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Revista Arbitrada de la Facultad Experimental de Arte de la Universidad del Zulia. Maracaibo, Venezuela AÑO 13 N° 24. ENERO - DICIEMBRE 2018 ~ pp. 7-17


Arte fisiognómico: constructo de rasgos físico-morales de fealdad en la pintura religiosa del Barroco español Physionomic Art: Construct Of Moral Physical Traits Of Ugliness In The Religious Painting Of The Spanish Baroque



Recibido: 10-01-17

Aceptado: 08-03-17

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Aspacia Petrou y Fabiola Negrón Facultad Experimental de Arte, Universidad del Zulia Maracaibo, Venezuela

aspacia_petrou@hotmail.com ; fabynegron@gmail.com


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Resumen Abstract

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Este artículo establece una correlación entre los rasgos fisiognómicos como vinculantes al mal-fealdad y la pintura religiosa del barroco español. Para ello, se identifican las posturas teológico-filosóficas de la fisiognomía española vinculadas con la concepción mal-fealdad. Se vincula el arte fisiognómico con la pintura religiosa del barroco español. Se identifican los diferentes modos de fealdad mediante la vinculación de la figura pasional de Cristo y de sus santos mártires con el mal. Esta investigación ha sido estructurada dentro de un paradigma hermenéutico, es de tipo documental y de diseño descriptivo. Se concluye que la pintura religiosa del barroco español no siempre da cuenta de rasgos puramente bellos, también la fealdad participa. Y en este proceso el arte fisiognómico es una herramienta útil a la hora de imponer una visualización, a menudo dramática, de imágenes de contenido universal, como aquellas que representan la Pasión de Cristo y de sus santos mártires.


Palabras clave: Arte fisiognómico, pintura del arte

barroco español, mal-fealdad.

This article establishes a correlation between the physiognomic traits as binding to evil-ugliness and the religious painting of the Spanish Baroque. In that matter, there have been identified the most representative philosophical and theological postures of the Spanish physiognomy linked to the concept of ugliness. The Physiognomic Art is linked to the religious painting of the Spanish Baroque. There have been identified the different modes of ugliness that are given by linking the figure of Christ and his holy martyrs with evil. This investigation has been structured under the hermeneutic paradigm, of documental type, and descriptive design. It is concluded, the religious painting of the Spanish Baroque is not always evidence of traits purely beautiful, ugliness participates as well. In that process the Physionomic Art is a useful tool at the time of imposing a visualization, often dramatic, of images of universal content such as those who represent the Passion of Christ and his holy martyrs.


Keywords: Physionomic Art, painting of the spanish, Baroque Art, evil-uglyness.


Introducción

La fisiognomía o fisiognómica es una disciplina muy antigua. Acerca de esta emitieron sus comentarios filósofos, médicos, artistas y poetas. Los primeros ejemplos de caracterización fisiognómica o fisiognomía artística se encuentran en los textos homéricos, en los que se establece de forma vívida una clara correlación entre los rasgos físicos externos del ser humano y sus inclinaciones morales. Los retratos que Homero hace de hombres, mujeres y seres fantásticos, suponen ser las características más sobresalientes que definen a un héroe, a un ser vil, a una doncella, a un ser híbrido, entre otros; son retratos generales que se amoldan según peso y medida a particularidades específicas.

A la par de la obra homérica, se encuentra la de los artistas plásticos griegos, aquella que nos pone en contacto directo con la producción de los talleres, marcando desde temprana edad una clara preocupación sobre el significado de la expresión de las emociones o rasgos morales de los hombres y de cómo plasmarlas a través del arte. Aunque la fisiognomía artística, aquella que se ocupa del estudio y de la comprensión de las pasiones morales, una fisiognomía dinámica y plenamente vinculada a la escena dramática no se desarrollará hasta el siglo XVIII (Bordes, 2003).

La mayoría de los estudiosos han visto en Aristóteles el principal referente histórico de la fisiognomía, quizás porque fue el primero en otorgarle a esta disciplina un carácter científico. Además, Aristóteles fue uno de los primeros en considerar las emociones en el ámbito de la imitación de la acción, lo cual queda perfectamente ilustrado en el estudio que el filósofo hiciera acerca de las tragedias. En Analítica primera afirma que:


es posible juzgar el carácter del hombre por su apariencia física, si se acepta que tanto el cuerpo como el alma cambian a la vez en sus afecciones naturales y que puede haber una posibilidad de clasificar a otras criaturas de modo paralelo. (Caro Baroja, 1988, p. 27).


La medicina griega, por otro lado, a través de la observación de los rasgos fisiognómicos que se restringían al estudio de la cara, pudo extraer criterios (rasgos sintomáticos) a partir de enfermedades agudas, en que se observaba descomposición de los rasgos, distensiones, espasmos, entre otros. Con esto también se aportaba un significado cultural adicional, a saber, el estudio de una serie de caracteres, complexiones y temperamentos del ser humano. Existe, asimismo, otro aspecto de la fisiognomía, aquel que la relaciona con el arte adivinatorio o quiromancia, un arte que en principio intenta adivinar el carácter del hombre en conexión con los signos exteriores. Además, recordemos el arte de los metoposcopos, una especie de adivinos callejeros que tenían por costumbre predecir el porvenir de una persona viendo las líneas del rostro. A través del estudio del rostro, estos adivinos podían

predecir la fecha de muerte y las vidas pasadas de los hombres (Caro Baroja, 1988).

Tomando en consideración un referente más cercano, como es el caso español, tenemos por ejemplo, que en España el tratado de fisiognomía más antiguo data de una fecha tan precoz como es 1517. Se trata del Libro de la Fisiognomía escrito por Silvestre Velasco y publicado en Sevilla, del que tan sólo se cuenta con la referencia de Nicolás Antonio en su Biblioteca Hispana Nova (Moreno, 2006, p. 22).

