UTOPÍA Y PRAXIS LATINOAMERICANA. AÑO: 23, n°. 80 (ENERO-MARZO), 2018, PP.213-221 REVISTA INTERNACIONAL DE FILOSOFÍA Y TEORÍA SOCIAL
CESA-FCES-UNIVERSIDAD DEL ZULIA. MARACAIBO-VENEZUELA. ISSN 1315-5216 / ISSN-e: 2477-9555
Deleuze: Desire as Principle of Social
Sonia TORRES ORNELAS
Universidad Nacional Autónoma de México, México.
Resumen
El malestar de civilización se aborda desde los trabajos que Gilles Deleuze dedica al problema del deseo para mostrarlo como una realidad intensiva y molecular que opera como causa inmanente cuyos efectos se concretan en molaridades, como las que definen, en una primera consideración, a las sociedades capitalistas de nuestros días. La ruptura artificial entre lo molecular y lo molar engendra experiencias de esclavitud, debido a que se traiciona la fluidez y exuberancia del deseo con capturas y colonizaciones efectuadas por leyes y prácticas heterónomas.
Palabras clave: Diferencia; nomadismo; campo trascendental; deseo.
Abstract
This paper treats about the social discomfort from Gilles Deleuze’s thinking in respect to desire, its emancipation, in order to point out as an intensive and molecular reality that works as an immanent cause, whose effects go to concrete into molarities, as those ones that define, in a first consideration, to the nowadays capitalist societies. The artificial rupture between molecular and molar zone, promotes a certain loss of freedom, because of the treason to the fluidity and exuberance of desire with captures and colonization performed thanks to foreign rules and practices.
Keywords: Difference; nomadism; transcendental field;
desire.
Recibido: 07-11-2017 ● Aceptado: 28-12-2017
De Gilles Deleuze se dice, entre otras cosas, que elabora una filosofía de la diferencia, un pensamiento nómada, un empirismo trascendental, una política de lo molar y una Gran política de lo molecular, rasgos que creemos necesario explicar brevemente, para sugerir que hay una línea abstracta que los recorre, los monta en redes que se extienden, se pierden y reaparecen en lugares insospechados, hierba siempre viva, perturbaciones de las arborescencias que prosperan bajo la convicción de que el pensamiento es una facultad que conduce a la rectitud, y que el pensador goza de una buena voluntad hacia lo verdadero. Pero el recto pensar y la buena voluntad implican la necesidad de fijar un solo sentido y afirmar una sola realidad.
Deleuze pone en juego el pathos del pensamiento, las ideas sensibles que se reúnen en la paradoja en la que se desdibujan sus contornos y sin embargo no pierden la diferencia, nota esencial de su singularidad; afirma las distribuciones anárquicas, los desarrollos rizomáticos y los encuentros fortuitos. Experimenta otros lugares para pensar. No se trata de pensar sobre el cine, la poesía, el teatro, la biología o la ingeniería genética, sino pensar desde, pensamiento en movimiento que no soporta estar atado a una sola realidad supuestamente estable. Intuye que el pensamiento es una finísima cutícula transparente que danza con los ritmos de las realidades siempre plurales y embrionarias. Si su filosofía tiene algún destino, se trata de un destino de poeta porque abre los conceptos para que suelten las briznas de su composición y vayan a ensayar nuevas alianzas. Pensar es un asunto creativo: filosofía, ciencia y arte proceden por invención, cada uno con sus propias materias de estudio, sus caminos específicos y sus resultados inequívocos, conceptos, proposiciones y sensaciones.
La diferencia no conserva ninguna sumisión a la identidad, la semejanza, la analogía y la oposición; no indica el contraste entre lo ontológico y lo óntico, ni entre la presencia y la ausencia; no es tampoco la diferencia empírica entre una cosa y otra. La diferencia vale por sí misma, es algo que se distingue en lo indistinguible. Pero lo indistinguible no es un fondo homogéneo, uniforme, indistinto, informe, por el contrario, el fondo es un lugar intensivo en que se agitan las diferencias y se elevan a un plano en el que cambian de naturaleza. El fondo es violentado por la superficie como cuando el relámpago que, sin parecerse en nada al cielo negro, lo arrastra consigo (Cfr. Deleuze: 2006, p. 61).
