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Revista Arbitrada de la Facultad Experimental de Arte de la Universidad del Zulia. Maracaibo, Venezuela AÑO 14 N° 25. ENERO - DICIEMBRE 2019 ~ pp.8-13


La estética de la luz en la pintura medieval

The beauty of light in the medieval painting



Recibido: 10-02-18

Aceptado: 17-03-18

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Lucrecia M. Arbeláez G.

Escuela de Filosofía.

Universidad del Zulia. Maracaibo, Venezuela. lucarbel@hotmail.com


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Resumen Abstract

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Esta investigación pretende establecer los rasgos más resaltantes de la metafísica de la luz dentro de las ideas estéticas desarrolladas por los teólogos cristianos durante el período medieval, especialmente desde los inicios de la Patrística hasta la Escolástica, con el fin de ser representada plásticamente a través de las diversas manifestaciones artístico-religiosas que produjo la Iglesia Católica durante el proceso de consolidación de la doctrina cristiana a través de la catequización de las poblaciones del continente europeo como del americano. La metodología de la investigación se basa en un diseño documental; por su propósito es básica; por su nivel de profundidad es descriptiva y por el método utilizado es hermenéutica. Las conclusiones se enfocan en afirmar que las manifestaciones pictóricas del occidente cristiano medieval se caracterizaron por la presencia de elementos y signos plásticos relacionados con la luz, como el dorado empleado en las aureolas de los personajes sagrados.


Palabras clave: Estética medieval, Metafísica de la luz, Cla- ridad, Teología de la luz, Simbolismo del

color.

This research aims to establish the most striking features of the metaphysics of light within the aesthetic ideas developed by Christian theologians during the medieval period, especially since the beginning of the Fathers to Scholastica, in order to be represented plastically through various religious artistic manifestations that produced the Catholic Church during the process of consolidation of Christian doctrine through the indoctrination of the populations of Europe and the Americas. The research methodology is based on a documentary design; its basic purpose; its level of depth descriptive and the method used in hermeneutical. The conclusions state that focus on pictorial manifestations of medieval Christian West were characterized by the presence of signs and plastic elements related to light as the gold used in the halos of holy personages.


Keywords: Medieval aesthetics, Metaphysics of light, Clari- ty, Theology of light, Color symbolism.


Introducción


Adentrándose en la época medieval, las ideas estéticas tuvieron su origen fundamentalmente en la antigüedad clásica, durante la cual éstas adquirieron un significado novedoso al ser incorporadas en la vida humana, en el contexto sociocultural y en el religioso, propios del cristianismo. En tal sentido, al abordar la concepción estética y al proponer normativas en la producción artística, la antigüedad clásica se enfocaba más hacia la naturaleza, mientras que los medievales se fundamentaban en la tradición cultural de esa época, apropiándose de sus rasgos más importantes y redimensionándolos a la luz de la fe y la teología.

En consecuencia, la edad media se caracteriza por la belleza inteligible, la armonía moral y el esplendor metafísico. Al respecto el Pseudo-Dionisio expresa, que la belleza es un atributo divino y debe entenderse la hermosura de las cosas creadas a partir de la belleza divina. Plotino distinguía entre belleza y bondad, pero el Pseudo- Dionisio las identifica. Las cosas hermosas lo son porque participan de la hermosura; ésta es la causa de todo ser hermoso, del esplendor y de la armonía, a la manera de una luz que reparte sus rayos a todas las criaturas. Esta hermosura se llama kalos y es bella, eterna e inmutable, en todas sus partes, y todos los entes pulcros dependen de ella al ser causa eficiente, movedora y principio trascendental de todas las cosas (Estrada, 1998, p. 567). Otro concepto plotiniano que el Pseudo-Dionisio introduce en la estética cristiana es el de la luz. Lo Uno, según Plotino es como la luz e irradia como la luz en sus emanaciones.

También el Pseudo-Dionisio se refiere a la belleza como luz y claridad, y hace un gran aporte al combinar esta noción con los antiguos conceptos de orden y simetría para definir la belleza. La belleza será entonces, armonía y claridad (Estrada, 1998). Asimismo, los medievales poseían sus apreciaciones sobre el tipo de belleza sensible, dando énfasis tanto a la belleza natural como a la belleza artística. Por consiguiente, para los estudiosos del área, éstas eran consideradas las vías a través de las cuales el hombre puede acceder al amor de Dios, debido al goce estético que ellas producen en el alma del ser humano.


