de una pobre calidad durante la década de los 80, con una regresión de la adecuación de las facultades para la enseñanza universitaria (Ridker: 1994).

Por otro lado, no interesan las grandes empresas nacionales y se produce la deslocalización de la formación universitaria, en la que los estudiantes técnicos de cualquier país del Sur son formados en los grandes centros universitarios mundiales y, al producirse este éxodo de estudiantes, el Estado descapitaliza la universidad pública, marginando los proyectos de la Educación Superior y dejándolos en manos de otras universidades, situadas en el ámbito de la epistemología del Norte, principalmente. Para solucionar esta descapitalización, Santos indica que debe elaborarse un proyecto educativo universitario nacional que esté sustentado en un “bloque histórico”, el cual sólo puede producirse desde los movimientos sociales y, especialmente en algunos países americanos, desde los movimientos indígenas (Santos: 2008, p. 90).

Con el “epistemicidio” de los conocimientos de los campesinos, de los indígenas o de los afrodescendientes llevado a cabo por la monocultura del conocimiento científico, la universidad, según Santos, tiene “una deuda histórica al haber producido ese epistemicidio, que además sigue produciendo”. Santos ejemplifica de la manera siguiente:

(…) mi asistente de investigación del proyecto que realizamos en Colombia ha escrito un libro del proyecto. Este estudiante asiste a la Facultad de Derecho, y en la clase de derecho civil estudia la propiedad. El profesor le explica sobre el comprador, el vendedor y el tipo de individualidad. Para este estudiante, en su comunidad de la sierra, no existe ese concepto sobre la tierra porque ésta no les pertenece; por el contrario, ellos pertenecen a la tierra, y por tanto ésta no se puede vender. Cuando trata de explicarle esto al profesor, éste le contesta: “Yo estoy aquí enseñando conocimiento y todos los demás conocimientos no me interesan” (Ibíd.: p. 91).


Este ejemplo representa la monocultura del saber y del rigor, un conocimiento único basado en el saber científico. Esta situación es la que hay que sustituir por la ecología del saber, basada en la ecología, que posibilite “una convivencia de diferentes saberes que no descalifica a la ciencia moderna, que es parte de la constelación más amplia de saberes” (Ibídem), y que parta de una “concepción pragmática” del saber dependiendo de los objetivos que se quiera lograr. La ecología de saberes parte de un proyecto de país desde abajo, desde las personas más desfavorecidas por el sistema social y educativo, y, según Santos, la universidad ha creado un proyecto social y educativo con una visión de país desde arriba.

La ecología de saberes en la universidad expone que “la ignorancia no es un punto de partida para el saber, aunque puede ser un punto de llegada: cuando nosotros aprendemos saberes, cada saber produce una ignorancia y la ignorancia no descalifica” (Ibíd.: p. 93). Esta idea sugiere que nunca vamos a poder abarcar todo el conocimiento de la constelación de saberes porque “lo que aprendemos es proporcional a lo que ignoramos”.

Santos propone aumentar los programas de extensión para que la universidad deje de estar aislada, con la intención de “extenderse hacia afuera porque está demasiado hacia adentro” (Ibíd.: p. 94). Entre esos


programas de extensión para la universidad del siglo XXI, la propuesta de Santos consiste en “traer adentro de la universidad los otros conocimientos de afuera”. Esto implicaría un cambio total de los currícula, sobre todo en las facultades donde el contexto sociocultural es indígena. Santos, en un contexto universitario boliviano, planteó que deberían existir “facultades de agua, facultades de tierra, de biodiversidad, de energía, de bosques, de recursos naturales, de Pachamama”, lo que crearía una “revolución dentro de la universidad que resulta problemática porque entonces todos los profesores de la universidad pasan a ser alumnos, tienen que ser ignorantes y afirmar su propia ignorancia” (Ibídem). Para Maritza Palma, las actividades de extensión “deben tener como objetivo prioritario, refrendado democráticamente al interior de la universidad, el apoyo solidario para la resolución de los problemas de exclusión y la discriminación social, de tal modo que se dé la voz a los grupos excluidos y discriminados” (Palma: 2012, p. 165).

La ecología de los saberes es “un conjunto de prácticas que promueven una nueva convivencia activa de saberes con el supuesto de que todos ellos, incluido el saber científico, se pueden enriquecer en ese diálogo” (Santos: 2007, p. 67). En esta ecología se involucra a un amplio elenco de “acciones de valoración”, no sólo del conocimiento científico sino también de otros “conocimientos prácticos considerados útiles”, compartidos por investigadores, estudiantes y grupos de ciudadanos, que crea “comunidades epistémicas más amplias que convierten a la universidad en un espacio público de interconocimiento donde los ciudadanos y los grupos sociales pueden intervenir sin la posición exclusiva de aprendices” (Ibíd.: p. 67).

