UTOPÍA Y PRAXIS LATINOAMERICANA. AÑO: 23, n°. 80 (ENERO-MARZO), 2018, PP.145-158 REVISTA INTERNACIONAL DE FILOSOFÍA Y TEORÍA SOCIAL
CESA-FCES-UNIVERSIDAD DEL ZULIA. MARACAIBO-VENEZUELA. ISSN 1315-5216 / ISSN-e: 2477-9555
The Sense of Angst in the Technical World
Luisa Paz RODRÍGUEZ SUÁREZ
Universidad de Zaragoza, España.
Resumen
Este trabajo pretende caracterizar la angustia como fenómeno del mundo técnico en el horizonte histórico de sentido del mundo contemporáneo. Una perspectiva fundamental para esclarecer el nuevo malestar de la civilización en la era técnica. Con este propósito se analizará la productividad hermenéutica de la angustia en relación con la técnica y su significado ontológico- existencial. Así, se mostrará en qué sentido la angustia patológica puede entenderse como interpretación caída y apropiación impropia de la angustia existencial; y también el modo en que la angustia existencial, constitutiva del existir, actúa como un auténtico dispositivo de supervivencia en el Gestell.
Palabras clave: Angustia; técnica; Gestell; apropiación.
Abstract
This paper endeavors to characterize Angst as a phenomenon pertaining to the technical world within the historical sense-horizon of the contemporary world; a perspective which provides a crucial insight on the new malaise of civilization in the technical age. With a view to this purpose, the hermeneutic productivity of Angst will be analyzed in its relationship to technique and its ontological-existential significance. This will shed light on the sense in which pathological Angst can be understood as a fallen interpretation and an improper appropriation of existential Angst, and also on the way in which existential Angst, constitutive of existence, acts in fact as an genuine device for survival within Gestell.
Keywords: Angst; technique; Gestell; appropriation.
Recibido: 07-11-2017 ● Aceptado: 18-12-2017
La técnica aparece como un fenómeno crucial en la época contemporánea, ya que nuestra relación con ella se presenta como un problema que desafía crecientemente la autocomprensión del ser humano. Pero, lejos de lo que pudiera parecer a primera vista, no lo es porque las máquinas por sí mismas representen una amenaza, ni mucho menos porque, como afirme Heidegger, haya algo diabólico en ellas (1985a, p. 32). El peligro, pues, no es tanto el progreso tecnológico como ignorar el horizonte de sentido que lo ha hecho posible, su esencia, al que el filósofo se refiere con el término Gestell, estructura de emplazamiento. Con él expresa un pensamiento, a comienzos de los años cincuenta del pasado siglo, en el que la técnica por primera vez adquiere un nuevo rostro al haber dejado de ser un instrumento más para el ser humano. Es decir, que ya no se presenta como algo que simplemente pueda utilizar y controlar según su voluntad, sino que se constituye como un horizonte de sentido que imprime su dominio (Gewalt) a todo cuanto aparece en él. La técnica se convierte así en una “forma de desocultación”, algo que le confiere un carácter destinal y epocal.
Esta situación genera un nuevo malestar característico de nuestra época, en la que la técnica ya no representa un mero medio al servicio de las necesidades humanas, sino que ha llegado a convertirse ella misma en aquello que produce dichas necesidades, transformando el mundo humano en un mundo técnico. Es a lo que se refiere Heidegger cuando caracteriza la técnica como nuestro destino. Una idea que expresa en su conferencia de 1953, La pregunta por la técnica, cuando afirma que la esencia de la técnica no es en absoluto nada técnico. Pero con ello nos parece que está indicando algo más que tiene que ver con la dificultad de acceso al fenómeno técnico como tal y su específica oscuridad en el presente. Y es que resulta imposible comprenderlo desde una razón instrumental, porque ésta es ya expresión de esa transformación en el mundo administrado. A este nuevo malestar de la civilización técnica alude el filósofo alemán 1 cuando habla de “desarraigo”, y a la mencionada dificultad de acceso al fenómeno técnico cuando la califica de “indigencia”. Un desarraigo e indigencia de los seres humanos en “tiempo de penuria”; de un “desamparo” tanto mayor cuanto no se vive como tal, pues queda encubierto por el afán de control propio de la razón técnica. Un encubrimiento peligroso que aboca a nuestra “época indigente” a la “noche más oscura del mundo”, porque, para decirlo con sus palabras, “ni siquiera puede percibir su propia penuria”. Entender en qué consiste esta época pasa por comprender no sólo los fenómenos que se dan en ella, sino, sobre todo, aquello que los determina a ser como son. Esto es, reflexionar acerca de lo que rige en esta era y de la concepción que instaura de lo existente. La técnica moderna se revela como aquello que domina lo existente y sus procesos; desplegada su esencia en innumerables formas, determina los fenómenos de esta edad, hasta el extremo de que el ser humano aparece en el conjunto de lo existente como un extraño para sí mismo, al haberse convertido en un “empleado de la técnica”. Esto es lo que hace que la técnica no sea un fenómeno más entre otros de la edad moderna, sino que se reconozca como la esencia de nuestro tiempo, ya que se ha convertido en “un modo de revelación” en la medida en que produce, desocultando, lo existente como tal (Heidegger: 1985a, pp. 16-21). Y es justamente este modo de revelación lo que está en el origen de este nuevo malestar. Nuestro correspondiente modo de ser técnico configura un mundo en el que el ser humano aparece esencialmente, en expresión de Hölderlin, como un extranjero, pues ya no se reconoce en él. De manera que es este desarraigamiento (Heimatlosigkeit), su no hallarse en casa en el mundo interpretado técnicamente, por utilizar palabras de Rilke, por lo que se siente interpelado en la forma de un característico malestar.
