UTOPÍA Y PRAXIS LATINOAMERICANA. AÑO: 23, n° Extra. 1, 2018, pp .33-48 REVISTA INTERNACIONAL DE FILOSOFÍA Y TEORÍA SOCIAL
CESA-FCES-UNIVERSIDAD DEL ZULIA. MARACAIBO-VENEZUELA. ISSN 1315-5216 / ISSN-e: 2477-9555
Populism, Obedience and Divergence
Alejandro GÓMEZ JARAMILLO ORCID: http://orcid.org/0000-0003-4095-168X agomezj@ucatolica.edu.co
Universidad Nacional de Colombia, Colombia
Este trabajo está depositado en Zenodo:
DOI: http://doi.org/10.5281/zenodo.1772470
El presenta artículo aborda desde una visión amplia los supuestos teóricos, filosóficos y sociológicos, de la obediencia a la ley penal, en particular, en sociedades injustas y desiguales en las que los gobiernos carecen de legitimidad para imponer los deberes a los ciudadanos, con el fin de resolver los dilemas que emergen en ese escenario. Así mismo, actualiza el contexto de la crisis del Estado moderno y su repercusión en la política penal como consecuencia del fenómeno del populismo y su conversión al populismo punitivo.
Palabras clave: Política, política criminal, punitivismo y control, criminología.
From a wide view, the present article approaches the philosophical and sociological theoretical assumptions of the obedience to the criminal law. Notably, in unjust and unequal societies in which the rights of legitimacy are demanded to impose the rights of the citizens. Likewise, it updates the context of the crisis of the modern State and its impact on criminal policy as a consequence of the political phenomenon of populism and its transformation to punitive populism.
Keywords: Policy, Criminal Policy, punitive and control, criminology.
Recibido: 22-06-2018 ● Aceptado: 14-07-2018
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INTRODUCCIÓN
En su denominación más elemental puede comprenderse al Estado de derecho “como órgano de producción jurídica, y en su conjunto como ordenamiento jurídico” (Bobbio: 1996, pp. 72-73). Ordenamiento a través del cual “se somete a todos los habitantes a la ley”, en oposición “al estado de policía, en que todos los habitantes están subordinados al poder del que manda” (Zaffaroni, Alagia & Slokar: 2002, p. 6). En consecuencia, el Estado de Derecho es lo contrario a la Guerra, lo contrario al abuso (límites al poder del soberano), y al mismo tiempo, un conjunto de normas que prescriben los deberes del ciudadano. El Estado de derecho es aquel en el que predomina el comportamiento conforme a la ley, en contraposición a las sociedades en las que predomina la violencia y la criminalidad. Un modelo de Estado en el que el predominio de las leyes prevalece es un modelo en el que los gobernantes y los ciudadanos se comportan, la mayoría de las veces, según las reglas, lo cual quiere decir que la solución de los conflictos sociales a través de la violencia constituye un escenario excepcional.
El poder absoluto arbitrario, el gobierno sin leyes fijas vigentes, no puede ser consistente con los fines de la sociedad ni del gobierno, pues los hombres no renunciarían a la libertad del estado de naturaleza y se someterían a las leyes sino fuera para preservar sus vidas, libertad y fortunas, así como para asegurar su paz y tranquilidad por medio de reglas establecidas sobre el derecho y la propiedad (Locke: 1991, p. 23).
De manera adicional, el derecho establece que la ignorancia de la ley no se admite como excusa. En tiempos de una hiperinflación normativa desaforada, propia de los Estados intervencionistas, semejante mandato es una ficción. Sin embargo, esa ficción es indispensable para procrear las condiciones necesarias para hacer obligatorio el cumplimiento y la obediencia a la ley, aunque el supuesto del que se parte -el conocimiento de la ley- no sea cierto (Silva García: 2001a). De no existir la presunción, todos podrían verse tentados a alegar su desconocimiento, al punto de volver al derecho algo del todo ineficaz, y el Estado tendría que asumir la carga de probar su opuesto. Entonces, se impone una presunción con un pilar de soporte, probablemente falso, para a partir de allí tener la legitimidad esencial para poder irrogar al ciudadano las consecuencias negativas que acarrea la no obediencia de la ley, esto es, la sanción, y en la materia que nos convoca: la pena.
Se cree además que, a través de las normas penales, el legislador pretende crear deberes bajo la amenaza de la pena. Mir Puig expresa al respecto que
(…) la norma penal opera apelando a la motivación del ciudadano, amenazándole con el mal de la pena para inclinar su decisión en favor del derecho y en contra del delito. La amenaza de la pena cumple su función motivadora a través de un imperativo, prohibiendo u ordenando bajo aquella amenaza”. De esta función política de la norma penal se deriva una función dogmática, en razón a que se incluye en la teoría del delito el “momento subjetivo de la desobediencia, el dolo. Pues el dolo representa la negación acabada del imperativo de la norma: la voluntad negadora de la prohibición o mandato expresado por la norma” (Mir Puig: 2003, p. 45).
He aquí una de las cuestiones nucleares del derecho penal y su origen ilustrado liberal, la cual constituye el centro del debate actual y no simplemente una reminiscencia a épocas pasadas. Cuestión aún actual que nos pone ante problemas que se escapan de la órbita exclusiva del derecho penal y de la mirada de los juristas, para remitirnos a la teoría sobre el ejercicio del poder y la obediencia o resistencia del ciudadano frente al mismo, es decir, a la política. Asunto, así mismo emparentado con la discusión sobre el derecho a la protesta (Manzo Ugas: 2018), que comporta problemas similares. Cuestionar la obediencia a la ley penal
quizás suene para el mundo jurídico algo exótico, pues el legislador ha de suponer de plano que las leyes vigentes son acatadas. Pero, al contrario, no hay nada más descriptivo de la realidad latinoamericana que la desobediencia generalizada de las leyes penales, al mismo tiempo, nada más recurrente que la elevación de las penas para suplir tal deficiencia.