Unas de estas prácticas son los “talleres de ciencia” (science shops), basadas en las experiencias del activismo científico de los años 70 en Holanda y algunos países europeos, enfocados principalmente a resolver las catástrofes naturales provocadas por la expansión del desarrollo científico a nivel global (Jasanoff: 2008). Estos talleres han vuelto a retomar un cierto dinamismo con programas de apoyo de la Comisión Europea. Estas iniciativas tienen su reflejo con un movimiento similar denominado “investigación comunitaria” (comunity-based research) en los Estados Unidos, así como en toda la comunidad internacional llamado “conocimiento vivo” (living knowledge) que busca “crear un espacio público de saberes donde la universidad pueda confrontar la injusticia cognitiva a través de la reorientación solidaria de sus funciones” (Santos: 2007, p. 67). Para Santos, los talleres de ciencia son “un híbrido donde se combina la investigación- acción y la ecología de saberes”, el cual es “una unidad que puede estar conectada a una universidad y dentro de ésta a un departamento o una unidad orgánica específica”, cuyos objetivos responden a “solicitudes de ciudadanos o grupos de ciudadanos, de asociaciones o movimientos cívicos o de organizaciones del tercer sector, y en ciertos casos, empresas del sector privado para el desarrollo de proyectos que sean claramente de interés público”, entre los cuales se encuentran una gran diversidad: identificación y propuesta de resolución de problemas sociales, ambientales, en el campo del empleo, el consumo, la salud pública, la energía, etc., facilitación de la constitución de organizaciones y asociaciones de interés social comunitario, promoción del debate público, etc.. El proyecto queda integrado en el departamento universitario que asuma esa solicitud, constituyéndose el equipo que incluye a todas las partes interesadas, cuyas funciones son diseñar el proyecto y establecer la “metodología participativa de intervención”. Esta metodología participativa busca una recontextualización del conocimiento científico y una coproducción de conocimiento. En este sentido,

Los talleres de ciencia son una interesante experiencia de democratización de la ciencia y de la orientación solidaria de la actividad universitaria. Sin embargo, algunas de las universidades – presionadas por la búsqueda de ingresos en el mercado– se han involucrado en el sentido de transformarse en unidades de prestación remunerada de servicios. Los modelos solidarios tienen un fuerte potencial de creación de nichos de orientación cívica y solidaria en la formación de los estudiantes y en la relación de la universidad con la sociedad, y funcionan como “incubadoras” de solidaridad y de ciudadanía activa (Ibíd.: p. 70).


En Portugal, los talleres de ciencia han sido muy poco desarrollados debido, en parte, a la escasa trayectoria democrática del sistema tecnológico y científico (Castro, Neves, Serra, Santos, Martins, Silva & Nunes: 2012, p. 6). Una de las pocas experiencias se ha llevado a cabo en un proyecto de investigación denominado “O envolvimento da ciência com a sociedade: ciências da vida, ciências sociais e públicos (BIOSENSE).

Este proyecto de BIOSENSE constituye un punto de referencia para Portugal con la coordinación de estas dos instituciones en la investigación sobre la ciencia-sociedad, realizada por el CES, así como la comprensión de la ciencia y de la enseñanza de la misma, realizada conjuntamente por el IBM y el CES. Esta “science shop” pretende dotar de estructuras de apoyo a la (no) ciudadanía para que dispongan de una plataforma donde interrelacionar y coproducir conocimientos y herramientas, con el fin de permitir que una reducción de la hegemónica forma de comunicación de la ciencia y de la educación científica (Castro et al: 2012, p. 6). Se trata de reconfigurar la investigación universitaria, reconfigurando las relaciones de saberes que reduzcan en lo posible las ausencias (Santos: 2010) basada en el diálogo, las colaboraciones y la coproducción de conocimientos, “valorizando e baseando-se em toda a gama de conhecimentos existentes, habilidades e experiências trazidas pelos seus participantes nos seus diversos encontros” (Castro et al: 2012,

p. 7). Estas iniciativas contribuyen a una ciudadanía más activa y, por lo tanto, hacia nuevas formas de ciudadanía, “científicamente informadas”, que lleven también a nuevas formas de entendimientos, mediante una perspectiva transdisciplinar que ofrezca a la sociedad una serie de “mediadores/facilitadores” en el ámbito de las “science shops”, promocionando unas relaciones colaborativas entre ciencia y sociedad (Ibídem). Para Noelia Invernizzi, la creación de estos talleres de ciencia en la universidad, mediante los cuales se gestionen demandas de investigación por parte de la sociedad civil, es una “tarea realizable”, ya que