La reflexión sobre este malestar se había convertido ya en la época de la guerra fría en un asunto
del debate público. Algo que contrasta, por ejemplo, con el creciente bienestar económico que desde
En su conferencia “Wozu Dichter?”, en: Heidegger (1977, pp. 269-270).
entonces experimentó la sociedad de consumo. En este debate tomó la palabra, entre otros, Günther Anders. También él reconoce este carácter destinal de la técnica, como fenómeno propio de nuestra época, al entenderlo como “un fenómeno independiente de todos los rincones del mundo, de los sistemas o teorías políticas, de los programas o planificaciones sociales”, tal como afirma en su ensayo de 1956 (Anders: 2011, p. 24). La relación que el ser humano tiene consigo mismo y con la totalidad de lo real es, pues, inseparable del mundo técnico, ya que este fenómeno se constituye como el horizonte de sentido desde el que se articula dicha relación. En la “época de la tecnocracia”, el verdadero sujeto de la historia es la técnica; un factum desde el que hay que entender las transformaciones que origina y que tienen que ver con las que experimenta el propio ser humano, ya que sus comportamientos y necesidades están determinados técnicamente, al igual que lo están sus diferentes formas de experiencia y categorías de pensamiento, pues nada escapa al dominio planetario de la técnica. Esto se traduce, en última instancia, en un desajuste e impotencia, un peculiar malestar, al que Anders se refiere con la expresión “vergüenza prometeica”. Una nueva forma de vergüenza de sí mismo propia de nuestro presente que se caracteriza por encontrarnos atrasados respecto a nuestros productos (Ibíd., p. 33). Mas, si la producción técnica de necesidades incluye en su mismo dispositivo la de nuestras emociones, no debería haber malestar o al menos su intensidad no debería ir en aumento, sino todo lo contrario; pues las formas actuales de producción de subjetividades, impulsadas por el dominio técnico, combaten el sufrimiento con el declarado propósito de llegar a extinguirlo. En esta situación hay sin embargo una disposición afectiva, la angustia, que desafía los dispositivos de control de la razón técnica. Ante esta situación histórica, epocal, nos encontramos con que la angustia es un fenómeno existencial de carácter afectivo, quizá el único, que escapa al Gestell. A continuación, examinaremos el alcance de este fenómeno y la productividad filosófica que tiene para comprender el alcance de nuestro malestar civilizatorio.
Como se ha dicho, la técnica moderna, lejos ya de ser un instrumento del que el ser humano pueda disponer voluntariamente, se muestra como un horizonte histórico de sentido, de desvelamiento del sentido de los entes, incluido el ente que el ser humano es en esta época del mundo. Y este modo de serlo, de existir, constituye la situación hermenéutica desde la que corresponde a los entes, pero ante la que paradójicamente se muestra impotente. Intentando pensar esta impotencia, Anders califica de “vergüenza prometeica” al tipo de experiencia que vive el ser humano frente a los aparatos que ha producido cuando descubre que son más perfectos que él, “humillantemente perfectos”. El “desnivel prometeico” consiste en que ya no se siente a su altura, sino atrasado respecto a ellos. Esta situación es tanto más grave cuando se constata que en la actualidad el ser humano se ha convertido igualmente en un producto, ya que es un “consumidor de imágenes de mundo y opinión industrialmente producidas”. Es más, “quiere llegar a ser un selfmade man, un producto: él quiere hacerse a sí mismo no porque no soporte ya nada de lo que no ha sido hecho por él mismo, sino porque tampoco quiere ser nada no hecho. No porque le indigne ser hecho por otro (Dios, los dioses, la naturaleza), sino porque no es hecho y, en cuanto no hecho, está sometido a todos sus productos fabricados”. En su “vergüenza prometeica” el ser humano “antepone lo hecho a quien lo hace; confiere a lo hecho asimismo el rango superior de ser” (Ibíd., pp. 25, 13, 33 y 41). Un ingrediente esencial de este malestar es, pues, que el horizonte de sentido de desocultamiento se concreta como razón técnica. Una razón que, en aras del progreso individual y colectivo, orienta las actividades en el mundo técnico, tanto sociales como políticas, económicas o culturales. Una forma de racionalidad que genera, en última instancia, una cosmovisión técnica que paradójicamente nos impide entender el sentido de la técnica como tal, instalándonos en la denominada
por Heidegger noche más oscura del mundo con su correspondiente desarraigo e indigencia, es decir, con sus formas específicas de impotencia y malestar. Que la técnica haya dejado de ser un instrumento del ser humano para convertirse en una “forma de desocultación”, supone asimismo que a esta transformación del mundo humano en civilización técnica no podemos hacerle frente con cualesquiera de nuestros productos, ya sean técnicos, éticos o incluso políticos, porque precisamente están hechos a partir del horizonte de sentido que este mundo técnico imprime a todo cuanto aparece en él. En esto cifra el autor de Ser y tiempo el carácter destinal de la técnica y su peligro cuando afirma que el destino de la revelación técnica es el peligro, pues “el peligro consiste en la amenaza que afecta a la esencia del hombre en sus relaciones con el ser mismo […]. Este peligro es el peligro” (Heidegger: 1985a, pp. 16, 30 y 32; Heidegger: 1977, p. 295). Sin embargo, la salida de esta crisis está obstruída por lo mismo que la ha provocado: la crisis no se resuelve desde el modo de pensar técnico. Desde éste, la crisis ni siquiera se reconoce como siendo la crisis (Not). Comprender el fenómeno de la técnica en su sentido más esencial implica entonces entender el alcance del nuevo malestar. Para ello, para que lo técnico nos entregue su verdad, no debemos limitar nuestra mirada a su dimensión instrumental, pues “mientras representemos la técnica como un instrumento, seguiremos pendientes de la voluntad de adueñarnos de ella” y de este modo “pasamos de largo de la esencia de la técnica” (Heidegger: 1985a, p. 37). La cuestión, en suma, no se reduce a decidir (técnicamente) como administramos (técnicamente) la técnica, pues ésta no sólo no se comprende con más técnica; ni mucho menos se trata de imponernos técnicamente a ella, de pretender aumentar nuestro control ante la amenaza de perderlo por el desarrollo tecnológico.