La metafísica de la luz y el color como origen de la belleza


En el ámbito estético, los estudiosos cristianos planteaban que lo sensible está impregnado de gran significación espiritual. En tal sentido, San Basilio plantea que la belleza es una relación que se establece entre el sujeto que contempla y el objeto contemplado. En consecuencia, la belleza pertenece a este contexto relacional donde el hombre siempre la desea y la busca con el fin de alcanzar la belleza suprema, simbolizada en el amor a Dios. Por ende, la belleza sensible estará vinculada con el gusto que se

genera al apreciar las representaciones artísticas que, a su vez, son consideradas instrumentos didácticos al servicio de la Iglesia. Por consiguiente, las formas sensibles se transforman en símbolos de las verdades reveladas.

Durante el siglo XIII, el movimiento escolástico de tendencia neoplatónica, reflexionará sobre la doctrina de la luz en dos aspectos esenciales: el enfoque cosmológico físico y estético defendido por Roberto Grosseteste y San Buenaventura y el enfoque ontológico de la forma planteado por San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino. El que planteará la teoría de la luz en el terreno metafísico- estético será Roberto Grosseteste, definiendo a la belleza como la conveniencia de un objeto consigo mismo y la armonía de todas sus partes en sí mismas y de cada una con respecto a las demás y a la totalidad, y de la totalidad con respecto a cada una de ellas (De Bruyne, 1994, p. 88). En textos subsiguientes como el Hexaemeron consolida su pensamiento sobre la temática de la luz, tratando de resolver la oposición entre los principios cualitativo y cuantitativo. En esta obra, define la luz como la plenitud de las proporciones, y la adecuación consigo misma al plantear que la luz es bella de por sí, dado que su naturaleza es simple y comprende en sí todas las cosas juntas. Por ello, está vinculada plenamente y proporcionada a si misma de manera concordante por la igualdad. La belleza entonces, es la concordancia de las proporciones.

En tal sentido, la identidad se convierte en la proporción por excelencia y justifica la belleza indivisa del Creador como fuente de luz, puesto que Dios –que es de naturaleza simple– es la máxima concordancia y conveniencia de si consigo mismo. Su pensamiento neoplatónico al respecto, lo conduce a su preocupación por el problema de la luz visualizando una imagen del universo formado por un único flujo de energía luminosa que es fuente al mismo tiempo, de la belleza y del Ser. Al respecto, se distingue el enfoque de carácter emanatista, ya que de la luz proceden por rarefacciones y condensaciones progresivas, las esferas astrales y las zonas naturales de los elementos y, por consiguiente, los matices infinitos del color y los volúmenes geométricos-mecánicos de las cosas.

La proporción del mundo es el orden matemático en el que la luz se difunde creativamente y se materializa de acuerdo a las diversificaciones que le impone la materia en sus resistencias: “por tanto, o la corporeidad es la luz misma, o bien actúa de ese modo y confiere las dimensiones a la materia, en cuanto que participa de la naturaleza de la luz y actúa en virtud de la misma” (Eco, 1997, pp. 63-64).

Para San Buenaventura, quien sigue el pensamiento agustiniano, la belleza es la igualdad en la diversidad rimada; es decir, viene a ser la aequalitas numerosa, que se identifica con la igualdad y la proporción. Esto se puede constatar en su obra Itinerarium mentis in Deum, cuando expresa que no hay belleza ni deleite sin proporción, y la proporción se halla en los números. Por eso, se requiere que todas las cosas tengan una proporción numérica y, por consiguiente, el número es el modelo


principal en la mente del creador y la huella presente en los objetos que se dirige hacia la sabiduría. En cambio, la luz es simple y, por ello, todas las cosas que son proporcionadas son luminosas, ya que ésta les confiere armonía y orden, mientras que la luz les entrega la nobleza.

Por ello, la nobleza y la belleza de las cosas se miden de acuerdo al grado de luminosidad coloreada. Es así como San Buenaventura junto a la estética de la proporción de la igualdad armoniosa, desarrolla la estética de la luz, la cual se encuentra en las substancias terrestres y celestes, características de las criaturas y de la divinidad respectivamente. “La luz visible que todo lo baña, de la que todo nace, es en este mundo material, la imagen que da a los sentidos la semejanza más hermosa de la Deidad” (De Bruyne, 1963, p. 639).