Se trata, más que nada, de organizar formalmente muchas experiencias de investigación junto a grupos sociales, organizados o no, ya existentes en las universidades a nivel de un departamento, un curso, una facultad o toda la universidad, y de transitar hacia metodologías de investigación más participativas, así como de crear canales eficientes para recibir demandas. Desarrollar estos canales requiere hacer público a través de ferias, programas de TV, propaganda entre diversos movimientos sociales, etc. el interés de la universidad por atender a demandas sociales de investigación y de poner a su disposición el banco de conocimientos y experiencias resultante de las actividades realizadas. Es preciso contar con verdaderas “antenas” que consigan captar las necesidades del medio. Internamente, la universidad debe distribuir a sus docentes y estudiantes una lista de demandas que pueden despertar interés para proyectos de investigación, tesis, etc. Sin duda, el conocimiento así producido será de alta relevancia social (Invernizzi: 2004, pp. 78-79).


Desde América Latina, varios investigadores de diferentes disciplinas han analizado la vinculación entre la universidad y la “colonialidad del saber”. Uno de ellos es el sociólogo venezolano Edgardo Lander, el cual opina que “las ciencias sociales y las humanidades que se enseñan en la mayor parte de nuestras universidades no sólo arrastran la ‘herencia colonial’ de sus paradigmas sino, lo que es peor, contribuyen a reforzar la hegemonía cultural, económica y política de Occidente” (Castro-Gómez: 2007, p. 78). Para Lander,

(…) la formación profesional [que ofrece la universidad], la investigación, los textos que circulan, las revistas que se reciben, los lugares donde se realizan los posgrados, los regímenes de evaluación y reconocimiento de su personal académico, todo apunta hacia la sistemática reproducción de una mirada del mundo desde las perspectivas hegemónicas del Norte (Ibíd.: p. 79).


Por su parte, Castro-Gómez afirma que, en el interior de la universidad, “se están incorporando nuevos paradigmas de pensamiento y organización que podrían contribuir a romper con la encerrona de este triángulo moderno/colonial” a través de la interdisciplinariedad y el pensamiento complejo. Desde estos


“modelos emergentes” se podría empezar a “tender puentes hacia un diálogo transcultural de saberes” (Ibíd.:

p. 80). Una idea que está relacionada con el saber ecológico de Santos, y que hace una crítica al aislacionismo de las propias disciplinas en las universidades, cuyo “conocimiento experto” es dividido en fragmentos y se ignoran las conexiones entre ellos. Para Castro-Gómez, lo que hace una disciplina en la universidad es “recortar un ámbito del conocimiento y trazar líneas fronterizas con respecto a otros ámbitos del conocimiento” mediante “ingeniosas técnicas” como la invención de los “orígenes de la disciplina”, construyendo “sus propios orígenes y escenifican el nacimiento de sus padres fundadores”. De esta manera, las disciplinas seccionan “ciertos ámbitos del conocimiento” y delimitan “ciertos temas que son pertinentes única y exclusivamente a la disciplina”, produciendo la realización de los cánones que definen qué autores se deben leer y qué programas docentes son necesarios y deben ser conocidas por alguien que elige estudiar esa disciplina. Los cánones son “dispositivos de poder que sirven para “fijar” los conocimientos en ciertos lugares, haciéndolos fácilmente identificables y manipulables” (Ibíd.: pp. 83-84). Castro-Gómez sugiere que la universidad se encuentra en una crisis de legitimación y empieza a “plegarse a los imperativos del mercado global” en la “planetarización de la economía capitalista”, lo que hace que la universidad “no sea ya el lugar privilegiado para la producción de conocimientos”. El saber hegemónico ya no es el que se “produce en la universidad y sirve a los intereses del Estado, sino el que se produce en la empresa transnacional”, en empresas multinacionales como, por ejemplo, Microsoft. Así pues, el conocimiento hegemónico ya “no lo produce la universidad bajo la guía del Estado, sino que lo produce el mercado bajo la guía de sí mismo”. En esta situación postmoderna de la ley del mercado, se crea una “factorización” de la universidad, convirtiéndose en una “universidad corporativa” o una empresa capitalista que sólo sirve a la “planetarización del capital” y no a intereses sociales más humanitarios y sin ánimo de lucro. En este escenario, el conocimiento científico

(…) ya no es legitimado por su utilidad para la nación ni para la humanidad, sino por su performatividad, es decir, por su capacidad de generar determinados efectos de poder. El principio de performatividad tiene por consecuencia la subordinación de las instituciones de educación superior a los poderes globales. La belle epoque del profesor moderno, la era del “educador” y del “maestro” parece haber llegado a su fin, pues la función de la universidad hoy día ya no es educar sino investigar, lo cual significa: producir conocimientos pertinentes. Los profesores universitarios se ven abocados a investigar para generar conocimientos que puedan ser útiles a la biopolítica global en la sociedad del conocimiento. De este modo, las universidades empiezan a convertirse en microempresas prestadoras de servicios (Ibíd.: p. 85).


