Revista de Literatura Hispanoamericana
No. 77, Julio-Diciembre, 2018: 47-81
Mario José Morales
Universidad del Zulia, Venezuela.
Facultad de Humanidades y Educación, Escuela de Letras E-mail :escribidor1959@gmail.com
El presente artículo tiene como propósito fundamental establecer conexiones entre los diferentes registros discursivos presentes en la obra de Julio Ramón Ribeyro. A través de la descripción de sus referentes literarios, de las analogías heredadas de otros escritores y las temáticas desarrolladas por el autor peruano, se propone un diálogo entre la escritura diarística, la aforística y la ficcional. Tres textos sirven de soporte a la investigación. La tentación del fracaso (diario), Prosas Apátridas (a manera de fragmentario aforístico) y una breve selección de su cuentística. El análisis se describe en tres tiempos como si se tratara de una pieza teatral y en todo momento se utilizan ciertos recursos estilísticos de la literatura comparada para enriquecer esta aproximación.
Recibido: 20-06-2018 Aceptado: 12-09-2018
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Julio Ramón Ribeyro in three times
This article aims fundamental connections between the different discursive records present in the work of Julio Ramón Ribeyro. Through the description of its literary references, inherited analogies from other writers and the themes developed by the Peruvian author, proposed a dialogue between the writing diary, the aphoristic and the fictional. Three texts provide research support. La tentación del fracaso (dairy), Prosas profanas (fragmentary way aphoristic) and a short selection of his stories. The analysis is described in three times as if it were a theatrical piece and at all times certain stylistic resources of comparative literature are used to enrich this approach.
El nombre de este ensayo tiene una clara notación teatral. En determinadas obras, ciertos dramaturgos han preferido este término para referirse a los distintos momentos de la acción. Habrá un tiempo para la presentación de personajes y primeros conflictos, por ejemplo, y otro para la resolución del drama. Se cumple así con una dinámica de pasajes lentos o episodios más rápidos, según sea la necesidad discursiva de la puesta en escena.
En este caso, el acercamiento a la obra de Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) consta de tres instancias -tres tiempos- sin que esto signifique un orden consecutivo, cronológico, sujeto a un régimen cerrado de lectura. Por el contrario, cada tiempo muestra o es parte de una gama de
perspectivas posibles como si se tratara de un procedimiento libre de la pintura cubista o la técnica más irreverente del cine, cuando varios cuadros coinciden en una sola imagen. Cada tiempo toca un aspecto diferente de una escritura donde todo está en movimiento.
El primer tiempo se acerca a la narrativa corta; el segundo versa sobre las Prosas Apátridas y el tercero indaga sobre la escritura diarística presente en La tentación del fracaso, el diario íntimo o diario del escritor que Ribeyro anotó a lo largo de varias décadas. El pretendido orden –primer, segundo y tercer tiempo- es solo una manera de trazar un camino. De todos es conocido que en Ribeyro los tres tipos de escritura fluctuaban de manera aleatoria en su trabajo creativo.
En el Diccionario de la Lengua Española aparece la siguiente acepción sobre la palabra tiempo: “Duración de
las cosas sujetas a mudanza” (DRAE, 1992:1974). La definición no puede ser más apropiada, Escribir cuentos, unas prosas atípicas y un diario en Ribeyro fueron tareas coexistentes, de cambios y mudanzas interminables, con períodos de silencio y grandes arrebatos de escritura, donde se llega a percibir un único propósito: hacer de la literatura el instrumento digno y adecuado para calar la realidad y hacer la existencia respirable.
Intensidad ficcional, fugacidad, destello, apertura en sus formas, agilidad y fascinación, son las constantes de un género inquieto e inapresable como el cuento. Desde Poe hasta Chéjov, desde Kafka hasta autores tan representativos como Quiroga, Borges o Uslar Pietri, el cuento ha sufrido infinidad de mutaciones aunque en el fondo haya mantenido las mismas fisonomías, es decir, una voz que cuenta una historia cuya urgencia de ser contada es indetenible. Pese a la sucesión de cambios y saltos al vacío, de búsquedas temáticas o de influencias e intercambios, el cuento se ha hecho moderno preservando la tradición del contar.
Analizar un solo cuento del escritor más anónimo significa estar en contacto con las formas más antiguas del arte de narrar. Las diferentes posibilidades del “había una vez”, o de la fórmula “cuando de pronto” o la consabida “en
resolución”, nos hablan de una práctica humana, de una técnica, pero también del comportamiento estético y la historia cultural de la oralidad.
El cuento, en su multiplicidad, exige un lector ávido de experiencias instantáneas. A diferencia de la novela que permite y hace de la divagación su razón de ser, el cuento impone un llamado de atención súbita parecido a esos estados de elevación mística o cósmica que logra toda poesía. El cuento sucede ante los ojos del espectador y éste se entrega a la historia convencido de que esa sumersión en las palabras lo impactará para bien o para mal. Por ello, quien lee un cuento sabe que concurrirá a un acontecimiento que no da posibilidades de una postergación.
Pero lo que es válido para un solo lector también lo es para la sociedad que lee y se siente reflejada o representada en esa historia. Un buen cuento ha servido de registro cotidiano. En otras ocasiones, ha permitido la fundación de un imaginario o la simple denuncia de un hecho atroz. El cuento es espejo pero también filtro; reinvención de un tiempo histórico con todas las solemnidades incluidas pero también exposición de los dramas humanos universales. Es metáfora, juego, mensaje por descifrar, revelación fantástica, captura de lo íntimo, momento decisivo, suceso sin principio ni final para usar las palabras de Chéjov. Un cuento es siempre un acto de seducción estética, donde un individuo o un grupo aceptan sin resistencias tal invitación.
Todas estas apreciaciones adquieren
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significado cuando nos referimos a la cuentísticadeJulioRamónRibeyro,unode los escritores tangenciales de la literatura latinoamericana contemporánea. Hablar de sus cuentos supone siempre entrar en contacto con uno de los pocos ejemplos de sabiduría narrativa donde el autor establece su modernidad sin despegarse de los modelos más tradicionales de la prosa corta (Poe, Chéjov, Maupassant, Flaubert). En este sentido, podría decirse que mucho de su valor en sí o de su trascendencia están sustentados en su fidelidad a una manera de contar legítima y ya probada en el siglo XIX.
Al referirnos a Ribeyro como un escritor tangencial exponemos su condición de rezagado confeso con respecto a las prácticas literarias de su época. Mientras otros escritores de su Perú natal optaban por la novela (Vargas Llosa, Bryce Echenique), Ribeyro elegía o era elegido por el cuento; cuando las modas hablaban del compromiso del escritor y sus simpatías por la revolución cubana, Ribeyro hablaba de sus males o desalientos en la vida parisina y se cuidaba de dar opiniones para no repetirse, es decir, cuando los intelectuales y escritores daban señales de estilos ampulosos y densos, él se hacía preguntas sobre sus posibilidades como novelista y sobre los alcances de lo breve y lo fragmentario como vehículos comunicativos acordes a los tiempos. Tales elecciones configuraron un perfil: escritor subterráneo, fuera de las grandes editoriales y de paso con una pasión irrefrenable por el cuento que siempre ha dado tan bajos dividendos y
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es considerado como el pariente pobre de la ficción. Ese perfil, en términos de Juan Gabriel Vásquez, se podría reducir a la siguiente imagen:
En el segundo piso de la rue de la Harpe, ya se había instalado en la habitación que ocuparía el resto de su vida: el siglo XIX. De alguna manera, ya era lo que sería toda su vida: un anacronismo (Vásquez, 2012: 35).
Este anacronismo fue reforzado de la peor manera por la crítica, la gran crítica de los manuales de literatura latinoamericana, la cual hizo muy poco para entender y desentrañar las novedades aportadas por los cuentos de Ribeyro. Por ejemplo, en el extenso trabajo crítico de Enrique Anderson Imbert Historia de la Literatura Hispanoamericana, la visión sobre el autor es rasante y panorámica. Entendemos que el libro fue publicado en los años cincuenta cuando apenas la obra de Ribeyro perfilaba con rasgos más o menos definidos, pero la primera reimpresión de 1970 conserva esta percepción sobre el autor peruano:
Hay otro grupo que arma las narraciones con experiencias de ciudad. Son realistas y critican las iniquidades sociales, pero con atención a los relieves de la personalidad humana y las necesidades de renovar el arte de la composición. Mencionemos, ante todo, a Julio Ramón Ribeyro (1929). Acertó en los cuentos de Los gallinazos sin plumas (1955), allí se ve, por ejemplo a dos niños que viven en un miserable barrio de Lima, juntando inmundicias para cebar el cerdo del abuelo. La nota de violencia, sordidez y crueldad suele reaparecer en los Cuentos de Circunstancias (1955) y Tres historias sublevantes. También ha tenido éxito en el teatro: Santiago el pajarero. Novela rural es la Crónica de San Gabriel. (Anderson I,,1970: 234)
El cuento bosquejado por Anderson Imbert lleva por título “Los gallinazos sin plumas” y, en efecto, relata la vida, la gris vida, de esos dos niños y su explotador abuelo. También es cierta la atmósfera sórdida de las relaciones humanas en esa Lima espectral, marginal y caótica. Pero lo que Anderson Imbert no valora
– tal vez por premura, ceguera, o por exceso de confianza en la crítica como diagnóstico social- es el cambio radical que se produce con Ribeyro en el arte de contar una historia.
En “Los gallinazos sin plumas”, por ejemplo, Ribeyro es capaz de contrastar los más disímiles tonos humanos en un mismo espacio: la ingenuidad de dos chicos cuya labor es llevar desechos que sirvan de comida a un cerdo, la solidaridad entre ellos cuando uno enferma, la ternura del niño enfermo que se aferra a un pequeño perro como su nueva mascota; pero también la crueldad del oficio de estos nuevos gallinazos sin plumas, el viejo don Santos abuelo y patriarca feroz de la casa, el cerdo que devora al perro porque no hay suficiente comida, el joven que lanza al viejo al chiquero y huye con su adolorido hermano.