La diferencia por sí misma es ese estado de la determinación que opera unilateralmente; es la determinación, la sustracción que se le hace al caos una vez que se ha renunciado a pensar a 1+N, como dictamina la filosofía clásica para privilegiar la unidad de la que deriva la multiplicidad ontológicamente empobrecida. Ante la exigencia de pensar a 1+N, Deleuze propone pensar a N~1, suprime la primacía ontológica que se le había concedido a la unidad y la descubre como índice de los efectos; la unidad es derivada y estéril. <N> no es el signo del caos como previo al orden, sino las diferencias hormigueantes que asoman al suelo bruñido para entrelazarse en la paradoja.
La línea de las mutaciones es paradojal; es ahí donde la unidad producida afirma su diferencia sin quedar sometida a ningún modelo, y sin infectarse de negatividad. Ni altura ideal ni profundidad sensible, sino la afirmación de ambas en exacta simultaneidad, las diferencias son el precursor oscuro, el cielo negro atravesado por el relámpago, y éste, la línea fronteriza, limen refulgente. Todo acontece en este lugar de encuentro de regímenes desemejantes, uno relativo a la esencia de la repetición, el otro relativo a la idea de la diferencia, pues lo que repite son los cuerpos hechos de relaciones de extrema
contigüidad, y lo que diferencia es el centelleo que los atraviesa. La repetición contraviene el estatuto de la cualidad y de la cantidad, pues es “n” veces o potencia de una sola vez todas las veces. La repetición surcada por la diferencia es olvido, excepción, “destino de poeta. ¿Palabras? Sí, de aire, y en el aire perdidas. Déjame que me pierda entre palabras, déjame ser el aire en unos labios, un soplo vagabundo sin contornos que el aire desvanece. También la luz en sí misma se pierde” (Paz: 2014, p. 42).
El nomadismo deleuzeano lleva en su seno la noción griega de nomos ades, espacio liso que inviste al ojo con una mirada háptica. Suele hablarse de nómadas haciendo referencia a quienes se desplazan sobre las coloradas arenas en un desierto. En el Sáhara los tuaregs no solamente se desplazan de un punto a otro, crean espacios vitales dentro de los perímetros de la vasta cartografía geo-política de los grupos bereber. Tuareg viene de la palabra tariga, camino, y targa, riada, torrente fluvial. Los tuaregs no fundan ciudades, más bien pueblan siguiendo el criterio de los linajes; sin dividir, prolongan un pasado arcaico en múltiples presentes. Un linaje es siempre el ápice de la profundidad del pasado que, como las rayas de las cebras, no se puede determinar si se trata de algo blanco con rayas negras o de algo negro con rayas blancas (Cfr. Vázquez-Figueroa: 2014, p. 22.
Según Deleuze, nómada es quien menos se mueve: el pensamiento que, sin transportarse, es viajero incansable que se reterritorializa en un concepto en el que respira y descansa a la espera de lo inesperado que habrá de relanzarlo. El pensamiento, nómada por excelencia, está en variación, gestándose en una misosofía, por fuera del buen sentido y el sentido común, de las intransigencias, los dilemas y las codificaciones. Sáhara (desierto) es uno de los conceptos que dicen los espacios lisos del nómada; mar y estepa también los dicen. El nómada vive la tierra; nosotros vivimos en territorios, en ciudades, en sociedades que no cambian tanto porque no disponen de infinitos medios de codificación.