Por otro lado, Dávalos (2013) analiza los cambios institucionales que se han realizado en los últimos años de gobierno indígena de Ecuador para “estructurar una institución del saber que replica punto por punto la nueva episteme mercantil del conocimiento”, llevando a cabo algunas iniciativas que intentan superar esa praxis de la dominación neocolonial. Una de ellas es la creación del proyecto Ciudad del Conocimiento Yachay (Saber en kichwa), al estilo de la universidad indígena Amawtay Wasi boliviana. Para Dávalos, la devastación producida por la “ola neoliberal” y “posneoliberal” en el seno universitario ecuatoriano hace que sea muy difícil resistir la “dominación epistemológica creando sus propios marcos e instituciones de saber”, ya que “el pequeño espacio social que fue abierto por la movilización indígena en la década de los noventa y que permitió proponer y crear ese espacio de disputa con el poder, se ha cerrado irrevocablemente” (Dávalos: 2013, p. 5).


EL ENFOQUE INTERCULTURAL EN LAS MOVILIDADES ACADÉMICAS: EL CASO DE PORTUGAL

1.

La perspectiva de la interculturalidad es un principio que debe regir en la propuesta de la ecología de saberes aplicada al ámbito de la universidad en un mundo globalizado. Si la movilidad académica es cada vez mayor en contextos internacionales y, por lo tanto, se producen mayores contactos culturales entre diferentes saberes, la interculturalidad es la opción necesaria para que haya un diálogo entre saberes que no se base en una relación del poder hegemónico sobre el subalterno. Como diría Santos, “con la idea de la diversidad, surge el problema de la interculturalidad, y lo importante de la interculturalidad es que no es una cuestión solamente cultural, sino una cuestión política” (Santos: 2008, p. 15). Se trata de fundamentar la universidad occidental, en este caso la ciudad de Lisboa sobre una “pedagogía intercultural”, siendo el interculturalismo una opción sociológica global que responda a los desafíos y los conflictos que puedan surgir de las movilidades estudiantiles y las relaciones sociales e interdependencias que se deriven de ellas (Arroteia: 2007, p. 4). Esta pedagogía es una cuestión que atañe a las sociedades de origen y a las de destino, las cuales deben simultanear la cuestión educativa para poder realizar un acogimiento de estas poblaciones inmigrantes, especialmente las jóvenes y más vulnerables.

Se trataría de una co-educación, en la cual se encuentran no sólo estudiantes, sino también profesores y profesoras de esas nacionalidades africanas (aunque también de cualquier origen) y las portuguesas, indagando en la cooperación educativa y la interculturalidad. Esta sería, según Arroteia, una de las “condições de êxito destas manifestações passa por uma articulação conjunta dos projectos de natureza inter e multicultural, ao nível não só da sua concepção, mas, também, da sua realização, exploração e avaliação”. De esta manera, es posible una mayor atención a la formación continua del profesorado que trabaja más directamente con las comunidades inmigrantes (Ibíd.: p. 4).

Vemos aquí el desafío que entraña la configuración de una pedagogía intercultural con los cambios continuos en las corrientes migratorias globales y en los procesos de retorno. En el caso de Portugal, después de la Guerra Colonial, hubo un regreso masivo de colonizadores y habitantes de las “provincias de ultramar” que reconfiguraron la masa sociocultural y política de la metrópoli y provocaron la “coloración de Europa” (Santos: 1996, p. 40) y de Portugal. Aun así, las oleadas migratorias no se han paralizado, sino que, por el efecto llamada, existe un dinamismo continuado tal y como se aprecia en la siguiente tabla de la primera década del siglo XXI sobre el movimiento de la población extranjera hacia Portugal:

En este sentido, según Hélia Santos (2005), a partir de los años 80, debido a la fuerte inmigración producida, en parte, por la vuelta de los desplazados desde las colonias y las poblaciones africanas que también recalaron en Portugal, se produjo un sentimiento en la población portuguesa de que algo estaba cambiando en su entorno social habitual. Esto produjo, durante la siguiente década, una serie de reacciones en las políticas educativas promovidas por el Ministerio da Educação en torno a la creación de proyectos específicos en el ámbito intercultural, con unos objetivos relacionados con la “nostalgia cultural” y la presencia de una ideología neocolonial en el Ministerio da Educação que escondía un discurso “paternalista, superior e assimilacionista” y también etnocéntrico. No obstante, la presión que ejercieron las directivas transnacionales europeas posibilitaron que se comenzase a “introducir gradualmente o discurso da educação para a cidadania e educação intercultural, com o objectivo de formar jovens críticos, participativos e respeitadores das diferenças (Santos: 2005, p. 37).