En nuestra opinión, uno de los aspectos más importantes de la contribución del pensamiento de Heidegger sobre la técnica es que muestra que su verdadera naturaleza no tiene que ver con su carácter instrumental, sino que, en nuestra época, es ante todo una “figura de la verdad” (Gestalt der Wahrheit) (Heidegger: 1976, p. 340). Aunque la verdad en la época moderna ha quedado reducida a la corrección de la representación, el filósofo rescata su sentido griego original al interpretarla como alétheia, como el desocultamiento por el que el ser viene a un ente, y por el cual podemos decir que tal ente es esto o aquello. Desde este punto de vista, la técnica moderna no es un simple medio, sino algo más decisivo, pues no se refiere a la mera fabricación de algo, sino que se define por hacer que algo se haga presente como tal. En este rasgo ontológico cifra, por tanto, lo determinante de la técnica: no en el hacer y manejar, sino en que es un “modo del hacer salir de lo oculto” y, en ese sentido, la entiende como un acaecer de la verdad. Un modo de desocultamiento que se caracteriza porque en él impera una provocación (Herausforderung) por medio de la cual la naturaleza es emplazada, es decir, “es puesta en la exigencia de suministrar energía que como tal pueda ser extraída y almacenada”, siendo así impulsada hacia la máxima utilización. Lo crucial es que aquello que adviene por medio de este modo de desocultamiento ha perdido su carácter de objeto (Gegenstand), pues aparece como tal en tanto que existencias (Bestände), es decir, como algo que está permanentemente a disposición para su consumo. Las existencias son así el modo como está presente todo lo que ha salido de lo oculto por medio del desocultamiento técnico. La comprensión de la técnica moderna permite, en definitiva, la constatación de una paradoja: que, aunque sea el ser humano quien lleva a cabo este modo de desocultamiento, dicho estado de desocultamiento en el que se muestra lo real no es algo de lo que disponga. Esto es así porque el ser humano está provocado él mismo y, precisamente porque lo está, puede tener lugar este modo de salir de lo oculto. En esa medida también él, lo sepa o no, pertenece a la categoría de las existencias de un modo incluso más original que la naturaleza. Por lo tanto, en el dispositivo técnico ya no ocupa el lugar del sujeto que pueda controlarlo, pues dicho dispositivo constituye justamente el orden desde el que también él aparece: “El estado de desocultamiento mismo […] no es nunca un artefacto del hombre, como tampoco lo es la región que el hombre ya está atravesando cada vez que, como sujeto, se refiere a un objeto” (Heidegger: 1985a, pp. 15-20). Lo que emplaza, lo que ensambla la relación sujeto-objeto, y así la hace posible
articulándola como tal, es el horizonte desde el que se constituye lo real a partir de la época moderna. Heidegger llama Gestell a este horizonte, usando la palabra fuera de su sentido habitual y resignificándola filosóficamente, para indicar con ella este horizonte indisponible de la experiencia que se manifiesta como dominio (Gewalt). En efecto, la técnica no puede ser simplemente un hacer del ser humano porque, cuando éste se dirige a la naturaleza “como una zona de su representar, está ya bajo la apelación de un modo del hacer salir de lo oculto que lo provoca a abordar la naturaleza” convirtiéndola en un almacén de existencias. Y desde la que presenta la naturaleza ante las ciencias como algo que es representable en tanto que “trama de fuerzas calculable”, haciéndola aparecer “como un sistema de informaciones” (Ibíd., pp. 21, 23 y 25). Por eso la técnica, considerada en su esencia, es previa a las ciencias y no al revés, como se cree desde la representación habitual. En el horizonte de la técnica moderna todo lo que es surge como información. Todo ente, ya sea un objeto o el ser humano mismo, se transforma en información y se muestra, por consiguiente, como algo computable y sustituible. Incluso el lenguaje ha sido reducido a instrumento de comunicación (Verständigung) y de información (Information). Con ello el pensamiento mismo se ha vuelto un cálculo, transformando a su vez lo humano en otra existencia (Bestand) de la que se pueda disponer desde la perspectiva de la utilidad en un mundo automatizado y burocratizado (Cfr. Heidegger: 1985b, pp. 41-46; Heidegger: 1988, pp. 115-117). La técnica no es, por tanto, un artefacto sin más, sino que ha pasado a ser el espacio original de descubrimiento de los entes y de lo humano mismo. Por eso su pretensión de controlar este horizonte de la experiencia, indisponible de suyo, revela, en definitiva, que el ser humano no está comprendiendo su posición en una realidad que él históricamente ha contribuido a formar con su producción cultural y que de hecho se ha convertido, para decirlo en palabras de Foucault, en un “soberano sumiso” (1984, p. 304).
La estructura de emplazamiento (Gestell) es la interpelación que provoca al ser humano a descubrir lo real, incluido él mismo, como existencias (Bestände). Emplazar (Stellen) es un provocar que produce y representa, es decir, que hace que venga a darse lo presente de una determinada forma: de manera técnica. La estructura de emplazamiento (Gestell) es así lo que articula lo real y por eso, como se ha dicho, es un modo de acaecer la verdad del ser. Aunque, como Heidegger advierte, es únicamente eso, un modo, pero no el único. Podría decirse que al Gestell le es propio ocultarse, aunque es en verdad el horizonte de sentido en el que se fundan nuestras representaciones. El Gestell es la estructura trascendental en la que se muestra la esencia de la técnica moderna; un modo de la verdad que “él mismo no es nada técnico”, en el sentido de que no es algo hecho por el ser humano, como si fuera un instrumento más entre otros. El Gestell no es, por tanto, un producto nuestro, sino un acaecer (Ereignis) en el que sucede algo. Y por eso, aunque no puede ser pensado como una obra más, tampoco quiere decir que tenga lugar más allá de todo hacer humano (Heidegger: 1985a, pp. 27 y 24), pues que no sea el sujeto de este acaecer hay que entenderlo en el sentido de que no acaece sólo por él. De ahí que para comprender el fenómeno técnico lo decisivo, lo que hay que pensar, es precisamente este acaecer: que el ser humano mismo pertenece al desocultamiento que él usa. Heidegger llama destino (Geschick) a la manera en que pertenecemos a la estructura de emplazamiento, ya que se trata de un enviar (Schicken) que pone al ser humano en actitud provocante, una actitud en la que éste no tiene la iniciativa, porque hay un horizonte de sentido que le antecede y en el que el propio ser humano se constituye como tal. Con la noción de “destino” quiere indicar aquello que “hace entrar al hombre en algo tal que éste, por sí mismo, no puede inventar ni hacer” (Ibíd., p. 35). El Gestell es un destino porque es aquello a través de lo cual se hace patente algo. El filósofo cifra la libertad originaria del ser humano justamente en este acaecer, en la medida en que es aquello que deja ser a los entes y a lo humano mismo lo que son, regulando sus posibilidades. Así considerada, la libertad no radica esencialmente en la voluntad del querer humano, ni en el disponer, sino que se refiere a este horizonte que destina al ser humano. Según esto, la iniciativa sobre su ser no la tiene el ser humano, sino la estructura de emplazamiento a la que
pertenece esencialmente y que por ello le deja ser en el modo en que es. Por este motivo Heidegger prefiere ilustrar esta situación original del ser humano diciendo que es “uno que escucha”, lo que subraya su condición de no ser el sujeto de la desocultación y de que, en verdad, no dispone de ésta. Antes bien, el ser humano mismo es descubierto desde este modo técnico de la verdad, lo que significa que su original apertura al mundo también es regida y estructurada desde el dominio (Gewalt) de la técnica y la utilidad. El peligro, pues, no es la técnica por sí misma, sino que radica en que el ser humano olvide su relación con la verdad y que todo, incluida su existencia (Ek-sistenz), sea reducido unilateralmente a la condición de existencias (Bestände) (Ibíd., pp. 28, 31-32). Lo que realmente amenaza, por tanto, al ser humano no es el progreso tecnológico, sino ignorar el dominio que lo ha dejado ser, porque en última instancia es tanto como ignorarse a sí mismo y su posición en el mundo.
