UTOPÍA Y PRAXIS LATINOAMERICANA. AÑO: 23, n°. 80 (ENERO-MARZO), 2018, PP.119-132 REVISTA INTERNACIONAL DE FILOSOFÍA Y TEORÍA SOCIAL
CESA-FCES-UNIVERSIDAD DEL ZULIA. MARACAIBO-VENEZUELA. ISSN 1315-5216 / ISSN-e: 2477-9555
Ontopolitics and Chaosmunity. The Occident’s Crisis from de Perspective of a Collapse Sovereignity
María GARCÍA PÉREZ
Universidad de Granada, España.
Resumen
Pensar hoy las tendencias totalitarias y fascistas es una tarea imprescindible. En esta línea, se pretende dar cuenta de la incidencia de la lógica oposicional para la comunidad, pensada ontológicamente, dentro de la tradición de la reflexión político-filosófica. Asimismo, se elabora una alternativa desde el pensamiento de la diferencia rescatando de ella la noción de soberanía que, no obstante, como su reverso, descubre la profundidad de la negatividad asociada a una inclinación del deseo como ilimitada producción de hostilidad. Así, de la mano de Jacques Derrida, Georges Bataille y Gilles Deleuze, se alerta de un peligro que amenaza a nuestro ser-con.
Palabras clave: Soberanía; comunidad; ontología; diferencia.
Abstract
Think about totalitarian and fascist tendencies is today an essential task. In this line, the intention is to give account of the incidence of the oppositional logic for the community, thought ontologically, within the tradition of the political-philosophical reflection. Likewise, an alternative is elaborated from the thought of difference, rescuing from it the notion of sovereignty that, nevertheless, as its reverse, discovers the depth of negativity associated with an inclination of desire as unlimited production of hostility. In this way, with through the thought Jacques Derrida, Georges Bataille and Gilles Deleuze, he warns of a danger that threatens our being-with.
Keywords: Sovereignty; community; ontology; difference.
Recibido: 06-10-2017 ● Aceptado: 13-12-2017
A estas alturas de siglo parece claro que las tendencias totalitarias y fascistas no se han rendido en absoluto. Inmersos en una crisis socio-política y económica, el dramático aumento de la desigualdad o la sobrecogedora situación de miles de migrantes y desplazados ponen a prueba a diario el alcance y validez de nuestras democracias. Ahora bien, la propuesta del presente estudio tratará de mostrar que tales fenómenos no vienen motivados únicamente por la circunstancia de dicha crisis económica y de las medidas políticas concretas, de corte neoliberal, que se han adoptado en su nombre, sino que tienen un origen más profundo de signo ontológico, cuya más sucinta descripción puede formularse como la de una soberanía en colapso. Por supuesto no nos referimos a la clásica noción de soberanía que el pensamiento político ha vinculado tradicionalmente a la constitución de los modernos Estados-nación, hoy desbordados por la lógica capitalista global a la que ellos mismos han dado cobijo, sino al ser mismo de la soberanía en tanto que resorte último de las transformaciones (políticas) más allá de la forma constituida que se adopte a su albur. La soberanía es, pues, previa y tiene que ver con la afirmación del ser arrojado a su devenir, a su caosmos. Un ser herido, infinitamente abierto, que de continuo rebasa su propia estabilidad y que, por ello, derrocha su identidad a la que nunca accede por completo. Así, en el plano del ser-con, de la comunidad pensada ontológicamente, la soberanía imprime a la comunidad un movimiento caosmótico de autotransformación inmanente haciendo de ella una caosmunidad en tanto que instancia plenamente afirmativa de la diferencia, de lo heterogéneo a lo que se abre sin remisión. En consecuencia, rescatar la noción de soberanía en un mundo que pretende parapetarse en ella para instalar prácticas de autoconservación de lo instituido ligadas a una ineludible negación del otro supone asumir el reto de resignificarla, esto es, de hacerla transitar hacia otros lugares para pensarla como condición de posibilidad de toda afirmación en el ámbito del común.
Partimos, pues, de una consideración inicial acerca del modo en que se ha pensado la soberanía históricamente y que aun hoy espolea con fuerza: su arcano, el secreto de la elaboración tradicional de su concepto y de su ejercicio, está atravesado por dos principios, el de Identidad y el de contradicción, ambos solidarios. Soberana es, desde esta perspectiva que aun nos atraviesa, aquella entidad (un pueblo, un sujeto individual o colectivo) que se mantiene firme en la construcción y permanencia de una identidad a base de entrar en contradicción con otra u otras que, observa, se le oponen. Sin embargo, frente a esta lógica oposicional cabe indagar un tipo de vínculo interafectivo y autotransformador que pone en juego al pensamiento de la diferencia qua diferencia. Lo haremos, como ya se puede intuir, a través de la ontología intensiva Gilles Deleuze enriquecida con los aportes de Georges Bataille en torno al pensamiento de la comunidad y a su principio de exceso. Desfondar el dispositivo identitario que recorre, a modo de trascendental, lo constituido, esto es, sus visibilidades institucionales y sus enunciados1, es, en efecto, el modo de trazar una comunidad caosmológica, una caosmunidad. Comunidad de (auto)creación que no se resuelve ni se colma en el mero intercambio intersubjetivo y dialógico por ser pre-subjetiva y sub-representativa. Comunidad que alberga, por tanto, la posibilidad de una soberanía otra, fontanal de permanente insurrección, de eterno constituir sin cese a través de esa diferencia (des)organizada caosmóticamente, diferencia soberana a cuyo colapso, en la oclusión de su movimiento creador y abierto, asistimos hoy claramente. A esta obstrucción del proceso autopoiético de la caosmunidad que somos, en los recíprocos micro-impactos mutantes que nos (des)constituyen, responde, a nuestro juicio, el fascismo y el totalitarismo de nuestro siglo XXI. Ligados al capitalismo global y sus crisis, pero, también, a la lógica oposicional que aun alberga el concepto de soberanía,
En la peculiar recepción que Deleuze elabora de la obra de Michel Foucault los dispositivos son entendidos como entidades complejas hechas de enunciados y de visibilidades institucionales, ambos inseparables, aunque, a su vez, irreductibles (Cfr. Deleuze: 1987).
la especificidad del fascismo y el totalitarismo de nuestros días consiste en una sedentarización o estriamiento infinito del deseo que, en el límite, se convierte en deseo vuelto contra sí mismo, esto es, en deseo en busca de su propia represión, de la codificación de todas sus acometidas hasta experimentarse como deseo en falta, deseo precario o deseo-deuda.