Pero las sociedades no se caracterizan tanto por los códigos como por las descodificaciones. Las sociedades son cuerpos, y en tanto tales, están en proceso de composición y descomposición, se fugan por todos sus poros. Son mapas esbozándose con múltiples entradas y salidas. Son madrigueras en las que las nociones <cambiar poco> y <estar en fuga> no se contradicen mutuamente, sino que expresan modos de ser en co-pertenencia. Uno se dice por el otro.
El nomadismo deleuzeano enseña a ver belleza en la sociedad: mientras más invariable está una realidad, más apremio hay para la invención. En términos pictóricos, lo bello dentro del marco aparece en el momento en que sabemos y sentimos que la línea enmarcada viene de otra parte, que no comienza en el límite del cuadro, porque, fuera de los cánones de la ley, la institución y el contrato, el marco no es una delimitación sino lo que pone al cuadro en relación inmediata con el exterior, lo que impide que la pintura se extravíe en la narración de alguna historia y en la ilustración de algún sentimiento. La sociedad está enmarcada, pero el marco es, al mismo tiempo, la frontera, el límite en que se alza una pierna hacia cualquier rumbo en la figura del esquizo. La belleza está en poder ir por caminos imprevistos, tal y como se le aconseja a Alicia, en el país de las maravillas: ¿qué camino tomo, conejo?, ¿a dónde vas, Alicia? No lo sé. Entonces toma cualquier camino.
La filosofía tradicional no tolera las mutaciones in situ del nomadismo; su compromiso es con el sedentarismo fincado en la interioridad y en el maridaje de objetividad y subjetividad. La objetividad es la de los significantes y los significados: unos que serían como representaciones de palabras, y los otros como representaciones de cosas. La subjetividad se consolida en ejercicios de post-significación. El significante, el significado y lo post-significante instalan un fenómeno al que Deleuze se refiere como monstruo semiótico en que se entretejen la información y la comunicación, lo despótico y lo autoritario.
La información se impone; la comunicación se expande arbitrariamente. La articulación de información y comunicación conforma la máquina de rostridad como ponderación de la identidad.
Deleuze piensa y explica una sociedad por estados vividos, los cuales no son necesariamente los de individuos determinados. Un estado vivido expresa el flujo de intensidades bajo los códigos, y expresa, al mismo tiempo, la interrupción del flujo. Un estado vivido es flujo inseparable de su limitación. Cuando una sociedad no remite estas intensidades asubjetivas e impersonales a las representaciones, abre la posibilidad para otras formas de expresión, multidimensionales, heterogéneas, pujantes, que dan sentido a todo devenir minoritario, entre los cuales el devenir-indio habla de quien ha aprendido a ver que los marcos de una sociedad tienen una función más sutil, la de establecer alianzas con fuerzas exteriores. Situados en nuestra región, aprender a ver consistirá en devenir-huichol, devenir-inca, devenir-chibcha, devenir-tapuya. Devenir-indio no consiste en retornar a un origen idílico, sino en optar por nombres propios que no representan ni palabras ni personas o cosas: huicholes, incas, chibchas, tapuyas, únicamente designan intensidades experimentadas por cuerpos no ordenados sumariamente. Devenir- indio supone devenir-cuerpo sin órganos, carne viva, sabiduría sintiente. La cabeza convertida en órgano de los intercambios, y el corazón en órgano amoroso de la repetición. La intensidad sólo puede vivirse por la relación de su registro móvil en un cuerpo y la exterioridad igualmente móvil de un nombre propio. El nombre propio es una máscara, la máscara de un agente (Cfr. Deleuze: 2005, pp. 323-327).
La coloración del nomadismo es la repetición que se forma entre las máscaras, entre los nombres. La lucidez en el planteamiento de este supuesto, impide que la repetición se sitúe por debajo de las máscaras; de esta manera se asegura la inseparabilidad de los heterogéneos, diferencia y repetición, los cuales, puestos en la bisagra de la paradoja, quieren decir que ni diferencia ni repetición, sino los dos términos en coexistencia. La máscara es la diferencia que se expresa en el nombre propio. Ya no la diferencia en contraste con la identidad, ni la diferencia conceptual, sino la diferencia por sí misma como abandono de los espacios de la representación y del sistema del significante, el significado y lo post-significante. “Tu nombre nace de mí, de mi sombra, amanece por mi piel, alba de luz somnolienta. Paloma brava tu nombre, tímida sobre mi hombro” (Paz: 2014, p. 15).