Cabe destacar que San Buenaventura influenciado por el Pseudo-Dionisio, San Agustín y Escoto Eriugena, retoma planteamientos similares a los de Roberto Grosseteste en cuanto a la metafísica de la luz, pero con el rasgo distintivo de asimilar también el hilemorfismo aristotélico –conformación del ser por la materia y la forma–, la naturaleza y el proceso creativo de ésta, alejándolo así del neoplatonismo y acercándolo hacia el aristotelismo. La luz en el pensamiento buenaventuriano es la forma sustancial de todos los cuerpos; principio de toda belleza deleitable en sí misma y causa de múltiples colores en el cielo y en la tierra; la luz en estado puro, es forma substancial y fuerza creadora; en cuanto color y esplendor, es forma accidental.

Es importante señalar que, según F. Copleston (2000, p. 288), la metafísica de la luz de San Buenaventura tiene tres rasgos fundamentales: creación, ejemplarismo e iluminación, por lo que su pensamiento metafísico constituye la unidad en la que la doctrina de la creación muestra al mundo como procedente de Dios, creado a partir de la nada y enteramente dependiente de Él. La doctrina del ejemplarismo revela el mundo a las criaturas estando con Dios, en la relación de la imitación al modelo, del exemplatum al exemplar y, por último, la doctrina de la iluminación traza la ruta del alma hacia Dios, por medio de la contemplación de las criaturas sensibles, de sí misma y finalmente del ser perfecto.

Asimismo, siguiendo el enfoque de Eco y de De Bruyne, se concluye que la luz se puede definir bajo tres aspectos: En cuanto Lux, se considera en sí misma, como difusividad libre y origen de todo movimiento penetrando las entrañas de la tierra, formando ahí los minerales y los gérmenes de vida, llevando a las piedras y a los minerales esa virtus stellarum, que es obra de su velada influencia. En cuanto Lumen posee el esse luminosum y es transportada por los medios transparentes a través del espacio. En cuanto splendor, la luz aparece reflejada por el cuerpo opaco contra el que ha tropezado. En ese sentido, se hablará de esplendor en relación con los cuerpos luminosos que la luz hace visibles, y de color de los cuerpos terrestres.

El color visible se origina del encuentro de dos luces, la primera se introduce en el cuerpo opaco y la irradia

a través del espacio diáfano y, la segunda, actualiza a la primera. Es decir, la luz en estado puro es forma substancial

–fuerza creativa de carácter neoplatónico–, la luz en cuanto color o esplendor del cuerpo opaco, es forma accidental

–carácter aristotélico–. Es así, como San Buenaventura basado en el misticismo y el neoplatonismo, es inducido a resaltar los rasgos cósmicos y estáticos de una estética de la luz, ya que la luz resplandecerá en sus cuatro propiedades básicas: claridad –claritatem o claritas–, que ilumina, la impasibilidad –impasibilitatem– por su incorruptibilidad, la agilidad –agilitatem– y la sutileza o penetrabilidad – penetrabilitatem– mediante la cual atraviesa los cuerpos diáfanos sin corromperlos (De Bruyne, 1963, p. 63; Eco, 2005, p. 129).

Otro autor a considerar es Ulrico de Estrasburgo, quien plantea que la luz física es la causa formal y eficiente de la belleza y de todo lo visible:

Es la causa formal de lo bello, pues es la luz la que constituye la sustancia misma del color inmediatamente variado: cuanto más luminosa y colorida es una cosa, más bella es; cuanto más oscura, apagada y sin brillo, más fea resulta. Por otra parte, la luz es la causa eficiente de la belleza, y el sol, al difundirla hace visible el color creando todo esplendor estético (…). Ulrico se limita a repetir a Grosseteste al afirmar que la luz es la belleza y el adorno de toda criatura visible. (De Bruyne, 1963, p. 82)


El segundo enfoque sobre la ontología de la forma está integrado por los planteamientos de San Alberto Magno y de Santo Tomás. Para el primero, la bondad es uno de los trascendentales en su metafísica, siendo predicable de todos los seres y hallándose presente en todas las categorías aristotélicas; es el Ser visto en relación con el deseo o el apetito. Lo agradable o placentero es una de las divisiones de la bondad: “lo que ultima el movimiento del apetito en forma de descanso en la cosa deseada, se denomina agradable. Y la belleza es aquello que agrada a la vista –pulchra enim dicuntur quae visa placent–” (Estrada, 1998, p. 408).