Con este marco teórico ya expuesto, comenzaremos por indagar la teorización oposicional de la soberanía ligada al Estado-nación que tiene como máximo exponente la teología política schmittiana. Lo haremos desde la perspectiva que nos ofrece Jacques Derrida en su obra Políticas de la amistad dado que su indagación de las tesis de Schmitt pasa por ubicarlo en la estela de la fragua histórico-conceptual de la oposición y la identidad que arrancaría en los albores de la filosofía misma. En segundo lugar, viraremos hacia los modos en que hoy se plantea la resistencia a este esquema que pivota sobre la dicotomía amigo/enemigo y el estado de excepción y que hace de la soberanía un elemento puramente negativo. Hablamos de autores como Nancy, Agamben y Esposito fundamentalmente, preocupados, además, por recoger el pensamiento de Georges Bataille, quien quiso pensar la soberanía y la comunidad fuera de todos los parámetros tradicionales. Seguidamente expondremos nuestra propuesta que, de fondo, trata de pensar la soberanía batailleana ligada al Acontecimiento tal y como lo tematizó Gilles Deleuze, aportando una visión de la comunidad humana que abjura absolutamente de la negatividad. Compondremos con ambos, con Deleuze y Bataille, la posibilidad de una ontología intensiva, una ontología de las fuerzas en litigio diferencial a la base de una economía general (Cfr. Bataille, 1987) de los deseos-afectos prestos a su desterritorialización creadora, sin más utilidad, sin más destino, que su propia transgresión. Finalmente analizaremos el modo en que el capitalismo global, en la era del agostamiento de los Estados-nación y su obstinado aguante, operan la obstrucción de esta posibilidad soberana y de esta c(a)osmunidad. La diferencia arrojada contra sí misma nos dará la clave para explicar un tipo de deseo y de interafección que se experimenta hoy como falta, como carencia. Patología por precariedad, por falta de potencia autotransformadora que nos devuelve al reino de los enemigos, de la “hostilidad absoluta” (Cfr. Derrida: 1998, pp. 131-157), del totalitarismo y el fascismo que toman la forma de un colapso que se experimenta sin salida.
Quizá nadie como Derrida ha sabido ver hasta el final las consecuencias del pensamiento teologico- político de Carl Schmitt. En páginas centrales de la obra Políticas de la amistad, el filósofo franco-argelino coloca al alemán en la estela del logocentrismo occidental que ha pretendido saturar el concepto de amistad generando, por ende, la misma saturación para el de enemistad. La emergencia del enemigo decidido, el que se me opone existencialmente y con el que se da la posibilidad real (reale Möglichkeit) de entrar en guerra hasta su exterminación, es, para Schmitt, el momento del desvelamiento de la esencia de lo político. Aun más, a juicio de Derrida, a la soberanía de nuestras democracias actuales le subyace toda una historia que tiene que ver con el relato de los sucesivos intentos de definir el concepto de amistad en orden a determinar el quién que me es homogéneo, con el que puedo tender lazos y alzar mediaciones institucionales, y el quién que me es absolutamente heterogéneo, opuesto, y con el que sólo cabe una inmediatez violenta, conflictual. Schmitt constituye desde la perspectiva derridiana y dentro de este relato fundamental de nuestra teoría y praxis política, uno de los ejemplos más acabados respecto de la sistematización y patencia de tal lógica oposicional. No obstante, la diatriba polemológica no se circunscribe únicamente a lo político, sino que arranca de la estructura misma de nuestro modo de entender la aprehensión cognoscitiva y llega hasta la conformación de todo un ethos. La dicotomía sujeto- objeto por la que, desde la Modernidad y sus lazos con la greicidad, se ha establecido la emergencia de la conciencia, del Yo, supone una dialéctica perversa según la cual no hay mundo sin hostilidad. El
mundo, esto es, el objeto y hasta la alteridad, son lo otro del yo, constituyen un no-yo que se opone o, más precisamente, que tengo que oponerme para conservar mi mismidad, mi estabilidad, mi ser en su identidad plena:
Sin esta hostilidad absoluta, ‘yo’ pierde la razón, pierde la posibilidad de ponerse, de poner o de oponer el objeto frente a él, pierde la objetividad, la referencia, la estabilidad última de lo que resiste, pierde la existencia y la presencia, pierde el ser, el lógos, el orden, la necesidad, la ley. Pierde la cosa misma (…), pierdo el mundo, ni más ni menos (Derrida: 1998, p. 200).
La deconstrucción derridiana asume la tarea de desfondar este paradigma, el paradigma de la representación, mostrando la insaturabilidad del sentido de todo concepto. Es el suyo un canto a lo particular-concreto, a la materialidad sensible que nos avisa de la imposibilidad de aprehender y de transmitir con plenitud. Desde una mirada amplia a la obra del filósofo franco-argelino2, observamos que su empeño por mostrar las potencias dislocadoras de la différence y la différance ínsitas en el lenguaje, esto es, del diferir del sentido que emerge por la iterabilidad propia de todo signo lingüístico y que se muestran de modo privilegiado en la escritura, en la marca sensible, llega hasta el ámbito de lo político no sólo en lo que se refiere al concepto de amistad que estamos tematizando, sino también al de democracia o al de justicia3. Los tres, amistad, democracia y justicia, se convierten en promesas infinitas, en un por-venir que no puede llegar a colmarse, donde no hay ni telos ni progreso. El propósito de Derrida pasa, pues, por desactivar la Identidad en tanto que presencia plena, sin resto, del sentido. Identidad del concepto consigo mismo y, oposición, por tanto, a todo lo que él no es. Así, el concepto deconstruido es siempre fármakon, remedio y veneno por cuanto ilumina y oscurece al mismo tiempo, presenta y des- presenta el sentido. Pero entonces la filosofía misma se descubre también en esa condición de fármakon, a la vez elixir y ponzoña, toda vez que la visión directa del sol, de lo verdadero, lo bello y lo bueno, de la suprema Idea de Bien, produce ceguera ( Cfr. Derrida: 1975, pp. 121-124). Pretender la luz absoluta, no atender a la despresencia, al diferir, es lo que ha conducido a la deriva violenta de Occidente, a los agravios de los que sólo la deconstrucción puede redimirnos4. Y es esta luz absoluta la que Schmitt ha ambicionado arrojar sobre lo político estableciendo la dicotomía amigo/enemigo como resultado de una peculiar epojé que lo libra de toda impureza. En efecto, los esfuerzos del alemán por distinguir lo político de cualquier otro ámbito (ético, religioso, etc.), conduce a Derrida a descubrir en Schmitt una fenomenología que seguiría los mismos cauces que la husserliana: una epojé que suspende lo impuro que contaminaría el método por el que se quiere hallar la verdad y una venida a presencia de ésta. Aquí, mediante el descubrimiento de la guerra como excepción que funda y conserva la soberanía, esto es, que subsiste idealmente incluso cuando no se da en el mundo de las efectuaciones concretas. De este modo, el decisionismo schmittiano aclara la pretensión homogeneizante de lo político tal y como se ha pensado y ejercido en Occidente. Es ahí, en la secularización llevada a cabo por Schmitt que a su vez recoge a la tradición griega de Platón y Aristóteles, “(l)a Biblia y Grecia” (Derrida: 1998, p. 189), donde encontramos el germen de los modernos Estados-Nación en los que sangre, territorio y sexo son los ejes básicos para su formación. Los hermanos nacidos de un mismo padre-patria: falologocentrismo. El poder, el poder
Podemos encontrar un magnífico resumen del pensamiento derridiano en Sáez Rueda (2001, pp. 435-446). También destacamos el estudio de Peñalver (1990).