¿En qué consiste pensar?, es una pregunta orientadora. Para Deleuze pensar no consiste en ejercer juicios de valor moral ni epistémico. Se piensa haciendo mapas, estableciendo alianzas sin atenerse a referencias puntuales, descentrando y haciendo rizoma para destituir a la “o” que divide y jerarquiza en provecho de la “y” que incorpora sin traicionar la diferencia. <Y…y…y…> es el arte del empirismo trascendental que no hay que buscar en la experiencia comprometida con la cognición inmediatamente objetiva. La Y es la presencia gráfica de la relación, y ésta no sugiere una experiencia de mundo, sino una experimentación de zonas ingrávidas surcadas por velocidades infinitas. Pensar consiste en crear realidades a fuerza de conectar con la exterioridad lo que se ha anquilosado en la interioridad, violentar lo instituido, poner en transición.
¿Cómo sortear el peligro de pensar desde la paradoja? Deleuze obliga a una sobriedad a la hora de inventar un campo problemático, y a un estilo para arquear y desviar el lenguaje, componer series, crear mesetas, ensayar una lógica flexible capaz de afirmar las ondulaciones de los cuerpos. Le resulta inspiradora la lógica de los estoicos, en la que los cuerpos operan como causas reales cuya inmanencia se afirma por el hecho de excitar en un mismo mar las infinitas gotas que son sus maneras de ser, a las que da el nombre de atributos lógicos o acontecimientos ideales que se dicen en los verbos en infinitivo. El verbo ser no es un atributo lógico; resulta incoherente decir que ser es un modo de ser. Son acontecimientos hablar, comer, reír, amar.
Los acontecimientos no existen, insisten en el lenguaje. Pero la insistencia misma esboza un plano (plan, surface), no un proyecto ni un método, sino, en sentido geométrico, un corte, una intersección, un diagrama, una geometría sin distancias, una potencia espacializante como la de un color. Espacio intensivo en estado naciente al que Deleuze da el nombre de Plano de trascendencia que, libre de nervaduras, es coextensivo al Plano de inmanencia, una vida sin significantes y sin significados. El espacio intensivo es lugar de paso, flujo salvaje entre una sensación y otra, devenir sensible que tiene como correlato un devenir conceptual. Por la intimidad que implica el vínculo en su recíproca constitución, el plano de inmanencia es un campo trascendental, un campo virtual o de derecho (de Juris), impersonal, asubjetivo, inconsciente. Se dice trascendental en dos sentidos: uno, porque sobre ese plano acontecen los desarrollos; y, dos, porque entabla conexiones con aquello que no le pertenece de hecho, con aquello que está por fuera y del que roba algo y lo incorpora, lo territorializa.
Pensar no tiene lugar en la esfera del sentido tenido como fundamental, ni en el ámbito de las formas reconocibles; se piensa siempre en pleamar, en los oleajes del inconsciente, en el afuera de lo real (los cuerpos), de lo posible (los lenguajes), y de lo imposible (lo absurdo). Pensar es un acontecimiento del afuera absoluto; un acontecimiento de encuentros imprevistos de afectos y perceptos que chispean por detrás de las afecciones y las percepciones. En la filosofía deleuzeana todo se viste e inviste gracias al impulso que burla las sujeciones, los puntos de partida y las metas. Pensar no tiene origen ni finalidad. Errancia de un perpetuo recomenzar, como dice Maurice Blanchot. ¿Ningún origen, ninguna finalidad? Desde luego hay pensamiento del origen y de la finalidad, pero se trata de elaboraciones tardías. Pensar consiste en ponerse en marcha siempre por en medio, entre dos (entre) o entre muchos (parmi), en la sacudida, en la relación que así se convierte en ontológicamente constitutiva sin dejar de ser extrañamiento, violencia, brecha, abertura (écart). Pensar: arte de los encuentros de sonoridades, imágenes, olores, sabores, texturas. “¿La ola no tiene forma? En un instante se esculpe y en otro se desmorona en la que emerge, redonda. Su movimiento es su forma” (Paz: 2014, p. 49).