Por otro lado, la difusión de la obra de Giovanni Battista Della Porta, De humana physiognomía Libri III, publicada en 1584, considerada como el tratado más importante y de mayor difusión en Europa, gozó de un notable éxito en España, dejando su impronta, no sólo entre la élite intelectual, sino también en los estratos de la cultura popular. Della Porta, partiendo del pseudo Aristóteles, desarrolló sus célebres silogismos fisiognómicos fundamentados en los paralelos existentes entre las morfologías animales y sus correlatos y equivalencias con el hombre. En este sentido, nos comenta:


Cada especie animal tiene unas formas correspondientes a sus propiedades y pasiones. Estas formas se encuentran explicitas en el hombre, por lo que, en consecuencia, éste mantiene un carácter análogo con los restantes animales de la Creación”. (Della Porta, 1985, p. 170).


En España no habrían de faltar grandes estudiosos de la fisiognómica, entre los que destacan Jerónimo Cortés (1560-1611), Huarte de San Juan (1529-1588), Esteban de Pujasol (1562-1641), Juan Eusebio Nieremberg (1595-1660),

y Ambrosio Bondía (1623-1705) (Moreno, 2006).

Según lo planteado por Sebastián Covarrubias, en su “Tesoro de la lengua castellana o española” (1611), la fisiognomía es tan solo un arte conjetural, por la cual señalamos las condiciones y calidades del hombre, considerando su cuerpo y talle y, particularmente, las señales del rostro y cabeza, como parte principal, puesto que es en esta última dónde residen los sentidos del alma. Todos estos tratadistas contribuirían a desarrollar en España durante el Siglo de Oro, unas creencias en las que el rostro era el espejo del alma (imago animi vultus est), inclinando sus apreciaciones fisiognómicas hacia la vertiente ortodoxa, e intentando explicar de modo sistemático la correlación entre los rasgos físicos externos del ser humano y sus inclinaciones morales, y la medicina humoral.

La utilización de conceptos fisiognómicos en la práctica pictórica se evidencia en los ejemplos de maestros que, como Pacheco, fueron científicos del arte o artistas de la ciencia. El mismo Leonardo da Vinci, aun criticando la fisiognomía como ciencia falsa, admitía, no obstante, que los hombres que tienen las partes de la cara de gran relieve y profundidad son personas bestiales, violentas e


irracionales. Los que tienen líneas muy acentuadas entre las cejas son irascibles, y así sucesivamente. La inclinación de da Vinci hacia la experimentación fisiognómica –mostrada en sus manuscritos realizados en 1490– queda evidenciada en un conjunto de grabados de cabezas grotescas (fig. 1), en los que supo interesarse por los factores fisiológicos responsables de la belleza, de la fealdad, del carácter y la expresión.


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Figura 1

Cabezas grotescas. Leonardo da Vinci. 1490.

Plumilla. 26 x 20 cm.

Biblioteca Real Windsor. Castillo de Windsor. Reino Unido. Disponible en: https://www.artehistoria.com/es/obra/ cabezas-grotescas-leonardo-da-vinci.4ft789

Este interés por la fisiognomía fue compartido por pintores como Alberto Durero en su Tratado Della simetría d i vorpi humani, libri quattro, y en su cuadro Cristo en los doctores, obra pintada por el artista en 1506. Amplia repercusión habría de tener entre los pintores y tratadistas del barroco español los principios de la fisiognomía. Las representaciones figurativas de temas como la crucifixión de Jesús, el martirio de los santos, y el castigo de los infieles que descienden a los abismos, nos ponen en contacto con rasgos físicos de fealdad y con cualidades morales que pretendían dar vida a la universal conciencia del pecado en la que tanto insistiría la Iglesia.

Para nadie es un secreto que la Iglesia supo echar mano de las providencias que el arte brindaba, como forma de trascender a partir de las cosas materiales para llegar a la comprensión de las verdades eternas. Una especie de labor pedagógica, cuyo fin consistía en enseñar a través de las imágenes lo que el pueblo no era capaz de leer en los libros.

Las obras que se analizan en líneas subsiguientes corresponden, específicamente, a la pintura española del Siglo de Oro, destacándose las contribuciones de artistas emblemáticos como Francisco de Pacheco (1564-1644), José de Ribera (1591-1652), Francisco de Zurbarán (1598- 1664) y Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682). En estas obras, los efectos del tenebrismo y la expresión del volumen a través de la figura, se unen a las particularidades del artista para expresar también lo desagradable de la vida, lo que repugna, como en el caso de los martirologios que se recrean en la representación de la muerte, del sufrimiento, de la agonía, de la sangre y de la violencia, que tanto Cristo como sus santos mártires hubieron de padecer.

A través de este artículo se analiza la fisiognomía aplicada, incluyendo el gesto y la pose como somatización del pathos, la codificación de tipo estético plástica como planteamiento espacial, compositivo, escenográfico, lumínico y cromático, así como la codificación comunicativa relacionada con la indumentaria, y los instrumentos de martirio o símbolos de la pasión, conocidos como Arma Christi.


Breve aproximación fisiognómica a la pintura barroca española


Al referirse al Barroco, Maravall (2002, p. 327) sostiene que se trata de un período que parte de una conciencia del mal y del dolor. Al respecto, comenta:


En medio de este mundo (…) contradictorio, incierto, engañoso, radicalmente inseguro, se halla instalado el hombre y tiene que desenvolver el drama de su historia (…) Al tenerse que preguntar, con más dramatismo que en otros momentos, sobre el entorno de su existencia, por cuanto la siente amenazada críticamente, el hombre del Barroco adquiere su saber del mundo,


su experiencia dolorosa, pesimista, acerca de lo que el mundo es, pero también constata, con simultaneidad tragicómica, que, aprendiendo las manipulaciones de un hábil juego, puede apuntarse resultados positivos. De la noción de esa polivalente mixtura del mundo, saca los elementos para construir su propia figura (…) la que le llevara a construirse la visión del mundo ante la que se instalara).