En esos tonos humanos, lo ficcional atrapa el despliegue del gesto. No amanece sino que “a las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar los primeros pasos“. Los personajes no caminan o van hacia un destino prefijado, simplemente divagan en medio de la nada de su existencia:
Y se lanzó a la calle respirando a pleno pulmón el aire de la mañana…Todo lo veía a través de una niebla mágica. La debilidad lo hacía ligero,
etéreo: volaba como un pájaro. En el muladar se sintió un gallinazo más entre los gallinazos… todas las secreciones del alba comenzaban a dispersarse por la ciudad. Enrique devuelto a su mundo caminaba feliz en su mundo de perros y fantasmas, tocado por la hora celeste. (Ribeyro, 1998: 85)
El relato no se cierra, queda suspendido en el instante de lo más atroz. Al comprobar que el abuelo ha matado al perro para echárselo al cerdo, el joven lo golpea y lo empuja al chiquero. Toma a su hermano y sale a la ciudad: “Cuando abrieron el portón de la calle se dieron cuenta que la hora celeste había terminado y que la ciudad, despierta y viva, abría ante ellos su magnífica mandíbula. Desde el chiquero llegaba el rumor de una batalla” (Ribeyro, 1998: 88)1. Acá el comentario merece detenerse para volver a la frase final del cuento. Ribeyro no busca ilustrar o describir o punzar lo sórdido para que nuestros sentidos satisfagan la cuota de morbo o revancha personal como lectores. Su objetivo es otro, aprendido desde la artesanal paciencia del cásico contador de historias: dejar a nuestra imaginación el desenlace feroz del relato. Ribeyro sintetiza en una línea un hecho violento y desagradable lo que suponemos está ocurriendo en ese lugar: la batalla por la vida entablada por el abuelo que es devorado por los mismos cerdos en el infame chiquero.
Ribeyro es elegante, con una sobriedad técnica poco común en los
Las cursivas son nuestras
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cuentistas de su generación. Su técnica consiste en reservarse siempre, como si las palabras nos dijeran que solo se puede comprender la trama del cuento si somos capaces de imaginar ese espacio ambiguo de lo ficcional. De allí que sean tan importantes las propias referencias que hace Ribeyro sobre el cuento como género y como mecanismo de construcción textual:
Cuentos, espejo de mi vida, pero también reflejo del mundo que me tocó vivir, en especial el de mi infancia y juventud, que intenté captar y representar en lo que a mi juicio, y de acuerdo a mi propia sensibilidad, lo merecía: oscuros habitantes limeños y sus ilusiones frustradas, escenas de la vida familiar, Miraflores, el mar y los arenales, combates perdidos, militares, borrachines, escritores, hacendados, matones, maleantes, locos, putas, profesores, burócratas, Tarma y Huamanga, pero también Europa y mis pensiones y viajes y algunas historias salidas de mi fantasía a eso se reducen mis cuentos, al menos en sus temas y personajes (Ribeyro, 1994: 8).
Este inventario de personajes, espacios y climas espirituales constituyen un universo afectivo que promueve en el lector una nueva manera de mirar la realidad. Sorprende que un crítico tan erudito como Anderson Imbert, a quien también se debe un libro indispensable como Teoría y técnica del cuento (1979) no se detenga en la mirada de Ribeyro y lo tipifique como un escritor realista cuando ese término dice poco en sí mismo y denota ambigüedad desconcertante. Ser realista porque se parte de realidades sociales crudas es una tautología inútil. Cuando se estudia el cuento riberyriano comprendemos cosas
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de la anécdota por la actitud del narrador al contar la historia. Importa poco si hay denuncia social o no, lo esencial es como son expresadas en el relato las “ilusiones frustradas, los “combates perdidos” de los personajes.
En uno de los enunciados de su decálogo del cuento, Ribeyro nos dice: “El cuento debe partir de situaciones en las que el o los personajes viven un conflicto que los obliga a tomar una decisión que pone en juego su destino”. (Ribeyro, 1998: 50) ¿Qué fórmula tan simple, tan antigua y sin embargo tan difícil de construir y transmitir? Hablamos de seres a los que les pasa algo y su destino se tuerce o por lo menos descubren en ese momento que se tuerce. Y entonces ocurre, la gran magia del relato, el destino del mundo, las ciudades, de los afectos, de todo lo circunstancial, giran y se pierden en el hoyo que parece ser el personaje.
Desde una perspectiva similar pero rescatando ese elemento agregado de la mirada ribeyriana, José Miguel Oviedo en el prólogo del libro Narradores Peruanos, una clásica antología publicada por Monte Ávila Editores en 1976 observa lo siguiente:
Julio Ramón Ribeyro (1929) es el que ha realizado la obra cuentística más extensa, más característica y consistente a lo largo de veintitantos años de trabajo asumido con rigor artístico y probidad intelectual. Cuando comenzó estaba bastante influido por la literatura fantástica (Kafka, sobre todo), cuya huella es perceptible en algunos cuentos de la época: La insignia, Scorpio, Doblaje. Pero rápidamente mostró sus virtudes de escritor para el relato realista y la descripción urbana: intensidad dramática, rica percepción de
situaciones humanas cotidianas, económica estructura narrativa, lenguaje de poética desnudez. Las tristes barriadas limeñas, el sórdido horizonte del lumpen-proletariat, la mezquina condición del empleado, la monotonía y la frustración existencial de nuestra clase media, son los materiales básicos con los cuales Ribeyro traza una imagen agudamente crítica de las pugnas violentas que se desarrollan bajo la superficie indiferente y frívola de Lima. Son cuentos realistas que contienen una fuerte cuota simbólica: lo que en el fondo quieren mostrarnos es la sempiterna lucha entre la realidad y la ilusión, entre la verdad y la apariencia, entre los sueños de juventud y el cinismo del mundo adulto.
(Oviedo, 1976: 20)
Esa cuota simbólica es la que caracteriza el cuento comentado “Los gallinazos sin plumas”. El relato no es una denuncia sobre la infancia abandonada o cualquier otro tópico de gran productividad para la sociología o la política, es la expresión poética nacida de una situación sórdida, la elevación de lo oscuro y lo horrible a las armonías del gran lenguaje.
Conviene, entonces, internarse en algunos relatos para determinar cómo funciona ese plano simbólico y como adquieren las distintas realidades humanas descritas una nueva enunciación en el cuento. La selección es arbitraria y responde más a una elección afectiva que a un juicio sistemático sobre la trayectoria del autor. Se vuelve siempre a los cuentos donde se goza la repetición de cierta cualidad lúdica del lenguaje o de la resolución final de la peripecia de los personajes. Escogemos cuatro relatos: “El profesor suplente” escrito en
Amberes en 1957, Una aventura nocturna fechado en Lima en 1958, “La juventud en la otra ribera” de 1969 y “Silvio en el Rosedal” de 1976, ambos escritos en París.
En el libro El arte de la distorsión, el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez dedica unas cuantas páginas a la narrativa de Ribeyro y en uno de sus pasajes rescata milagrosamente una reflexión sobre el cuento presente en el prólogo de la primera edición de Los gallinazos sin plumas:
El cuento me parece que no es un “resumen” sino un “fragmento”. Quiero decir con esto que el cuentista no debe tratar de reducir a cuatro páginas un acontecimiento de la vida humana que podría requerir una novela, sino que debe en este acontecimiento o en esta vida escoger precisamente el momento culminante, recortarlo –como se recorta la escena de una cinta cinematográfica- y presentarlo al lector como un cuerpo independiente y vivo. (Vásquez, 2012: 37)
Tenemos acá un principio esencial para el estudio de los cuentos escogidos. La captura de ese fragmento debe hablar por sí mismo sin apelar a digresiones o atajos, nos habla de técnica pero también de las llamadas unidades de tiempo, acción y lugar que todo relato debe tener. Un personaje vive una situación en un espacio específico y ejecuta una acción para obtener un resultado no siempre satisfactorio. De allí que el cuento como fragmento, como cuerpo independiente y vivo sean nociones necesarias para dibujar una poética del cuento. Como el propio Ribeyro indicó que “dicha poética se encuentra formulada implícitamente
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en mis relatos, al menos para el lector atento)” (Ribeyro, 1994: 8) proyectemos nuestra atención hacia el primer relato seleccionado “El profesor suplente”.
La historia de este relato es sencilla: atardece y Matías Palomino, cobrador de oficio, junto a su mujer, se toman un té y se quejan de la miseria de su clase social. El aburrimiento y el abandono general son sacudidos por la llegada de un profesor, el doctor Valencia, quien trae a esa humilde casa una noticia formidable: Matías ha sido seleccionado por él como profesor suplente y le augura una carrera prestigiosa en el colegio y por qué no hasta en la universidad. Matías desbordado y halagado por ese cambio de futuro inminente pasa la noche preparando su lección y su mujer lo despide deseándole el mayor de los éxitos académicos. Hasta acá el argumento transita por procedimientos naturales. Tenemos un personaje de atmósfera chejoviana2 que tiene un propósito por cumplir y se dirige a hacerlo con los signos de un notario que ostenta cierta aureola magisterial, corbatín y terno de ceremonias incluidos. Pese a su pasado irregular porque en más de una ocasión había sido aplazado en sus exámenes de bachillerato, se dispone a la acción hasta que sucede algo inusual. Llega adelantado diez minutos al colegio señalado y eso produce en él tal desasosiego, que cambia de rumbo y se va a una esquina del lugar.
Recordemos al personaje Niujin en el monólogo “El daño que hace el tabaco”, por ejemplo.
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Es en este instante que la técnica de Ribeyro adquiere un dinamismo caracterizado por la construcción de un drama a partir de la gestualidad y los imperceptibles cambios de ánimo del personaje. En Ribeyro, y creemos que en todo cuentista de genio y oficio, el psicologismo no es suficiente para exponer los acontecimientos. La ficcionalidad del personaje, esa mutabilidad de impresiones y sensaciones, trenzan el destino final de Matías. Sudoroso y perplejo, impedido por razones imposibles para llegar, presentarse y dar la clase, recorre los alrededores, observa y se sorprende con una imagen reflejada en la vidriera de la tienda de discos. La escena es elocuente por los distintos niveles de sensorialidad del personaje exhibidos, como si de capas sucesivas se tratara:
Se disponía a regresar – el reloj del Municipio acababa de dar las once- cuando detrás de la vidriera de una tienda de discos distinguió a un hombre pálido que lo espiaba. Con sorpresa constató que ese hombre no era otra cosa que su propio reflejo. Observándose con disimulo, hizo un guiño, como para disipar esa expresión un poco lóbrega que la mala noche de estudio y de café habían grabado en sus facciones. (Ribeyro, 1998: 187-188).