Una filosofía en la que se afirma un solo pensamiento expresable en diversos modos, de entre los cuales tres son particularmente notables, filosofía, ciencia y arte, igualmente creativos, pero con materias diferentes y diferentes funcionamientos, es, por su naturaleza misma, una política, una puesta en práctica de todos los recursos del arte, y una simpatía con la cordialidad (politesse). Deleuze pone en juego dos políticas que no dejan de afectarse entre sí; dos dimensiones del pensamiento, lo molar y lo molecular, que aparecen en una relación de oposición simple si se las considera desde el criterio de la representación que es, según Deleuze, la adecuación del concepto con su objeto, la correspondencia entre las palabras y las cosas.
Una vez que se abandona el espacio representativo, la relación entre lo molar y lo molecular adquiere otras tonalidades, pues lo molar se compone de oposiciones intestinas por las cuales se garantizan las organizaciones binarias, los desarrollos simétricos y los valores biunívocos, configurando un espacio estriado sumamente fecundo. No obstante que la palabra, que es un átomo lingüístico poseedor de una comprensión necesariamente limitada, el espacio de la representación está animado por una causalidad inmanente que hace que la ilusión teja ilusiones virtualmente ad infinitum. Lo molecular se opone a todas las oposiciones molares, pero no se trata en este caso de una oposición simple o binaria; se opone sin negación, sin exclusión y sin jerarquización. Las operaciones molares son por repartición; los espacios se construyen por relaciones métricas, y los movimientos se rigen por el principio del punto fijo. En lo molecular hay distribuciones no arquetípicas, ritmos y velocidades propios de un Cuerpo sin órganos, no la abolición de los órganos, sino la consideración de cada órgano como un cuerpo plural, autónomo y
vigoroso. Lo molar define la organización de un aparato de Estado que ocasiona sus propias máquinas de guerra, sus contradicciones, así como su política encuadrada en la significación; lo molecular, una función diagramática, una Gran Política hecha con signos de diversos órdenes, biológicos, físicos, pictóricos, musicales; una gran política que coparticipa de una Gran Salud, de un sano delirio del que nacen los signos como prolongaciones de las señales de los cuerpos despojados de órganos, convertidos en volcán, lava y porcelana. “Bajo del cielo puro, metal de tranquilos, absortos resplandores, pregunto, ya desnudo: me voy haciendo un vago signo sobre el agua, espejo en un espejo” (Ibíd., p. 61).
Al afirmar la diferencia por sí misma como máscara de la repetición, Deleuze provoca la ruina de los ejes genéticos, desencadena al pensamiento, lo convierte en nómada en su lugar. Los datos sensibles del sujeto y el objeto se ponen en crisis para hacer valer la virtualidad que los envuelve, el campo trascendental o campo de intensidades que no se deja cualificar sin cambiar de naturaleza. Diferencia, nomadismo, empirismo trascendental, política de lo molar y Gran política de lo molecular son notas que concurren en las relaciones del deseo y lo social, como puede advertirse gracias a la doble emancipación efectuada en El Anti-Edipo; una, respecto de la naturaleza, pues el deseo no es natural; la otra, respecto de la tensión entre Poros y Penia, abundancia y carencia, porque el deseo es proceso interminable e inagotable que no implica represión (répression) o desaparición del afecto, sino la supresión de la representación.