Ahora bien, la formulación referida de Mir Puig incluye el carácter coercitivo de la norma penal, pero al mismo tiempo, la motivación (autónoma) del ciudadano para aceptar la amenaza de la pena. Esto significa entonces, que los destinatarios de la norma penal determinan su conformidad a ella por miedo al castigo. Pero ¿Es correcto o justo obedecer al derecho penal? ¿Es correcto o justo obedecer esos mandatos y esas prohibiciones? ¿O solo las obedecemos por miedo o terror?
En el otro extremo de esta propuesta, los destinatarios de la norma penal pueden desobedecerlas racionalmente si ello genera un beneficio mayor al costo que implica la imposición del castigo, incluso si vislumbran que a pesar del incumplimiento de las normas de acuerdo con el contexto cultural e institucional éste quedará impune. La teoría de la elección racional propone esta mirada y supone en primera instancia que quien toma una decisión ha pensado en lo que va hacer y puede proporcionar una justificación racional de su actuar. Pero en un sentido más estricto, supone esta teoría, que quien elige actuar de determinada forma (incluso de manera ilegal) lo hace porque busca maximizar sus utilidades, sobre la base de una comparación de costos y beneficios esperados de la actividad criminal y de sus consecuencias penales (Roemer: 2002).
Otro escenario posible de incumplimiento (generalizado) de la norma penal, no es el producto de la voluntad libre y racional de los individuos, sino la respuesta lógica a las estructuras sociales, culturales, económicas y políticas que determinan a los ciudadanos al incumplimiento de la norma (Baratta: 2002), tal vez, agravada por la debilidad institucional de un supuesto Estado de derecho (García Villegas & Revelo: 2010). O, así mismo, por la coexistencia de valores que promueven el orden social, con valores que animan la ilegalidad (Sutherland: 2009). Como también puede ser comprendido, por la divergencia de grupos sociales, alentados por sus propios intereses e ideologías en confrontación con los esgrimidos por otros grupos también divergentes, lo que provoca conflictos sociales y, con frecuencia, intervenciones selectivas del control penal, que tendrán como efecto la censura o la admisión de la diversidad que aparece envuelta en la divergencia (Silva García: 2012; 2011a; 2000a; 1999; 1996), lo que con mayor probabilidad afectará a los menos poderosos, es decir, a aquellos sujetos en condiciones de marginalidad (Ghezzi: 2001), en intervenciones penales muchas veces orientadas hacia los individuos o grupos estigmatizados. Donde el estigmatizado deja de verse “como una persona total y corriente para reducirlo a un ser inficionado y menospreciado” (Goffman: 2007: 112).
Este último escenario constituye la explicación más idónea para el contexto actual de la globalización y de la crisis de la democracia. La cada vez más evidente consolidación de una Post-Democracia a través del populismo genera un estado de cosas en el que el incumplimiento de la ley penal es generalizado y en el que las sociedades del conflicto son cada vez más evidentes. El descontento general de los marginados, en contraste con la apatía de las clases medias, es el caldo de cultivo de la criminalidad más brutal. Esta criminalidad ahora es masiva, sistemática, globalizada y se vale del Estado para su realización.
Es necesario entender al sistema penal como un producto histórico y no como un modelo. El sistema penal es un complejo conjunto de procesos, instituciones, normas, sujetos y discursos teóricos de justificación (Gómez Jaramillo: 2008, p. 2015). En ese sentido, Silva García realizó una descripción y análisis histórico de los procesos de construcción social de los imaginarios acerca de los criminales y la criminalidad en Colombia, en especial, sobre los tipos de discursos que han servido para edificarla (Ibíd.: 2011b). También estudios
históricos sobre problemas específicos han acreditado la necesidad de la historia para comprender los procesos de criminalización (Garzón Cárdenas: 2017; Romero Leal: 2017).
Sin embargo, la mirada tradicional se enfoca en las normas y en las teorías justificadoras. Ello genera una idealización del sistema penal en la que se supone la armonía y coherencia del sistema con unos principios político penales derivados de un modelo de Estado. Como producto histórico el sistema penal es ambiguo, sus contornos son opacos y sus procesos se organizan según las necesidades coyunturales, así como, de conformidad con la usanza de discursos justificadores en la mayoría de los casos procedentes de distintas tradiciones, contradictorias entre sí, pero a pesar de ello, todas ellas presentes dentro del sistema. Así mismo, las estructuras penales son un producto de la naturaleza conflictiva de la sociedad, donde grupos con intereses e ideología singulares se movilizan para utilizarlas a su favor (Silva García: 2008). Lo anterior no puede ser soslayado, pese a los esfuerzos por presentar las instituciones penales como un producto técnico armónico.
Manifestación privilegiada de esta torre de babel, es la coexistencia de una política penal derivada del modelo liberal ilustrado, con una política criminal peligrosista de origen positivista, actualizada a través con un particular tono coyuntural que emerge de las sociedades del riesgo y de la acción los medios de comunicación. Derecho penal de acto y derecho penal de autor, garantismo y expansión del derecho penal, Estado de derecho y Estado autoritario, son manifestaciones opuestas que conviven en un mismo sistema penal. El libre albedrío se encuentra en el centro del principio de culpabilidad en la política criminal liberal clásica, mientras que en el positivismo el pasado y el futuro delictivo del criminal determinan su peligrosidad y en consecuencia la reacción penal. En el derecho penal liberal ilustrado, la libertad supone una elección del individuo, quien actúa de conformidad con sus propios objetivos, sin que sean las reglas de un tercero las que lo obliguen a actuar de un modo. En realidad, según la fundamentación Kantiana del derecho penal, la norma penal es obedecida porque antes que una obligación jurídica, se tiene una obligación ontológico-ética, la cual se expresa por conducto de la autonomía humana, como el ejercicio de un acto solidario, racional, a través del cual esa obligación jurídica está justificada por medio de la práctica de la libertad. La pregunta sería: ¿La ley infunde ley o las personas son autónomas?