Esta acción, que tantas veces se ha comentado desde visión del fracaso ribeyriano, no puede desaprovecharse para un comentario acaso periférico pero significativo. Estamos en una escena de tragicomedia clásica tan propia del teatro o del cine mudo. Al sorprenderse con su propia imagen, regresar al sitio e intentar de nuevo entrar al colegio, para luego
abandonar la idea, ser perseguido por el portero del colegio que lo quiere abordar para encaminarlo a las aulas, toda esa precipitación de pequeños sucesos tiene el valor de una secuencia cinematográfica como una de esas películas del mejor Chaplin o de un cineasta tan actual como Woody Allen.
La respuesta que da al portero cuando logra detenerlo e identificarlo como el profesor suplente no deja dudas del candor de este tipo de personajes. Cuando el portero le dice si él es el nuevo profesor de Historia, su respuesta llena de ira no se deja esperar: “!Yo soy cobrador!”. Pero esa ira no es social, no es producto de un resentimiento de clase, ni de un reclamo urgente. Es la declaración de una impotencia inexplicable, de cómo el absurdo se instala en la vida de los seres humanos sin que tengan que ocurrir hechos extraordinarios o fantásticos.
Al final del relato, Matías miente momentáneamente a su mujer y le dice que “¡Todo ha sido magnífico!. !Me
aplaudieron!” Y llega acá el fragmento donde se verifica ese candor, esa humanidad del personaje: ”pero al sentir los brazos de su mujer que lo enlazaban al cuello y al ver en sus ojos, por primera vez, una llama de invencible orgullo, inclinó con violencia la cabeza y se echó desconsoladamente a llorar” (Op. cit.,1998: 190). Hablar de fracaso como premisa temáticaenestecasoes obvio y no agrega más a lo que el propio Ribeyro ha opinado sobre sus relatos. Lo interesante es observar cuál es la proposición sobre el fracaso hecha por Ribeyro: el fracaso
como proceso espiritual, como inocencia perdida o ternura malograda. Decía Chéjov que “también en el campo de la psique se requieren detalles…Lo mejor de todo es no describir el estado de ánimo de los personajes; hay que tratar que se desprenda de sus propias acciones” (Chéjov, 2002: 66).
Esta opinión en una carta a su hermano Aleksandr, en fecha 10 de mayo de 1886, nos traslada a un principio catalizador de la ficcionalidad tanto en Chejov como en Ribeyro: la capacidad dinámica del detalle para expresar un hacer, un decir y, sobre todo, un convivir. Cuando Matías cree dominar el encuentro con su esposa con la simulación de un triunfo, un gesto, la mirada orgullosa de su mujer lo derrumba, lo conduce al llanto, única verdad al alcance de su mano. Ese “momento de verdad” había comenzado mucho antes, cuando el pánico, la inseguridad de la lección aprendida en su noche de insomnio, lo asaltan sin remedio. Pero es en brazos de su mujer donde Matías recupera los restos de su individualidad. El llanto, un detalle conmovedor final, lo devuelve a su miserable vida de cobrador, de profesor frustrado de esos con tantas cosas interesantes en la cabeza que no sirven para nada.
Así muchos afirmen el carácter realista de este tipo de relatos (Anderson Imbert, Oviedo, Vásquez, Elmore y hasta el propio Ribeyro), el adjetivo es una simple motivación o excusa para explorar un tipo de teatralidad o de gestualidad fragmentaria y viva. Si hay algo que
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queda claro de este tipo de cuentos es que podemos contarlo en nuestras propias palabras porque podemos ver el destino de Matías. Una cualidad virtual invade el relato. Vemos sus asombros y afanes. Ante nuestros ojos pasa la cafetera, se desempolvan los libros, la calva adquiere cierta dignidad erudita. Al día siguiente, hasta la acción amorosa de su mujer quitándole las últimas pelusillas al terno de ceremonias se realiza como parte de un mirar conjunto, el del autor y el del lector. Y las cosas ocurren de esta manera porque más que realismo, el relato tiene una ambición de realidad, necesita construirse en lo creíble para no ser una simple estampa, o crónica, o pintura de lo social.
El segundo relato, “Una aventura nocturna”, escrito en Lima en 1958 y publicado en el libro Las botellas y los hombres de 1964, posee procedimientos similares a “El profesor suplente”, aunque la textura del personaje sea esta vez, una síntesis de las frecuentes tipologías manejadas por Ribeyro.
La gran literatura, aquella sustentada en sólidas columnas estéticas y temáticas, en formato amplio como la novela o breve como el cuento, siempre ha sido la concreción de un personaje y una historia. Aunque parezca evidente, no todo el tiempo se ofrece con resultados notables la confluencia de un personaje específico, con nombre y apellido, al cual le ocurre algo definitivo que lo impulsa a tomar una decisión. Los pasos que da a partir de ese hecho solo tienen sentido en el marco de la ficción. El autor muestra lo
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que ocurre y el lector acepta la resolución o el desenlace.
Contrario a una narrativa donde confluyen voces o donde los actantes son entidades genéricas (el hombre, la mujer, el anciano, el niño), en Ribeyro los personajes tienen una identidad: un nombre, una edad, desempeñan un oficio, apelan a unos hábitos, ocupan un estatus en la escala social, pero sobre todo gozan de una corporeidad. Ese cuerpo al que le pasan cosas tangibles como caminar o vagar por calles desconocidas; pero también intangibles, el desprecio y la repugnancia de los demás, la soledad real que se expande en el espacio y el tiempo.
En “Una aventura nocturna”, Ribeyro apela a una concisión en la presentación del personaje, el desarrollo de la peripecia y el inesperado desenlace. El minimalismo de la trama no limita la intensidad del drama. Esta vez aparece un cuarentón llamado Arístides, un “excluido del festín de la vida”, un solitario sin esposa ni querida con un trabajo mediocre en un registro civil. La descripción de su espacio vital está marcado por esa “imagen moral del fracaso”: departamento mínimo, ropa sucia, muebles averiados. Una noche, Arístides decide caminar sin rumbo por las calles de Miraflores y observa con sorpresa que la ciudad ha cambiado y que el barrio comienza a poblarse de edificios nuevos. En un momento de ese vagar, se extravía y llega a un café vacío el cual es atendido por una mujer. Duda sobre la posibilidad de entrar, sigue su camino, regresa y para su sorpresa
la mujer lo invita a pasar cuando ya es medianoche. La invitación tiene para él mucho de insólito: “una desconocida le había hablado en la noche”. Entra, se sienta en una mesa, pide un café, cambia la decisión y opta por una cerveza. La mujer va hasta el bar, toma una botella de coñac y una copa y decide acompañarlo. Se inicia acá un cortejo, los vislumbres de una aventura erótica. Arístides se acomoda la corbata, ella pone un disco. La música define el primer encuentro de los cuerpos, hombros flácidos, pecas, talle tieso y fajado en ella, temblor y ansiedad en él. Al colocar el segundo disco, ella le dice que cerrará las persianas y Arístides le afirma que se quedará después de cerrar. Ella asiente y cuando todo supone el comienzo de una fogosa noche, ella le dice que es necesario guardar las mesas y sillas. Arístides acepta tal tarea como si fuera marido voluntarioso y cuando vencido por el cansancio dispone de la última silla, ella le dice que falta el macetero. Arístides cumple ante la inminente tierra prometida de esa aventura nocturna, sale del local y cuando viene cargando el pesado macetero, la mujer cierra el establecimiento y lo deja a la deriva. Arístides lanza el objeto contra el piso y la vergüenza lo inunda.
En su Cuaderno de notas, Chéjov apunta que “el hombre no abre los ojos hasta que no es infeliz” (Chejov, 2011:160). Con la certeza de un aforismo podría ser la clave para entender a Arístides. Lo que ocurre al personaje no es solo un infortunio contado en clave irónica. Presentimos en el argumento
un juego sutil entre el gato y el ratón, las disyuntivas y manejos, los anhelos de un lado y los pragmatismos del otro. Casi podemos adelantarnos a la trampa final pero lo que no podemos saber es la forma en la cual se resuelve en una breve escena el colapso de una ilusión. Cuando Arístides viene con el inmenso macetero y encuentra la puerta cerrada. Le pide que abra y ella hace “un gesto negativo y gracioso con el dedo”:
-Abra ¿No ve que me estoy doblando? La mujer volvió a negar.
-¡Por favor, abra, que no estoy para bromas! La mujer hizo una atenta reverencia y le volvió la espalda. Arístides, sin soltar el macetero, vio cómo se alejaba cansadamente, apagando las luces, recogiendo las copas hasta desaparecer por la puerta de fondo. Cuando todo quedó a oscuras y en silencio, Arístides alzó el macetero por encima de su cabeza y lo estrelló contra el suelo. El ruido de la terracota haciéndose trizas o hizo volver en sí: en cada añico reconoció un pedazo de su ilusión rota. Y tuvo la sensación de una vergüenza atroz, como si un perro lo hubiera orinado. (Oviedo, 1976: 92).
El fragmento final del cuento concentra en dos imágenes el poder evocativo de Ribeyro: la terracota hecha añicos como símbolo de una ilusión fracturada y la vergüenza transfigurada en ese símil humillante. Ese instante de lucidez es también la conciencia del desposeimiento. Unos instantes apenas separan a Arístides de la totalidad anhelada en su aventura o paseo: un espacio distinto a su sótano burocrático; una mujer con quien bailar, hacer el amor y compartir la cama; una labor de comerciante eficaz y de marido que cumple sus deberes masculinos; un
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despertar de sensaciones cuando la edad parece haberse llevado todo. Pero lo que la dueña impone no es una broma y su despedida con el dedo cancela los sueños del personaje y lo deja convertido en un objeto, un trasto, una pared, un farol solitario donde cualquier perro podría orinar.