Para el tema de justicia y deconstrucción, Cfr. Derrida (2008).
Cristina de Peretti acierta en su análisis cuando vincula directamente la cuestión derridiana de la escritura con lo político pensado por este autor: “En el marco de la oposición habla/escritura, la escritura, propiedad de todos, supone una usurpación del poder soberano detentado hasta entonces por el habla viva del soberano. En tanto que el padre-soberano es origen del logos, el hijo lo es de la escritura. Pero este hijo, origen de la escritura, es un hijo bastardo, miserable, perdido, un hijo que está fuera de la ley por parricida. En última instancia, lo que aquí se debate es (…) la defensa del orden instituido contra una lógica de la subversión, del exceso” (De Peretti: 1989, pp. 43-44).
político, consiste, por tanto, en la discriminación hostil entre lo homogéneo y lo heterogéneo. Ahora bien, tal discriminación requiere, además, del grado más alto de intensidad (Intensität), tal y como recuerda Derrida siguiendo de nuevo a Schmitt: “Cuanto más fuerte es una contradicción, una negatividad oposicional, cuanto más tiende al límite su intensidad más política es” (Ibíd., p. 160). Sin embargo, la deconstrucción derridiana pasa de puntillas por esta cuestión intensiva a pesar de haberla identificado con acierto. Derrida se enfrenta, armado de una ontología (del diferir) del sentido, a una ontología otra, una ontología de la intensidad. La decisión schmittiana requiere de fuerza, de fuerza oposicional, la fuerza de la dominación y el mando, para ejercerse. Como supo ver Deleuze a través de Nietzsche, no hay sentido que no dimane de los movimientos tectónicos de fuerzas cuyo signo puede ser negativo o afirmativo, oposicional o creador. No obstante, lo decisivo que encontramos en el texto de Derrida se encuentra en el sutil deslizamiento al que somete al par amigo/enemigo del jurista de Plettenberg y, en general, a toda polemología. En el límite, nos dice, amigo y enemigo son indistinguibles, o, de otro modo, en todo amigo mora un enemigo, así como en todo enemigo, también, un amigo. El sentido de filía, al presentarse, simultáneamente se despresenta. Tan insaturable como indomeñable, filía en su camino diferido nos muestra la imposibilidad de cerrar la comunidad, aun más, nos muestra que por esa vía lo que encontramos es una enemistad vuelta contra nosotros mismos: yo y no-yo se confunden y allí “soy para mí mismo mi propio enemigo” (Ibíd., p. 188), el que pergeña esa posibilidad real de mi propia aniquilación sin que por ello incurra en crimen. Hors la loi, pero también, hors l’être, estoy muerto de antemano para mí por mi propia mano:
Sólo podría amar con amistad a un ser mortal expuesto al menos a la muerte llamada violenta, es decir, expuesto a ser matado, eventualmente, por mí. (...) Amar con amor o con amistad significaría siempre: puedo matarte, puedes matarme, podemos matarnos. (...) Así, de cualquier manera, estamos ya (posiblemente, pero esta posibilidad es justamente real) muertos el uno para el otro. (...) Hipótesis, pues:
¿y si otra amancia (de amistad o de amor) sólo se ligase a la afirmación de la vida, a la repetición de esta afirmación sin fin, buscando su vía (amando su vía, y esto sería el phileîn mismo) en el paso más allá de lo político, o de esta forma de lo político como horizonte de finitud, como este dar muerte y esta apuesta por la muerte? ¿El phileîn más allá de lo político u otra política para amar, otra política de amar? (Derrida: 1998, pp. 143-144).
En los sucesivos apartados vamos a hacernos eco de esta cuestión que plantea Derrida: ¿Cómo pensar otra política, una política que no ponga en juego los principios de identidad y contradicción y que no conduzca, por tanto, al luctuoso impasse que hemos descrito? Nuestra propuesta pasa, no ya por deconstruir la noción de filía y arrojarla a un porvenir en el que se jugaría la democracia misma, sino por acudir a otra instancia absolutamente exterior y heteróclita respecto del sentido y su aprehensión y, así, respecto de la lógica oposicional propia del paradigma de la representación. Esta instancia es Eros, un Eros maldito y transgresor, un Eros que alberga toda posibilidad de afirmación de la diferencia. No podemos confundir, pues, amistad y amancia, filía y eros. Filía, como observó Deleuze5, asegura un cierto lazo que busca la afinidad, esto es la pervivencia de lo Mismo, del principio de Identidad y, por tanto, de todo dualismo oposicional. Eros, en cambio, tal y como lo vamos a tematizar aquí, es el nombre de la pulsión interafectiva que mueve los deseos en su diferencia de potencial y los dispone rizomáticamente. Eros, en definitiva, es el reino del inconsciente esquizoanalítico y de las máquinas deseantes. Así, Eros,
Incluso el propio Heidegger, a pesar de su preocupación por la diferencia, nos dice Deleuze, recurre a este tema de la philía y queda embarrancado en él. Como afirma el pensador francés, bajo él encontramos “el presupuesto de un pensamiento natural dotado para lo verdadero, en afinidad con lo verdadero, bajo el doble aspecto de una buena voluntad del pensador y de una recta naturaleza del pensamiento” (Deleuze: 2002, p. 204). Lo que aquí se juega es la tensión entre identidad y diferencia expresada en lo Mismo heideggeriano y que llega hasta su crítica al eterno retorno nietzscheano como eterno retorno de lo Mismo. Frente a ella, Deleuze defenderá el eterno retorno como temporalidad propia del advenir de la diferencia.
atravesando la noción de comunidad se convierte en el resorte para pensarla liberada de todo dualismo oposicional pero, también, para recuperar la noción de soberanía e instalarla en otras coordenadas más allá de toda hostilidad.