La concepción naturalista del deseo, y la ideal, venida del mito de Diótima, establecen una relación de oposición simple y por tanto indicadora de que es precisamente esta organización espacial propia de la oposición, la que da consistencia a la dimensión de lo molar que es preciso abandonar si se quiere experimentar el pensamiento de lo molecular. La sugerencia en torno a que el pensamiento es un cierto movimiento, la verticalidad del platónico y la horizontalidad del fisiócrata, lleva a comprender el pensamiento de superficie emprendido por Deleuze en términos de deslizamiento sobre el planómetro de la representación, como una fuga hacia los bordes, porque es allí, en la franja inestable, en la que todo crece a la vez por la izquierda y por la derecha, como la terrible línea del tiempo que se escapa por la carretera del pasado y, simultáneamente, por la carretera que va hacia el futuro.
La lógica de las polaridades en que se había apresado al deseo estalla cuando se piensa la modulación ganada con la entrada de aquello que no se gobierna con la norma de la negación y la demarcación definitiva. Deleuze se mueve como una cabeza buscadora de distribuciones de tres términos: las tres mujeres de Masoch, la pagana, la griega y la hetera, generadora de desorden. La pagana se opone a la griega, pero la hetera se opone a ambas, vive para el amor y la belleza; es sensual, ama a quien le place, aprueba la brevedad de las relaciones amorosas, está en transición (Cfr. Deleuze: 2001, p. 53). Masoch hace temblar el lenguaje, lo arrastra hacia su propio límite, musicalidad o silencio. Los dos términos de la oposición pierden hegemonía una vez que el lenguaje se pone en un devenir menor, cuando el escritor inventa una lengua dentro de la propia lengua, una especie de lengua animal que no reconoce las limitaciones de la sintaxis gramatical. Así también la dualidad excluyente de Varuna y Mitra establece otro tipo de oposición con Indra, el dios guerrero; es una oposición que no implica resolución dialéctica en una unidad tercera. Deleuze encuentra un nuevo principio para la filosofía: el principio del tercero incluido. La inclusión de la diosa Hetera, la diferencia. Irrupción de lo efímero y la potencia de la metamorfosis.
Si el deseo no es ni natural, en el sentido físico, ni ideal en el sentido platónico, ¿cuál es su naturaleza? El deseo es una composición (agencement de désir); es un proceso, no una estructura ni una génesis; es afecto, no sentimiento. El deseo es hecceidad, palabra que Deleuze toma de la escolástica para indicar la individualidad que no pasa por el principio de individuación y se yergue como una singularidad expresable como un día, una estación, una vida. El deseo es acontecimiento, no cosa ni persona (Cfr. Deleuze: 2007, p. 126). En este sentido, el deseo es, al igual que la repetición, una insistencia; es decir, no existe y sin embargo inyecta savia, suscita diversificaciones, inaugura líneas de fuga. Es un Cuerpo sin órganos a la vez biológico y colectivo que, cada vez que es detenido y cristalizado, ya es de otra índole, cuerpo-organismo, palabra significante, gesto congelado, mueca de la alegría y del dolor, calco de la vida. El deseo está siempre en estado naciente en la diferencia; atraviesa todos los estratos y distribuye en ellos sus distintas afecciones, el poder, el saber, el placer1.
El deseo distribuye el campo social. Lo social no está usado como un adjetivo para cualificar los fenómenos que constituyen la materia de estudio de la sociología, sino como un entorno fractal en crecimiento que acoge una gran variedad de problemas que dan forma a sectores que se relacionan entre sí. Lo social es un dominio híbrido que está siempre ya constituido y a punto de aparecer en los cruces y acoplamientos entre filiaciones mínimas; no se puede definir por sus antagonismos, sino por sus líneas divergentes que hacen rizoma y trazan su cartografía. El deseo está en las líneas de fuga (fuites), en la conjugación y la disociación de los flujos, se enmaraña con ellas hasta la indiscernibilidad.