En este sistema mundo moderno/colonial (Walsh: 2007), la independencia política y administrativa de las colonias portuguesas africanas en 1975, provocó que la afluencia masiva de huidos por la guerra colonial y la vuelta de las tropas y colonos a la metrópoli comenzara a aumentar la presencia de indígenas africanos y africanas. Sánchez nos indica que la cifra de retornados fue de 505.078 según el censo realizado por el


Instituto Nacional de Estadística de Portugal en 1978, lo que representaba “más del 5% del total de la población nacional” (Ibíd.: p. 157).

Unos años más tarde de comenzar este proceso migratorio, a principios de los 90, el alumnado de origen africano suponía el 46% del total de las poblaciones minoritarias, cuando en las escuelas las “crianças pequenas, em idade de usarem a língua materna a seu bel-prazer, para expressarem os pensamentos e a curiosidade pela vida, contarem segredos ou serem encantadas por estórias de encantar, viam-se a braços com a tarefa adulta de gerirem o silêncio, em nome da vergonha” (Pereira: 2005, p. 1). Dulce Pereira se pregunta si los alumnos y alumnas de origen africano hablarían la gran diversidad de lenguas africanas en las aulas portuguesas de los barrios más degradados y desfavorecidos de las grandes urbes. Una diversidad cultural y lingüística que se encontraba en peligro de extinción frente a las políticas educativas monoculturales en un entorno educativo “uniforme, egocéntrico y autista”.

La cuestión de la inmigración a Portugal y la visibilización de cada vez más población de origen africano con unas problemáticas suscitaron unas relecturas de las políticas educativas en el aspecto de un creciente interés por la pedagogía intercultural. Muchas de las poblaciones inmigrantes africanas que residen en Portugal, especialmente en las grandes urbes, sufren situaciones de exclusión, precariedad y vulnerabilidad (Henriques: 2009, p. 13), aparte de unas rupturas con sus países de origen que suponen un gran esfuerzo de adaptación psicológica y social. En el país de acogimiento, el crecimiento acelerado de flujos migratorios hace que las diferentes estructuras se modifiquen para dar una respuesta a esta nueva situación de necesidades y diversidad, en la cual pueden surgir numerosos problemas. ¿Cómo se manifiesta esta problemática social en las universidades de destino dentro de los programas de movilidad internacional en Lisboa y Portugal?

La Universidad se presenta como una institución promotora que hace desencadenar flujos migratorios o, más exactamente, de movilidades territoriales que originan un desplazamiento de los y las estudiantes africanas a Lisboa. En el caso de la movilidad universitaria, según Henriques, los migrantes se caracterizan normalmente por la posición de un estatuto socio-económico y de cualificación elevado. Henriques afirma que la primera tentativa de control de la emigración para Portugal se produjo en el proceso de descolonización de África, momento en el cual, el gobierno portugués promulgó una normativa para la “conservação da nacionalidade portuguesa de cidadãos portugueses domiciliados em território ultramarino após a independência e consequente processo de descolonização” (Ibíd.: p. 38).

No obstante, el flujo de inmigrantes a la antigua metrópoli después de los conflictos coloniales no estaba

compuesta exclusivamente por personas cualificadas, sino también por una masa social de origen rural, principalmente, que emigró por las expectativas laborales del despegue económico portugués a partir de su entrada en la UE, a mediados de los años ochenta, y las ayudas del Fondo Europeo para la cohesión territorial de las cuales se beneficiaba (Meleiro: 2004). A parte de esta emigración poco cualificada, se dieron otros dos movimientos inmigratorios de origen africano, conformado por estudiantes que deseaban concluir sus estudios en Portugal y, el segundo, poblaciones de diversos estratos sociales y políticos que buscan una seguridad fuera de los diferentes conflictos que existían en sus países de origen (Ibíd.: p. 68).

Todos estos desplazamientos desde las antiguas colonias produjeron un mayor enriquecimiento cultural,

así como los consiguientes conflictos de índole diversa, entre ellos, los relacionados con los prejuicios raciales y la discriminación social. Como apunta una reciente investigación de Leonardo Blanco dos Santos (2013), referida a la percepción de los prejuicios discriminatorios de la población local sobre el colectivo de origen brasileño en Portugal, existe la sensación de una discriminación racial en entornos universitarios. Cuestión esta que ha sido también manifestada por algunas de las personas entrevistadas en el ISCTE-IUL (Lisboa), las cuales categorizaban de “racistas sutiles” a parte de la sociedad de destino.