Asimismo, en los textos que anteceden a la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, éste no se desliga completamente de las concepciones estéticas de San Alberto Magno, ya que es en esta gran obra, donde se presenta un ideario estético más coherente y sistemático. Así, el Aquinate instaura una estética novedosa tomando de Alejandro de Hales la belleza en función de ciertas cualidades que se le adjudican al objeto. Así, Santo Tomás, la condiciona por su relación con la conciencia.

Por eso, si en San Alberto Magno, la belleza es el bien deseado en cuanto verdadero conocido, para Santo Tomás será lo verdadero conocido en cuanto bien apreciado. Para San Alberto, el estado estético culmina en un acto de conocimiento que aprehende en el Ser su verdadera bondad juzgándolo bello. En cambio, para Santo


Tomás, la conciencia estética finaliza en un acto de gozo, que se deleita amorosamente con la aprehensión del Ser, juzgado como bello, no en cuanto formalmente bueno en sí, si no, por ser deleitablemente contemplado por el espíritu.

En tal sentido, aunque la estética tomista se construya sobre la relación ente sujeto-objeto, no es de carácter subjetivo, ya que reconoce en el objeto cualidades objetivas para que se goce contemplándole. Es decir, que la belleza es la misma que el bien, pero se distinguen según la razón, debido a que se denominan buenas las cosas que todos desean. Pertenece a la esencia del bien aquietar el apetito de lo real. Además, la naturaleza formal de lo bello es colmar el apetito del hombre, no por posesión de la realidad del objeto, si no por el conocimiento de su aspecto o de su forma estética. Para finalizar, se debe puntualizar que:

En la percepción de la belleza, la función de los sentidos es importante e indispensable, ya que nuestra inteligencia no es intuitiva como la del ángel. Santo Tomás ha tomado en consideración el hecho de que el conocer humano sólo es posible mediante un volverse del entendimiento hacia los datos de la fantasía emanados del conocimiento sensible (convertendo se ad phantasmata). El resplandor de la forma bella, por más puramente inteligible que pueda ser en sí mismo, es percibido en lo sensible y por el sensible y no separadamente de él. (Estrada, 1998, p. 409)


Simbolismo cristiano de los colores


Según el historiador Michel Pastoureau, la Edad Media habla raramente de los colores, a pesar de la importancia de la Metafísica de la luz, de haberse interesado en la óptica e inventar las gafas, de iluminar manuscritos, policromar esculturas, y de producir esmaltes, vitrales y textiles como testimonio elocuente del uso del color.

Aunque para los hombres de la ciencia el color es luz, los teólogos no lo conciben de igual manera. Para San Bernardo, el color es materia y no luz, es vanitas y, por lo tanto, algo vil, inútil y despreciable que debe erradicarse del templo. Para Grosseteste la luz es la sola parte del mundo sensible que es a la vez visible e inmaterial. Es la visibilidad de lo inefable, la emanación de Dios. Hay prelados cromófilos que asimilan el color a la luz, como Suger y los Cluniciences, para quienes la catedral será un templo del color; pero en la misma época hay prelados cromófobos que, apoyándose en San Bernardo, rechazan el color. Esta es la razón por la cual el color está ausente en las iglesias Cistercienses. Además de cromófobo, San Bernardo era enemigo del lujo y un iconoclasta que solo toleraba el crucifijo (Pastoureau, 1999, pp. 122-124).

Científicos y teólogos como Grosseteste, Pecham, Bacon, Thiery de Freiberg y Witelo –que descubren o

redescubren los Meteorológicos de Aristóteles–, se interesan en el arco iris y distinguen tres –rojo, verde y azul, como Aristóteles– cuatro o cinco colores. Sólo Roger Bacon indica seis: azul, verde, rojo gris, rosa y blanco (Pastoureau, 2005, pp. 135-136). Como bien lo explica Pastoureau:

Sobre la estricta cuestión de la visión de los colores, el balance científico medieval (...) es pobre. No obstante, el historiador de los colores no queda completamente insatisfecho. De los numerosos escritos referidos a la óptica puede extraer una cantidad de informaciones pertinentes. Antes que nada, la idea, compartida por todos los hombres de ciencia (pero no por todos los teólogos), de que el color es luz; luz que se ha atenuado u oscurecido al atravesar los distintos objetos o medios. Su debilitación se produce en cantidad, en intensidad y en pureza y, de ese modo, da nacimiento a los diferentes colores. Es por eso que, si colocamos los colores sobre un eje, todos se sitúan entre un polo blanco y un negro, los cuales forman parte plenamente del universo de los colores. Sobre ese eje, los colores no se organizan en absoluto en el orden del espectro, sino en un orden heredado del saber aristotélico, redescubierto en el siglo XII y enseñado hasta el siglo XVII: blanco, amarillo, rojo, verde azul, negro. Sea cual fuere el campo estudiado, estos seis colores son los colores básicos. A veces se agrega un séptimo color a fin de constituir un septenario: el violeta, que se ubica entonces entre el azul y el negro. En efecto, el violeta medieval no se piensa como mezcla de rojo y de azul, sino como un seminegro, o subnegro, como lo muestran las prácticas litúrgicas y como lo indica explícitamente el término latino más corriente para designarlo: subniger. (Pastoureau, 2005, p. 137)


El negro se usaba para las misas de los muertos y el Viernes Santo; el violeta, es decir, seminegro, para los tiempos de aflicción y de penitencia: el Adviento y Cuaresma. Antes del siglo XVII, el espectro cromático y la clasificación espectral de los colores son desconocidos en Occidente. Existían diferentes sistemas para clasificar el color, siendo el aristotélico la referencia fundamental hasta la publicación de la óptica de Newton en 1704 (Sanz, 2001, p. 95). El círculo cromático de Moisés Harris aparece en 1776 y las tres dimensiones del color: croma, saturación (intensidad o pureza) y luminosidad, se formulan con mayor claridad en las teorías científicas del color en los siglos XVIII y XIX (Kemp, 2000, p. 279).

Lejos de las teorías de Newton que demuestran que el color es un fenómeno vinculado a la descomposición de la luz, para Platón el color es una apariencia y lo concibe como unas partículas proyectadas sobre el ojo (Timeo, 67d). Para Aristóteles, el color es un accidente y no una verdadera


sustancia, una mezcla de luz y de oscuridad. La luz se oscurece al atravesar los objetos o medios, dando origen a seis colores básicos. El sistema de Aristóteles ubica el blanco y el negro como extremos de una escala, entre los cuales se incluyen el amarillo, rojo, verde y el azul, ocupando el rojo la mitad de la secuencia. Para Aristóteles, el sol es blanco, pero si se mira a través de una nube, su apariencia es oscurecida hacia el rojo. El sistema aristotélico del color hace referencia a la combinación de los cuatro elementos. El blanco es el fuego y el negro la tierra. Aunque el aire y el agua no tienen un color en sí mismos, contribuyen al color de los cuerpos al hacerlos más claros (aire, seco) o más oscuros (agua, húmedo) (Sorabji, 1972, pp. 293-294).

Para comprender y abordar este sistema, el color debe entenderse como valor, como luz y oscuridad, y no como croma. El sistema de color de Roger Bacon utiliza cinco colores: blanco azul, rojo verde, negro. El de Grosseteste tiene dieciséis, con el blanco y el negro en los extremos, siete colores hacia el blanco y siete hacia el negro. El de Urso de Salerno, ubica el verde en el centro de la escala del blanco y el negro (Woolgar, 2006, pp. 156-157).

En términos generales, los colores de la Edad Media son los seis básicos de Aristóteles, a los cuales se añade el violeta. En la mitad de la “secuencia” se encuentra el rojo. Diversos textos medievales explican que el rojo se obtiene de la mezcla en cantidades iguales de blanco y de negro. Todos los amarillos se sitúan entre el blanco y el rojo. El verde es vecino del rojo y, durante muchos siglos, la yuxtaposición de estos dos colores fue considerada de bajo contraste. El azul y el violeta se sitúan en el otro extremo, cerca del negro. El violeta no es ni percibido ni concebido como mezcla del azul y del rojo, sino como un seminegro. De igual forma, el verde no es ni percibido ni concebido como la mezcla del amarillo y del azul (Pastoureau, 2012).