El agencement de désir, la compositio del deseo, pertenece al orden de la producción, al proceso de flujo y corte, de continuidad y hendedura. El deseo está compuesto por dos acontecimientos correlativos: cortar/ser cortado; el deseo es lo que pasa entre cortar y ser cortado. Toda producción es a la vez deseante y social; no se trata de lo inconsciente que se convierte en consciente, sino de lo inconsciente de lo consciente; ni de lo molecular que se transforma en molar, sino de lo molecular de lo molar. El problema del deseo, la posición del deseo, es la relación de inmanencia entre las máquinas deseantes y las máquinas sociales técnicas (Cfr. Deleuze y Guattari: 1998, p. 413). Las máquinas deseantes son, en cada caso, un proceso del flujo y el corte del flujo, lo molecular. Siempre hacemos el amor con mundos. Y nuestro amor se dirige a esta propiedad libidinal del ser amado de abrirse o cerrarse a mundos más vastos (Ibíd., p. 303). Las máquinas sociales técnicas están organizadas a partir de los cortes, en lo molar, en los espacios estriados de la representación. Pero hay, entre estos dos regímenes disimétricos, un invisible lazo que los entreteje, la inmanencia por sí, no la inmanencia de algo. La inmanencia, una vida. “Alza la tierra un vaho. Vuelan pájaros pardos, barro alado. El horizonte: unas cuantas nubes arrasadas. Planicie enorme, sin arrugas. El henequén, índice verde, divide los espacios terrestres. Cielo ya sin orillas” (Paz: 2014, pp.85-86).
Resulta imposible cerrar los ojos ante los excesos del Aparato de Estado que, con sus instrumentos, la ley, la institución y el contrato, inhibe la posibilidad de plantearse una vida futura en términos de productividad positiva. La enseñanza de Deleuze es particularmente dura, porque está encaminada a arruinar los humanismos autocomplacientes en provecho de la experiencia de hacerse un cuerpo sin órganos, funcionar como piezas enlazadas a fuerzas exteriores, una estrella, una nube, una flor. No da
1 Deleuze no concuerda con Foucault en el asunto del placer. No le otorga ningún valor positivo al placer, pues él interrumpe el proceso inmanente del deseo, y por ello lo sitúa del lado de los estratos y de la organización. Esto explica por qué mientras que Foucault le concede cierta importancia a Sade (el placer), Deleuze opta por Masoch. Lo que le interesa de Masoch no es el dolor sino la idea de que el placer viene a interrumpir la positividad del deseo y la constitución de su campo de inmanencia. El placer le parece el único medio que una persona tiene de “reencontrarse”; es una reterritorialización (Cfr. Deleuze: 2007, p. 127).
ninguna ética heterónoma, da más bien la clave para hacer que el inconsciente aparezca ya no como teatro de la representación, sino como fábrica. La llave que abre la puerta hacia los devenires es el devenir-mujer más allá de las distinciones genéricas. Devenir-mujer es la aventura que tiene lugar en el ámbito de lo social, porque se trata de la aventura de habitar umbrales para poder ensamblar elementos que nada tienen que ver unos con los otros. “Los términos discordantes solo se unen mediante un vínculo no localizable como la fuerza misma del deseo” (Deleuze: 2007, p. 41).
El nuevo malestar de civilización se abona con la persistencia entre las paredes del organismo y la obediencia o la desobediencia, da lo mismo, a la legalidad, la institucionalidad y el contrato: la norma de la igualación, la entrada triunfal al círculo de los reconocimientos sociales, económicos y políticos, y la alienación del futuro, a pesar de su carácter de inexistente. El canto de las Sirenas se dispersa en la fascinación por los espacios centrados que dan la espalda a las orillas, y descalifican el punto cero, el lugar para incesantemente recomenzar. La molestia es el dorso de todos los placeres aparentemente imposibles de evitar. Pero el placer no es más que una afección del deseo; la afección, una contingencia, un modo de ser que corta el deseo y, al hacerlo, no queda sino su fantasma: el deseo ya socializado, ponderado, corrompido. El deseo volcado hacia la tristeza y la insatisfacción.