Sin lugar a dudas, a Georges Bataille le debemos el mérito de repensar la noción de soberanía hasta imprimir en ella una torsión de ciento ochenta grados. La soberanía batailleana ya no expresa el cierre que el poder político, en su versión teológico-política, impone a la comunidad. Antes bien, a la comunidad, ahora abierta hasta el infinito, heterogénea per se, en perpetuo devenir, en perenne derroche de sí misma, le subyace un tipo de soberanía ligada a la transgresión, a la multiplicación sin fin de una creatividad que la desborda por doquier arrasando las identidades, poniendo en riesgo su conservación. “La idea clásica de soberanía se une a la de mando (…) La soberanía es rebelión, no es el ejercicio del poder” (Bataille: 1981, p. 199). No es de extrañar, por tanto, que Jean-Luc Nancy, Roberto Esposito o Giorgio Agamben hayan visto en él una referencia imprescindible para resistir al totalitarismo, a la pretendida clausura de las comunidades a base de una soberanía que impone la lógica de la negatividad invadiendo de muerte, de pathos hostil, nuestro horizonte. El propio Derrida le dedicó un capítulo en La escritura y la diferencia (Cfr. Derrida: 1989). Bataille, nos dice Jacques Derrida, “se ha tomado en serio a Hegel”, ha hecho inmersión en la dialéctica hasta deconstruirla. Más concretamente, apunta Derrida, Bataille acomete en este texto la deconstrucción de la oposición del amo y el esclavo y acaba por desbaratar toda la dialéctica del Espíritu absoluto: en su camino no ha lugar a una verdadera soberanía. La esclavitud se cierne sobre el amo y lo desmiente. Bataille somete a Hegel a una dislocación por la cual el amo pasa a ser desenmascarado. La verdadera soberanía, dirá Bataille, no sabe de finalismos: “El señorío tiene un sentido. La puesta en juego de la vida es un momento de la constitución del sentido, en la presentación de la esencia y de la verdad. Es una etapa obligada en la historia de la conciencia de sí y de la fenomenalidad, es decir, de la presentación del sentido ( ) Risa a carcajadas de Bataille” (Bataille: 1981, pp. 348-350). Esta risa a la que alude Derrida se debe a que Bataille expone en un tipo de soberanía, el único señorío posible, que sólo puede experimentarse, sentirse en febril excitación, inextricablemente vinculada al non-savoir, al sinsentido. Sólo ahí, donde ya no hay metas, finalidades ni teleologías puede verdaderamente ponerse en juego la existencia, derrocharse, donarse sin contrapartidas. Soberanía, pues, que licúa todo sentido. Soberanía deconstruida.
Si ahondamos brevemente en la obra batailleana nos encontramos, en esta línea, con la composición de una Economía general que parte de dos principios, a su juicio, imbricados en la historia humana en la forma de un juego infinito sin reconciliación: el principio de gasto improductivo y el principio de utilidad. No obstante, y este es el núcleo de su diagnóstico para la historia, ha ocurrido que tanto el pensamiento como la praxis sólo habrían tenido en cuenta el segundo de ellos. La utilidad se convirtió en exclusivo y subyacente epicentro teórico y práctico por el que se obviaba el análisis de múltiples fenómenos de la vida humana, fenómenos de lo maldito que constituirían la forja de las comunidades más allá de todo mando, de toda imposición o conservación de identidades: la fiesta, la risa, el erotismo, etc. El acéfalo era la figura metafórica escogida para mostrar esta dimensión maldita: sin cabeza, sin dirección, sin identidad. Acéphale es el monstruo, el impensado que habita más allá de los límites de todo sentido posible para transgredirlos una y otra vez arruinando el camino hacia el saber absoluto, hacia las absolutas certidumbres, hacia la estabilidad y la permanencia de los conceptos y del Yo. El acéfalo, donde el sujeto se subvierte y se sacrifica para perderse en una inmanencia donde ya no hay separación entre él y el objeto, entre el yo y el no-yo, el yo y el otro. “Como el agua en el agua” (Bataille: 1991, p. 22), devenimos inmanentes. Somos el río de Heráclito, el Sol, un Sol maldito que ya no es imagen del Sumo
Bien platónico al que el alma ha de tender en el camino dialéctico hacia la sabiduría, hacia el mundo de las Ideas perfectas, purificadas de todo resto, sino exuberante donación sin medida, incalculable e inaprehensible juego de irradiaciones sin meta. Bataille ejerce así su peculiar inversión del platonismo y conecta con la deconstrucción derridiana en este punto: el saber no es sin su otro, el non-savoir. No hay sentido, pues, que no albergue un profundo sin-sentido. Y es ahí donde se sitúa la recepción del pensamiento batailleano por parte de Jean-Luc Nancy, Roberto Esposito o Giorgio Agamben. El principio de derroche imprime textura al desobramiento nancyano (Cfr. Nancy: 2001), a una comunidad fuera del reino de la utilidad, de la obra; pero, también, a la communitas de Esposito prendida de un don que “expropia (a los sujetos), en parte o enteramente, su propiedad inicial, su propiedad más propia, es decir, su subjetividad” (Esposito: 2003, p. 29-31); y, por último, a la comunidad que viene de Agamben en la que el italiano trata de pensar las condiciones de posibilidad de una comunidad en la que el momento constituyente no pase a lo constituido y en la que pueda morar, así, el cualquiera, abriéndola sin remisión y cortocircuitando la relación de bando a la que está sometido el Homo sacer por mor de una soberanía que incluye excluyendo6. De fondo, podemos decir que estos tres pensadores buscan zafarse de la negatividad, del trabajo negativo de la cualificación identitaria, sea en el plano existencial como ocurre en Nancy, sea en el plano biopolítico como sucede en Esposito o Agamben. Porque, por su lado, la comunidad obrada de Nancy es comunidad identitaria cuya realización supone el trabajo en el despliegue de una esencia en la historia; por otro, el paradigma inmunitario descubierto por Esposito muestra a las claras la incidencia de tal negatividad dispuesta para el refuerzo del sistema inmune-soberano; y, finalmente, el campo de concentración nazi al que Agamben se refiere como ejemplo por antonomasia del modo en que el poder soberano aplica la excepción sobre el bíos, presupone la decisión que discrimina entre aquella vida que merece ser vivida y aquella vida que puede ser sacrificada sin represalias.