Esta percepción se sitúa en la dificultad del conocimiento cultural desde la diferencia, que propicia, en ocasiones, una indiferencia por parte del resto de culturas en las que se convive (Silva: 2003). La interculturalidad es el medio por el cual se traducen las culturas mutuamente. En este sentido, la teoría del conocimiento como emancipación aspira a “una de la traducción que sirva de soporte epistemológico a las


prácticas emancipatorias” (Santos: 2009, p. 32), en una situación de choque epistemológico como el de la universidad en Lisboa. La traducción intercultural permite conocer las diferentes culturas occidentales y no- occidentales en este ecosistema de saberes, porque estas múltiples “experiencias usan no sólo diferentes lenguas sino también diferentes categorías, universos simbólicos y aspiraciones para una vida mejor” (Ibídem). Ya que “intercultural no se limita a describir una situación particular, sino que se define un enfoque, procedimiento, proceso dinámico de naturaleza social en el que los participantes son positivamente impulsados a ser conscientes de su interdependencia y es, también, una filosofía, política y pensamiento que sistematiza tal enfoque” (Aguado: 1999, p. 90). En esta dirección, la interculturalidad significa “descentralizar los puntos de vista, ampliar las visiones del mundo”, y para este cometido, “los occidentales debemos aprender a liberarnos de las posturas eurocéntricas para penetrar en otras ópticas no menos enriquecedoras” con un “reconocimiento explícito de los derechos de entidades y grupos socioculturales distintos” (García, Escarbajal & Escarbajal: 2007, p. 92). La apuesta por la interculturalidad se opone a “las posturas intransigentes del racismo cultural” y a los “intereses políticos y económicos de ciertos grupos de poder y países concretos que crean la imagen de las otras culturas como enemigas de la civilización occidental” (Ibíd.: p. 93).

La educación intercultural es también una educación política “en un sentido amplio de la política como organización de la vida cívica”, en el que el “principio metodológico” puede ser el de establecer una “didáctica comunicativa” para una convivencia en la cooperación. Para lo cual el conflicto, el interés y la solidaridad son, por lo tanto, “categorías políticas que deben ser objeto de una educación intercultural”, siendo “un entrenamiento para la democracia” (Ibíd.: 2007, pp. 169-170). Esta visión comprende que la entrada en la universidad de “diversas culturas tiene un efecto revalorizador y habilitador” no sólo de esas culturas sino también de la propia universidad, ya que esas culturas “vivifican” la universidad al tiempo que son consideradas “como elementos culturales minoritarios y no como categorías sociales” (Ibíd.: p. 101), donde la cultura común sea la “manera específica en que la sociedad va a vivir y a organizar su propia interculturalidad” (Santos: 2008, p. 20).

Así mismo, con la educación intercultural se debe contribuir a “impulsar la riqueza y variedad que ha caracterizado a la humanidad a través de la Historia”, además de ayudar a “comprender que no existe una sola verdad, que la vida social con la que nos identificamos no es la única, sino una de tantas posibles” y, especialmente desde la ecología de saberes, que “el modelo económico y social”, además de epistemológico, de Occidente “no es, ni global ni necesariamente, exportable al resto del mundo, ni de obligada asunción por otras culturas”. Porque necesitamos un modelo cultural que “no excluya la diversidad”, y el enfoque intercultural en educación “puede ayudar a superar las barreras de los integrismos y fundamentalismos, a hacer caer los muros de separación entre las personas, grupos y culturas, a proyectar nuevos esquemas identitarios y culturales, formar nuevos ciudadanos y a combatir el racismo” (García et al: 2007, p. 123). Para este cometido, la educación intercultural debe considerarse desde un “análisis crítico de los modelos pedagógicos imperantes” para afrontar los retos de la multiculturalidad, que sea capaz de “interpretar la complejidad” de las realidades sociales y culturales.

La educación intercultural se presenta no como una “panacea” al racismo y al conflicto que pueda surgir en una sociedad multicultural y asimilacionista, sino como “un proceso intencional, sistemático y a largo plazo” para capacitar a individuos y a grupos sociales a superar tales “prejuicios” y “manifestaciones sociales”. La educación intercultural debe elaborar elementos “cognitivos y comunicativos que faciliten las relaciones sociales entre culturas”, desde una igualdad real, que se mantenga como un sistema educativo perdurable para “lograr la inclusión de todas las personas y la reciprocidad” (Ibíd.: p. 124). En palabras de Ávila:

(…) la educación en la interculturalidad se plantea ir más allá del puro modelo educativo para lograr forjar a un nuevo ciudadano, capaz no sólo de respetar la diferencia sino de aquilatarla, disfrutarla y fomentarla. El planteamiento intercultural en la educación es también un llamado profundo de


atención para que las universidades en general regresen a su filosofía de universalidad y destierren todo tipo de discriminación en sus aulas […] Las Universidades Interculturales diseñadas a partir de los principios de este enfoque intercultural contribuyen así al rescate y a la difusión de expresiones culturales diversas y trabajan por establecer estrechos vínculos de comunicación directa entre las culturas ancestrales con el mundo moderno. Esto contribuiría a que los pueblos indígenas establezcan –en una relación paritaria– vínculos de colaboración y contribución al conocimiento científico que, a través de una visión crítica y creativa, facilite la generación de propuestas de desarrollo adecuadas a su cultura, tradiciones, expectativas e intereses y a que se mantengan en contacto dinámico con otras culturas del mundo (Ibíd.: p. 20).