El pensamiento deleuzeano trenza líneas, inventa nudos que pueden desatarse con una ráfaga de viento, construye plexos con la materia inextensa del deseo. Es un pensamiento que invita a transitar, a pasar por desniveles, a perforar la continuidad, y a sufrir la insoportable intimidad con el cuerpo sin órganos, a operar una migración del buen sentido y su solidario, el sentido común, a la paradoja. Hacer que nous y pathos simpaticen entre sí. Pide cambiar de régimen, esculpir las ideas desde lo problemático, hacerlos indistinguibles al punto de decir idea y pensar problema. Inversión filosófica del platonismo, Idea-Problema. Declarar que siento sin creer que eso le arrebata espesor a lo que pienso; <siento> que me convierto en palmera; <siento> que me vuelvo nube, que me torno vidente, que muto en pura materia, que devengo silicio, polvo transparente, luz. Este <siento> registra a cada instante la relación intensiva del cuerpo sin órganos y los órganos-máquinas (Ibíd., p. 44). Migrar así no precisa moverse de sitio, sino, justo lo contrario, no estar jamás en sitio alguno, no detener el flujo del deseo: Erewhon, palabra esotérica que significa, a la vez, el <en ninguna parte> originario, y el desplazamiento, la modificación y recreación del aquí-ahora (Cfr. Deleuze: 2006, p. 19). “Cierra los ojos y a obscuras piérdete bajo el follaje rojo de tus párpados. Húndete en esas espirales del sonido que zumba y cae y sueña allá, remoto, hacia el sitio del tímpano, como una catarata ensordecida” (Paz: 2014, p. 122).
El lenguaje es una limitación que permite entablar relaciones con su propio afuera. En este sentido, miente, es una potencia de lo falso. Anuncia conclusiones, pero no hay desenlace, ni solución alguna, apenas una terminación arbitraria de un viaje sin distancias por los trayectos del pensamiento de Gilles Deleuze a propósito de la naturaleza del deseo, sus afecciones y deformaciones, y la decisiva función que opera en lo social, porque, pensado como un cuerpo sin órganos, el deseo es el plano trascendental y el plano de inmanencia, el desierto poblado por intensidades, por singularidades que expresan lo molecular que late en cada formación molar.
El deseo no está antes de sus distribuciones a lo largo de las líneas de fuga; no implica una anterioridad cronológica; él está en la más estricta simultaneidad con aquello que distribuye en los campos sociales. Está en el trébol rojo que dramatiza una plusvalía de código, y en los periplos de la avispa y la orquídea, y en las enfermedades virales, y en los besos al amante; está también en los poemas de Octavio Paz, y en los fragmentos arrancados; en las determinaciones estadísticas, en las cadenas significantes, y en estas líneas de escritura.
Deleuze, G. (2001). Presentación de Sacher-Masoch. Lo frío y lo cruel. Amorrortu, Buenos Aires. Deleuze, G. (2005). La isla desierta y otros textos. Textos y entrevistas (1953-1974). Pre-Textos, Valencia. Deleuze, G. (2006). Diferencia y repetición. Amorrortu, Buenos Aires.
Deleuze, G. (2007). Dos regímenes de locos. Textos y entrevistas (1975-1995). Pre-textos, Valencia. Deleuze, G. y Guattari, F. (1998). El Anti Edipo. Capitalismo y esquizofrenia. Paidós, Buenos Aires. Paz, O. (2014). Libertad bajo palabra. Obra poética (1935-1957). Fondo de Cultura Económica, México. Vázquez-Figueroa, A. (2014). El último tuareg. Ediciones Planeta, Madrid.
Año 23, n° 80
Esta revista fue editada en formato digital y publicada en febrero de 2018, por el Fondo Editorial Serbiluz, Universidad del Zulia. Maracaibo-Venezuela
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