Siendo esto así, la pregunta que se impone es si hay algo que pueda ayudar a trascender el horizonte de sentido técnico. A la luz de lo dicho, cabe dudar si es siquiera posible. Máxime si tenemos en cuenta que un modo de encubrimiento de esta condición de desamparo, desarraigo e indigencia es el afán de control y que este control es ejercido mediante el dispositivo técnico. Parece que esta tarea se aventura imposible si hemos entendido lo que es el dominio del Gestell: ese horizonte a priori que dispone cuanto hay en su ser y que se expresa en nuestra racionalidad como razón técnica. De manera que no sólo nuestro pensamiento y la ciencia no escapan a su control, sino que tampoco pueden hacerlo nuestros afectos o, si se prefiere, nuestras emociones. Sin embargo, como se ha apuntado anteriormente, hay una disposición afectiva que parece desafiar los dispositivos de la razón técnica. La angustia es un fenómeno existencial que se resiste al control del Gestell. Por eso acudimos a él como fenómeno privilegiado de apertura de posibilidades que puedan ampliar el horizonte de sentido del ser humano, haciendo posible una relación más libre con la técnica, más allá del dominio del Gestell. Pero ¿cómo puede darse siquiera la experiencia de un temple anímico que no esté recortado sobre el horizonte de sentido del mundo técnico y su proyecto histórico de explotación y control de la realidad? Y si fuera posible, ¿cómo es su naturaleza distintiva frente a otros temples anímicos como para que sea posible su irreductibilidad al proyecto técnico?
Para intentar responder a estas preguntas tendremos en cuenta la caracterización de la angustia que Heidegger ofrece en Ser y tiempo (1927)2 en el contexto de la analítica existenciaria. La angustia es descrita como una disposición afectiva fundamental del existir (Dasein), lo que quiere decir que es concebida como una estructura ontológica constitutiva. Se trata, por tanto, de una angustia existencial y no de una angustia patológica que, por consiguiente, pudiera ser tratada por medios técnicos como las terapias psicológicas y farmacológicas. Frente al afán de control, la angustia nos habla con su voz del constitutivo desamparo o vulnerabilidad de la existencia humana. Efectivamente, cuando alguien dice “tengo angustia” no es lo mismo que cuando dice “tengo un coche”; en ambos casos se trata de un tener diferente. En el primero se trata de un tener que indica un modo de vivir, de una experiencia inseparable de mi existir. Eso sí, se trata de una experiencia extraña, pues lo que sucede es que “vivo en la angustia de algo amenazante”, pero “no puedo decir lo que es”. Cuando siento que me angustio, lo que siento es que este ánimo me sobreviene, que me embarga. Es decir, siento que me encuentro arrojado a una situación que no he decidido yo (Cfr. Heidegger, ed. Boss: 2006, pp. 81-82). El filósofo describe en su obra magna este carácter situacional propio del existir al definirlo como ser-en-el-mundo (Cfr. Heidegger: 1986, §§ 28-38). Así, existir es encontrarse (Befindlichkeit) en una situación concreta;
Cfr. Heidegger (1986), especialmente en el § 40.
y lo hace, se encuentra siempre, en un determinado ánimo. De manera que existir, encontrarse en una situación, es hacerlo siempre en un cierto temple anímico (Stimmung). Nos encontramos alegres, tristes, temerosos o angustiados y expresamos de diversos modos una variedad de sentimientos; así, lloramos de un cierto modo cuando estamos tristes, nuestro llanto se transforma cuando estamos alegres, etc…. Esto quiere decir que lo anímico dispone al ser humano a ser como es, arroja su existir al mundo, haciendo que se encuentre de un modo concreto. Por eso habría que decir que, más que tener estados de ánimo, somos tenidos por ellos. Que los temples anímicos abren el existir (Dasein) a su Ahí (Da), a su encontrarse, quiere decir que lo abren a sí mismo y lo descubren primariamente siendo o existiendo de una determinada manera, pero siempre, en relación con las cosas de su mundo, nunca de manera aislada. Así, forma parte del mundo en la medida en que se comprende en él, es decir, que existe, o lo que es lo mismo, que está abierto a su ser. Esto es justamente en lo que consiste existir (Dasein) como lo hace un ser humano: en estar abierto a su ser, lo que implica que lo comprende de cierto modo, esto es, de un modo afectivo, de manera que vive a partir de dicha comprensión y desde ella quiere, reflexiona, conoce, piensa. Y, en la medida en que comprende, se encuentra formando parte de una situación concreta, del mundo que es entendido como un espacio de significatividad primordial. Que el encontrarse sea constitutivamente afectivo, quiere decir que el existir es arrojado, que es puesto en el mundo por una disposición de ánimo. Esto supone, por una parte, que su existencia no es nada que esté más allá de cada ejecución situacional de sí misma; y, por otra, que su situación no es determinada por quien la vive, sino que se encuentra en ella, lo que indica que su existencia es constitutivamente vulnerable o desamparada. Por tanto, el encontrarse, la disposición afectiva, hace aparecer el modo como uno está. Y en virtud de ello, el existir tiene noticia de sí, tiene un contacto primario consigo mismo. Este tener noticia de sí es una comprensión de carácter afectivo y pre-reflexivo, una comprensión existenciaria que genera una cierta interpretación de sí mismo; y se trata de una interpretación que puede ser “caída”, esto es, impersonal, o propia, singular. Su fenomenología hermenéutica describe el modo en que el ser humano se interpreta cotidianamente. En el modo habitual y cotidiano de ser nuestro existir se encuentra ocupándose de las cosas con las que se relaciona. Como se encuentra absorbido en esta ocupación, se interpreta desde ellas y no desde sí mismo. Ese estado interpretativo cotidiano es el primer acceso de cada cual a sí mismo, es lo familiar. Desde esta familiaridad las cosas son de determinada manera porque así se dice, según la difusión y repetición de lo dicho. El existir se interpreta desde este “se”, desde el “uno” (Man). Como dice Heidegger, ser uno es ser todos y nadie a la vez; por eso, uno es ninguno: uno piensa lo que se piensa, dice lo que se dice, hace lo que se hace… Al interpretarse de este modo, desde todos y nadie, en definitiva, desde la impersonalidad, todo se nivela en una pública medianía. Este uno mismo es el sí mismo que no se ha asumido como tal. Por eso, toda genuina interpretación, toda comprensión y comunicación propia, ha de llevarse a cabo desde este estado interpretativo habitual, partiendo de él, pero contra él. Se trata de una impersonalidad esencialmente ligada al desarraigo e indigencia mencionados. Pues habitualmente el ser humano no se interpreta desde sí mismo, sino desde algo que no es propiamente él, mediante el estar absorbido en el trato con las cosas que forman parte de su mundo. A esta forma espontánea de interpretación de sí mismo, de autointerpretación, le llama Heidegger “caída” (Verfallen), porque en el fondo no supone más que una huida de sí mismo, un volverse la espalda. Y si nos preguntamos por qué es así, la respuesta es: para evitar la angustia. Se trata de una angustia constitutiva del existir que se traduce en un desamparo o vulnerabilidad de la que huye y a la que la cotidianeidad le permite dar la espalda.