En este sentido, la interculturalidad posibilitaría la “diversidad” y la “simetría” epistémica, mediante las cuales “tanto los conocimientos que se producen en las universidades de Occidente como los que se realizan en los campos, pueblos y rancherías del Sur tienen el mismo grado de validez y lo que se hace posible es el diálogo entre ellos en igualdad de circunstancias” (Ibíd.: p. 24). En un sentido más emancipatorio, la interculturalidad lleva a cuestionar “la colonialidad del saber y la construcción hegemónica que se hace del conocimiento”, lo cual, en un contexto universitario, supone “admitir que no existe una sola vía para conocer y establecer el conocimiento en la sociedad”, ni hay un saber que “esté por encima del otro” (Ibídem).

Así pues, Ochoa (2006) reivindica el rol “social, crítico y político” de la educación intercultural, en su opinión, “un papel que debe jugar más con el Yo que con el Otro”. Esta educación “puede (y debe) ser un medio para contribuir a que se vayan desvaneciendo las cortinas de humo que cubren de objetividad, de ciencia, de neutralidad o de realidad, aspectos de nuestra vida y de nuestra historia de occidentales que no son más que invenciones, creaciones y estrategias para nada exentas de intereses muy concretos” (Ibíd.: p. 779).

Según Ochoa, la tarea de la educación intercultural es dotarnos de “los instrumentos para aprender a re- leer y reescribir la narración de la que formamos parte”, de manera que nos distanciemos de esa “manera preferente de leer y de interpretar que la tradición (autoridad) cultural (ideológica) nos propone (impone); capacitarnos frente al discurso hegemónico que intenta definirnos sin dejarnos ser Otro e imponiéndonos, sin embargo, al Otro que debemos asumir como tal” (Ibíd.: p. 782). La reflexión autocrítica y emancipadora que debemos realizar viene dada por la educación intercultural que debe servir para cuestionar nuestras propias mentalidades, comportamientos y saberes. Ochoa lo relaciona con la capacidad de “perder el miedo a lo distinto, a lo desconocido, a la vez que mostrar los espacios comunes, el territorio que todos los seres humanos comparten, la posibilidad del diálogo, de la negociación y del respeto” (Ibíd.: p. 785). No obstante, las dificultades para conseguir estos objetivos vienen dadas no por las peculiaridades culturales, sino que son promovidas por “intereses de otro tipo que han ido edificando todo un aparato ideológico para conseguir el consenso frente a lo que debe ser rechazado, discriminado, excluido”. Por ello, la tarea de la educación no es abstracta, sino “concreta, contextualizada, histórica y políticamente, porque de otro modo estará contribuyendo a engrosar ese aparato ideológico y ese consenso”. Así pues, la interculturalidad “debe ser forzosamente anti-hegemónica y debe apostar por crear las condiciones para que los Otros tomen la palabra y se hagan dueños de sus propios discursos”. Se trata, en definitiva, de “romper ese extraño y curioso hilo conductor que ha ido cosiendo sus labios y nuestras conciencias, haciendo que Ellos enmudezcan y Nosotros renunciemos a tener un pensamiento propio y divergente” (Ibíd.: p. 786).

Para Catherine Walsh, la interculturalidad significa “procesos de construcción de un conocimiento otro, de una práctica política otra, de un poder social (y estatal) otro y de una sociedad otra; una forma otra de pensamiento relacionada con y contra la modernidad/colonialidad, y un paradigma otro que es pensado a través de la praxis política” (Walsh: 2007, p. 47). Lo que supone la necesidad de enfatizar la noción de “interculturalidad epistémica”, la cual produzca una “práctica política” y una “contra-respuesta a la hegemonía geopolítica del conocimiento”, sobre la cual poder posicionarse en una interculturalidad “política, cultural o identitaria” que genere unas “configuraciones conceptuales que denotan otras formas de conocimiento, desde


la necesaria diferencia colonial para la construcción de un mundo diferente” (Ibíd.: p. 48). Walsh sugiere que la interculturalidad representa una “lógica, no simplemente un discurso, construido desde la particularidad de la diferencia”. Esta lógica parte desde la “diferencia colonial y desde una posición de exterioridad”, y hace esfuerzos por “transgredir las fronteras de lo que es hegemónico, interior y subalternizado”. La lógica de la interculturalidad “compromete un conocimiento y pensamiento que no se encuentra aislado de los paradigmas o estructuras dominantes” y, a través de ese conocimiento, se genera un conocimiento “otro” y un pensamiento “otro” que descoloniza “las estructuras y paradigmas dominantes como la estandarización cultural que construye el conocimiento “universal” de Occidente” (Ibíd.: p. 51). Así mismo, la interculturalidad marca “una política cultural y un pensamiento oposicional” dirigido hacia “la transformación estructural sociohistórica” que construya “una propuesta alternativa de civilización y sociedad” que no busque únicamente la inclusión en los Estados-nación, sino que sea alternativo (Ibíd.: p. 52). Para Walsh, lo importante no sólo es