Al respecto, Hans Welzel apuesta por la fundamentación kantiana del concepto de persona responsable en los siguientes términos:
(…) mientras que la coacción física convierte al hombre en mero objeto de una influencia física, hace de él una cosa entre cosas, la obligatoriedad le impone la responsabilidad por un orden de su vida dotado de sentido, haciendo de él el sujeto de la conformación de su vida. En el momento, por eso, es que frente a la coacción del poder superior se descubrió el carácter obligatorio del derecho, se descubrió también, a la vez, por lo menos en germen, la personalidad del sujeto obligado (…) obligación y persona responsable son dos conceptos unidos inseparablemente. En toda obligación, el obligado es tomado como persona responsable. Todo mandato, por eso, que pretenda obligar a una persona, en tanto que norma jurídica, tiene que reconocer a esta persona como persona. El reconocimiento del hombre como persona responsable es el presupuesto mínimo que tiene que mostrar un orden social, si éste no quiere forzar simplemente por su poder, sino obligar en tanto que derecho (Welzel: 2005, pp. 323-324).
La raíz kantiana del pensamiento de Welzel
(…) denuncia – una y otra vez – los excesos del positivismo y muestra como el derecho no se puede confundir con el poder; así mismo, reivindica la necesidad de construir organizaciones sociales democráticas asentadas sobre el postulado de la dignidad de la persona humana, que permitan el libre debate de las ideas, luego de afirmar que la lucha por la democracia es el legado más importante del derecho natural, desde la antigüedad hasta hoy (Velásquez: 2004).
De acuerdo con la filosofía de Kant, el ser humano, entendido desde el punto de vista material podría definirse como un organismo, es decir, como un conjunto de órganos con funciones concretas, pero con la función general de hacer que el organismo viva. Ese organismo está, digámoslo así, “puesto” en la naturaleza. Puesto allí, el organismo está sometido, determinado a las condiciones que la naturaleza le impone. La primera condición evidentemente es que viva, para vivir, debe alimentarse, reproducirse, reposar, etc. En otras palabras, no elige vivir, está obligado a vivir porque todo está dispuesto naturalmente para ello. Ahora bien, las cosas que hay en la naturaleza envejecen, se deterioran, aumentan de tamaño, se mueven, se transforman, cambian de lugar, etc. Todos estos procesos ocurren o acontecen con algún principio de organización, alguna regla, de lo contrario sería tan entrópica dicha existencia que podríamos decir que en esas condiciones ni siquiera podría existir, se destruiría apenas creada. Esa regla, principio o norma es la causalidad (causa–efecto) y el ser humano como organismo natural está sometido a esta norma. No existe posible elección al respecto.
Ahora bien, cuando el organismo es consciente de esos cambios, cuando percibe la causalidad, cuando percibe el tiempo (las cosas envejecen, por ejemplo) o el espacio (las cosas cambian de posición), podría decirse que el organismo tiene una facultad y es la percepción. Otros organismos (el ser humano, por ejemplo) pueden además de percibir las cosas y sus cambios, entenderlas. Por medio de conceptos esos organismos son capaces de entender los fenómenos. Esta facultad de conceptualizar, de hacernos ideas sobre las cosas, representárnoslas a través de símbolos, de registrarlas mentalmente, es posible que ocurra ya sea por la experiencia y la comparación durante muchos años hasta aprender a entender o a conceptualizar, o porque hemos sido dotados mentalmente de ciertas capacidades que nos permiten entender las cosas. Antes de percibir las cosas aplicamos ciertas reglas que nos permiten entender las cosas y sus cambios. Venimos dotados con esas reglas. Esto no es pasivo, dado que el ser humano crea el conocimiento mediante la intervención de sus facultades: primero una facultad con un rol pasivo, la de la intuición (registrar impresiones sensibles) y luego sobre esa base un rol activo en la que se interpretan dichas impresiones (conceptualización como parte del entendimiento).
Finalmente, no basta con entender las cosas y sus cambios, sino que, además, esas impresiones o ideas sobre las cosas que quedan grabadas en nosotros y que incluso recordamos, son la materia prima de reflexiones profundas que hacemos sobre las cosas, para hacernos preguntas sobre ellas. Por ejemplo, percibimos y entendemos que todas las cosas se rigen por la causa y el efecto, pero cuando razonamos abstracta y profundamente sobre ello, hasta preguntarnos por la primera causa de todo ese proceso. Cuando especulamos a cerca de la primera causa, dejamos de referirnos a las cosas en concreto, es decir a lo que percibimos en un primer momento, y en realidad razonamos hasta construir ciencia alrededor de las respuestas a esas preguntas. También ocurre, por ejemplo, cuando somos conscientes de que nuestro cuerpo se rige por la ley de la causalidad y nos preguntamos si a pesar de ello somos libres. En estos casos utilizamos la razón.
Algunas de esas preguntas son fáciles de responder, otras no y por ello organizamos sistemáticamente nuestros racionamientos hasta construir las ciencias. No obstante, hay ciertas cosas que a pesar de que no vemos, tocamos, olfateamos u oímos creemos que existen, que las percibimos y no podemos evitar hacernos preguntas sobre tales cosas. “La razón humana tiene el destino singular, en uno de sus campos de conocimiento, de hallarse acosada por cuestiones que no puede rechazar por ser planteadas por la misma naturaleza de la razón, pero a las que tampoco puede responder por sobrepasar todas sus facultades” (Kant: 2006, pp.7-8). Es decir, intentamos razonarlas, pero, aunque intentamos hacerlo construyendo ciencias muy agudas, lo que decimos y escribimos sobre ellas es incompleto o erróneo. Desde el punto de vista científico, prescindimos de explicaciones racionales para explicar la existencia de Dios o de la libertad y solucionamos el problema señalando que Dios es el único que puede responder a esas cosas y de vez en cuando nos revela tales respuestas. En todo caso, aunque falaz, suplantamos a Dios y en su nombre expresamos
racionamientos sobre ese tipo de cosas que se supone no hemos construido los seres humanos, sino que hemos llegado a ellos por revelación divina. Afortunadamente abandonamos esa suplantada explicación y continuamos preguntándonos por esas cosas hasta el día de hoy, dado que no podemos evitar preguntarnos por ellas. A pesar de que en la historia de la filosofía se han producido muchas reflexiones en torno a aquellas cosas sobre las cuales no podemos obtener impresiones sensibles, esas reflexiones son equivocadas y exceden los límites de la razón.