Sin embargo, el pensamiento batailleano ofrece algo más si se observa hasta el final la herencia nietzscheana en sus textos. Anida allí una ontología intensiva no explorada por los autores que hemos venido resumiendo en sus tesis fundamentales. Una ontología de la fuerza en la que verdaderamente se asienta su principio de derroche y su non-savoir haciendo de este último una instancia plenamente dispar y extraña respecto del sentido. El ser, y por ende el ser-con, es, en Bataille, flujo energético, trasiego de intensidades en perpetua alteración que, previas a la consciencia, desbordan por doquier cualquier sentido que se quiera cumplido, cualquier identidad que se piense acabada:
Es cierto que ese ser aislado, extraño a lo que no sea él mismo, es la forma bajo la cual se te aparecen en primer lugar la existencia y la verdad (...) a la que debes referir el sentido de cada objeto. Sin embargo, la unidad que eres tú te huye y se escapa (...) Lo que tú eres depende de la actividad que une los elementos sin número que te componen, de una intensa comunicación de esos elementos entre ellos. Son contagios de energía (...) como una corriente o como una especie de fluido eléctrico (Bataille: 1981, pp. 103-104).
Ajena al Yo y a sus poderes de aprehensión, de objetualización, la dimensión energética batailleana es un puro devenir (des)orientado por la voluntad de suerte (chance), esto es, por una nietzscheana voluntad de poder libre de todo malentendido y de toda malinterpretación7, una voluntad de poder que renuncia absolutamente al dominio. Se cifra allí la “moral de la cumbre” (Bataille:1972, p. 188), donde el niño juega sin más regla que la que el propio juego dicte: la tirada de dados. Frente a ella, la “moral del ocaso” responde al principio de utilidad cuya determinación última consiste en el miedo a la muerte, el miedo a la transformación y al devenir. Ella, que sólo sabe calcular, disponer de los medios adecuados
Esta tesis nuclear de Agamben se despliega en varias de sus obras, fundamentalmente en Agamben (2005; 1998; 1993 y 2006).
Bataille, sin lugar a dudas, ya se sabe que trató de rescatar a Nietzsche de la lectura nazi-fascista que calaba en la época. Este
fue el leitmotiv de Acéphale, revista y sociedad secreta.
para la obtención de sus fines, administra, por tanto, la praxis y el pensamiento hacia el único destino de la autoconservación y la sobrevivencia. Miedo, pues, constitutivo de la propia subjetividad, a perderse en el exceso, en el desborde del principio de derroche, en el exuberante abismo en que consiste el ser-con. En suma, la comunidad batailleana es la conexión infinita de los heterogéneos por mor de trasvases energéticos, de un erotismo que nos transgrede y precipita la propia identidad hacia su disolución. Erotismo maldito de un ser herido de devenir, que se comunica con la alteridad al precio (incalculable) de devenir aquello que no es. Exuberante potencial transgresor que subvierte toda lógica negativa.
Hasta aquí observamos un diagnóstico: Occidente está prendido de Identidad y de oposición. Pero, también, una estela en el pensamiento, sobre todo a partir del siglo XX, que se ha propuesto resistir y pensar de otro modo. Fundamentalmente, hemos destacado a Derrida como representante del pensamiento francés de la diferencia y a Nancy, Esposito y Agamben en la estela del pensamiento impolítico contemporáneo, Bataille, presente en todos estos autores nos ha servido de gozne sobre el que ahora cabalgaremos hacia la filosofía deleuziana. No sólo porque ella constituya otro modo de resistencia a la negatividad, sino porque creemos que sus análisis sobre el fascismo y el totalitarismo pueden ayudarnos a esclarecer nuestro presente. A esto se añade una íntima conexión con Bataille a través de la ontología intensiva que hemos destacado y que tiene a Nietzsche en su origen. En efecto, el supuesto principal de la filosofía de Deleuze asume el pluralismo nietzscheano y lo organiza a través de una estructura lógica, ontológica y epistemológica, según la cual son las relaciones entre fuerzas pre- subjetivas y sub-representativas aquello que se sitúa en el origen del mundo observable y aprehensible en cuanto fenoménico. Esta dimensión noérgica primordial define al ser en cuanto tal8 y, en términos spinozianos, conforma una natura naturans regida por el movimiento y producción de diferencias de potencial en el encuentro entre las fuerzas. Ella, además, no tiene más destino que el de su propia auto-organización inmanente, la cual nos ofrece la visión de un universo caosmótico y metaestable atravesado por multiplicidades irreductibles. En este sentido, la caósmosis y la metaestabilidad9 refieren a la condición a la vez estable e inestable, turbulenta o lejos del equilibrio10 que, por doquier, hace que el sistema se rebase a sí mismo, se auto-organice y se auto-transforme sin remisión. En este punto la tematización deleuziana de “lo virtual” supone un importante hito en torno a la radicalidad con que plantea la cuestión de la creación, de esa auto-transformación que es, de fondo, emergencia de novedad. Lo virtual, nos dice siguiendo a Bergson, no es mera realización de posibilidades, es un plus en tanto que advenimiento de plena diferencia. De otro modo cabría preguntarse: “¿Qué diferencia puede haber entre lo existente y lo no existente, si lo no existente es ya posible, recogido en el concepto y tiene todos los caracteres que el concepto le confiere como posibilidad?” (Deleuze: 2002, p. 318). Ahora bien, como tal caos-cosmos, este concepto es también el resultado del análisis de dicha dimensión noérgica, morada de cursos de intensio en permanente litigio, esto es, en relación disyuntiva productora de nuevas diferencias, junto con otra dimensión en este caso extensa, medible, cuantificable y predecible que, como su otra faz inseparable, compondría la totalidad de lo real. Este segundo plano, legaliforme y ordenado,
El ser ya no es en Deleuze, como ocurría en Nietzsche, “el último humo de la realidad evaporada”. No hay renuncia en Deleuze a la ontología y la metafísica, sin embargo, con gesto heideggeriano, busca en ellas a un ser en que se inscriba la diferencia sin resto para la Identidad. En efecto, pensar la diferencia qua diferencia, sin concesiones a la Identidad, es la divisa deleuziana. En este sentido su filosofía puede ser vista como ahondamiento de la Destruktion que Heidegger elaboró mediante la diferencia óntico-ontológica (Cfr. Sáez Rueda: 2007).