A fin de caracterizar adecuadamente este fenómeno, el filósofo distingue entre angustia y miedo, porque, aunque se da entre ellos una cierta afinidad fenoménica, son diferentes. El miedo surge ante la presencia de un ente perjudicial. El miedo nos descubre una amenaza que proviene siempre de algo determinado, de un ente intramundano. En cambio, la amenaza que surge de la angustia no proviene de
nada concreto, es indeterminada, surge literalmente por nada y lo amenazado resulta ser uno mismo. De ahí que la angustia pueda surgir en cualquier situación y sea como un destello de la nada, pues ésta nunca puede presentarse como tal, es decir, como un ente o cosa determinada, sino que sólo puede mostrarse indirectamente a través de un temple de ánimo angustiado. Y lo que se anuncia en esa mostración indirecta es la constitutiva finitud del existir, su desamparo. La angustia es un fenómeno afectivo que se da, es decir, que tiene un carácter de acontecimiento (Ereignis), porque la angustia tampoco es una cosa objetivable, sino algo que sucede, algo que nos pasa y que hace referencia a nada. Cuando se siente angustia lo que sucede es que la presencia del mundo se desvanece, se hunde lo que habitualmente ocupa el centro de nuestros intereses, desaparecen aquellas referencias con las que uno está familiarizado. El mundo se vuelve, literalmente, insignificante. Es decir, las cosas y los otros no significan nada, ya no nos sentimos interpelados por ellos; al no decirnos nada, perdemos el interés y nos alejamos de ellos. Pero lo que nos parece más destacable es que este alejamiento que propicia la angustia supone hacerlo a la vez de ese sí mismo impropio, caído. Cuando sucede esta ruptura de la significatividad, pasa también algo más: se desvanece, a la vez, la seguridad de sentirse uno mismo, la seguridad que procuraba ser todos, aunque supusiera ser nadie. Lo que sucede es que, al sacar al ser humano de esa familiaridad, la angustia provoca una suerte de aislamiento (Vereinzelung) respecto de esas referencias cotidianas a las que estaba acostumbrado y vuelve el existir hacia sí mismo. Pero al hacerlo, también puede singularizarlo, pues precisamente la impersonalidad puede transformarse a través de la angustia en una apropiación propia de sí mismo. Por tanto, el ser humano se esconde de sí mismo para evitar la angustia. Huir de sí mismo se convierte entonces en su modo normal de ser. Por eso lo habitual es no padecer angustia, porque de entrada se encuentra siempre en la normalidad: en ese estado de caída. Por eso lo que sucede cuando el ser humano está angustiado es que es llevado allí adonde evita ir por todos los medios: a sí mismo. Y, lo más importante, es que no lo hace por la fuerza de la reflexión, atravesada de suyo por el cálculo, sino a través de algo que le sobreviene y que, en tanto disposición afectiva, escapa a su control. Nos parece que la angustia puede ser entendida así como un dispositivo de supervivencia. Algo que, siendo constitutivo del existir, escapa a cualquier realización suya que le pusiera en el peligro radical de dejar de ser. Al interrumpir la caída, la angustia interrumpe este estar absorbido en el quehacer cotidiano y con ello desconecta al existir de la comprensión nivelada que tiene de sí mismo y de su sentido anónimo e impersonal. Al interrumpir sus referencias constitutivas, dadas por supuestas y estructuradas por el Gestell, se interrumpe asimismo su comprensibilidad técnica. Este fenómeno de la caída, nuestra normalidad, es algo que en nuestra vida cotidiana no vemos, pues vivimos absorbidos en nuestras referencias mundanas, en las relaciones y trato con los entes que nos ocupan y preocupan, absorbidos, en suma, por nuestra situación. Esta absorción del existir en la normalidad anónima de la impersonalidad constituye lo familiar y en el fondo supone un no querer interpretarse desde sí mismo. Por eso no es más que una huida del existir de sí mismo y su propiedad, es decir, de la apropiación propia de sí mismo. Un dar la espalda, en definitiva, a su poder más genuino: el poder-ser-sí-mismo-propio; pero se trata de un poder que le abre a vivir lo extraño.