David Hume considerado como uno de los más grandes filósofos ingleses, produjo en Kant una profunda
impresión. En muchos sentidos la filosofía de Kant pretendió superar el empirismo de Hume. Para el filósofo inglés en los razonamientos abstractos es imposible encontrar una impresión que los fundamente:
Cuando tomemos en nuestra mano cualquier volumen de, por ejemplo, teología o metafísica escolástica, preguntémonos: ¿Contiene algún razonamiento abstracto sobre la cantidad o el número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental concerniente a cuestiones de hecho y existencia? No. Entonces arrojémoslo a las llamas, porque no puede contener nada más que sofistería e ilusión” (Hume, citado en Solé: 2015, p. 50).
Por ello, la modernidad ilustrada, que tiene como característica fundamental la crítica (básicamente por su ruptura con el pasado) pretende ponerle límites a la razón y parte de su epistemología se fundamenta en distinguir qué tipo de conocimiento racional es cierto, puede considerarse científico y qué características debe reunir para producirse. En la primera parte de la Crítica de la Razón Pura Kant se pregunta cómo es posible el conocimiento cierto y sólido propio de la matemática y de la ciencia física. En la crítica de la razón práctica, se pregunta por la inmortalidad, la libertad moral y necesidad dado que la ciencia física de Newton no era capaz de responder esas preguntas (Kant: 2006).
Sin embargo, nuestra vida en sociedad, la interacción que durante toda nuestra vida realizamos con otros similares a nosotros, la forma en que nos afectamos unos a otros nos ha llevado a razonar no como individuos, sino como especie. Sería imposible que un individuo razonara solo y sin tomar como referencia lo que otros individuos ya han razonado. Por ello, la razón no solo se sistematiza en las ciencias y finalmente en las bibliotecas, sino que además en tanto que esa razón se construye en relación con otros, tendemos a ver esa razón convertida en acciones. Las acciones de los seres humanos son determinadas por racionamientos. Eso obliga a la razón a materializarse en las interacciones humanas y por ello ese tipo de razón es práctica, es decir, se realiza en el acto. Luego, cuando esas cosas abstractas que difícilmente percibimos se concretan en actos podríamos afirmar que ellas existen solo cuando se realizan.
Así ocurre con la libertad. La libertad es un objeto que difícilmente podría percibirse en la naturaleza. La libertad no es algo que podamos medir, o tocar. La física y la matemática poco podrían decirnos sobre la libertad. Solo la aprendemos, la captamos en los actos de los seres humanos, es decir que solo la captamos cuando esa libertad se realiza. Por ello, para reflexionar sobre la libertad, para hacernos preguntas sobre la libertad, debemos recurrir a un tipo de razón práctica. Para preguntarnos por las cosas de la naturaleza y sus cambios recurrimos a la razón teórica, mientras que para preguntarnos por la libertad y otras cosas similares debemos recurrir a la razón práctica. Mientras que el ser humano en naturaleza es un Yo empírico determinado por la ley de la causalidad, e incluso por las pasiones, en sociedad, en relación con otros, el ser humano se realiza en un Yo trascendental que se eleva a través de la libertad, desconociendo toda constricción externa para obrar moralmente de conformidad con leyes racionales de carácter ético. Entonces, “tratándose de valor moral, lo esencial no se halla en las acciones que se ven, sino en los principios internos de la acción que no se ven” Kant (Graneris: 2005, p. 44).
Obrar moralmente es una decisión voluntaria del sujeto. No es una imposición de la religión o ideologías, más bien, producto de la autonomía, en tanto que el sujeto es capaz de imponerse la ley moral a sí mismo.
El obrar es bueno no por sus consecuencias (utilitarismo) o por que se ajuste a fines como la felicidad
(eudemonismo). El obrar es bueno si se motiva en el deber, en leyes que motivan el actuar. No interesa la acción en sí misma, tampoco las consecuencias de esa acción, lo fundamental son los motivos que llevaron al sujeto a actuar de ese modo.
La ética es por ello de carácter universal, autónoma y racional. Universal en tanto que es anterior a cualquier experiencia. La fundamentación del obrar es también universal, dado que es lógico y racional desear que todos los seres humanos se comporten de la misma manera. De aquí se desprende la primera formulación del imperativo categórico de Kant: Obra solo de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal. Es una ética basada en el deber que no depende de las circunstancias, se hace obligatoria para todos los seres humanos. Autónoma respecto de cualquier ideología o religión, dado que para Kant la moral determina a la religión y no al revés, esas creencias se convierten en máximas que regulan el obrar. El ser humano es el determinador de sus deberes y los aplica a su acción por compromiso interno y no por fuerzas externas.
En consecuencias, las acciones de los seres humanos están determinadas por el deber, deber que se autoimpone el ser humano quien libre y racionalmente elige actuar de esa manera. Actuar conforme a deber es la forma de una ética universal y no depende del contenido de los deberes. Podrías dotar de contenido al deber y señalar lo bueno y lo malo, lo que está permitido hacer y lo que no; pero seguramente esas definiciones serán limitadas, incompletas. Lo verdaderamente irrefutable es que, con independencia del contenido de las normas éticas, siempre actuamos de conformidad con el deber. Por ello:
La filosofía no es una suerte de ciencia de las representaciones, conceptos e ideas, ni una ciencia de todas las ciencias, ni nada por el estilo; es en cambio una ciencia del ser humano, de sus representaciones, su pensamiento y sus acciones: debe presentar al ser humano en todos sus componentes, tal como es y debe ser, o sea, de acuerdo con sus determinaciones naturales, así como con su relación de moralidad y libertad. La filosofía antigua adoptó un punto de vista completamente inadecuado respecto al ser humano en el mundo, porque lo convirtió en una máquina en él, que como tal tenía que ser completamente dependiente del mundo o de cosas y circunstancias externas; así, hizo del ser humano prácticamente una parte pasiva del mundo. Ahora la crítica de la razón ha aparecido para determinar el ser humano en un lugar plenamente activo en el mundo. El ser humano en sí es el creador original de todas sus representaciones y conceptos y debe ser el único autor de todas sus acciones (Kant, citado en Solé: 2015, pp. 47-48).