La influencia de Gilbert Simondon en la filosofía de Gilles Deleuze alcanza su más claro ejemplo esta cuestión referida al
concepto de metaestabilidad (Cfr. Simondon: 2011).
Terminología propia de las ciencias de la complejidad de las que Deleuze da cuenta a través de la filosofía.
es natura naturata, es decir, autoproducción de la natura naturans intensiva, del “devenir-loco de las profundidades” (Deleuze: 2011, p. 198) con el que Deleuze da vuelta a los mundos platónicos insertando la multiplicidad mutante y creadora del devenir, dando voz y derecho de existencia a los “simulacros”. Esta región extensa, coincidente con lo fenoménico representado por el sujeto como instancia cognoscitiva por excelencia, constituye en Deleuze una “ilusión necesaria”11 producto del decurso noérgico diferencial de las síntesis disyuntas que vinculando “lo diferente con lo diferente” (Deleuze: 2002, p. 183) crea, traen la novedad, gestan nuevas diferencias las cuales, a su vez, entran en el incesante pólemos. El deleuziano Acontecimiento como emergencia de sentido se ubica justo aquí: él es efecto de superficie, resultado, efectuación de los movimientos intensos y diferenciales que se dan en un plano pre-subjetivo y sub-representativo.
Lógica, ontología y epistemología sufren en Deleuze, así, una vuelta de tuerca de gran calado: de un lado, los principios lógicos12 y ontológicos de Identidad y de No-contradicción que han atravesado toda la metafísica occidental de Platón a Hegel son recusados a través de este pluralismo de la diferencia; de otro, la concepción de las ciencias en su versión moderna, donde la Naturaleza era tomada como instancia plenamente cognoscible por el sujeto en aras del progreso y mediante el descubrimiento de las leyes uniformes que la gobernaban, queda desbaratada al revelarse dicha dimensión pre-subjetiva y sub- representativa, exterior y heteróclita respecto del Yo. Sólo abordable desde el empirismo trascendental deleuziano (Cfr. Deleuze: 2002, pp. 49-50; p. 110ss.), método, por lo demás, que supone observar el nivel representacional de la conciencia como efecto, segundo y derivado, de los impactos intensivos y diferenciales que suceden en una sensibilidad trascendental más honda y anterior al sujeto, y, asimismo, creadora:
(E)n el orden de la pasividad constituyente, las síntesis perceptivas remiten a síntesis orgánicas, así como la sensibilidad de los sentidos a una sensibilidad primaria que somos. Somos agua, tierra, luz y aire contraídos, no sólo antes de reconocerlos o de representarlos, sino antes de sentirlos. Todo organismo es, en sus elementos receptivos y perceptivos, pero también en sus vísceras, una sima de contracciones, de retenciones y de esperas (Deleuze: 2002, p. 123).
Con todo ello, podemos afirmar que, desde Deleuze, la creación de conceptos para la Filosofía, de preceptos para las artes y de functores para las Ciencias (concepto adoptado por el filósofo parisino de la teoría matemática para designar los componentes de las funciones) emerge como la tarea y el reto fundamental de nuestro tiempo a tenor de la puesta al descubierto de este pluriverso caosmótico en continua auto-generación: “La filosofía y la ciencia comportan por ambos lados (como el propio arte con su tercer lado) un no sé que se ha convertido en positivo y creador, condición de la propia creación, y que consiste en determinar mediante lo que no se sabe” (Deleuze y Guattari: 2013, p. 129). Las Ideas son, por este motivo, Ideas-problema para Deleuze, resultado del impacto complejo en nuestra sensibilidad abisal de los flujos intensivos del mundo con los que hacer, también, caosmos. Sin creación, sin la conexión del pensamiento con su afuera, con lo no pensado, tan sólo nos queda la necedad.
Hay que subrayar que el ámbito de la extensio no es eliminable para Deleuze sino que configura lo que él comprende como una “ilusión límite, la ilusión exterior de la representación, que resulta de todas las ilusiones internas, (...) que el sin fondo no tenga diferencia, cuando, en verdad, ella hormiguea en él. ¿Y qué son las Ideas, con su multiplicidad constitutiva, sino esas hormigas que entran y salen por la fisura del Yo?” (Deleuze: 2002, p. 409). Una ilusión, no obstante, inevitable, tal y como lo recoge en su estudio L. Sáez: “Este ser diferencial intenso-extenso no puede ser captado en cuanto tal por la representación. (…) la representación, de la que no podemos escapar, detiene el devenir y superpone una identidad, investidura de la diferencia. Sin embargo, el mundo representado no es un mundo inexistente. Es real, en cuanto ‘ilusión necesaria’” (Sáez Rueda: 2007, p. 442).
Nos referimos, en concreto, a los principios de la lógica clásica. François Zourabichvili apunta claramente a esta ruptura de la lógica clásica por parte de Deleuze (Cfr. Zourabichvili: 2011).
Resumidas algunas de las tesis principales de la filosofía deleuziana, lo determinante para nosotros es observar la continuidad que se establece entre su ontología y lo político tal y como es desarrollado en textos como Mil mesetas, el Antiedipo o ¿Qué es la filosofía? Deleuze, junto con Guattari, compone así una ontopolítica en la que la noción de pueblo se hace central: pueblo es una comunidad caosmótica, esto es, una multiplicidad interafectiva, afectante y afectada en los encuentros de flujos deseantes diferenciales aun no subjetivados, libres de toda determinación o codificación, de toda finalidad ulterior, y prestos para la creación de nuevos flujos, de nuevas diferencias. Abierto pues a la novedad, a lo virtual, excediéndose de continuo a sí mismo en su condición metaestable, tal pueblo caosmótico, tal caosmunidad, no se deja atrapar ni por la identidad ni por la oposición. Plena afirmación de la diferencia en el plano socio-político, el pueblo deleuziano escapa a ellas escapando a la negación, siendo plena afirmación de la diferencia y nombrando al ser mismo de las revoluciones: “La revolución es la desterritorialización absoluta en el punto mismo en que ésta apela a la tierra nueva, al pueblo nuevo” (Ibíd., p. 102). Sin embargo, aún hay que hacer algunas precisiones en torno a la terminología deleuziana antes de avanzar. Pueblo nombra también un tipo de movimiento cualitativo, el movimiento de la desterritorialización, de la fuga respecto de lo instituido. El pueblo es siempre pueblo menor toda vez que no se ajusta a ningún patrón preestablecido, que no sigue ningún cauce ya trazado de antemano. A él le corresponde ser molecular y rizomático, lo cual equivale a deshacer las jerarquías y a horadar los cercados impuestos al flujo deseante por parte de lo molar, esto es, desde lo constituido, lo ya subjetivado o codificado. Desterritorializar supone así el inicio de un movimiento nómada hacia el advenimiento de lo que Deleuze denomina Tierra nueva, esto es, de un cambio cualitativo. Por otro lado, reterritorializar será, inversamente, el proceso por el cual las fuerzas-deseo del plano molecular se actualizan o efectúan y vuelven a quedar codificadas, se sedentarizan, detienen la producción diferencial pasando de la Tierra nueva al territorio. Con ello, lo político queda concebido también como sistema metaestable, tensional litigio entre las inclinaciones del deseo nómada o desterritorializante y del deseo sedentario, reterritorializante, de lo subjetivado y de lo pre-subjetivo, de un inconsciente que ya no es el del psicoanálisis freudiano, sino el del esquizoanálisis que lo observa como perenne fábrica de producción.
