Durante muchos siglos y ahora mismo, la mujer en América Latina y en el resto del mundo ha vivido y vive inmersa en una sociedad patriarcal, que si bien se ve obligada por la fuerza de las circunstancias a ceder poco a poco algunos de sus privilegios, conserva tenazmente los núcleos centrales de poder que se niega a compartir con sus congéneres mujeres. Pero de modo inevitable las mujeres van penetrando en todos los quehaceres humanos. Las universidades, los centros de trabajo, los laboratorios científicos, las bibliotecas, los centros deportivos, las calles, las plazas, los lugares más recónditos y apartados; todo lo que podamos imaginar, está colmado de mujeres. Ellas han abandonado migas y gineceos, cocinas, vestíbulos y zaguanes, patios interiores y conventos, para mezclarse a veces con aspereza, siempre con ternura, con todos los hombres.

Asistimos a un cambio revolucionario de mentalidades de mujeres y varones. Una revolución tan importante como la revolución industrial de otra época y tanto como la revolución de las comunicaciones que vivimos día a día y que nos lleva a lo desconocido como la carabela Santa

María que trajo a Cristóbal Colón a América. La urdimbre de la sociedad patriarcal hace décadas que muestra su fatiga. Las mujeres la están destruyendo poco a poco, en silencio y con calma, con suaves ademanes. Los jóvenes que se inician a la vida adulta, todavía vivirán seguramente los tiempos finales de las sociedades patriarcales. Pero sus hijos, ya vivirán su derrumbe y el comienzo de una sociedad nueva en la que mujeres y hombres compartan absolutamente todas las responsabilidades de un modo natural, sin resabios de resentimiento.

Sara Beatriz Guardia.

La fuerza tranquila

Sara Beatriz Guardia.

La fuerza tranquila

La historia de la humanidad, tal como nos la cuentan en escuelas y liceos, en universidades y en investigaciones imagina al ser humano como un individuo político que necesita de ciudades, de capitales, de bibliotecas, de catedrales, de representaciones diplomáticas. Pero no es así, lo que llamamos prehistoria es el trecho mayor de la vida del ser humano. En ese largo periodo lo que se llama vida consistía únicamente en traer a la existencia nuevos hombres a partir de los existentes. Las hordas eran especies de islas flotantes que avanzaban lentamente, de modo espontáneo, por los ríos de la vieja naturaleza. La horda es la reposición de sí misma en su propio linaje. En la horda nace la empatía por los propios miembros, la camaradería por quienes son iguales a nosotros.

Algo del espíritu de la horda vive en las familias, en los barrios, en los clubes deportivos, en los partidos políticos, en la idea de nación. Viajamos con esa marca por el mundo, nos especializamos, creemos alejarnos de los orígenes pero aun así, llevamos una especie de campana de cristal que nos protege de lo desconocido. Creyendo hallar lo diferente, buscamos a nuestros pares en el mundo. Existen otros clubes, el de los biólogos, el de los historiadores, el de los químicos, el de los ciclistas, el de cualquier cosa imaginable.


El arte de la política, reservado, como tantas cosas a los hombres, durante milenios ha consistido en galvanizar a enormes familias, en hordas en favor de una idea común. Lo importante en la historia de las naciones es que se ha ido creando un cultivado liderazgo que ha sabido con mayor o menor fortuna convencer a los ciudadanos de la importancia de tener un futuro común, pues no importa tanto el pasado compartido, ni la lengua, ni el territorio, sino la voluntad de vivir juntos, de estar en un mismo barco. Es tan poderoso este deseo que lleva a grandes sacrificios, a guerras defensivas o de conquista, a verdaderas hazañas en la construcción de lo diferente. Las elites, como se dice ahora en castellano, de cualquier tipo o rango, se separan de la horda, para constituir una especie de superhorda, la de los elegidos, los administradores, la clase gobernante. Para nadie es un secreto que, en este momento en todo el mundo, no solamente en el Perú, no solamente en los países menos desarrollados, casi sin excepción posible, se vive una crisis en la capacidad de gobernar. Los políticos no están a la altura de las circunstancias.

Demasiado agotados en su lucha por ganar el poder, cuando lo obtienen, se dejan ganar con facilidad por el oropel o la vida muelle, cumplen como pueden sus obligaciones, es decir mal, salen del paso y dejan descontentas a todas las hordas de las que salieron y que los llevaron a esa situación de privilegio, creyendo hacer una buena elección.