La libertad, entonces, es la capacidad del ser humano de darse su propio deber, de obedecer el mandato que le dicta la razón. La libertad es la capacidad de regirse por la razón. Así, tenemos una razón que dicta leyes y al mismo tiempo una voluntad que las acata sin miedo al castigo. Y es precisamente en este sentido que no existe diferencia entre el derecho y la moral. Actuar de conformidad con el deber es una acción interna, actuar de conformidad con la ley escrita por miedo al castigo es una acción externa. En ambos casos el contenido de la norma moral o del derecho es el mismo, solo que en la moral la acción es autónoma, interna, mientras que en el derecho la acción es obligada, impuesta, externa. La moral produce actos buenos, el derecho actos justos, es decir de conformidad con la justicia. Derecho y moral prescriben lo mismo, pero al hacer positiva la ley jurídica, al volver escrita tanto la prescripción como la sanción por su incumplimiento los motivos para su cumplimiento son distintos. Quien se comporta de acuerdo al deber, quien acata el imperativo categórico, quien actúa de conformidad con la norma que dicta la razón lo hace libremente; de tal manera que su motivación es la virtud independientemente de las consecuencias que produzca dicha forma de actuar. Su motivación es interna. Quien actúa de conformidad con el derecho lo hace para ser aceptado por los otros, para no afectar los derechos de los otros, para no perturbar la paz. Su motivación es externa, es impuesta por la sociedad sobre todo por el temor al castigo.
Bien valdría la pena preguntarse por la vigencia de esta visión kantiana dentro del derecho penal actual. La crisis de la filosofía, entendida como metafísica, como culto de los universales, como búsqueda de las verdades absolutas, se expresa también en términos de la ética, la filosofía del derecho, la sociología jurídica y por supuesto el derecho penal. Así como la verdad ha perdido su carácter universal, la moral ha dejado de ser unívoca. No existe ya una verdad universal, en tanto ontológica, apriorística y racional, sino más bien, asistimos a la existencia de múltiples sistemas éticos, morales, coexistiendo en conflicto, en guerra, en una lucha de antagónicos que pretende apaciguarse bajo la idea del consenso, a través del Estado y a través de la democracia sufragista. Claro está, que en estricto sentido Kant aceptaría que cada cultura tuviese sus propios contenidos morales, y aun cuando éstos sean absolutamente diferentes, la moral seguiría siendo universal porque en todas las culturas los seres humanos actúan de conformidad con sus preceptos morales, independientemente del contenido de estos. Pero es este precisamente el problema del formalismo. En el estado de cosas actuales el contenido es más importante que la forma. Diríamos que señalar que los actos humanos se realizan de acuerdo con el deber es una obviedad. Lo importante es señalar el contenido de ese deber.
El contenido del deber lo ha construido en gran medida la religión, la cual más que pertenecer a una
esfera metafísica de la existencia humana, pertenece más bien a la cultura. La religión es un producto de la cultura. Y hay culturas, subculturas o contraculturas en las que matar, cercenar el clítoris de las mujeres, robar, devastar la naturaleza, abusar sexualmente de niños y niñas, confundir el castigo con la tortura es un valor cultural, subcultural o contracultural que se constituye en valor y, al mismo tiempo, en deber que rige los actos de los seres humanos. ¿Luego podría afirmarse que son autónomos esos seres humanos? ¿Que se comportan de conformidad con los deberes?
Estamos, entonces, lejos del consenso, de la universalidad. Nos encontramos más bien, en un contexto de una guerra cultural, de guerra moral. Esta idea, potente en la sociología jurídica actual, nos induce a pensar que existe un ordenamiento que se impone a la fuerza sobre otros y que, por lo tanto, la obediencia al derecho es una imposición.
La idea del consenso y de la universalidad de la moral vista no desde el formalismo, sino desde el materialismo (el contenido de la norma) nos indica que el poder político se tiene que hacer merecedor de la obediencia de las normas jurídicas, esta idea, expuesta en la filosofía política clásica en J.J Rousseau y retomada en la filosofía contemporánea por J. Rawls, señala que el poder político se hace merecedor de la obediencia, es decir, a las normas jurídicas, por parte de sus destinatarios, quienes se determinan y aceptan moralmente obedecer la ley, porque ese poder político tiene legitimidad, es aceptado, pero no impuesto.
Si vivimos en un contexto de antagonismos, en un contexto de injusticia social, desequilibrio económico, desigualdad alarmante, de captura del Estado por intereses privados, particularmente del narcotráfico y de grupos corruptos (Silva García: 2000b), tendríamos que preguntarnos: por qué a pesar de toda esa injusticia social y a pesar de la ilegitimidad del Estado ¿Obedecemos las normas? Por qué, a pesar de la falta de legitimidad del poder, ¿Aceptamos las prohibiciones y los mandatos contenidos en la norma?
La política penal
(…) es el programa de acción para tratar la divergencia social de interés penal y conducir el control penal, lo que comprende como medios el conjunto de concepciones, medidas y prácticas penales diseñadas y ejecutadas por el Estado o por grupos sociales organizados, en un tiempo y espacio determinados, para materializar objetivos o intereses superiores de la organización social respectiva (Silva García: 2011a).