Con el Barroco inicia una nueva etapa en el arte, se trata de una nueva forma de ver y representar la imagen, importa ahora mirar la realidad concreta e inmediata, buscando la inspiración entre los restos de la sociedad, en lo imperfecto de las cosas, o en la violencia del mundo. En este tipo de arte, los rasgos fisiognómicos que sólo se restringían al rostro, trascienden hasta abarcar el cuerpo en su totalidad. Gestos, miradas, ropajes, movimientos corporales, entre otros, forman parte de ese constructo plástico que se rige a partir de concepciones fisiognómicas que se incorporan a la técnica, y anuncian un estilo que se convierte paulatinamente en una cartografía de las pasiones del alma. Un proceso de construcción plástica que demanda, entre otros, la utilización de tratados de anatomía.

Ciencia y arte se unen para elaborar una retórica de la salvación. Algo muy propicio y que se adecuaba a los fines de propaganda impuestos por la Iglesia. La fisiognómica, al igual que el resto de las ciencias del período Barroco, las artes, la moral de la religión, la política, entre otros, está animada por un espíritu de propaganda y, en este sentido, la imagen se convierte en un recurso eficaz. Vale destacar que el arte fisiognómico no está confinado únicamente a la representación de lo bello, como algunos parecieran pensar; en este tipo de arte surge también la idea de un tipo de mal o descomposición moral, que es coincidente con aquella fealdad que exhiben los rasgos físicos externos.

Los seres feos del Barroco como los verdugos de Cristo, los perseguidores de los santos, los demonios, los verdugos, el diablo, así como la muerte, el dolor, el hambre, las guerras, las pestes, la tortura, y las deformaciones físicas, no sólo deben ser feos, sino causar repulsión a todo aquel que los observa. Y en esto, el arte de la pintura va a tener un papel relevante. Además, la utilización del claroscuro, que en su etapa más radical derivará en un tenebrismo de gran dramatismo, es la técnica por antonomasia de la que se servirán los grandes maestros de la pintura española como José de Ribera, Francisco Herrera el Viejo (1590- 1654), Francisco de Pacheco, Francisco de Zurbarán y Diego Velázquez (1599-1660), entre otros, a la hora de representar fondos siniestros y temáticas dramáticas y violentas, como la crucifixión o los martirologios.

Si bien el hecho del martirio o de la crucifixión de Cristo o de sus santos es deleznable y cruel, el arte ha insistido en hacer de este tipo de temáticas verdaderos

testimonios de la más acabada belleza. Sin embargo, al hacer esto se soslaya un aspecto importante que está siempre presente en temáticas como las anteriormente destacadas, a saber, el mal y su causa formal la fealdad, como contrario o antítesis del bien y la belleza. Hoy sabemos que el arte no responde a un concepto univoco. En su Teorías del Arte. De Platón a Winckelmann (1999), Moshe Barasch plantea una noción de arte que responde a múltiples lecturas. Lo cierto es que existe una contraparte de este arte de bellas formas que encarna violencia, tal y como se destaca en las líneas subsiguientes.


Del martirio de los santos de José de

Ribera


Indiscutible fue el influjo del naturalismo y tenebrismo caravaggesco en la vida de José de Ribera. Caravaggio (1571-1610) iba a romper con toda la pintura que se había realizado durante el siglo XVI mediante el rechazo sistemático de las bellezas ideales, y el tratamiento novedoso de la luz con acusados contrastes de luz y sombra. Pronto los artistas jóvenes, entre ellos Ribera, que se convirtieron al novus ordo (nuevo orden) impuesto por Caravaggio, comenzaron a pintar de manera natural las escenas más oscuras y violentas, siguiendo los pasos de este artista que gustaba de pintar efebos.

Para muchos, la producción pictórica de Ribera ha pasado a la historia por sus cuadros tenebristas de temáticas religiosas, en los cuales nos presenta escenas desgarradoras, oscuras y sanguinarias. Sus cuadros de martirios fueron tantos que se dijo de él que pintaba empapando sus pinceles en la sangre de los santos. Entre sus escenas más dramáticas se cuenta la de san Felipe, que prefirió morir colgado de un mástil antes que renunciar a su fe en Cristo; san Bartolomé, que escogió ser desollado vivo antes que renunciar a sus creencias religiosas; la Beata Lucía, que se arrancó los ojos para entregárselos en una bandeja al hombre que se había enamorado de ellos perdidamente; y san Pablo, el ermitaño, que renunció al trato con los hombres y destinó el resto de su vida a reflexionar sobre la muerte en el interior de una cueva (S/A, 1962).

En el caso de El martirio de san Bartolomé (fig. 2), Rivera pone su énfasis en los últimos momentos de vida del santo. Se trata de un óleo realizado hacia 1628, inspirado en un relato apócrifo medieval descrito por Jacobo de la Vorágine en la Leyenda Dorada. En este cuadro de gran formato de composición compleja, abierta y dinámica, domina la figura del santo, pintado con una gran fuerza mística, en actitud de abandono. La luz ilumina su rostro, revelando sufrimiento y resignación. Los contrastes de luces y sombras de su cara potencian el dramatismo de la tortura. En esta pintura se ha visto la escena de martirio arquetípica de Ribera, tenebrosa y reconcentrada, insobornable en la representación del sufrimiento e implacable en la imitación de la carne ajada y envejecida. Aquí Ribera se asegura de


no descubrir totalmente la desnudez del santo, apelando para ello a la túnica que con violencia ha sido arrancada de su cuerpo debilitado, ubicando una pequeña parte de esta a nivel de su baja cadera, y cubriendo así sus zonas pudorosas.