Pareciera, y nadie lo ha desmentido en tiempos recientes, que administrar un Estado, es administrar la injusticia. Los gobernantes muy pronto alientan a camarillas que se sirven del poder para satisfacer pequeñas o grandes apetencias personales. Los escándalos financieros en distintos países del mundo, tiñen con su manto de ignominia a los poderosos, esos mismos que dan grandes discursos para combatir la pobreza y llevar la justicia social a todos los rincones de una comunidad. Una visión pesimista, de la capacidad del hombre para gobernarse actualmente, la tiene Peter Sloterdijk, el filósofo alemán que ahora es escuchado con respeto en distintos foros y por los jóvenes europeos. Parece deducirse de su pensamiento que en este conflicto entre gobernantes y gobernados, entre centro y periferias donde se desarrollan las rebeliones, la única posibilidad sensata y verdaderamente democrática, sabiendo que el poder en una comunidad siempre está a punto de cometer injusticias, es procurar cometerlas en menor proporción. Los liderazgos, deducimos, tienen que ser menos ostentosos y visibles, más enraizados en la vida común. Y este es el punto al que queríamos llegar. La necesidad real no solamente de incluir mujeres en los distintos escalones del poder, sino que su punto de vista, la lógica femenina para actuar, tenga iguales posibilidades de realización que la lógica masculina, que nos ha llevado a la situación que ahora hay que revertir.

Han sido mujeres, a lo largo de la historia las que han puesto el acento en aspectos positivos de la especie humana. La mujer que se ha abierto paso en la sociedad patriarcal es aquella dotada de ánimus, ánimo, lo que escondía Sor Juan Inés de la Cruz, lo que mostraba Teresa de Ávila, lo que escribía Magda Portal, lo que tiene Blanca Varela. ¿Cómo aludir a esa potencia, a ese indesmayable ardor que las lleva a cambiar las sociedades? Creo que la podemos llamar fuerza tranquila. A esa fuerza tranquila de las mujeres que está cambiando el mundo y que no cabe sino llamarla revolucionaria, mi más profundo homenaje.

Fuerza tranquila es lo que tienen mujeres como Marguerite Yourcenar, indesmayable escribiendo a lo largo de décadas sobre algunos de los mitos más caros de la especie humana, el mito de la sabiduría de la senectud a través del emperador romano Adriano o el mito de las bondades del conocimiento a través de Zenón, el personaje renacentista, médico, rebelde sacerdote, científico. Fuerza tranquila es la que posee Julia Kristeva investigando las enfermedades


del alma, con paciencia científica y corazón inmenso. Fuerza tranquila la de Françoise Dolto, en sus investigaciones sobre la causa de los niños, la dificultad de vivir o la sexualidad femenina.

Fuerza tranquila de las cientos de mujeres que desfilan en los ensayos recopilados por Sara Beatriz Guardia. La mujer no se desespera, ha tenido mucho dolor y responsabilidad durante miles de años, nuevos desafíos, nuevos retos la esperan y sabrá vencerlos como antaño, como hoy, como siempre. El sinónimo de mujer es la palabra esperanza.

He reservado para el final mi más encendido elogio a la fuerza tranquila de Sara Beatriz Guardia, amiga de tantos años. Ella vino al mundo con un peso intelectual que al mismo tiempo le iba a ayudar y a dificultar su tarea de estudiosa. Es un privilegio, sin duda, ser hija de César Guardia Mayorga, uno de los intelectuales más originales del Perú contemporáneo, pero al mismo tiempo es una valla muy alta que ella conoció desde que tuvo uso de la razón.

Sara Beatriz Guardia ha sabido abrirse paso en un universo hecho para los varones, lentamente ha sabido ganarse un espacio en una sociedad habitualmente mezquina para reconocer los méritos de sus ciudadanos y más aún de las mujeres intelectuales. Todavía no hemos pasado el tiempo de la sonrisa cuando se habla de las cultas latiniparlas. Soy testigo de excepción de sus andanzas por la Universidad de San Marcos, de sus primeros pasos como periodista de garra, de su sostenido ascenso en la consideración general. Podría decir que ella me ha habituado a las sorpresas. Un día gana un premio internacional con un libro de cocina, refinado como el que más, otro día perora en una Universidad francesa o en foro mexicano sobre Micaela Bastidas o Flora Tristán, otro día organiza un coloquio internacional o nos ofrece un libro sobre un Mariátegui casi desconocido, sola contra el mundo, y después cosecha amigos y colegas en los más apartados rincones de la tierra. Es una mujer de buena madera. Ya que en esta exposición he hablado algo del poder, quisiera decir que con mujeres como Sara Beatriz Guardia en los puestos de decisión, con gentes como ella de sostenido aliento, la palabra esperanza recuperaría su primigenio sentido, su frescura original.


Marco Martos Poeta peruano. Presidente de la Institución Peruana de Promoción Educacional y Cultural, IPPEC. Presidente de la Academia Peruana de la Lengua Decano de la Facultad de Letras de la

Universidad Nacional Mayor de San Marcos.


AÑO 22, n° 77


Esta revista fue editada en formato digital y publicada en junio de 2017, por el Fondo Editorial Serbiluz, Universidad del Zulia. Maracaibo-Venezuela


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