En consecuencia, en lo que concierne al Estado, la política penal condensa actividades de intervención sobre la vida social, que recaen sobre la divergencia social y son ejecutadas desde las instituciones propias del control penal. Pero en la historia están registrados muy distintos programas de política penal. Hoy, entonces, cabe preguntar ¿Cuál es la naturaleza y los rasgos de la política penal contemporánea? ¿Cuáles son los grandes objetivos sociales y políticos pretendidos por esa política? Estos determinarán la manera cómo se persigue incidir sobre la vida social y, al tiempo, atender las reclamaciones de diferentes grupos de la población.
La política penal actual muestra rupturas y continuidades. Rupturas en tanto que emergen nuevos
elementos de la mano de los avances tecnológicos, de las sociedades transparentes y de las sociedades del riesgo globalizado. Al mismo tiempo, la política penal representa la exacerbación de los presupuestos científicos y antropológicos sobre los cuales se construyó el modelo expansivo del derecho penal, a través de la híper-intervención del Estado por conducto del derecho penal, lo cual paradójicamente ocurrió como consecuencia del surgimiento del Estado de Bienestar.
La retórica cientificista del positivismo coincidió en Europa con el auge del pensamiento pragmático y la crisis del pensamiento especulativo metafísico (Baumer: 1985). A través del evolucionismo social, la política penal estatal pudo fundamentar la construcción de arquetipos delictivos, fundados en una antropología que señalaba diferencias biológicas, psicológicas y sociales entre delincuentes peligrosos y los delincuentes ordinarios.
Los positivistas concluyeron que existían delincuentes ocasionales que delinquen racionalmente por la oportunidad de delinquir y, así mismo, delincuentes habituales quienes se encuentran determinados por distintos factores a la comisión del delito. Los delincuentes habituales son denominados incorregibles, razón por la cual la criminalidad constituye su actividad principal. Nace la categoría de los sujetos peligrosos, entendidos como delincuentes reincidentes que ponen en peligro el orden social. Sobre la base de estas ideas se construye un nuevo sistema de control penal denominado como correccionalismo, a través del cual se distingue la reacción penal de conformidad con el tipo de delincuente (Foucault: 1984). Para los delincuentes ocasionales la pena tendrá la finalidad correctiva, mientras que, para los sujetos peligrosos, delincuentes reincidentes, delincuentes habituales o criminales natos la pena tendrá un doble propósito: por un lado, la eliminación del delincuente de la sociedad, por otro, la protección de la sociedad de sus enemigos.
Son, pues, éstos, los supuestos de lo que hoy es denominado como derecho penal del enemigo, en tanto que se reproducen en este modelo de política penal. Sus nociones, entre las cuales se halla la idea de que las personas no son iguales, apuntan a que los enemigos sean tratados de forma distinta por el derecho penal, con un sistema procesal despojado de garantías para volver inocuo al enemigo, a los que son agregadas reacciones punitivas drásticas, considerando que los enemigos han dejado de ser ciudadanos.
Al respecto señala Zaffaroni, con relación al derecho penal del enemigo, que
(…) se vive una etapa en que el poder se planetariza y amenaza casi con una dictadura global, el potencial tecnológico de control informativo puede acabar con cualquier intimidad, el uso de ese potencial controlador, por supuesto, no se limitaría a investigar a los protagonistas de hechos violentos sino que abarcaría a toda la población, la comunicación masiva tiene hoy un formidable poder técnico, está abierta a una propaganda vindicativa en todo el mundo. El poder planetario está fabricando enemigos en serie, los enemigos se gastan rápido de modo que se fabrican otros (Zaffaroni: 2005).
Ahora bien, en la última década el progreso del poder político autoritario, la radicalización del enfoque punitivo máximo, así como la expansión del derecho penal, se han exacerbado. El rasgo más preocupante de todo esto es que la sociedad ha mutado en sus concepciones sobre la democracia, en su cultura política y ha decidido legitimar estos regímenes antidemocráticos. Desde el 2016, cuando Donald Trump es elegido
para la presidencia de Estados Unidos, Occidente cambia en forma drástica, por lo que puede presentirse que gran parte del “locus” criminológico (la percepción acerca de donde se localiza el origen de los problemas), construido hasta ahora, es incapaz de traducir este nuevo desorden mundial.
La actual crisis de la sociedad democrática, la cual juega un papel importante en el surgimiento (¿o retorno?) de los populismos más conservadores y sus repercusiones en el derecho (en particular en el derecho penal), es el problema que debe abordar la sociología jurídica y la criminología actual.
Esto ha tenido traducciones inmediatas y concretas en el ámbito del control penal en Colombia y en otros
contextos. El populismo, bastante funcional cuando de propósitos electorales se trata, siempre atento a aplacar los miedos más primitivos de las personas, con la ayuda complaciente de los medios de comunicación, explota los temores en materia de seguridad vial, renovación e inseguridad urbanas, ataques con ácido, asaltos sexuales e irrupción de inmigrantes; mientras que, en forma paralela, no criminaliza acciones que implican graves daños sociales, distorsiona la lectura de los hechos que fundamentan la problemática de las drogas, evade el problema de la trata de personas, y omite la intervención sobre “área no gobernadas” que están fuera de su radio de intereses (Velandia Montes: 2017; Pérez-Salazar, Vizcaíno Solano & Tirado Acero: 2015; Carvajal: 2015; Velandia Montes, 2015a, 2015b; Pérez-Salazar & Velásquez Monroy: 2013; González Monguí: 2013; Velandia Montes: 2013; Pérez-Salazar: 2013; Restrepo Fontalvo: 2008). Pero el populismo penal es un fenómeno global, por lo que en ese contexto debe indagarse acerca de su sintaxis teórica.
En una reciente entrevista a Jürgen Habermas (Die Zeit: 2016), éste señala que estamos en una época a la que denomina como post-democracia, en la que la juventud considera anacrónico el régimen democrático, en la que los jóvenes de 18 a 24 años no votan (tal y como lo predijo el cineasta Michael Moore en relación con el triunfo de Trump, quien entre otras cosas señaló que, si la gente hubiese podido votar a través del Xbox o del Play Station, Hillary Clinton hubiese ganado), la vida cotidiana es inestable, las identidades políticas son difusas y el nacionalismo se constituye en un elemento estabilizador. El cual, combinado con el populismo penal como salida, apacigua la incertidumbre.