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Figura 2

El martirio de san Bartolomé. José de Ribera.

Óleo sobre tela. 2.10 m x 1.53 m.

Museo Nacional d´Art de Catalunya. Barcelona, España. Disponible en: https://www.es.wahooart.com/8lhs-jusepe. de.ribera-(lo-spagnoletto)-el-martirio-de-san-Bartolomé-2-


Ribera ha representado al santo en escorzo, en una postura forzada que sugiere un movimiento en caída; se trata de una acentuada diagonal –heredada de Caravaggio–, con la que refuerza la sensación de violencia del momento. Como la mayoría de los artistas barrocos, Ribera trabaja con una perspectiva corta que focaliza la atención del espectador sobre el asunto principal, que se desarrolla siempre en primer término. El Bartolomé de Ribera es un hombre maduro de figura estilizada y largas extremidades, cuyo cuerpo es bellamente encarnado y seco, su barba es canosa y su mirada penetrante. El gesto del santo es uno de los elementos centrales de la escena, con gran expresividad de ojos y boca tremendamente abiertos y el ceño fruncido, que delatan el gran dolor experimentado.

El artista ha trabajado con esmero la superficie del cuerpo, reproduciendo fielmente las arrugas o pliegues de una carne macilenta, ajada por el tiempo y la penuria. En la parte izquierda del cuadro, destaca un verdugo con harapos que ata los pies del santo, y en el lado opuesto, el otro verdugo de rasgos similares está ya desollando el brazo del santo. Ambos verdugos responden a un mismo tratamiento fisiognómico: dureza de rasgos mediante un claroscuro muy acusado que resalta el carácter diabólico de sus expresiones. Aquí los seres viles no son solamente malos, también deben parecerlo. Al respecto, cabe destacar lo mencionado por el cardenal Paleotti, en su Discurso sobre las imágenes profanas y sagradas (1582), acerca de la representación iconográfica de los malos o viles:

Los malos son repulsivos y groseros y, ante

todo, feos (…) se expresan con una gestualidad específica, una gestualidad descompuesta y desaliñada. Su mímica les delata (…) Pero también, al igual que la mímica, les delata el color de su pelo, el tamaño de sus ojos, la configuración de su frente o el formato de su cráneo”. (Barocchi, 1961, p. 352).


Para darle mayor impacto a estos personajes, Ribera los retrata mirando maliciosa y directamente al espectador; uno de ellos, el de la izquierda, muestra la sanguinaria herramienta con la que atentará contra el santo. Ambos en postura similar, como en una equivalente semántica. Aquí las sombras no sólo funcionan como un elemento de cohesión que desdibuja los límites del espacio y, por ende, suspende la diferencia cualitativa entre la figura y el fondo, también son la representación del mal. Al igual que los sayones, los varios personajes anónimos que se ubican detrás del santo en un segundo plano, han sido encerrados en un aura de oscuridad. En algunos casos, son siluetas que no pasan de ser meras sombras, que se desplazan y se mezclan con el fondo, sin que se pueda apreciar sus verdaderas proporciones, ni su forma, ni su figura. Aquellos que destacan un poco más, exhiben fisiognomías un tanto duras, mustias o toscas; no hay bondad en ellos, tampoco belleza.

A todo este efectismo se suma la potencia de la luz que lo baña todo y divide en varias secciones el cuadro. La ilusión de profundidad no se da aquí mediante el uso de la perspectiva, sino a través del claroscuro, distribuyendo las luces de manera puntual y dejando grandes superficies en sombra. Por consiguiente, estamos ante una puesta en escena muy dinámica que nos descubre la lucha de las fuerzas perceptivas primarias, a saber, las fuerzas de cohesión y las fuerzas de segregación.

En la parte inferior de la pintura destaca el fragmento o cabeza de una estatua clásica, se cree que sea una reproducción del Apolo de Belvedere. El episodio representado coincide con el texto medieval de La Leyenda Dorada de Santiago de la Vorágine, en el que la cabeza del dios Baldach (ídolo pagano de la India) es destrozada milagrosamente por san Bartolomé (Aguado, 2000). Esta cabeza, contrario a lo que pudiera pensarse, es un motivo muy pregnante y llamativo, por desempeñar una función dramática de primer orden, ya que se trata de la victoria del Bien sobre el Mal.

Ribera ha colocado la cabeza del dios justo en el punto donde convergen varios vectores o líneas de dirección, además, el tratamiento de la luz acentúa la relación de contraste con el fondo, lo que la convierte en un punto luminoso aislado que reclama la atención del espectador de manera especial. Es importante destacar la dicotomía plasmada en el tratamiento de las fisiognomías de los personajes. Los sayones rudos y grotescos, sobre todo el representado de medio cuerpo apareciendo por la izquierda, y que parece disfrutar con morbo su encargo, así


como el resto de los personajes que se ubican al fondo de la escena, contrastan con la serenidad y resignación del santo.


De las representaciones pasionales de Cristo y de sus santos


La muerte barroca es una muerte ostentosa, en las pinturas antes descritas como en aquellas que exhiben la crucifixión de Cristo, el sufrimiento que conlleva el martirio y la muerte están indisolublemente ligados a una doble interpretación. Por un lado, está el culto al martirio que encuentra su culmen en la muerte. La Iglesia siempre alentó el culto al martirio; en su Libro de la vida, Santa Teresa recuerda que de pequeña pensó muchas veces en escapar de su casa para ir a gozar de Dios, y con esto lo que intentaba era conseguir que los moros le cortasen la cabeza (Santa Teresa, 1994). Por otro lado, está el mal que se patentiza en los oscuros personajes (trátese de sayones, verdugos, demonios, que se deleitan en el sufrimiento que infligen en sus víctimas), en el dolor, en la dureza de los rasgos, en la penumbra, en el horror del sufrimiento, en el pecado que anima lo vil, que insufla terror y victimiza.