Es importante resaltar que, tanto en la Grecia Antigua como en la Edad Media, la mezcla de los pigmentos era una práctica altamente desaconsejada. Según Plinio, los grandes pintores griegos eran tetracromistas y sólo usaban cuatro pigmentos: blanco, negro, amarillo y rojo; sin embargo, análisis científicos han demostrado que la paleta era más rica. Para Empédocles, la mezcla de cuatro colores es el ideal de armonía porque equivale a los cuatro elementos, pero Plutarco considera la mezcla como una putrefacción. Para Platón, las mezclas de colores son peligrosas al ser potencialmente incontrolables. En este sentido Philip Ball sostiene que,

la tendencia de los griegos a la idealización y a la abstracción intelectual dio pie a la noción de que los colores mezclados eran inferiores a los pigmentos naturales «puros» y a los colores

«verdaderos» de la naturaleza. De modo que no tenía sentido que el pintor mezclara sus colores para intentar igualar a los de la naturaleza. Los académicos clásicos desalentaron esta práctica.

«La mezcla provoca conflicto», dijo Plutarco en el siglo I. Era corriente referirse a la fusión de

pigmentos como «desfloración» o pérdida de la virginidad. Aristóteles llamó a la mezcla de los colores «un morir». Pero también había una inhibición técnica hacia la mezcla. Dado que los pigmentos disponibles no eran colores primarios puros, mezclarlos provocaba una disminución del tono hacia el gris o el pardo, de modo que esto verdaderamente implicaba una degradación. El rechazo a mezclar los pigmentos podría explicar algunas de estas curiosas afirmaciones sobre pintura que aparecen en la literatura clásica, que hubieran podido descartarse mediante experimentos. Como que el rojo y el verde podían generar amarillo, o que (como sugería Aristóteles) ninguna mezcla de pigmentos podía generar violeta o verde. Los pintores griegos eran capaces de recubrir un color opaco con otro traslucido, pero las mezclas «en la paleta» se limitaban generalmente al uso del blanco y el negro para iluminar o ensombrecer. (Ball, 2003, pp. 37-38)


En la Grecia Antigua, la Edad Media y el Renacimiento, las mezclas van a consistir principalmente en la adición de blanco o negro para aclarar u oscurecer el pigmento. El pintor ordena los colores puros sobre la superficie pictórica, como un plano de color al lado de otro. Cennino Cennini, por ejemplo, ordena minuciosamente los pigmentos mezclados con blanco o con negro para obtener la sensación de volumen (Ball, 2003, pp. 38-39).


Consideraciones finales


Se puede concluir que los pensadores cristianos de la Edad Media se preocuparon por fundamentar teológicamente la importancia de la luz dentro de la doctrina, asociándola con Dios y, por consiguiente, con la idea estética de la belleza ininteligible de carácter metafísico. De allí que la estética medieval sea fundamentalmente una estética metafísica que va a encontrar en las distintas manifestaciones de las artes plásticas (arquitectura, escultura y pintura) y literarias, su modo de expresión más alto y simbólico al otorgarle a cada color, objeto, persona, elementos naturales y animales, una variedad de significados positivos y negativos, que variarán de acuerdo a los contextos epocales, culturales como a las directrices doctrinales y litúrgicas en materia de fe de la Iglesia Católica.


Referencias


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Doerner, Max (1973). Los materiales de pintura y su empleo en el arte. Barcelona: Reverte.

Eco, Umberto (1997). Arte y belleza en la estética medieval. Barcelona: Lumen.

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Pastoreau, Michel (1999). Le temps mis en couleurs: des couleurs liturgiques aux modes vestimentaires (XIIe-XIIIe siècles). Bibliothèque de l'école des chartes. Volumen 157, París.

Pastoreau, Michel (2005). Una historia simbólica de la Edad Media occidental. Katz Editores, Buenos Aires.

Pastoreau, Michel (2012). Les couleurs du Moyen- Âge. Conferencias realizadas en el Louvre, del 8 noviembre al 13 de diciembre de 2012.

Sanz, Juan Carlos y Gallego, Rosa (2001).

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Sorabji, Richard (1972). Aristotle, Mathematics and Colour. The Classical Quartetly. Cambrigde University Press. New Series, Vol. 2. Inglaterra.

Woolgar, C. M. (2006). The Senses in Late Medieval England. Yale University Press, Inglaterra.


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Revista Arbitrada de la Facultad Experimental de Arte de la

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Año. 14. N°25


Esta revista fue editada en formato digital y publicada en Diciembre de 2019, por el Fondo Editorial Serbiluz, Universidad del Zulia. Maracaibo-Venezuela


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