Desde esta perspectiva, si volvemos la vista atrás por un instante, a la exploración que hemos acometido en torno a Georges Bataille, podemos decir que la soberanía es lo propio del Acontecimiento deleuziano. De ella emerge, como efecto de superficie, lo instituido, esto es, cada sentido dado a nuestro ser-con y organizado en los diferentes dispositivos, en las visibilidades institucionales y en los enunciados. Su potencia alterante sin tregua proviene de la sobreabundancia (im)productiva del deseo, de un Eros maldito y en devenir sin la incidencia del principio de Identidad o de la negatividad propia de la oposición, que desplaza toda certidumbre y se aventura en caminos impredecibles, ignotos. Soberano es, pues, Eros, interafección de energías deseantes que nos transmuta, que nos desterritorializa para devenir un otro con el otro y que procura que germine un nuevo sentido para nuestro ser en común. Sin esta pulsión intensiva y afirmativa que nos moviliza entramos en el reino cavernoso del fascismo, del enemigo ubicuo engendrado por la desazón de una estabilidad y una permanencia para las que no se atisba afuera.
El propio Gilles Deleuze ya nos advertía del auge de un nuevo tipo de fascismo. Sus análisis del deseo como intensidad, bien en fuga, bien sedentaria o estriada, le otorgan las herramientas para pensar el advenimiento de una sociedad global que se inclina hacia la neutralización de la diferencia, hacia el declive de su impulso creador:
El viejo fascismo ya no es el problema de nuestro tiempo. Se está instalando un neo-fascismo en comparación con el cual el antiguo quedará reducido a una forma folclórica. En lugar de ser una política y una economía de guerra, el neofascismo es una alianza mundial para la seguridad, para la administración de una ‘paz’ no menos terrible, con una organización coordinada de todos los pequeños miedos, de todas las pequeñas angustias que hacen de nosotros unos microfascistas encargados de sofocar el menor gesto, la menor cosa o la menor palabra discordante en nuestras calles, en nuestros barrios y hasta en nuestros cines (Deleuze: 2007, p. 133).
Deleuze pone sobre la palestra tres modos de entender el totalitarismo y el fascismo según sea la relación dada entre ellos atendiendo a las distinciones antes explicadas entre lo molar y lo molecular, lo micro y lo macro, nomadismo y sedentarismo. Fascismo y totalitarismo realizan la oclusión del movimiento diferencial autotransformador por diferentes cauces y, de este modo, impiden la soberanía entendida ontológicamente, no ya como schmittiana decisión que discrimina entre amigos y enemigos, sino, como venimos diciendo, en tanto Acontecimiento, emergencia de un nuevo sentido para nuestro ser en común o ser-con. En este contexto, la pregunta fundamental que espolea a Deleuze, y que subyace al desarrollo de esta triple caracterización que ahora resumiremos, consiste en la interrogación acerca de la posibilidad de devenir-molecular que per se busque molarizarse, de una desterritorialización que puje únicamente por una absoluta territorialización. En definitiva: ¿es posible desear el fascismo? En este punto hay que recordar uno de los temas principales que une a Deleuze con Nietzsche: la voluntad de poder13. Pues bien, creemos que donde resaltan claramente las consecuencias más importantes de tal noción es en el ámbito ético-político en que nos encontramos. En efecto, ella sirve para nombrar una tendencia en la región intensiva-deseante que vuelve a la diferencia contra sí misma. La voluntad de poder negativa que cualifica al plural de las fuerzas de manera reactiva supone un elemento genético que por sí mismo busca la negación y la nivelación, a costa incluso de la diferencia misma y su afirmación. A la insistente revolución de la diferencia se opone, pues, en este nivel genético, una contrarrevolución donde el motor de la historia deja de ser la diferencia afirmada. Pasa a serlo el falso movimiento de la negación. El fascismo, en efecto, es molecular quedando el deseo descodificado y descodificante atravesado por una voluntad de poder negativa, por una re-acción. Él es, por tanto, también “menor”, teje sus líneas de fuga, sus desterritorializaciones. Pero su única voluntad es la de reterritorializar, la de detener todo movimiento nómada molecular, hacerse sedentario, constituido de una vez para siempre. Su sino es la contrarrevolución. Ahora bien, no todo lo molecular-fascista tiene porqué actualizarse en la dimensión molar totalitaria. El fascismo puede circular por la c(a)o(s)munidad sin llegar a instituirse, a efectuarse, al igual que puede existir un Estado totalitario que no suponga un nivel molecular fascista:
Sin duda el fascismo ha inventado el concepto de Estado totalitario, pero no hay razón para definir el fascismo por una noción que él mismo ha inventado: hay Estados totalitarios sin fascismo, del tipo estalinista o del tipo dictadura militar. El concepto de Estado totalitario sólo tiene valor a escala macropolítica para una segmentariedad dura y para un modo especial de totalización y de centralización. Pero el fascismo es inseparable de núcleos moleculares, que pululan y saltan de un punto a otro, en interacción, antes de resonar todos juntos en el Estado nacionalsocialista (Deleuze y Guattari: 2002, p. 218).