Pero también tenemos que reconocer que los grandes problemas concretos no han sido resueltos, pues en Europa la crisis de los refugiados y el terror crece (Zizek: 2016), mientras los problemas de seguridad se profundizan, el desempleo aumenta, mientras en América Latina la corrupción es anómica. En contraste con la inexistencia de soluciones prácticas a estos problemas, pululan visiones grandilocuentes de liberales románticos que “luchan por el centro”, pero al mismo tiempo toleran la creciente desigualdad. El reciente triunfo de Trump, el Brexit, el voto negativo en el plebiscito por la paz en Colombia, la batalla electoral francesa entre la derecha y la ultraderecha, son ejemplos del populismo que entre otras cosas se ha apropiado de un terreno abandonado por la izquierda y que se dirige a la idea conservadora de acabar con los mercados globalizados y recuperar un Estado fuerte. Lo que los electores que eligieron a Donald Trump rechazaron fue el “neoliberalismo progresista”, unión de fuerzas progresistas que promovían la diversidad y el empoderamiento de otros grupos sociales del capitalismo cognitivo, entendido como las prácticas económicas sobre la producción de conocimiento. Según Nancy Fraser se trata de
(…) una alianza de corrientes principales de nuevos movimientos sociales (feminismo, antirracismo, multiculturalismo y derechos LGBTQ), por un lado, y los sectores empresariales “simbólicos” y de servicios de alto nivel (Wall Street, Silicon Valley y Hollywood), por el otro (…) El neoliberalismo progresista se desarrolló en los Estados Unidos durante las últimas tres décadas y fue ratificado con la elección de Bill Clinton en 1992” (Fraser: 2017).
Movimientos que marchan en senderos similares a los orientados en América Latina por las corrientes del pluralismo jurídico (Llano Franco: 2016).
Un populismo que surge como respuesta política a una situación de crisis institucional y de crisis ideológica causada en gran medida por el fracaso de la social democracia, por la izquierda, que no logró cambios estructurales.
El populismo penal, valido de las campañas de los medios de comunicación que explotan el morbo como producto comercial, la alarma y la desconfianza de la población, es una continuación de los procesos de construcción social de la realidad, en la que ella es trastocada por otra subjetiva, alentada por emociones básicas, fundada en juicios de valor y no en hechos verificables. Esto ha tenido traducciones en la forma de percibir a los criminales y a la criminalidad, al igual que en el papel que debe desempeñar la administración de justicia penal, reflejadas en la visión sobre ciertos delitos (Moya Vargas: 2007; Silva García: 2003; Silva García & Pacheco Arrieta: 2001; Silva García: 2000c; 1997), en los modelos de decisiones judiciales (Silva García: 2015; 2001b), en los movimientos sociales contra la impunidad de los crímenes de Estado (Martínez Elías,:2018), en los criterios que prevalecen en la imposición de penas (Silva García: 2010), en la penetración de los prejuicios ideológicos en la decisiones judiciales (Silva García: 2001c).
En este nuevo desorden mundial el populismo y el abstencionismo masivo y generalizado alcanzan una envergadura mundial. Para atenderlo es necesario abandonar el viejo hábito platónico de desvincular lo racional de lo emocional. Hay que entenderlo como un fenómeno cultural, vivencial, pragmático, imperante en la interacción social. Se trata de otra dimensión en la que el populismo produce apoyos irracionales al autoritarismo.
Alexandre Dorna, catedrático de psicología social, expresa que “uno de los aspectos más perturbadores del populismo no es tanto su carácter efervescente, sino el fondo emocional que lo acompaña. Esta característica nos hace ver que el análisis sociológico debe complementarse con la interpretación psicológica” (Dorna: 2001, p. 24). Esa es también la postura de algunos académicos para quienes las redes sociales, especialmente Facebook y Twitter, están llenas de pseudo argumentaciones en las que la tragedia humanitaria y la corrupción política se banalizan. En estas redes hay una constante tormenta de problemas simplificados, la información se presenta en imágenes (memes), en los que no hay reflexión, no se cuestionan los argumentos, y eso provoca que las mentalidades cambien, que comparezcan dificultades de concentración, lo mismo que para argumentar y reflexionar en forma crítica sobre la tragedia que se hace cotidiana.
El recuento que Internet deja de la tragedia son imágenes e híper/simplificaciones agresivas. El fondo emocional de estas imágenes idiotiza al ciudadano y lo prepara para aceptar la imagen del enemigo (simplificación del conflicto social), convertido en chivo expiatorio. Para el efecto, ha surgido el líder carismático, quien es capaz de arreglar los problemas y combatir al enemigo. El líder, en ese sentido, es un padre, representa un poder patriarcal, ante “hijos” en una situación de indefensión, lo que hace que el ciudadano se entregue a él acríticamente, de manera irreflexiva, y que valide cada afirmación que hace el mesías. Un líder carismático ocupa, entonces, el centro del populismo. Populismo que constituye una invocación contra los intelectuales y los políticos que disienten.
El problema más significativo del populismo no es, en realidad, el ejercicio del poder en regímenes antidemocráticos, es más bien el apoyo social a dichos regímenes. El Estado de derecho se construyó mitológicamente a partir del consenso simbólico, del libre albedrío, de contrato social y por lo tanto de la igualdad (formal en todo caso).