De igual forma, las escenas de la Pasión (especialmente las que se refieren a la crucifixión) –aquellas que se convirtieron en los más usuales motivos de reflexión de la cristiandad, y que sumió en arrebato místico a muchos de nuestros santos–, pondrán su énfasis en lo emotivo. Se trata de escenas cargadas de gran patetismo, en las que el fervor se confunde con el dolor. Aquí la figura del Cristo muerto suele representarse con los ojos cerrados, el pecho descubierto, brazos en prolongación ligeramente arqueados, al igual que los muslos y las piernas, que parecieran sucumbir ante el peso del cuerpo. El sentimiento de lo amargo, de lo trágico, de dolor se acentúa a través de rasgos fisiognómicos de gran dramatismo.

En algunos casos, como el español, la cruz –motivo de la más cruel violencia–, desaparece en su totalidad a través del recurso que pone a disposición la técnica del claroscuro. Entre los pintores más destacados del siglo XVII de la pintura española que gustaron de representar los motivos pasionales de la muerte cristológica está Francisco de Pacheco; su enfoque realista de la figura humana y la representación de la muerte cristológica, pintada directamente del natural e iluminada dramáticamente contra un fondo oscuro, sorprendió a sus contemporáneos y abrió un nuevo capítulo en la historia de la pintura. Pacheco fue uno de los protagonistas más destacados de la pintura sevillana que iniciaba el Barroco; sus famosas representaciones de cristos crucificados con cuatro clavos, así como el resto de sus representaciones sacras parecen haberse guiado, en principio, por los tratados de Della Porta, Paleotti y Molano.

En el libro tercero del Arte de la Pintura, Pacheco establece con riguroso moralismo una guía iconográfica para los pintores de su época y posteriores, acerca de

la fidelidad con que se deben representar las historias sagradas y los personajes religiosos. Dedica el mismo detalle para caracterizar los seres viles dotados de fealdad, como a aquellos que encarnan la más pura santidad. La visión reglada y canónica de las imágenes sagradas y viles que lleva a cabo el pintor en su Tratado –luego traducida a su obra pictórica–, nos ofrece un cierto parentesco con las reglas extraídas del más puro conocimiento fisiognómico.

Así, a manera de ejemplo, cuando cita al Padre Alonso Flores con respecto al modo de representación de los demonios, no oculta que éstos en sus pinturas no representen su ser y acciones, ajenas de santidad y llenas de malicia, terror y espanto. El aspecto externo de estos seres, en consecuencia, ha de mostrar su condición moral interior, su naturaleza malévola y terrorífica (Pacheco, 1990, p. 570). En este Tratado también establece los principios científicos bajo los cuales erige su teoría del Cristo crucificado con cuatro clavos. Un Cristo sufriente y en total soledad (fig. 3).


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Figura 3

El Cristo crucificado con los cuatro clavos. Francisco de Pacheco. 1630-1639. Óleo sobre lienzo.

247 x 160 cm. Museo del Prado. Madrid, España. Disponible en: sevilla.abc.es/pasionensevilla/actualidad/ noticias/tres-crucificados-de-francisco-pacheco-html


Pacheco sostenía la idea de la crucifixión con cuatro clavos, frente a la más extendida representación del crucificado sujeto al madero con solo tres clavos, cruzado


un pie sobre el otro. Creyendo que era imposible que los pies pudieran ser atravesados únicamente por un clavo. En una carta fechada en 1620, Pacheco defendió la pintura del Crucificado con cuatro clavos, basándose en las revelaciones que recibió santa Brígida de Suecia, patrona de Europa, en las que pudo ver la muerte y torturas que Cristo sufrió (Borregales, 2002).

El Cristo de Pacheco es un Cristo expirante de mediana edad, de abundante barba y larga cabellera negra que se fusionan con el oscuro fondo, y deja entrever de manera trémula el estéril paisaje de unas montañas rocosas que asoman en el borde inferior derecho de la composición. Este paisaje estéril y desértico es coincidente con la soledad del crucificado. La crucifixión es un momento en el que Jesús no sólo se enfrenta al juicio indiscriminado de sus captores, sino también la ira del Dios-Padre.

La muerte en la cruz fue de derramamiento del juicio divino contra la persona de Cristo.“Más yo soy gusano, y no hombre; oprobio de los hombres, y despreciado del pueblo. Todos los que me ven me escarnecen; estiran la boca, menean la cabeza, diciendo: se encomendó a Jehová, líbrele él” (Sal 22. 6-8). Pacheco se esfuerza en pintar músculos y tendones. Su cuerpo es real, demasiado humano según se ha dicho y, por ello, su martirio y muerte también lo son, tanto como su soledad, imagen sagrada sin contexto narrativo, de la que nace su fuerte carga emotiva y su contenido devocional, pues estando solo Cristo, el espectador también es dejado solo frente al crucificado.

Por su parte, El Cristo crucificado con san Lucas (fig. 4), siempre ha sido considerado una de las imágenes más interesantes de Zurbarán, ya que parece ser que el pintor se autorretrató en la figura del santo. Ante un fondo oscuro y tenebroso se recorta la figura casi escultórica del crucificado, al que devotamente mira un pintor. El Cristo de Zurbarán pone su énfasis en la distensión o alargamiento de un cuerpo que lucha terriblemente por nivelar las fuerzas de tensión. Esto hace que las costillas, caja torácica, estómago y vientre sean mucho más marcados que en otros crucificados. La postura del Cristo de Zurbarán es una de las más tortuosas, por cuanto se ha eliminado el supedáneo.