El fenómeno de la angustia existencial es, pues, un indicador que atestigua el constitutivo desamparo o vulnerabilidad de la existencia. Lo más interesante para nuestro tema es reparar en la dimensión hermenéutica que, a nuestro modo de ver, se puede apreciar en la analítica, ya que si se califica la angustia como un fenómeno eminente es precisamente por aquello que revela, esto es, por lo que la angustia da a comprender. De manera que una hermenéutica fenomenológica de la angustia habrá de elaborar lo que se anuncia en ella. Y en el contexto que nos ocupa, del nuevo malestar técnico, se
traduce en elaborar una comprensión del desarraigo y la indigencia característicos de esta época. Pues, a tenor de lo dicho, para la civilización técnica parece que lo más urgente no es tanto transformar el mundo, sino comprender su situación y descifrar su particular oscuridad. El reto del pensamiento es, por tanto, elaborar el sentido de su específico malestar, que proviene, como se ha dicho, no de los aparatos tecnológicos, sino de ignorar el horizonte de sentido que lo ha hecho posible, el Gestell. En la experiencia de la angustia se vive la falta de significatividad del mundo, de sus referencias técnicas constitutivas, es decir, se vive una falta de sentido del mundo técnico. Al deshacerse la urdimbre del mundo, las cosas pierden su lugar en él y se destruye asimismo el vínculo con los otros. Este fenómeno de pérdida del mundo común provoca aislamiento. Con la desconexión del existir de sus referencias constitutivas cotidianas, sucede algo que nunca se manifiesta como tal en la cotidianeidad: el mundo es vivido como una totalidad sin sentido, o lo que es lo mismo, como una nada. Lo que nos parece importante subrayar ahora es que la falta de sentido que se vive en la angustia hace referencia indirecta al sentido que ha sido interrumpido en ella. Ese sentido está integrado por las referencias cotidianas, estructuradas en el horizonte técnico, que constituyen el propio existir. La angustia interrumpe ese sentido al que estaba acostumbrado quien la vive y le instala por lo tanto en la extrañeza: a través de ese ánimo vive lo extraño, y vivirlo, le aisla. Lo que propicia esa interrupción del sentido es una apertura excepcional del existir a sí mismo. Se trata de la máxima apertura, precisamente porque lo aísla al desconectarlo de las referencias de su mundo cotidiano. Sólo en la angustia se da este tipo de apertura, pues fuera de ella, desde la perspectiva impersonal de lo familiar, el existir se relaciona consigo mismo a través del trato con las cosas, absorbido en su mundo o, lo que es lo mismo, dándose la espalda. Pero lo que sucede también con esa desconexión es otro fenómeno que nos parece decisivo: se interrumpe la caída, el encubrimiento, y, con ella, se da una vuelta del existir a sí mismo; ya que la experiencia de falta de sentido vivida en la angustia no provoca una reflexión. Al interrumpirse su intencionalidad estructurada por lo familiar, el existir angustiado sólo puede dirigirse a sí mismo. Pero en ese volver hacia sí mismo no se da una autorreferencia reflexiva. No se trata de un auto-conocimiento o de una auto-percepción, sino de una referencia a sí mismo en el que el existir se capta, no como producto de la reflexión, sino que lo hace indirectamente mediante un temple anímico: es decir, que tiene noticia de sí, es puesto en contacto consigo mismo, a través de la angustia. Y lo que sabe de sí mismo en la experiencia de la angustia no es lo mismo que pudiera conocer de sí objetivamente a través de la reflexión: su apertura es diferente, tiene otro valor hermenéutico.
La apertura del existir se articula significativamente como un comprender-se a sí mismo y a la vez a las cosas con las que trata de cierto modo, de las que cuida al cuidarse. El comprender (Verstehen) existenciario es primario, pues tiene siempre un carácter afectivo y prerreflexivo. Por eso no supone tanto un saber, sino que se vive, se capta indirectamente, como poder y posibilidad, más bien, como un sentir-se capaz de. Mediante el comprender, el existir se capta como una posibilidad respecto al futuro (a la que le ha arrojado su situación, su encontrarse), es decir se capta a sí mismo como una tarea a realizar. Tal comprender existenciario genera así una interpretación (Auslegung) que le da un sentido de sí mismo o también un sin-sentido. A través de su interpretación, de la interpretación de sí mismo, el existir puede captarse como un sentir-se capaz de o, también lo contrario, como un sentirse incapaz de. Siendo esto así, la angustia puede considerarse un encontrarse privilegiado también por otro motivo fundamental. No porque sea frecuente, sino todo lo contrario; porque al interrumpir su relación con el mundo y los otros, expone al existir a una relación consigo mismo que de otro modo es evitada. Porque a su través el existir tiene acceso a su propiedad, es decir, a poder interpretarse desde su más propio sí mismo y con ello a su singularidad. O lo que es lo mismo, se ve expuesto a su más radical poder ser. Algo que supone precisamente salir de ese estado interpretativo que es la caída y la impropiedad, la impersonalidad, pero que implica también salir de lo familiar y vivir lo extraño. Es justamente eso ante lo
que se retrocede, a salir de la familiaridad y de la consecuente seguridad proporcionada por el mundo técnico; ya que hacerlo supone al mismo tiempo abandonar la actitud de control que le es inherente y tener que apropiarse desde una apertura y actitud distintas. Esto es así porque el aislamiento no implica por si sólo singularidad, sino que sólo abre el existir a la apropiación de otras posibilidades sin concretar ninguna en particular. Al desconectar afectivamente al existir de las referencias técnicas que constituyen su mundo, la angustia lo hace del Gestell, propiciando otra apertura, otro encuentro del existir consigo mismo, posibilitando así otra relación con el mundo y lo que hay, otro comienzo. Por todo lo dicho, nos parece que la angustia existencial supone un auténtico dispositivo de supervivencia en el Gestell. Como Stimmung tiene la capacidad de abrir mundo, de desvelarlo, y a una con ello, de abrir el existir a su situación, pues lo hace exponiéndolo a su máxima apertura. Por la naturaleza intencional del existir, la angustia lo abre inexorablemente a un encuentro propio en tanto le desconecta del Gestell, del mundo interpretado por el homo laborans. Un mundo que, por otra parte, ya no controla y que dispone de sus posibilidades, constituyendo por ello su mayor amenaza. La angustia, pues, posibilita un acceso no teórico al Gestell, ya que la desconexión se efectúa afectivamente; y en esa medida permite zafarse al existir del dispositivo técnico que estructura también el pensamiento (devenido cálculo) y la ciencia surgidos del Gestell, inaugurando otras posibilidades de ser. Si el mundo técnico es nuestro destino es porque vivimos bajo el proyecto de control que se inicia en la modernidad y que se va desplegando hasta nuestra contemporaneidad. Un mundo que genera sus formas de malestar como desarraigo (en tanto temple anímico que es vivido en la familiaridad del mundo interpretado técnicamente) e indigencia, que se revela como condición existencial de quien vive el desarraigo intentando combatirlo técnicamente; de un existir que, en definitiva, no quiere apropiarse, hacerse cargo, de su finitud. Y la angustia, lejos de ser un acto reflexivo, se da como un sentimiento de desamparo, expresión de un temple anímico que indica al existir indirectamente su constitutiva e insuperable finitud, y que le impide, incluso contra su voluntad, olvidarse de ella y en esa medida de sí mismo. La angustia es así la disposición que le impide al existir ser completamente opaco para sí mismo en el Gestell poniendo en riesgo su propia supervivencia.