(…) lo que el concepto de diferencia colonial ofrece a la interculturalidad, sino lo que la práctica de la interculturalidad aporta a los conceptos de “diferencia colonial” y “colonialidad del poder”. En esencia, la interculturalidad es un paradigma “otro” que cuestiona y modifica la colonialidad del poder, mientras, al mismo tiempo, hace visible la diferencia colonial. Al añadir una dimensión epistemológica “otra” a este concepto —una dimensión concebida en relación con y a través de verdaderas experiencias de subalternización promulgadas por la colonialidad— la interculturalidad ofrece un camino para pensar desde la diferencia a través de la descolonización y la construcción y constitución de una sociedad radicalmente distinta. El hecho de que este pensamiento no trasciende simplemente la diferencia colonial, sino que la visibiliza y rearticula en nuevas políticas de la subjetividad y una diferencia lógica, lo hace crítico porque modifica el presente de la colonialidad del poder y del sistema mundo moderno/colonial (Ibíd.: p. 57).


Finalmente, Bonet (2009) aduce que el cometido de la universidad es practicar “dentro y fuera de sus dependencias la interculturalidad epistémica” argumentada también por Santos. Esta no se reduce al “reconocimiento fáctico de la pluralidad epistemológica del mundo”, no se trata únicamente de “conocer, comprender y valorar, a través de diálogos horizontales, la diversidad epistémica”, sino que “exige superar la mera coexistencia de saberes mediante la creación de nuevos marcos epistemológicos que desafíen la monocultura del saber científico, eliminen el pensamiento epistemicida y sean capaces de incorporar conocimientos y experiencias múltiples, occidentales y no occidentales, desactivando la creencia colonial que identifica diferencia con inferioridad” (Bonet: 2009, p. 18). La interculturalidad epistémica está basada en el principio de “complementariedad recíproca entre las diferentes formas, tradiciones y sistemas de conocimiento” (Ibíd.: p. 19) y se debe promover mediante la explicada ecología de saberes, que forma parte de la epistemología del Sur.


CONCLUSIONES

La ecología de saberes trata de ser una revolución epistemológica, aplicable a la universidad en la manera en que promociona la diversidad de conocimientos en la institución educativa. La ecología de saberes es una forma de extensión que proviene desde afuera de la universidad hacia dentro de ella, donde los conocimientos no científicos tengan también relevancia en la construcción de la universidad democrática del siglo XXI. Esta idea es especialmente relevante en los estudios sobre la movilidad académica, ya que son múltiples los desplazamientos de personas que, por razones de estudio o de investigación-docencia, se trasladan más o menos temporalmente hacia los centros de saber hegemónicos desde las regiones periféricas, con otras formas de saberes.


La apertura de la universidad a otros conocimientos crearía unas “comunidades epistémicas más amplias que convierten a la universidad en “un espacio público de interconocimiento donde los ciudadanos y los grupos sociales pueden intervenir sin la posición exclusiva de aprendices” (Santos: 2007, p. 67). Una de estas prácticas de extensión universitaria son los talleres de ciencia o science shops para crear un espacio público de saberes, híbrido, donde se puedan resolver problemas sociales de interés público, de manera solidaria y basada en el diálogo, las colaboraciones y la coproducción de conocimientos.

La interculturalidad y el postcolonialismo son los pilares fundamentales para el desarrollo de la ecología

de saberes. La interculturalidad es el medio por el cual se traducen las culturas mutuamente. La traducción intercultural permite conocer las diferentes culturas occidentales y no-occidentales en este ecosistema de saberes, porque estas múltiples “experiencias usan no sólo diferentes lenguas sino también diferentes categorías, universos simbólicos y aspiraciones para una vida mejor” (Santos: 2009, p. 32). La interculturalidad significa “descentralizar los puntos de vista, ampliar las visiones del mundo”, y para este cometido, “los occidentales debemos aprender a liberarnos de las posturas eurocéntricas para penetrar en otras ópticas no menos enriquecedoras” con un “reconocimiento explícito de los derechos de entidades y grupos socioculturales distintos” (García et al: 2007, p. 92). La educación en la interculturalidad se plantea “ir más allá del puro modelo educativo para lograr forjar a un nuevo ciudadano, capaz no sólo de respetar la diferencia sino de aquilatarla, disfrutarla y fomentarla” (Ávila: 2011, p. 20).


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