Sin embargo, lo que el artista ha intentado aquí es acelerar la proximidad de la muerte, y con esto intenta reproducir, lo más fidedignamente posible, los últimos momentos de Cristo en la cruz. La muerte de Cristo, cruel y agónica como fue, fue una muerte rápida: “Pilatos, admirándose de que tan pronto hubiese muerto, hizo llamar al centurión, y le preguntó si efectivamente era muerto. Y habiéndole asegurado que sí el centurión, dio el cuerpo a José” (Mr 15, 44-45). Aunque Zurbarán ha decidido colocar los cuatro clavos, lo hace de una manera muy particular, atravesando las palmas de las manos con clavos y cruzando los pies horadados respectivamente por clavos que se fijan directamente al poste (stipes o palus) de madera (posiblemente de olivo o de acacia). Al eliminar la ménsula o supedáneo, el peso del cuerpo recae directamente sobre las manos o muñecas del crucificado, haciendo que éste

se tensione mucho más, con lo que se confiere mayor dramatismo a la escena de la crucifixión.


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Figura 4

San Lucas como pintor ante Cristo en la cruz.

Francisco de Zurbarán. 1630-1639. Óleo sobre lienzo. 105 cm x 84 cm. Museo del Prado. Madrid, España.

Disponible en: https://www.museodelprado.es/coleccion/ obra-de-arte/cristo-en-la-cruz/58976fb


El sufrimiento insoportable de la crucifixión desvela la agonía de un cuerpo psicológicamente torturado hasta la extenuación; sin embargo, aunque se trata de un Cristo que sufre en toda su generalidad, Zurbarán dirige cuidadosamente todo el peso del dolor hacia el cuerpo y, aunque existe cierta idealización en la figura de Cristo, no deja de sorprender cómo se le marcan las costillas y la caja torácica, las carnes están ajadas y el cuerpo debilitado.

La muerte por crucifixión podía tardar horas o días; este método de castigo había sido diseñado para exponer a la víctima a una muerte lenta y agónica. Sin embargo, al no tener ningún apoyo en los pies para poder incorporarse y respirar, se precipitaba la asfixia en poco tiempo. Esto también intenta aproximar el hecho de la muerte por crucifixión a la realidad. El supedáneo con el que usualmente suele representarse la crucifixión de Jesús no aparece mencionado en las fuentes antiguas. Sin embargo, lo que sí se menciona es que se añadía a la cruz el sedile, que no es otra cosa más que un asiento puntiagudo cuya función consistía en sostener el cuerpo y prolongar la


agonía del condenado.

Este tipo de muerte bien podría describirse de la siguiente manera: al estar colgado por los brazos y sin ningún punto de apoyo sobre el cual los pies puedan descansar, los brazos tiran del diafragma, oprimiendo los pulmones, no se puede respirar y es entonces cuando el cuerpo se yergue para tomar aire pero, al inclinarse y descansar todo el cuerpo sobre los clavos de los pies, el dolor es tan intenso que se desploma; al desplomarse el cuerpo se ahoga y se vuelve a erguir buscando una nueva bocanada de aire (Talmage, 2000). Al erguirse y desplomarse, las manos giran sobre el clavo, destrozando el nervio mediano, lo que produce un dolor de paroxismo. Jesús debió morir de dolor. La naturaleza humana no puede aguantar tanto dolor. Luego se inhibe, sobreviene un síncope y se muere de dolor.

Por un lado, está el hecho de la cruz. La cruz de la que pende el Cristo expirante es una cruz latina o crux inmissa, de características un tanto toscas, como aquella en la que seguramente murió Cristo. Este tipo de cruz será muy utilizado por el cristianismo. Trátase de una cruz cuyo brazo inferior es más largo que los demás. Los romanos refinaron esta forma de ejecución con aditamentos como el travesaño para prolongar el sufrimiento del condenado, con lo que llegó a ser más común los tipos de crux compacta o crux commissa (T) y crux immissa (†). La cruz es el instrumento de martirio que simboliza tanto la pasión y el suplicio sufrido como la resurrección de Cristo, su victoria sobre la muerte. Por encima de la cruz se ubica el titulus de condena que asoma la frase INRI Iēsus Nazarēnus Rex Iudaeōrum (Jesús el Nazareno Rey de los Judíos).

El titulus, considerado como parte de los instrumentos o símbolos de la Pasión de Cristo (Arma Christi), es una tablilla de madera que tenía por función especificar el motivo de la condena. Generalmente precedía al condenado de camino al lugar de ejecución, o se le colgaba de su cuello. Aunque no eran imprescindibles, las inscripciones eran habituales, y existía cierta liberalidad en la redacción, al punto de permitirse burlas, como en el caso de Cristo. En la tablilla constaba el nombre del reo, eventualmente se le agregó su lugar de procedencia, y la causa de su condena (Cfr. Mt 27,37; Mr 15, 26, Jn 19, 19-22).

Por otro lado, está el hecho de la crucifixión, forma de condena que se había fusionado con la costumbre romana del rito del patibulum. En algunos casos, como en el de Jesús, el condenado era flagelado luego y durante el trayecto hasta el lugar de ejecución, obligándole a cargar un yugo de madera (patibulum o furca) sobre sus propios hombros, que posteriormente se usaba como travesaño de la cruz (sujetado por medio de una clavija en la parte superior) (MacArthur, 2005). Se cree que el poste vertical permanecía fijo en los lugares de ejecución. Al reo se le ataban los brazos al larguero transversal y se le obligaba a portarlo hasta esos lugares. Una vez allí, se le izaba sobre el poste central. En la crucifixión, la muerte podía sobrevenir como resultado de una asfixia (caso más común), una rotura del corazón, sepsis, deshidratación, insolación, cansancio

crónico, causas estas que podían ocasionar un paro cardíaco. Todo esto dependía también de si el condenado tenía o no una base para apoyar los pies.