Según todo lo anterior, la advertencia deleuziana acerca del totalitarismo y el fascismo se nos aparece de tres maneras: de un lado tenemos el riesgo molecular del fascismo; de otro la molarización
“Activo y reactivo designan las cualidades originales de la fuerza, pero afirmativo y negativo designan cualidades primordiales de la voluntad de poder. (…) Y así como las fuerzas reactivas no dejan de ser fuerzas, la voluntad de negar, el nihilismo, pertenecen a la voluntad de poder (…) Por una parte resulta evidente que en toda acción hay afirmación, y en toda reacción negación. Pero, por otra parte, la acción y la reacción son más bien medios, medios o instrumentos de la voluntad de poder que afirma y que niega: las fuerzas reactivas, instrumentos del nihilismo” (Deleuze: 1971, p. 79).
totalitaria de éste; pero, también, la tendencia a entender (y vivir) lo político sólo desde el ámbito de lo efectuado, de lo constituido. Este último aspecto explicaría por qué para Deleuze el totalitarismo puede ser independiente de la actualización de lo molecular intensivo y fascista como parece apuntar la cita anterior. La posibilidad totalitaria, pues, no depende sólo del deseo reactivo y de una voluntad de poder negativa. Ella habita también en una territorialización experimentada sin afuera. Lo constituido, lo sedentario, no puede agotarlo todo, no se puede prescindir del ámbito irreductible que trae la mutación del campo político-social por exuberancia y derroche de sí, al menos no sin incurrir en el colapso de la soberanía. Lo mismo sucedía cuando definíamos la tarea del pensamiento mismo donde, como vimos, su suspensión se cifraba en ponerle lindes encerrándolo dentro de los márgenes de la representación, del mundo de los fenómenos actualizados que se dan a una consciencia constituida, sin observar, pues, su afuera impensado. Crear conceptos, Ideas-problema, equivale, desde este punto de vista, a crear nuevas instancias institucionales, Instituciones-problema.
Pero hay una cuestión más que podemos inferir de las tesis deleuzianas y que mueve el fondo de este estudio. Dicha oclusión soberana, dicho colapso del movimiento afirmativo del deseo, ocultaría a nuestro modo de ver, una deriva aun más oscura. Si fascismo y totalitarismo suponen una depotenciación de los caudales deseantes, de la ubérrima intensidad que obsequia con los frutos de la transformación y la novedad, y si tal depotenciación es, paradójicamente, también deseada, hemos de concluir que es posible desear la falta, desear la precariedad. Deseo de penuria por la que los flujos deseantes se tornan hostiles. El curso intenso en falta persigue aniquilarse hasta quedar definitivamente inmóvil, inerte. Flaquear hasta expirar. Con todo, la producción de esta máquina deseante negativa tampoco cesa. Inextinguible falta de la falta, ilimitada enemiga de sí misma, sólo suscita interafecciones allanadoras, pasiones tristes. El enemigo deleuziano ya no es un yo diferido, despresente, como en Derrida, con un resto de no-yo. Ya no es mi amigo, ni siquiera el más cercano. Es todo un cuerpo deseante, un cuerpo intenso devastado, en la posibilidad real de la masacre, en perpetua agonía. Con todo, ambos, Derrida y Deleuze, apuntan a una misma dirección: la fragua oposicional se vuelve ubicua y ni siquiera hay identidad que la resista. Cualquier sentido o cualquier sujeto que se engendre en ella será eterno falleciente, fantasmático moribundo cuya fuerza es su perenne agostamiento. Más que nunca, ahí, la comunidad se nos sustrae ¿No es este uno de los signos de nuestro tiempo? ¿No descubrimos hoy una cierta complacencia en la debilidad de un mundo que se derrumba, de una vida enflaquecida? Deleuze destaca la figura del filósofo nietzscheano como sintomatólogo14. Diagnosticar el signo de nuestras propias fuerzas, desenmascarar al esclavo, nos pone en ruta de nuevo hacia la soberanía perdida, hacia el señorío de la auténtica creación, juego afirmativo en el que Eros siembra fugas por doquier.
En un texto muy cercano al Antiedipo y a Mil mesetas, capitalismo y esquizofrenia, Jean-Françoise Lyotard escribe: “deseamos que la fuerza de la falta periclite, degenere” (Lyotard: 1990, p. 13). Esta fuerza de la falta, este flujo deseante despotenciador, precario por cuanto se experimenta en la angustia de su propio acabamiento, el cual no llega a cumplirse siendo inagotable caudal de negatividad inmiscuido en todas las dimensiones de nuestra existencia, es actual fontanal de los malestares que nos asedian conformando un modo de habitar y de ser en el mundo. Por él la hostilidad llega a ser tan absoluta, aun más que la observada por Derrida, que el enemigo mora en nuestras propias vísceras.
“¿Qué sería una ciencia verdaderamente activa, imbuida de conceptos activos (…)? Únicamente una ciencia activa es capaz de descubrir las fuerzas activas, pero también de reconocer las fuerzas reactivas como lo que son, es decir, como fuerzas (…) Una sintomatología, puesto que interpreta los fenómenos, tratándolos como síntomas, cuyo contenido habrá que buscar en las fuerzas que los producen” (Deleuze: 1971, p. 14).
La oposición se hace interior y nos desdobla, o más bien nos multiplica, en diferencias oposicionales, en los incontables caudales intensivos enlodados de auto-represión, de auto-exclusión. Suspendiendo el derecho a la propia existencia, al propio ser, colocados hors l’être, entramos en guerra sin cuartel y hacemos imposible, además, toda vía hacia una caosmunidad, hacia una relación con el otro que fortalezca nuestras heterogeneidades para crear juntos. No se busca crecer, sino empequeñecer sin tregua, no se busca una salida, una fuga, sino el extravío en el laberinto de nuestra propia mazmorra. Y ahí encontramos la paradoja final a modo de evidencia: donde sólo hay enemigos ya no puede haber ningún amigo. No hay identidad que resista tanta violencia. El dispositivo identitario salta en mil pedazos: el propio yo, henchido hostilidad, es el enemigo. En este camino Derrida nos mostró el ethos de la enemistad instalado en Occidente desde sus inicios y presentado hasta sus últimas consecuencias en su interpretación de Schmitt; Bataille nos puso sobre la pista de un tipo de soberanía que nos habla del ímpetu del derroche, de su fuerza transgresora respecto de las identidades clausuradas y polemológicas; y, por último, Deleuze nos valió para descifrar el signo neofascista de nuestro presente. Con todo, quisimos dar una vuelta de tuerca, buscar una soberanía otra y una lógica polemológica intensiva, prendida en un presente que nos amenaza mortuorio.
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Año 23, n° 80
Esta revista fue editada en formato digital y publicada en febrero de 2018, por el Fondo Editorial Serbiluz, Universidad del Zulia. Maracaibo-Venezuela
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