El tercer cuento, “La juventud en la otra ribera”, escrito en 1969, representa un viraje en varios sentidos. Por un lado, es un relato que rompe, por su extensión y dinamismo de secuencias, con algunos de los preceptos que el propio Ribeyro había establecido en su decálogo con respecto a la brevedad inherente al relato. Por otro significa uno de los ejemplos más acabados de una de las persistencias temáticas más claras del autor como es la llamada “aventura tardía”. En cuanto a la estructura, este relato podría considerarse una nouvelle, no solo por la extensión sino por la densidad coral de lo narrado: varias voces además del personaje principal acompañan la acción. En cuanto al tema, es una exploración de mayor alcance porque si bien en “Una aventura nocturna” observamos a un personaje que da un paseo, la utilización de este recurso en la trama se reitera no solo en el tercer cuento seleccionado sino también en otros como “Terra incógnita” de 1975.
Esta idea del tránsito vital del personaje que necesita desprenderse de su soledad o de la opresiva cotidianidad, no es original en Ribeyro y de hecho hay muchos antecedentes en sus lecturas de literatura francesa que podrían generar
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interesantes líneas de investigación. Stendhal, por ejemplo, tiene un libro formidable en belleza y estilo titulado Paseos por Roma, una especie de guía espiritual por la ciudad donde el autor va mostrando distintos niveles de asombro y ensimismamiento ante palacios, monumentos, pinturas y estatuas. Pero quien suministra los aderezos necesarios para tal procedimiento ficcional es Guy de Maupassant porque en sus cuentos se observa con mucha frecuencia ese viaje nocturno a la nada, con ansias por vivir nuevas realidades y con resultados paradójicos la mayoría de las veces. Relatos como “Paseo” o “Amigo Paciencia” presentan tal esquema en las tramas. En el primero, un tenedor de libros, M. Leras, cuya vida “había transcurrido sin emociones y casi sin esperanzas. La facultad de los sueños, que todo el mundo lleva dentro de sí, nunca se había desarrollado en la medianía de sus ambiciones”, (Maupassant, 2007: 184), transita por boulevares, recuerda los capítulos de su vida, llega a un momento de revelación sobre la inutilidad de su existencia, va hacia un jardín desde donde ve París y es encontrado muerto
en un aparente suicidio.
La noción de aventura tardía pertenece al crítico Julio Ortega quien la ha desarrollado en sus ensayos sobre los cuentos de Ribeyro. Tiene una esencia práctica si atendemos la naturaleza de un personaje como el doctor Plácido Huamán. Llega el referido doctor a Paris, en estación de tránsito, para luego trasladarse a Ginebra donde ha sido
enviado como asistente a un congreso educativo. Pero la estadía en París se alarga porque el doctor Huamán conoce en un café de la plaza Pigalle a Solange, una desinhibida chica que pasa con él la noche y los sucesivos días. Solange es la mujer viviente donde se funden todos los planos eróticos del arte. Sus días en París son mágicos, no solo por esa conquista después de veinte años en un soso ministerio, sino porque la estadía le permite experimentar el mito de la ciudad bohemia, culta, vanguardista. Sin embargo, la trama se complica con movimientos extraños. Solagne no es tan natural y espontánea como se desea y lleva al doctor Huamán hacia trampas insospechadas, que solo pretenden obtener sus dólares de viajero. Pese a todo el doctor Huamán entra en el juego, bebe vino que personajes filosos, asiste a una fiesta que más parece una feria de las vanidades o una balsa de los locos, hasta que es llevado a un paraje y asesinado sin ninguna compasión.
El cuento es conmovedor por múltiples razones, pero tal vez, la más importante sea el uso dado por Ribeyro a la ironía para derrumbar cualquier actitud sentimental en el lector. La ironía relativiza todos los órdenes, ideas preconcebidas, sentimientos, lenguajes y su efecto se produce porque no permite en ninguna circunstancia que se produzcan formulaciones absolutas. La ciudad no es tan artística como parece a los ojos del doctor Huamán, el erotismo no está precedido de inocencia, las personas intercambian afinidades solo por el placer y el dinero. La “aventura tardía”
del doctor Huamán tiene un precio muy alto y su muerte es solo la consecuencia del recorrido espiritual fallido ejecutado por muchos personajes de Ribeyro.
Dicho recorrido tiene inicios, escalas y llegadas. El personaje parte de su soledad y casi todos pueden sentir una voz, que a fin de cuentas es su voz interior como le ocurre al personaje de “Terra Incógnita”, el doctor Álvaro Peñaflor. La voz de la soledad es el principio catalizador para convertir el tránsito en evasión. Hay anhelo de diversión, de conocer gentes y mundos nuevos, de vivir intensidades. La evasión construye de inmediato una plenitud simulada: el baile de Arístides con la mujer del bar, el sexo libre del doctor Huamán, la historia ambigua del doctor Peñaflor al llevarse a su casa a un negro que le causa sensaciones distintas a las de su esposa ausente. Luego se produce el acontecimiento donde se rompe la ilusión y dicho suceso paraliza al personaje, lo neutralizan para una sensata resolución. Finalmente, el personaje siente una pérdida de lo absoluto y esto lo conduce a la resignación, el vacío, la muerte o el más sórdido desamparo. Su sobrevivencia está descrita en términos instintivos: un ser cuya única salida es adaptarse a las circunstancias y resistir sin formularse un proyecto alternativo.
El último cuento, “Silvio en el Rosedal”, pertenece a esa estirpe de relatos que se instalan en el imaginario social y son ritualizados una y otra vez por los lectores de todas las épocas. Así como persisten textos como “El perseguidor” de Julio Cortázar, “La increíble y triste
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historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada” de García Márquez o “El Aleph” de Jorge Luis Borges, “Silvio en el Rosedal” es de ese tipo de cuentos cuya trascendencia está ligada a la construcción de un nuevo lector cada vez que se abordan sus páginas.
La primera frase del cuento utiliza un antiguo procedimiento ficcional como es ubicar al lector en una circunstancia de apariencia real y por ende, verdadera. El Rosedal es una hacienda, codiciada por muchos, por su belleza y esplendor. Este subterfugio cervantino de decir las cosas sin apartarse un ápice de la verdad para luego fundar la ficción, es solo un pretexto para presentar una genealogía de propietarios italianos cuyo único heredero es un tal Silvio Lombardi. Éste recibe de improviso la responsabilidad de administrar la hacienda ante la muerte inoportuna y súbita de su padre, Don Salvatore. La plantación de rosas que da nombre a la hacienda se convierte para Silvio en un primer momento en un lastre incómodo cuando lo que él hubiera querido hacer es desarrollar sus cualidades como violinista. El artista frustrado que había pasado una vida detrás del mostrador de una ferretería en una existencia anónima y vaga, sin amigos o novia, sin proyectos como todo buen personaje ribeyriano, de repente a los cuarenta años observa la belleza de la propiedad y se siente cautivado. La hacienda posee el atractivo de un paraíso terrenal donde todas las piezas encajan a la perfección. La casa, una vieja mansión colonial, las habitaciones con empapelados antiguos, el jardín
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infinito de rosas, los árboles frutales, un minarete, todo en disposición armónica como si fuera una de esas maravillosas partituras o arias que su madre le cantaba de niño.
La antigua vida de Silvio donde solo tuvo “algunas escapadas juveniles y nocturnas por la ciudad, buscando algo que no sabía que era y que por ello mismo nunca encontró y que despertaron en él cierto gusto por la soledad, la indagación y el sueño” (Ob. cit., 1994: 43), se transforma al llegar a la hacienda porque lo convierten en un protagonista más del paisaje rural de Tarma.
Inicia su vida de hacendado y es acá cuando la pequeña nouvelle da paso a múltiples acontecimientos con el característico inventario social a manera de mural de personajes secundarios o tipos que en los cuentos de Ribeyro están siempre presentes. Al igual que en Maupassant la connotación de laberinto social se verifica porque las distintas clases se cruzan como pasadizos que no llevan a ninguna parte.
Dentro de esos acontecimientos está un hecho sorpresivo: Silvio observa unos signos extraños en la plantación de los rosales; estos signos (un círculo, un rectángulo, dos círculos más, otro rectángulo, dos círculos finales) configuraban un mensaje en clave morse que él no podía descifrar. Envía esta información al telegrafista del pueblo y después de todo un día de espera, le llega la anhelada respuesta. En los jardines está escrita la palabra RES.
Es a partir de esta certeza preliminar
que el cuento adquiere la misma atmósfera de ciertos relatos de Borges donde un personaje intenta develar los misterios de un acertijo que lo desborda como sucede en muchos textos del libro Ficciones. La palabra RES pasa por conjeturas, búsquedas, virajes, traducciones del latín al español y el personaje Silvio va convirtiéndose en un detective de sí mismo. Una incidencia del relato le da una respuesta inesperada. La llegada desde Italia de una prima y su hija le dan a Silvio una clarividencia momentánea. Sus nombres son Rosa Eleonora Settembrini y Roxana Elena Settembrini, cuyas iniciales las vinculaban al misterio de los rosales. Esto mueve en Silvio sentimientos vertiginosos. Se enamora de Roxana, una niña de apenas quince años, retoma sus ejecuciones de Beethoven con el violín, desea construir una universidad en Tarma para los estudios de Roxana, hace fiestas, promueve en la comunidad esplendores similares a los fuegos artificiales, hasta que llega la desilusión. En el aniversario de Roxana y ante una concurrencia, observa que la joven tiene sus ojos puestos en un potencial pretendiente y que todas sus atenciones no pasaban de ser galanterías absurdas de un viejo destinado al olvido. En esa misma fiesta, tal vez por un exceso de alcohol o de comida, de desencanto o aturdimiento, Silvio se retira para tomar su violín, subir al minarete y observar el rosedal. Allí llega a una dolorosa conclusión:
En ese jardín no había enigma ni misiva, ni en su vida tampoco….Y al hacerlo se sintió sereno, soberano…Y empezó a tocar para
nadie en medio del estruendo. Para nadie. Y tuvo la certeza de que nunca lo había hecho mejor (Ribeyro, 1998: 65).