Al lado del crucificado está san Lucas. El artista continúa con los dictados del naturalismo tenebrista y utiliza imágenes muy realistas, hasta el punto de representarse él mismo como el santo. Las leyendas hagiográficas cuentan que san Lucas, además de evangelista, fue médico y pintor. Ejerció durante su vida la medicina en Siria, los pintores le consideran también su patrón, ya que la leyenda le atribuye el retrato de la Virgen. Zurbarán, ha elegido su efigie para representar a su santo patrón, con la paleta de colores en la mano y con la mirada devota de un santo que mira al Dios- hombre exhalar su último aliento de vida en la cruz.

En lo que respecta al momento de la crucifixión cristológica, la narrativa lucana introduce algunos aspectos novedosos, como el perdón y la misericordia hacia los que lo matan y por el buen ladrón, así como la paz y confianza en Dios. Este último aspecto, el de la paz y confianza en Dios, momento previo al exhalar su espíritu, es el que nos presenta Zurbarán. Un Cristo que intenta erguirse para tomar una bocanada de aire, un momento de inspiración en el que el diafragma se contrae y baja, mientras que los músculos entre las costillas se contraen y suben, aumentando el tamaño de la caja torácica, hundiendo estómago y vientre.

Otro pintor que destaca por la maestría de sus representaciones pasionales es Bartolomé Esteban Murillo. No se trata solamente de un pintor religioso, sino también de un pintor decididamente católico, es decir, que sus temas están orientados a expresar plásticamente aquellos aspectos más problemáticos del cristianismo, en los que Roma había tomado partido irrevocable en dirección contraria a las iglesias reformadas (Ballesteros, s/f ). El Cristo crucificado de Murillo (fig. 5), es un Cristo muerto que pende de una burda cruz. El hecho de que la cruz y el fondo hayan sido trabajados bajos una misma tonalidad de colores (gradaciones de marrones y verdes), hace que figura y fondo se fusionen a través del elemento cruz, al tiempo que la figura de Cristo (ubicada en el plano central de la composición) emerge por encima de las sombras, como si estuviera flotando.

Aquí Murillo pone su acento en el cuerpo muerto de un Cristo de marcada musculatura, horadado por tres clavos y atravesado en su costado derecho por una lanza. De su herida brota tenue sangre, que corre hasta su cintura, perdiéndose en el blanco luz del paño de pureza. A los pies de la cruz reposa la imagen de una calavera, tenuemente simulada. Haciendo alusión al nombre del campo donde Cristo fue crucificado (Gólgota), o al propio Adán, primer hombre creado por Dios.

El Cristo muerto de Murillo no es un Cristo sufriente. A pesar de los clavos y la herida del costado no se revelan las marcas de tortura previas a su crucifixión; muy por el contrario, es un Cristo que yace sereno, impávido ante el dolor, su cuerpo no reviste la tensión que implicaba el


estar colgado a una cruz. El simbolismo de la calavera al pie de la cruz se debe a una antigua tradición judeocristiana, que suponía que en el monte Gólgota era donde estaba enterrado Adán, hombre por el que entró el pecado y la muerte en el mundo. Esa vieja tradición explicaba que allí donde yacían los restos mortales del primer hombre pecador, se izó la cruz en la que el Hijo de Dios murió inmolado para redimir al hombre del pecado original y rescatarlo de la muerte (Talmage, 2000).


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Figura 5

Cristo crucificado. Bartolomé Esteban Murillo.

1667. Óleo sobre lienzo. 71 cm x 54 cm.

Museo del Prado. Madrid, España.

Disponible en: https://www.museodelprado.es/coleccion/ obra-de-arte/cristo-en-la-cruz/54326btf


Dios, en su segunda persona divina se hizo hombre y descendió a este mundo, y se sometió a todas las tentaciones posibles. Fue también en su forma humana que debió vencer el pecado de la humanidad, redimiendo al hombre a través de la muerte, la más cruel de todas. Y si por un solo hombre, Adán, entró el pecado en el mundo, por un solo hombre, Jesús, entraría también la salvación de la humanidad. Y aquí se contraponen una vez más, las ideas de bien-mal, vida-muerte, luz-oscuridad.

Por otro lado, la sangre que emana del costado de Cristo, además de evidenciar el terrible precio que el Hijo de Dios pagaba por el pecado de la humanidad, es también símbolo de la sangre que en otrora fuera derramada por los toros y los machos cabríos (prototipos simbólicos de Cristo), una y otra vez sobre al altar del templo de Jerusalén como expiación del pecado. Sin embargo, Jesús, el cordero

pascual sin mácula, mediante sacrifico perfecto ponía su vida una vez y para siempre, y con esto se abolía el antiguo pacto que había sido dado al pueblo de Israel mediante la Ley, y se instauraba uno nuevo y más perfecto con sello de sangre. Pero la sangre también nos recuerda que la lanza asestada por el soldado romano al costado de Cristo –a quien los Evangelios apócrifos describen como Longino–, impidió que hueso alguno del cuerpo del crucificado fuera quebrantado. Condición sine qua non prescrita para los corderos pascuales que eran degollados en el altar del Templo (Ex 12, 46; Nm 9, 12; Sal 34, 20; Jn 19, 36; I Cor 5,7).

De esta manera, la necesidad de Murillo de mantener una interconexión entre fondo y figura, nos conecta con una serie de implicaciones metafísicas que vale la pena destacar. Por un lado, está la penumbra del fondo, que se conecta con la figura del primer plano (Cristo crucificado) a través del elemento cruz (Arma Christi).