Llegados a este punto hay una pregunta que no podemos dejar de hacernos, especialmente en nuestro mundo tecnificado donde se combaten modos específicos de malestar emocional como el stress, la ansiedad o la depresión. Si se combaten con la finalidad de erradicarlos, ¿por qué aún se siente angustia? Nos parece que ello tiene que ver con que precisamente el origen de la angustia está más allá de sus causas inmediatas. Como se ha visto, lo que la angustia hace es romper la comprensibilidad técnica y disponernos a lo extraño. Lo que la angustia da a comprender no es un saber explícito ni mucho menos que surja de una elaboración teórica, porque, en tanto que Stimmung, la angustia es anterior a lo que se anuncia en ella; sino que se trata de un saber que habitualmente, en la cotidianeidad, permanece encubierto o desfigurado. La angustia nace, pues, de un saber indirecto, no explicitado; un saber de sí mismo que la angustia da a comprender al existir y que le anuncia algo que no quiere saber y que en consecuencia encubre: su finitud constitutiva. La impersonalidad es, por tanto, el modo de evitar la angustia, el precio por encubrir la condición abismal del existir, de su condición arrojada. Un modo privilegiado de encubrimiento de esta condición de desamparo es el afán de control ejercido mediante la técnica. Y, como afirman Dantas, Sá y Carreteiro, estrategias centrales de este proyecto de control del fenómeno de angustia en la época contemporánea son la psicologización y la medicalización de este fenómeno existencial en tanto que fenómeno del existir. Estos modos de encubrimiento de la angustia son indicadores de modos de producción de subjetividades en la época contemporánea, de manera que “la emergencia cada vez mayor de cuadros de ansiedad, depresión, angustia y pánico parece ser el contrapunto necesario del proyecto moderno de disponibilidad y control de la realidad, llevado al paroxismo en la época moderna” e incluso pueden ser vistas como limitaciones del modo de apertura calculante (Dantas et al: 2009, p.4). En este sentido, la angustia patológica puede entenderse
como una apropiación impropia de la angustia existencial, una apropiación efectuada desde el encubrimiento característico del dominio de la cotidianeidad estructurado por el Gestell. De manera que, si el encubrimiento de la angustia se ejecuta desde la posición de la impersonalidad cotidiana, la apertura de la angustia en su apropiación propia habría que vincularla con la posibilidad de una acentuación de la singularidad del existir. Así, el encubrimiento y la desfiguración de la angustia serían modos impropios, impersonales, de vivirla; es decir, de apropiarse la angustia existencial como enfermedad, como patología, y no como apertura de sentido a otro poder-ser. Interpretada como enfermedad, la angustia existencial se transformaría en angustia patológica, es decir, en sus expresiones desfiguradas, como pueden ser la ansiedad, la depresión, el pánico, las fobias o las compulsiones. Precisamente, mientras que la singularización se muestra como una forma de apropiación propia de las posibilidades que se dan en su apertura de sentido, la impersonalidad cotidiana encubre y desfigura las posibilidades más propias y singulares del existir.
Desde este punto de vista, el malestar emocional puede entenderse como restricción de sentido derivado de ese encubrimiento de la singularidad. La comprensión técnica niega la angustia, pretende evitarla y encubrirla, ejerciendo una administración impersonal de ella (Ibíd., p. 5). Si el afán de control rechaza la angustia porque muestra la condición vulnerable del existir, lo que esto mismo indica es que quizá hubiera otros modos de experiencia de la angustia que no la desfigurasen transformándola en enfermedad. El origen de la angustia patológica aparece entonces como el encubrimiento de un sentido que sólo en la apropiación propia, no desfigurada, de la angustia existencial resulta articulado y que revela al existir su finitud insuperable. Ahora bien, si el encubrimiento es propio de la caída y ésta es también constitutiva del existir (es más, es su contacto primario e inmediato consigo mismo), hay que entender que la desfiguración también lo es. De ahí que lo familiar y lo extraño, lo impersonal (impropio) y lo singular (propio), hayan de ser entendidos como oscilaciones del propio existir. Como fenómeno existencial, constitutivo del existir, de la angustia no nos podemos librar: nos angustiamos porque existimos; lo que sí podemos hacer es escuchar lo que nos dice y con ello abrirnos a posibilidades de sentido más propios y singulares. En la comprensión cotidiana e impersonal la angustia existencial es interpretada de una manera nivelada, apareciendo como una enfermedad que debe ser curada a través de medios técnicamente diseñados, producidos por una ciencia que surge, a su vez, del horizonte técnico de sentido, del Gestell. En última instancia, lo que se pretende es solucionar la angustia, esto es, disolver esta disposición afectiva y su inherente poder de singularización, erradicarla; porque en el mundo impersonal es interpretada técnicamente como fuente de enfermedad y su singularización lo es correspondientemente como extrañeza que confina al aislamiento. Pero cuando no puede ser nivelada por la interpretación de la impersonalidad cotidiana, la angustia existencial rompe con las referencias constitutivas del mundo técnico y se vive como una “voz de la conciencia (Stimme des Gewissens)” (Cfr. Heidegger: 1986, §§ 54-56, p. 268), como un clamor. Una llamada que interpela al existir y, que cuando le alcanza, le dice algo. Y lo que le da a comprender le sitúa indirectamente en contacto consigo mismo de otro modo. Ahora bien, a la interpelación de la angustia, el existir puede responder a lo que dice “impersonalmente, psicologizando y patologizando su sentido”, esto es, rehusando su voz, buscando explicaciones y soluciones que “anestesien el sufrimiento” (Dantas et al: 2009, p. 6). De esta suerte la impersonalidad cotidiana encubre y desfigura las posibilidades más propias y singulares del existir, y en ese sentido, cuando se padece angustia, la singularización a la que avoca se traduce en aislamiento. Pero al mismo tiempo, su vivencia abre posibilidades de una apropiación propia del existir y en consecuencia a no ser vividas como aislamiento. De manera que la angustia existencial también puede vivirse como singularidad abierta a otro poder-ser. Por eso la angustia es una voz, una interpelación, que nos pone en contacto con lo extraño, con el peligro, pero, recordando la frase de Hölderlin evocada por Heidegger, se trata de un peligro en el que crece también lo que salva, porque posibilita la apertura de una singularidad
que nos revela el poder-ser propio, nuestro ser-posible. La singularidad puede ser vista entonces como una interpretación existencial que no implica abandonar sin más la cotidianeidad impersonal, pues tanto impersonalidad como singularidad, son posibilidades constitutivas, modos de ser, del existir.