En el prólogo de La invención de Morel de Bioy Casares, Borges no duda en calificar de perfecta esta pequeña novela. La razones son llamativas y Borges habla del traslado a este continente de un género nuevo: una novela con aderezos policiales, de aventura encriptada y audacia psicológica. Con motivaciones parecidas podríamos aplicar a Silvio en el Rosedal las mismas características porque este cuento al igual que la novela de Bioy Casares o de textos como El Pozo de Juan Carlos Onetti, por solo nombrar alguno más, poseen lo que podría denominarse totalidad ficcional.
¿Qué entendemos por totalidad ficcional? En principio, solo podría contestarse con una cadena de apreciaciones no exentas de subjetividad. La totalidad ficcional se hace presente cuando la infinitud de relaciones entre la forma y el fondo logran tal alto grado de correspondencias semánticas que se genera un universo autónomo de seres, acciones y resoluciones. Es evidente que detrás de esa totalidad hay una estructura, una técnica y un lenguaje, pero es necesario que la historia elegida sea susceptible de ser contada con la aceptación íntima del lector, ese efecto de realidad del que se habla tanto en el teatro cuando el espectador reconoce como cierto, como real, lo que está presenciando. En ese contar, la voz del narrador contribuye a que el cuento salte de la noción de historia simple, a la de
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virtualidad.
De allí a que la totalidad ficcional pese a ser una categoría empírica susceptible de críticas, posea utilidad para mirar no solo a Silvio, sino lo que Silvio ve y persigue en los rosales de la hacienda. Es cierto que en ese hacer, Ribeyro vuelve a sus postulados sobre la trama y la noción de fracaso de sus personajes. Pero lo que “Silvio en el Rosedal” como cuento agrega es la expresión más clara de la inutilidad de todo esfuerzo humano. A la usanza del mejor Beckett, Ribeyro comunica con dolor pero sin patetismo, la estridencia del mundo y la incapacidad de integración del individuo. Al final, quizás todos los seres repiten lo mismo: quedan solos tocando para nadie una melodía sublime. Nada cambiará, será un acto irrepetible que puede rozar la muerte, pero muy en secreto cada quien tendrá la sensación de ser vencido por la vida aunque como Silvio se pueda estar haciendo la mejor interpretación. Para nadie.
Si Ribeyro es capaz de abordar en el cuento momentos tan singulares de la convivencia humana, su escritura alcanza climas desconcertantes cuando explora lo que se podría entender como escritura periférica, es decir, aquel conjunto textual que superando las formas del género se convierte en una variante expresiva donde todo parece valer.
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La escritura periférica de un escritor posee características diversas: tiene mucho de ejercicio diario, de calistenia espiritual preparatoria; indaga con libertad amplitud de temas y motivos; anhela cierta introspección y el escritor hace balances de sus creencias, costumbres, hábitos, formas de mirar y nombrar; tiene mucho de captura de la fugacidad del mundo, una anotación atrapa el instante y no pretende crecer en palabras más allá de lo nombrado; ofrece un perfil narcisista con mayores o menores honestidades, de alguna manera se dice que lo escrito es personal cuando se sabe que ese fragmento textual será revisado, comentado, censurado y alabado por otro; comporta una acción incompleta, postergada, aspirante permanente a la revisión y edición del propio escritor; en suma, es una escritura subterránea que sirve de armazón a lo visible, la parte del iceberg que se vislumbra pero del cual no se saben las reales dimensiones.
A este tipo de escritura pertenecen dos libros esenciales en la producción ribeyrana: Prosas Apátridas y el diario titulado La tentación del fracaso. Dos piezas que poseen mucho de esa hibridez de la escritura actual donde el narrador pasa a ser cronista de sí mismo o donde cualquier ensayo pasa a ser una forma sutil de autobiografía para usar los términos de Ricardo Piglia.
Prosas Apátridas comienza con un epígrafe de R. Tagore donde se resume la tonalidad espiritual de Ribeyro como hombre común, como intelectual y sobre todo como narrador. Señala Tagore:
“El botín de los años inútiles, que con tanto recelo guardaste, disípalo ahora: te quedará el triunfo desesperado de haber perdido todo” (Ribeyro, 2007: 7). Esta visión del fracaso, del naufragio personal, es una seña de identidad de su escritura: Ribeyro pertenece a ese tipo de escritores cuyo anacronismo consiste en llegar tarde a todo, ya sea por decisión propia o por simple azar: cuentista genial, admirado y reverenciado por muchos, pero inscrito en una época en la que parecen triunfar las formas novelescas que reactiven los escenarios épicos de la historia latinoamericana; figura anónima y casi excluida del boom latinoamericano; figura poco dada a lo mediático que tantos dividendos generó a los autores de su época; tránsfuga perpetuo en ciudades invernales, invisible habitante de buhardilla parisina; funcionario de una dependencia perdida de France Press; diminuto consejero cultural de la UNESCO; autor premiado por sus aportes a la cuentística cuando ya no queda mucho tiempo y la enfermedad juega sus últimas partidas.
El inventario de oficios inútiles corresponde a esos años que quedan registrados en las páginas de Prosas Apátridas. Libro fragmentario y lúdico que el lector ordena y usa según sea la página por la cual entra. Con estas prosas, la lectura se convierte en una casa de cien puertas y el lector recorre sus pasillos interiores y determina su goce a partir de la decisión tomada al inicio.
En el prólogo del libro, Ribeyro
intenta una definición y por qué no, una
hipótesis: “Se trata en primer término, de textos que no han encontrado sitio en mis libros ya publicados y que erraban en mis papeles, sin destino y sin función precisos” (Ribeyro, 2007: 9). Esta declaración permite la siguiente inferencia: existe un tipo de escritura en todo autor que pese a contener todas sus variantes estilísticas, se desplaza lejos de un centro aglutinador de la expresión y pasa a ser constituyente de un aislamiento expresivo. Lo periférico también es migratorio y la suerte de algunos textos está signada por un exilio doloroso en el conjunto de la obra:
…se trata de textos que no se ajustan cabalmente a ningún género, pues no son poemas en prosa, ni páginas de un diario íntimo, ni apuntes destinados a un posterior desarrollo…los considero “apátridas” pues carecen de un territorio literario propio.
Estas afirmaciones o explicaciones dadas por Ribeyro parece enfrentarnos a una solución sobre la naturaleza de los textos cuando en realidad tales “precisiones” producen incógnitas mayores. No es ingenua la expresión aunque ostente una gran belleza poética. Ribeyro lejos de definir, argumenta a través de oposiciones. No dice lo que son las prosas, nos lleva al territorio de lo que son. Es acá donde tal vez sin aspirarlo Ribeyro ofrece el primer problema estético que Prosas Apátridas esboza. En una nota de su diario del 23 de marzo de 1961, expone:
Larga interrogación del diario. Pérdida del sentido de lo pintoresco. Búsqueda de lo esencial. Esperanza de realizar algo importante. Buscar la tensión, en la que brotan
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chispas del lenguaje. Imaginar el lenguaje como un material forjable, el cual bajo el efecto de una temperatura determinada, entra en incandescencia y cambia de naturaleza. Muy pocas veces he conseguido ese estado, poquísimos ejemplos entre las miles de frases que he escrito. Imagino un libro o aunque sea un relato, que constituya una alineación de periodos tensos. Pero eso debe ser quizás la poesía (Ribeyro, 2008: 127).
Faltaba más de una década para la primera edición de las “prosas apátridas” y Ribeyro en una anotación breve hacia el inventario de grandes problemas estéticos:
¿qué significa buscar lo esencial?, ¿Qué tipo de tensión debe desarrollarse y producir esa incandescencia? ¿Imaginaba Ribeyro en 1961 que ese libro podría ser algo parecido a sus Prosas Apátridas?
La cita del diario solo revela una de las grandes preocupaciones ribeyrianas como es lo siguiente: la literatura es un lenguaje vivo, con comportamientos imprevistos y la tarea de un escritor es solo trabajar esa alquimia de la mejor manera posible. Quien trabaja con palabras maneja incandescencias y está consciente de que esa categoría llamada estilo es una suerte de fusión individuo- lenguaje en la cual hay alteraciones, modificaciones para nuevas gestiones expresivas. Por ello, lejos de ser un término explicativo, el adjetivo apátrida es una deliciosa trampa, un anzuelo discursivo para llevar al lector al plano de fondo: la prosa. Con una fe intransferible los lectores se enganchan a los adjetivos. Lo accidental siempre es llamativo, luminoso y es tal su lumbre que no deja ver esa zona en claroscuro que Ribeyro
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reserva para todos. Así como la llama de una vela posee el éxtasis de su fulgor y atrapa las miradas, los adjetivos son los cancerberos de las esencias.
¿Por qué Ribeyro no habla de textos apátridas o de narraciones apátridas? ¿Por qué rescata ese vocablo de tanta significación para la literatura latinoamericana-recuérdese Prosas profanas- de Rubén Darío? ¿Qué tipo de resemantización está produciendo? Es evidente que al enunciar prosas estamos en la materia misma del libro, lo sustancial, lo sustantivo, lo que posee unas leyes, unos códigos, una estructura y una mecánica compositiva. Es imposible no pensar en la tradición, en el legado de autores que como Alfonso Reyes, Octavio Paz, Uslar Pietro, Borges o Picón Salas, por nombrar solo algunos, configuran su obra en torno a la premisa de la gran prosa, de la expresión donde el lenguaje alcanza un registro mayor, de profundo conocimiento y sabiduría, pero también de una ambición por renovarse y hacerse plural o múltiple en su realización lingüística y estilística.
Enrique Anderson Imbert en un libro de lectura obligada titulado La Prosa, modalidades y usos, apunta las paradojas y tautologías que surgen al momento de definir tan escurridiza noción y abunda en ejemplos para referirse a los aspectos artesanales, de conocimiento de la lengua que debe tener un prosista conjuntamente con los contenidos o realidades presentes en el texto. Pero en un momento de su explosión afirma:
Del gran almacén que es la lengua, el prosador selecciona los medios expresivos que mejor
convienen a su ánimo. La gramática es el catálogo que facilita la adquisición de bienes. El escritor recorre todos los pisos y mostradores de ese gran almacén, lo cual no es óbice para que también consulte el catálogo. Puesto que el repertorio de formas de sintaxis es limitado (a diferencia del ilimitado número de palabras) la riqueza sintáctica depende de los giros mentales del prosista y de su talento para flexibilizar, modificar y ampliar las combinaciones verbales. La vida interior de las palabras en el claustro de la oración goza de libertad, relativa sin duda a las leyes del idioma pero de todas maneras suficiente para crear una prosa venturosa (Anderson I, 1998: 71).