El Evangelio de Marcos, nos dice que Jesús fue clavado en la cruz antes del mediodía del viernes, probablemente entre las nueve y diez de la mañana. Sin embargo, al mediodía se opacó la luz del sol, y densas tinieblas se extendieron por todo el país. La tenebrosa oscuridad continuó durante un período aproximado de tres horas. Hasta ahora, la ciencia no ha podido explicar satisfactoriamente este fenómeno, quedando descartada la teoría de un eclipse solar, ya que era época de luna llena. Murillo –al igual que sus coetáneos–, nos dice que la oscuridad que domina el fondo del cuadro, es el resultado de una milagrosa operación de las leyes naturales bajo el dominio de un poder divino. Fue una señal adecuada de la profunda lamentación de la tierra por la muerte inminente de su Creador.

A la hora nona (como a la tres de la tarde) Cristo, comprendiendo plenamente que la misión en la carne había llegado a su gloriosa consumación, exclamó: “Consumado es” (Mt 27, 50; Mr 15, 37; Lc 23, 46; Jn 19, 30).

Luego con reverencia, resignación y alivio, se dirigió al Dios Padre para entregar su espíritu: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Mt 27, 50; Mr 15, 37; Lc 23, 46; Jn 19, 30. ), inclinando la cabeza y entregando su vida. Muestra de lo cual el artista inserta en el borde superior derecho del cuadro a través de un blanco luminoso (pasta blanca) que rompe abruptamente con las tonalidades ocres del fondo, como forma de cielo que se abre ante Cristo y ratifica la presencia del Dios-Padre. Por último, está la relación sígnica que el artista establece entre el blanco empastado del cielo, el blanco pergamino de líneas serpenteantes, y el blanco luminoso del perizoma, en alusión a la Santa Trinidad.

Así pues, el blanco empastado del borde superior que se abre a manera de cielo, es Dios (Primera Persona). El blanco luz del perizoma, ubicado tenuemente al nivel de la cadera, acentúa las blancas carnaciones de un Cristo que se hace presente en el plano central de la composición (Segunda Persona). El pergamino (a manera de titulus) que se ubica de forma serpenteante sobre la tablilla de madera, cual paloma que abre sus alas, alude al Espíritu Santo


(Tercera Persona).


A modo de conclusión


Representar rostros y movimientos corporales en armonía con los estados del alma no fue tarea fácil para el arte. No obstante, el Barroco consiguió plasmar en la pintura esas maravillosas obras que emocionan, en virtud del movimiento que permanece escondido en el alma. En ese sentido, el arte fisiognómico ha sido una herramienta útil a la hora de proponer una forma diferente de contemplar, interpretar y vivir imágenes de contenido universal como aquellas que representan la vida o pasión de Cristo y de sus santos mártires.

Si preguntáramos cuáles son los dos grandes temas de la agonía en la pintura religiosa barroca, tendríamos que la Pasión de Cristo y el martirio de los santos se cuentan entre los más importantes. En ambos se torna indispensable la búsqueda del máximo acercamiento al último suspiro, con toda la violencia y pathos que entran en juego. Sin embargo, de los griegos se heredó la idea de que cualquier forma de fealdad podía ser redimida por una representación artística fiel y eficaz. En su De audiendis poetis, Plutarco afirma que en la representación artística lo feo imitado sigue siendo feo, pero recibe como una reverberación de belleza procedente de la maestría del artista.

Al contemplar las obras de estos grandes maestros de la pintura barroca, no podemos menos que asombrarnos y conmovernos ante tal expectación de belleza. Nunca antes la muerte y el dolor habían sido representados tan bellamente. Pero lo cierto es que esto es solamente una parte del todo de la obra. Más allá del tecnicismo con el que el artista representa bellamente la vileza del verdugo, el martirio o tormento del santo, o la agonía de la muerte cristológica, se destacan otros modos de fealdad que se vinculan a aspectos estéticos, teológicos y filosóficos. Así pues, la fealdad ontológica de un Cristo diezmado, expirante o muerto, o la imagen de un santo que se somete ante la tortura del martirio, nos pone en contacto con la corrupción moral de la humanidad, y nos muestra aquello que está detrás del ícono.

Existe también otro aspecto que reviste vital importancia para este tipo de temáticas, que por sus connotaciones metafísicas ha sido imposible pasar por alto, a saber, el concepto de la muerte. El que la crucifixión o los martirologios hayan sido un tema tan recurrente en la pintura española, y más específicamente, en la pintura sevillana, se debe en parte a su acercamiento a la muerte.

La exaltación de la muerte, del placer buscado en el dolor que se inicia con el arte Medieval, encuentra su más acabado modelo en el Arte Barroco. Esto lo expresa muy bien Hegel cuando advierte que, con la llegada de la sensibilidad cristiana y del arte que la expresa, el dolor, el sufrimiento, la muerte, la tortura, y las deformaciones físicas que sufren tanto las víctimas como los verdugos, adquieren

una importancia central (especialmente en relación con la figura de Cristo y de sus perseguidores). Lo que nos dice que el que las sangrientas escenas de la Pasión o martirologios, se hayan convertido en los más usuales motivos de reflexión de la cristiandad barroca, no es una casualidad. Aquí, la fealdad como concepto que se patentiza a través de la obra de arte, es un fenómeno de captación capaz de generar igual estado de fruición que la obra de arte más bella.


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Revista Arbitrada de la Facultad Experimental de Arte de la

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Año. 13. N°24


Esta revista fue editada en formato digital y publicada en enero 2018, por el Fondo Editorial Serbiluz, Universidad del Zulia. Maracaibo-Venezuela


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