Žižek (2016) aborda los ataques de ISIS, reflexionando sobre ellos, para contrastarlos con la problemática de los refugiados en Europa. Žižek indica que el mundo es una esfera que está dividida entre aquellos que lo tienen todo y viven de manera cómoda en la dimensión interna de la esfera, con todos los derechos y, por otra parte, aquellos que viven en la periferia, sin derechos, y en donde el terrorismo es rasgo de la cotidianidad, que habitan la dimensión externa de la esfera. Quienes viven en la esfera externa, son aquellos que divergen del orden establecido y protegido por intermedio del derecho penal. Cuando delinquen, no lo hacen bajo los supuestos de la responsabilidad kantiana que reposa en la base de la política penal
liberal, sino que lo hacen más bien bajo las premisas que Edwin Sutherland denominó, en su famosa investigación sobre los delitos de cuello blanco, como asociaciones o contactos diferenciales. A Sutherland lo anima el estudio de formas de criminalidad diferentes a aquellas que, de manera tradicional, habían sido objeto, en su época, de análisis criminológicos. Por ello investiga las conductas realizadas por sujetos pertenecientes a las élites, dueños de los medios para lograr los fines culturales prometidos por la sociedad, pero a pesar de ello también incurren en conductas que pueden ser calificadas como ilícitas (Sutherland: 1999).
Según esta teoría, la criminalidad se aprende dentro de grupos o asociaciones por medio de socializaciones alternas a las que incluyen los valores hegemónicos defendidos con el concurso del derecho penal, para en cambio, proceder a la apropiación de nuevos valores que muestran la criminalidad como un comportamiento benéfico. Esta teoría pone el acento en el aprendizaje social y no en la personalidad de los individuos. La conducta etiquetada como criminal es el producto de un proceso de aprendizaje continuo. Como bien lo expone Sutherland, el aprendizaje de este tipo de comportamientos ilegales, viene soportado en la ascendencia de quien educa, dentro de relaciones íntimas e intensas. Los mecanismos de control social formal e informal en la mayoría de casos dejan en la impunidad estas prácticas ilegales, ya sea por la dificultad para investigar y juzgar los delitos de cuello blanco (debido a la complejidad de los mecanismos por medio de los cuales son realizados, o por el exceso de recursos de este tipo de delincuentes para afrontar una defensa judicial) o por la ausencia de reproche social (Sutherland:1999).
Desde este punto de vista es imposible entender al comportamiento tildado de criminal como una negación del orden establecido, en tanto que en las sociedades contemporáneas existen diversos grupos con valores específicos que riñen con los valores y normas impuestas como generales.
No existe, entonces, un sistema de valores, o el sistema de valores, ante los cuales el individuo es libre de determinarse, siendo culpable la actitud de quienes, pudiendo, no se dejan determinar por el valor, como quiere una concepción antropológica de la culpabilidad, de cara sobre todo a la doctrina penalista alemana (Baratta, 2002).
La teoría de la asociación diferencial puede expandirse a distintos tipos de comportamientos rotulados como criminales, no sólo a los delitos de cuello blanco, dado que se trata de sociedades conflictivas, compuestas por distintos grupos, con normas y valores específicos, en los que el comportamiento se aprende no sólo como un mecanismo de subsistencia, sino, además, como un comportamiento positivo. En ese sentido, la teoría de la asociación diferencial puede aplicarse a las micro/culturas marginales, definidas como criminales, entre ellas las estudiadas en la teoría de llamadas subculturas criminales desarrollada por Albert
K. Cohen (1955).
Pero, sobre todo, puede ser conjugada con la teoría de las técnicas de neutralización expuesta por Sikes y Matza (1978), donde las técnicas de neutralización implican la exclusión de la propia responsabilidad, en razón a que el actor del comportamiento definido como delito se ve a sí mismo como una víctima del curso de los acontecimientos, además de lo cual, niega la ilicitud, justifica sus acciones como no contrarias a la moralidad, desconoce a la víctima o la transforma en responsable, discute la legitimidad de la autoridad que lo persigue.
Del análisis de la aplicación de las técnicas, por ejemplo, en el ámbito del conflicto armado, se ha dado buena cuenta (González Monguí: 2016), lo que evidencia que ellas funcionan. Incluso, Zaffaroni, ha encontrado que la teoría de las técnicas de neutralización es adaptable a la comisión de masacres como forma de la criminalidad Estatal, dado que constituyen acciones de exterminio de grupos debido a sus características identitarias, opuestas a las del régimen (Zaffaroni: 2006).
Es precisamente en este punto en el que la teoría de la asociación diferencial puede ser combinada con la teoría de las técnicas de neutralización, a fin de explicar la otra cara del populismo. La sociedad civil se
encuentra adormecida en el populismo, indolente frente a los crímenes graves. La opinión pública ha dejado de ser crítica frente al sistemático abuso de los derechos fundamentales de la población civil, ante el recorte de garantías y el desconocimiento del Estado de derecho. Más que un apoyo al totalitarismo, se trata de la apatía frente a la violencia y el autoritarismo del sistema. Por ello, “esto genera la llamada indiferencia moral: todos saben la existencia de hechos atroces, pero se omite cualquier acto al respecto, no existe desinformación, sino negación del hecho” (Zafffaroni: 2008: 19).
La desobediencia a la ley penal no es un fenómeno que pueda explicarse únicamente a través del principio de responsabilidad derivado de la ética kantiana. A pesar de que el sistema penal contemporáneo aún sigue estructurando la culpabilidad en el concepto del libre albedrío, la ocurrencia de un grupo significativo de delitos no puede entenderse a través de dicho paradigma. El grueso de la ocurrencia de la desobediencia a la ley penal se comprende más bien, por medio de la teoría de las asociaciones diferenciales, máxime si las conductas definidas criminales se estudian en el marco de las sociedades posdemocráticas y dentro de los gobiernos populistas.
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Alejandro GÓMEZ JARAMILLO: Doctor en Sociología de la Universidad Autónoma de México, Magíster en Sistemas Penales Comparados y Problemas Sociales de la Universidad de Barcelona, Magíster en Filosofía de la Universidad Nacional Autónoma de México, Abogado de la Universidad Nacional de Colombia, profesor y miembro del Grupo de Investigación en Conflicto y Criminalidad de la Universidad Católica de Colombia, al cual pertenece este trabajo de investigación.