¡Cuántas asociaciones se pueden hacer con el propósito oculto de estas prosas apátridas! ¡Cuánto anhelo de una literatura donde se reconozca la “vida interior de las palabras” ¡Cuántas combinatorias ofrecen las doscientas piezas de orfebrería verbal que construyen esta particular arquitectura!
Ribeyro crea un territorio donde dos vertientes se intersectan. Por un lado, la vocación ficcional y, por otro, la tendencia al texto íntimo o diarístico. Todo ello con un objetivo tal vez casual como ejercer el oficio de la escritura con nuevas leyes, sin virtuosismos exagerados, ni delirantes épocas estilísticas como la mayoría de los escritores de su generación tanto en Perú como en el resto de Latinoamérica. Lo que se respira en los textos es el encuentro con la depuración, con el minimalismo de un individuo que mira la realidad y la escribe en un papel cualquiera.
En una carta fechada el 12 de mayo de 1975, Luís Loayza, amigo y compañero de la generación peruana del 50, le escribe:
Creo que tu ejemplo será útil, sobre todo en Lima donde la inflación verbal es tan aguda, para recordar a los lectores que escribir bien no es emplear una serie de tretas o de técnicas sino sencillamente sentir, pensar y decir lo mejor posible (Loayza,1979)
Esta respuesta afectuosa y crítica a las Prosas Apátridas es, ante todo, una lección de sentido común. ¿En qué consiste escribir? “Sentir, pensar y decir lo mejor posible”. La respuesta no da márgenes a simulaciones, ni a teorías, ni razonamientos desmesurados porque lo que debe existir es un compromiso real y honesto con el buen decir, máxima absoluta de todo gran prosista. En esa misma carta Loaiza agrega: “el libro es una demostración de inteligencia literaria, para mí una alta y noble forma cultural”. Este elogio, no es al azar, la inteligencia en literatura va más allá del número de páginas escritas, de los logros temáticos o las variantes estéticas desarrolladas. Tiene que ver, tal vez, con las formas de leer, entender, corresponder y escribir lo humano. Esa especie de compresión del mundo a través de la literatura porque solo a través de ella se es capaz de alcanzar aquella “función existencial” de la que habló Ítalo Calvino (1998) para referirse a la levedad.
Esa función existencial la ejerce Ribeyro como un espectador que registra instantáneas de su entorno y las condensa en fragmentos donde la prosa y lo poético sufre una alquimia represada, una combustión contenida porque el autor parece anhelar otra actitud, llevar al lector a la realidad de cada texto y hacerlo vivir cada una de estas postales humanas.
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Peter Elmore, uno de los críticos más reconocidos de la obra de Ribeyro, apunta a estas afirmaciones sobre las prosas:
Hay una suerte de extrañamiento en la mirada y la actitud del escritor, un repliegue frente a aquello que lo rodea: desde ese lugar, a la vez intelectual y afectivo, realizan el análisis y el registro de los hechos. (…) Lo que define el conjunto es la mirada de quien escribe, más que las cuestiones y los paisajes en los cuales esta se posa. (Elmore, 2002: 140-153)
Afirmaciones válidas si pensamos en las prosas como textos surgidos de una “cámara lúdica”, pero insuficientes si lo que subyace de fondo es un problema estético más complejo: la manera como en cada prosa el continente y el contenido coinciden y generan correspondencias inusitadas. Similar sensación al captar que en la fotografía de un personaje cualquiera, se encuentran en una misma zona expresiva: lo que el personaje muestra y lo que el fotógrafo desea mostrar; realidad e imagen intercambiando significaciones, las arrugas de un rostro sugieren otra cosa desde el claroscuro o el blanco y negro. Los grises juegan a los dados en el resultado final que como simples espectadores captamos.
Ítalo Calvino, en esa mágica propuesta para el próximo milenio llamada la rapidez, ofrece una opinión que quizás permite aclarar muchos misterios de este tipo de escritura. Nos dice “Estoy convencido de que escribir prosa no debería ser diferente de escribir poesía; en ambos casos es búsqueda de una expresión necesaria, única, densa, concisa, memorable”
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(Calvino, 1998: 60-61). Obsérvese la cadena de adjetivos usadas para elevar la palabra expresión. En cada uno de estos vocablos hay una resonancia distinta y una tentación de armonía total. ¿No es acaso cada palabra el equivalente a esa “alineación de periodos tensos” con los cuales Ribeyro imaginaba un lenguaje forjable hasta lograr la incandescencia del texto o quizás de la poesía? ¿No son estas afirmaciones, la de Calvino y la de Ribeyro al principio, producto de esa naturaleza permeable de la literatura, aquella que permite desplazar una idea a través de distintas capas como si de una misteriosa filtración se tratara?
Baudelaire en el prólogo-dedicatoria de “Spleen de París” le confiesa a su amigo Arséne Houssaye:
Quién de nosotros no ha soñado alguna vez en sus días de ambición con el milagro de una prosa poética, musical aun sin ritmo ni rima, lo bastante dúctil y entrecortada como para amoldarse a los líricos vaivenes del alma, a las oscilaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia? (Baudelaire, 1998: 7-8).
Prosas Apátridas es el nuevo milagro de una prosa poética. Las analogías entre este libro y el de Baudelaire son notables y aparecen en la nota del autor peruano como justificación de una razón de ser. Las coincidencias las enuncia sin ningún rubor o misterio: el conjunto luce disparatado; cada texto es único y ofrece infinitas formas de leerlo; el lector traza su manera de leer o juega a leerlo; es un texto parisino y hay atmósferas, climas, paisajes, ámbitos al azar de la ciudad. Elmore lo enunciará de la siguiente manera:
El Spleen, de París y Prosas Apátridas comparten, en efecto, la peculiaridad de no estar inscritos al orden común de los libros: liberados de la tiranía lineal de la secuencia ofrecen ilación aleatoria, mudable, que en buena cuenta está determinada por la voluntad del lector (Elmore, 2002: 150).
Y aunque Elmore resalte que “entre la prosa precedente y la posterior no hay subordinación, sino sencillamente coordinación” (Elmore, Ídem), el proceso no es tan sencillamente. Si somos fieles al espíritu en el que fue leído el Spleen de París y se genera una observación más detallada llegamos a otra conclusión: Ribeyro descubre y hace suyas las correspondencias de Baudelaire. El notable poema de Baudelaire que lleva el sugerente título, no solo cambia las perspectivas poéticas de su tiempo sino que también lo convierte en mecanismo experimental para conocer la realidad. Al mirar la naturaleza como un templo del cual surgen confusas palabras; al nombrar ese recorrido por bosques de símbolos y establecer los vínculos necesarios donde “los perfumes, los colores y los sonidos se responden” (Baudelaire, 1977: 40); al cantarle a “los transportes del espíritu y de los sentidos”, Baudelaire inaugura una nueva gramática del texto poético y en consecuencia, del poema en prosa. Al asumir este modelo, Ribeyro, por necesidad expresiva, construye un texto en libertad absoluta bajo el riesgo de ser tildado de fragmentario, episódico y poco riguroso con la llamada gran literatura o la narrativa de largo aliento discursivo.
La puesta en práctica de esta manera de hacer literatura se hace a la usanza del
viejo saltimbanqui de Spleen de París que con su imagen decrépita, solitaria y caduca participa del festín de París para solo obtener al final algunas monedas sobre las tablas carcomidas del escenario. Ribeyro sabe que cada una de esas moradas es un fragmento, un aforismo, una mínima reflexión, una revelación de la escritura, el descubrimiento de un personaje, la instantánea de un paisaje, la puesta en escena de los colores y matices de aquella Paris, que es también Lima y el barrio Miraflores, y todo ámbito de tránsito que le sirve de espacio para la escritura.
Por lo tanto, Prosas Apátridas se transforma también en elogio del paseante, de la mirada, del silencio y la brevedad. Quien escribe fragmentos en una libreta repite un ritual muy antiguo, aquel en el cual observamos a un individuo aferrado a un particular instrumento de escritura (el humilde lápiz, el bolígrafo corriente, la plumilla fiel) y desplazando unos signos en el papel. Es una labor sin pretensiones, sin afectaciones, es la representación más fiel de una heredada soledad, la soledad de antepasados y espacios, de amistades y ciudades, de veranos y nevadas que fueron sedimentándose en el espíritu y por una razón que no comprendemos se hacen visibles como restos de un naufragio espiritual.
La necesidad del fragmento o la apología de lo fragmentario de Ribeyro habla de una unidad abandonada y de otra por alcanzar. En suma, podría decirse que el fragmento viaja para construir una
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totalidad y al mismo tiempo, procede de un mundo verbal en eclosión. Así como la voz viene del silencio pero sigue su rumbo hacia nuevas polifonías o nuevos silencios, las prosas apátridas requieren siempre un puerto de salida y otro de llegada.
Este viaje hacia un campo sideral poblado de asteroides tiene mucho que ver con el ánimo y la disposición del lector. Como el libro impone sus procedimientos para la lectura y derrumba las normales resistencias de un lector ávido de tramas, personajes y resoluciones, tal vez la única posibilidad de abordarlo es la que Enrique Vila-Matas ofrece como fórmula personal:
Se trata de leer de una forma creativa… Esas prosas me las sabría ya de memoria ni no fuera porque vuelo mentalmente mientras las leo. Las invento, las transformo y oriento en múltiples direcciones. Con la imaginación las reescribo, y luego vuelvo a ellas para ver si averiguo qué dicen realmente esas prosas apátridas tan rápidas, tan adheridas al vuelo” (Vila-Matas, 2007).
Rapidez y vuelo ¿no era esa materialidad presente en los ejemplos la razón suficiente para que Calvino hable de la levedad? La pérdida de peso, la atenuación de los contrarios, la unión de lo irónico y lo humorístico, esa adherencia al vuelo hacen de estas prosas objetos en movimiento, que se elevan y caen, se condensas y diluyen en un mismo decir.