El carácter eminente de la angustia descansa, por tanto, en ser una apertura privilegiada que rompe nuestra impersonalidad posibilitando una relación singular con nosotros mismos, más allá del horizonte de sentido del mundo técnico y de las posibilidades que recorta su apertura. La angustia aparece entonces como una oportunidad para que el existir se apropie otras posibilidades desde la desconexión que provoca de lo técnico y la correlativa singularidad de la que se puede apropiar. De modo que la angustia sería también un fenómeno privilegiado en la apertura de posibilidades del existir porque, en su apropiación singular, podría ampliar el horizonte de sentido del ser humano y posibilitar una relación más libre con la técnica. Apropiar-se de esas otras posibilidades supondría hacerlo de sí mismo de otro modo. Como hemos visto, el afán de control encubre la angustia existencial y al hacerlo la patologiza. Nos parece que en este sentido la patologización de la angustia existencial puede ser entendida como una forma de encubrimiento técnico y desfiguración de la vida en su expresividad singular. En la cotidianeidad técnica la angustia se evita y se encubre, en la misma medida en que se hace con el sí mismo propio, singular. Evitar y encubrir son así modos de combatir el malestar existencial con la pretensión de eliminarlo. Desde la perspectiva de la impersonalidad del mundo familiar, la angustia se encubre porque, en última instancia, necesita ser controlada para combatir precisamente el malestar existencial que genera y ganar con ello seguridad. Porque lo que la angustia hace de primeras al instalar a quien la vive en la extrañeza es desafíar incómodamente lo previsible. Un elemento fundamental del mundo técnico, ya que la previsibilidad es un modo de asegurar lo por-venir, de controlar lo posible. Y lo posible aparece interpretado por el dispositivo técnico como lo pre-visible. La previsibilidad es una anticipación del porvenir que pretende asegurarlo y con ello erradicar la incertidumbre. De manera que el misterio queda suplantado por el problema y éste entendido como algo que, debidamente planteado, se puede solucionar, resolver, es decir, disolver.
Aquello que el poder de la angustia anuncia, en definitiva, es un todo un misterio: que la constitutiva condición existencial de desamparo o vulnerabilidad del existir no puede ser asegurada ni eliminada por ningún medio científico-técnico que pretenda controlarla. Por eso Heidegger llega a plantearse si es posible despertar otra Stimmumg capaz de que promover otra actitud diferente a la del control, dado que no se puede representar el Gestell desde la provocación, esto es, de una manera técnica, porque el ser humano no se puede situar fuera de, ni antes de aquello que es origen de todo lo demás, incluido su modo de ser. Esto significa que no es posible pensar la forma del ser imperante que es el Gestell con el modo de pensar actual, ya que también éste se ha convertido en un cálculo. De ahí que el filósofo reivindique otro modo de pensar, pues, como se ha dicho, el Gestell no es la única forma en que puede acaecer la verdad del ser a través de la cual se ensambla lo real y de la que forma parte lo humano mismo; es únicamente un modo. Si la provocación y el control es lo que articula técnicamente lo real, la actitud que el ser humano ha de tener hacia la técnica, según Heidegger, tiene que venir de la serenidad (Gelassenheit). Mientras que la actitud de control es característica de la impropiedad, la serenidad estaría más bien relacionada con la singularidad. Pero la Gelassenheit no entraña una forma de pasividad ni de actividad, tampoco representa en absoluto una nueva forma de voluntad, sino que es concebida como un dejar ser. Nos parece que debe ser pensada más bien como un modo de disposición de carácter afectivo que pudiera despertar otra actitud diferente a la del control y posibilitar en consecuencia otra apertura de mundo. Una disposición capaz de inaugurar otra relación con lo que
hay, que cuidara de otro desvelamiento en el que las cosas no fueran descubiertas desde el horizonte de la utilidad y el cálculo, y que no sometiera todo lo real a una forma de voluntad humana que, como la actual, compromete incluso su propia supervivencia. La serenidad no es, pues, una actitud técnica, sino que supone otro ánimo que pueda promover una actitud diferente capaz de permitir al ser humano de la técnica entrar en contacto con su libertad y contribuir así a otro destino del ser en el que el imperio de la utilidad no organice la totalidad de lo que hay ni pretenda agotar el discurso sobre lo real. Por eso explora otras formas de pensar como la Besinnung, el pensar meditativo. Un modo de pensar diferente al técnico, que es meramente calculador, y que, en consecuencia, provoca a la naturaleza y a lo humano a desvelarse como algo susceptible de ser mensurado. Motivo por el cual puede llegar a sostener que la carencia de pensamiento es el modo de experiencia de sentido característico de la contemporaneidad. La Besinnung, el pensar que medita, estaría orientado no por un sentido estructurado por el control, sino por la serenidad, una Stimmung capaz de soportar lo extraño, permitiendo el desocultamiento de las cosas más allá del horizonte técnico de sentido; pues “lo verdaderamente inquietante, con todo, no es que el mundo se tecnifique enteramente. Mucho más inquietante es que el ser humano no esté preparado para esta transformación universal; que aún no logremos enfrentar meditativamente lo que propiamente se avecina en esta época” (Heidegger:1959, p. 20; 2009, p. 26; 1985b, pp. 64-66).
Heidegger se refiere a los “fenómenos patológicos (Krankheiterscheinungen)” como aquellos en los que se anuncia algo por medio de lo que se muestra (Cfr. Heidegger: 1986, p. 29). En este sentido nos parece que el malestar técnico, que se traduce en un sentimiento de desamparo (vulnerabilidad), se muestra a través de sus formas específicas como desarraigo (impersonalidad) e indigencia (no saber el alcance de su propio desarraigo); y lo que se anuncia en ellas es precisamente la impotencia del poder humano. La angustia patológica aparece así, como se ha explicado anteriormente, como interpretación caída de la angustia existencial en el horizonte de sentido del Gestell. Una modalidad derivada, que es estructurada por la interpretación técnica e impersonal que nivela y modula las expresiones patológicas de la angustia existencial constitutiva del existir. Una modalidad caída que es originada por el encubrimiento de la angustia existencial, generando sus modos impropios de apropiación. La manera habitual de corresponder a las manifestaciones desfiguradas de la angustia es técnica, pero esta respuesta no logra aplacarlas, sino que el malestar que provocan parece ir en aumento. La angustia no es un acto reflexivo, sino un temple anímico que muestra indirectamente nuestra insuperable finitud y que pugna por expresarse ejerciendo su peculiar dominio. Ello explica que el encubrimiento del Gestell no logre aniquilar la angustia existencial y que por eso tampoco logre, en consecuencia, erradicar sus expresiones desfiguradas. Un malestar que, en última instancia, anuncia y denuncia la falsa seguridad del control que impera en el Gestell, en el que nuestro poder se revela paradójicamente como impotencia. Un fenómeno que destaca el poder de la angustia frente al poder impotente de la técnica ante el Gestell y que se revela, en definitiva, como un auténtico dispositivo de supervivencia para existir en la era técnica.
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Año 23, n° 80
Esta revista fue editada en formato digital y publicada en febrero de 2018, por el Fondo Editorial Serbiluz, Universidad del Zulia. Maracaibo-Venezuela
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