Ahora bien, ¿qué dicen esas prosas a las que deliberadamente llegamos después de este cruce dialogado de voces críticas? Pues, las prosas hablan de unas cuantas persistencias, de repeticiones que
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han alcanzado la concisión como virtud absoluta.
Cinco variables de significación atraviesan los cimientos de estas doscientas prosas. La primera de ellas la podríamos denominar, Ribeyro ante el espejo. Constituyen estos textos un cúmulo de reflexiones generales sobre la existencia, el ser, el tiempo. Si bien muchas de ellas provienen del diario, la escritura adquiere una autonomía como si se estuviera al frente de verdades o conclusiones más o menos definitivas. En la prosa 45, después de algunas ideas sobre la amistad y el trato humano, Ribeyro concluye:
En la vida, en realidad, no hacemos más que cruzarnos con las personas. Con unas conversamos cinco minutos, con otras andamos una estación, con otras vivimos dos o tres años, con otras cohabitamos diez o veinte. Pero en el fondo no hacemos sino cruzarnos (el tiempo no interesa), cruzarnos y siempre por azar. Y separarnos siempre (Ribeyro, 2007: 43).
Quien así se expresa podría muy fácilmente ser tildado de pesimista, pero, si nos detenemos en la esencia del texto describiremos en estas frases sentenciosas la claridad de una certeza. Claridad que llega a esa edad en la cual todo ser humano deja a un lado lo superfluo, lo insignificante y proyecta su vida hacia unas cuantas verdades. Cruzarse con otros habla más de lo circunstancial, de la transitoriedad de la vida, de eso que en la juventud llamamos vivir cuando en la realidad es pasar. El Ribeyro que publica Prosas Apátridas en 1975 es un hombre cercano a los 50 años y muchas de sus tentativas ya vienen de regreso con el
cúmulo de fracaso y vidas perdidas en el
tiempo. En la Prosa 52 nos dice:
Viajar en un tren en el sentido de la marcha o de espaldas a ella: la cantidad física de paisaje que se ve es la misma, pero la impresión que se tiene de él es tan distinta. Quien viaja en el buen sentido siente que el paisaje se proyecta hacia él o más bien se siente proyectado hacia el paisaje; quien viaja de espaldas siente que el paisaje le huye, se le escapa de los ojos. En el primer caso, el viajero sabe que se está acercando a un sitio, cuya proximidad persiste por cada nueva fracción de espacio que se le presenta; en el segundo, sólo que se aleja de algo. Así, en la vida, algunas personas parecen viajar de espaldas: no saben adónde van, ignoran lo que las aguarda, todo los esquiva, el mundo que los demás asimilan por un acto frontal de percepción es para ellos sólo fuga, residuo, pérdida, decadencia. (Ribeyro, 2007: 43).
Viajar en este tren, la vida, depende de la simple posición que decidamos ocu- par o que estamos forzados a aceptar. La prosa no solo muestra una óptica distin- ta del pasajero que va o del que decide olvidar, postergar, huir. La prosa 52 no solo es una metáfora del tiempo y su paso voraz, sino también la muestra de una re- currente preocupación ribeyriana, la vida y sus estragos, la voracidad sin tregua y como ésta convierte a los seres en resi- duo, en defecación.
El autor no traza sutilezas. No genera sus metáforas para crear efectos en el lector. Propone unos términos e invita a mirar nuestra personal postura, en el viaje. Cabe la posibilidad en el lector de una elección lúdica: intercambiar butacas en el vagón del tren y saber cuáles etapas de la existencia se han vivido “en el
sentido de la marcha de espaldas a ella.
La segunda variante o variable es tal vez una de las facetas más conmovedoras del conjunto. Podríamos llamarla, Ribeyro y su doble y comprende aquellas prosas donde el autor habla de su hijo y de todos los rituales de la infancia. En estos textos, Ribeyro exhibe las marcas de un aprendizaje de seguro inesperado. La llegada del hijo supuso un cambio de rituales. La cotidianidad se alteró y le dio otras visiones sobre la infancia y la adultez. Como padre aprendió como se gesta el mundo de referencias personales. Si para él eran los filósofos y los novelistas, para su hijo los veinte álbumes de Tintín explican todo.
La infancia también es la ternura, el candor y la pureza que parecen zonas o territorios perdidos en todo el proceso de crecimiento. La transformación en adulto nos convierte según Ribeyro en imitadores de los juegos infantiles con el elemento añadido de la crueldad, la irracionalidad y la violencia deliberada.
No ofrece Ribeyro una prosa didáctica sobre el destino de los niños. A ratos nos hace sonreír con frases como: “El advenimiento de un niño a un hogar es como la irrupción de los bárbaros en el viejo imperio romano” (Ribeyro, 2007:
33) y la frase condensa la ruptura de la utopía hogareña parisina del escritor y nos revela la instauración de un nuevo orden familiar y cultural.
Habla de la relación del hogar y el niño en un tono que más bien parece nostalgia de la casa de la infancia perdida: La casa, en cambio, la verdadera, es el lugar
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donde uno transcurre y se transforma, en el marco de la depredación, del hallazgo y del deslumbramiento. Lo que seremos está allí, en su configuración y sus objetos. (Ribeyro, 2007: 40).
En ocasiones, la escritura sobre el hijo, ese doble sigiloso, produce reflexiones sobre las relaciones entre un mundo inhóspito y una individualidad frágil. Pero donde tal vez se observa ese carácter dual de la vida ribeyriana es en la prosa 58.
Ahora que mi hijo juega en su habitación y que yo escribo en la mía me pregunto si el hecho de escribir no será la prolongación de los juegos de la infancia. Veo que tanto él como yo estamos concentrados en lo que hacemos y tomamos nuestra actividad, como a menudo sucede con los juegos, en la forma más seria. No admitimos interferencias y desalojamos inmediatamente al intruso. Mi hijo juega con sus soldados, sus automóviles y sus torres y yo juego con las palabras. Ambos, con los medios de que disponemos, ocupamos nuestra duración y vivimos un mundo imaginario, pero construido con utensilios o fragmentos del mundo real. La diferencia está en que el mundo del juego infantil desaparece cuando ha dejado de jugarse, mientras que el mundo del juego literario del adulto, para bien o para mal, permanece. ¿Por qué? Porque los materiales de nuestro juego son diferentes. El niño emplea objetos, mientras que nosotros utilizamos signos. Y para el caso, el signo es más perdurable que el objeto que representa. Dejar la infancia es precisamente reemplazar los objetos por sus signos. (Ribeyro, 2007)
La compresión de las analogías entre el juego y la escritura, entre el mundo de los objetos y los signos, es el resultado de una observación autocrítica del mundo interior. Si dejar la infancia es “reemplazar los objetos por sus signos”, el hombre en su adultez es un eterno viajante hacia ese
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universo de lo tangible que es la infancia. Un juguete, un soldadito de plástico, la fortaleza de un castillo ceden el paso al inventario de objetos que hacen vida junto a libros y objetos del placer adulto. Siempre, al mirar las estanterías de un adulto como Ribeyro y tantos otros, se producirá un descubrimiento curioso: no hay juguetes, pero persisten postales, replicas en miniatura de alguna espada toledana, botellas con arenas de otras latitudes, la foto de algún personaje admirado. Todo ello como la reiteración de una rebeldía adicional. Saber que los signos de la adultez no bastan y necesitan esos apoyos táctiles de la memoria.
Una tercera variable, que llamaremos Ribeyro y la trama de la vida, nos enfrenta a un cúmulo de oscilaciones, rupturas y paradojas de la vocación de escritor. Muchos escritores por no decir todos, tarde o temprano ofrecen un testimonio sobre la escritura y su significado como trabajo creativo. Mario Vargas Llosa, el modelo más consolidado de la literatura peruana y latinoamericana, produjo (y produce) infinidad de textos que inauguraron cierta mitología sobre el oficio. En Historia secreta de una novela deslumbró con la llamada teoría del Streap tease invertido del novelista. En Ribeyro no hay tratados, ni explicaciones retóricas sobre la escritura. Se ofrecen unas cuantas prosas que vislumbran un ars poética, pero no se pretende crear o fundar la imagen idílica de un escritor perseguido por demonios, o fantasmas que tienen en Vargas Llosa o Sábato, los continuadores de las consideraciones hechas por William Faulkner.
Al contrario, mucha de la destrucción del mito parisino, esa utopía del escritor encerradoen una buhardilla y produciendo la novela genial que cambiaría la historia de la literatura. Los hoteles descritos por Ribeyro son expresiones de un mundo opresivo organizado para recordarle su condición de extranjero y su paso breve por esos espacios. En la prosa 72, aparece una microteoría de la literatura.
Literatura es afectación. Quien ha escogido para expresarse un medio derivado, la escritura, y no uno natural, la palabra, debe obedecer a las reglas del juego. De ahí que toda tentativa para dar la impresión de no ser afectado _ monólogo interior, escritura autonómica, lenguaje coloquial _ constituye a la postre una afectación a la segunda potencia. Tanto más afectado que un Poust puede ser un Céline o tanto más que un Borges un Rulfo. Lo que debe evitarse no es la afectación congénita a la escritura. Sino la retórica que se añade a la afectación. . (Ribeyro, 2007)
Tal definición corrobora los esfuerzos del autor para alcanzar un tipo de enunciación natural producto de un trabajo lento, secreto, intimo sin histrionismos. En las prosas 115 y 116 se condensan dos ideas fundamentales de Ribeyro: “…en cada una de las letras que escribo está enhebrado el tiempo, mi tiempo, la trama de mi vida, que otros descifran como el dibujo en la alfombra” (Ribeyro, 2007: 93). O en la Prosa 116
En algunos casos, como en el mío, el acto creativo está basado en la autodestrucción. Todos los demás valores, salud, familia, porvenir, etc. quedan supeditados al acto de crear y pierden toda vigencia. Lo inaplazable, lo primordial, es la línea, la frase, el párrafo que uno escribe, que se convierte así en el depositario de nuestro ser, en la medida en que implica el sacrificio de nuestro ser. Admiro
pues a los artistas que crean en el sentido de su vida y no contra su vida, los longevos, verdaderos y jubilados, que se alimentan de su propia creación y no hacen de ella, como yo, lo que se resta a lo que nos estaba tolerado vivir. (Ribeyro, 2007)
Esta paradoja en dos prosas consecutivas anuncia un rasgo ribeyriano: la escritura es una pulsión, una vocación adictiva. Se escribe porque se requiere dotar de significación al mundo, pero, a su vez, ese esfuerzo anula cualquier posibilidad de realización. La autodestrucción sucede porque se fija una distancia frente al vivir y no se encuentran los puentes para integrarse al milagro de la existencia. Es, para utilizar sus propias palabras, la “sensación como de alguien que hubiera querido comunicar un mensaje y que terminó por callarse” (Ribeyro, 2007: 130).
Una cuarta persistencia nos ubica en la dimensión más dolorosa de las prosas. En muchos pasajes, a manera a veces de conclusión del fragmento, Ribeyro toca el tema de la enfermedad. No solo es la manifestación de un dolor físico sino la corroboración de la fragilidad, el declive de la vida, la vejez y el susurro de la muerte. El tema aparece en muchos relatos como por ejemplo, el canónico texto “Sólo para fumadores”. En este caso, el cuento en primera persona va dando pistas sobre la lucha del autor y el cáncer de esófago producido por el consumo de cigarrillos. Sin embargo, en muchos personajes Ribeyro deposita parte del drama o el conflicto en la afección o la dolencia. Uno de los niños de “Los
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gallinazos sin plumas” vive los horrores de la marginalidad a través de la fiebre y la debilidad física. En otras ocasiones, la enfermedad se hace presente en el ámbito y son los espacios decrépitos, pobres y en ruinas los que enuncian la muerte inminente.
En las Prosas Apátridas, la enfermedad y la decadencia ofrecen bocetos en los cuales el autor ha hecho los trazos con materiales distintos aunque en la práctica sean complementarios. El primer dibujo se hace desde lo poético. En la prosa 141, Ribeyro recuerda una noche atroz en el hospital. Cuenta su dolor y su impotencia al verse traspasado e invadido de tubos y sondas. Explica el autor sus quejas y el reclamo autoritario de una enfermera que lo obliga a callar. Y de pronto, casi como si fuera una resolución mágica de uno de sus tantos relatos, Ribeyro escucha el canto de los pájaros y presiente la llegada de la primavera. Sabe que en el hospital hay un claustro arbolado e imagina las primeras hojas. Cuando ya sus fuerzas decaen se aferra a la posibilidad de ver una hoja para no morir, y entonces,” al llegar al claustro vi los árboles implacablemente pelados, pero en la rama de uno de ellos había brotado una hoja. Pequeñísima, traslúcida, recortada contra el cielo, milagrosa hoja verde” Ribeyro, 2007: 109).
Con esa imagen cierra el texto, como si de un resurgimiento poético se tratara sin caer en comentarios melodramáticos o posiciones abultadas por la sentimentalidad. Es el abandono
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del enfermo que parece tocar con un frágil dedo el anuncio de vida representado en la hoja como la célebre imagen de la Creación del Hombre con la cual Miguel Ángel ilustró la Capilla Sixtina.
Pero si el dibujo de lo poético se expresa en esta prosa, en la número 195, Ribeyro apela a su ironía para desdramatizar cuando indicio de sollozo: Paradoja: mi supervivencia reside en la
haberme mantenido como hasta ahora en “los umbrales de la salud”. Me bastaría sobrepasar este umbral y recobrar el pleno goce de mi organismo para que el mal se haga nuevamente presente, pero éste prefiere cebarse en un cuerpo vigoroso. Es la salud lo que me conduciría a la muerte y la enfermedad lo que me mantiene vivo (Ribeyro, 2007: 138).
Ese vivir fronterizo, con el riesgo del equilibrista sin red en el vacío, pero que, sin embargo, es capaz de reír o hacer reír con sus infortunios, es una condición ontológica de la espiritualidad ribeyriana. Y ese sarcasmo no es una simple reacción ciega frente al universo. En él, hablar desde el sarcasmo es el símbolo de la libertad que vive con los años. Si hay algo ventajoso de la vejez es que cada individuo tiene la posibilidad de rebasar los años de sus antepasados y aquello que llaman experiencia es tan solo la eliminación de toda opresión para decir las certezas aprendidas, si éstas llegan a aparecer. Es el humor transformado en imprudencia verbal y carcajada secreta.
Por último, y a manera de quinta persistencia, Prosas Apátridas es el resultado de una mirada. A lo largo del texto se van aglutinando instantáneas del mundo parisino donde Ribeyro intente
capturar la fugacidad. A veces en un pequeño texto aparece un personaje ínfimo y anónimo, el barrendero de una oficina cualquiera con las chataduras propias de una vida infeliz (Ídem, 18- 19). En otras ocasiones es la descripción de un destartalado hotelito que parece más la imagen en sepia de un espacio simulado de la esclavitud (Ídem, 24-25). Paris irrumpe en cada desplazamiento del autor. Ribeyro, paseante adicto a calles, parques y cafés, anota con precisión el paisaje humano de la ciudad. El resultado siempre convoca un enlace en el inventario de sus vivencias literarias. Observar desde una ventana a la gente en tránsito le hace recordar una frase de la Celestina sobre la muerte:
Mi mirada adquiere en privilegiados momentos una intolerable acuidad y mi inteligencia una penetración que me asusta. Todo se convierte para mí en signo, en presagio. Las cosas dejan de ser lo que parecen para convertirse probablemente en lo que son… (Ribeyro, 2007: 45).
Esa agudeza de la que habla Ribeyro es un fino instrumento de dirección que el tiempo ha ido perfeccionando. Y todo para llegar a conclusiones que quedan en la sensibilidad del lector como filosas piezas de orfebrería. Mirar es nombrar y nombrar es develar. Por ejemplo en la prosa 62, Ribeyro camina y visita el barrio Saint Cloud, “cerca de la casa donde vivió una amiga hace dieciséis años”. Camina y ve que los espacios han cambiado. El antiguo puesto no existe. La casa ha sido derribada y, por supuesto, el cuarto y la cama de esa amiga han volatilizado. El tiempo ha pasado y
ella está a miles de kilómetros. No hay posibilidades de una coincidencia en la amistad o el amor y Ribeyro concluye la prosa con esta frase: “También mueren los lugares donde fuimos felices”. El punto final es el absoluto silencio. Cada lector busca en la memoria ese lugar de la felicidad.
Estas cinco persistencias, o variables, o presencias, no agotan la riqueza de las prosas. Quedan en el tintero sus observaciones sobre el amor, sobre la mujer, sobre la historia y la política, pero esta apretada selección ha respondido a la necesidad de elogiar la brevedad. Ribeyro, quien estuvo preocupado por escribir esa magna novela, la obra que lo hiciera partícipe del festín literario de su época, no podía suponer que sus propias palabras se convirtieran en evidencias luminosas de su destino: ¿cuántas novelas del Boom se leerán en cien años? quizás muy pocas, porque ese lector del futuro probablemente ame la condensación, la condición, el paso rumoroso de esa prosa elegante presente en este libro portátil.
Cuenta Augusto Monterroso que en una oportunidad un crítico se ofendió porque se llamaba cuento a la famosa línea del relato llamado “El dinosaurio”: (Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí). Para aclarar el malentendido, Monterroso respondió con una clásica boutade: “en realidad, era una novela”.
Tal vez Ribeyro en su afán de escribir brevedades nos dejaba doscientas historias que continúan su viaje como cápsulas del tiempo en el infinito.
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La primera impresión que podría tenerse frente a los diarios de Ribeyro es el desconcierto. Ser testigos de una lucha casi diaria con la palabra a través de décadas. Verificar que mucha de la obra leída del autor tiene su gestación en un párrafo o en una nota al azar.
La tentación del fracaso, a diferencia de otros diarios conocidos y comentados, tiene varias peculiaridades estilísticas y temáticas, pero la que tal vez resalta con mayor fuerza es la de constituirse en una expresión inaugural en las producciones de ese tipo en Latinoamérica, es decir, la de definirse según las propias palabras de Ribeyro en un diario del escritor.
Fiel a su formación francesa y con una vocación por las formas convencionales de la escritura más clásica, Ribeyro ofrece un trabajo expresivo único donde lo importante está configurado a partir de las mutaciones biográficas y estéticas del autor. El diario del escritor no es un libro de viajes, ni la captura confidencial de un momento histórico. Tampoco se escribe para trazar el borrador de unas memorias, ni para desahogar las penas de una época o los martirios amorosos. El diario del escritor es, en todo caso, un acto de interlocución donde se produce un desdoblamiento permanente: el autor que se coloca ante el espejo y sabe que su imagen acaso es más real que sí mismo.
Existía en ciertos ámbitos académicos la tendencia a usar la expresión “laboratorio vivencial” para designar
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esa asignatura en la cual se ponía en contacto al estudiante con los aspectos más resaltantes de lo que sería su carrera profesional. Mucho del entusiasmo por el estudio o la elección dependía de si ese laboratorio era guiado, impartido y desarrollado con cierta cuota de mística o vocación. La expresión adolece de cierta tautología, no existe laboratorio que no implique lo vivencial, lo experimental, lo práctico, el pendular entre la certeza y el error, entre lo veraz y la mentira, la refutación de una teoría y la argumentación de una hipótesis. El diario del escritor es un laboratorio, un ámbito de experimentación con lo humano. En cada anotación, ese escritor, somete su vida a pruebas a tanteos donde se busca una certeza para continuar el camino expresivo. Es la puesta en escena de los problemas de la intimidad, la soledad y el desarraigo junto a los dilemas estéticos que en Ribeyro persistieron a lo largo de toda su producción:
Al comienzo mis anotaciones eran breves y espaciadas, pero a medida que transcurrían los años se fueron haciendo más largas o por lo menos más seguidas, llegando en algunas épocas a ser cotidianas. El diario se convirtió para mi en una necesidad, en una compañía y en un complemento a mi actividad estrictamente literaria. Más aún, pasó a formar parte de mi actividad literaria, tejiéndose entre mi diario y mi obra de ficción una apretada trama de reflejos y reenvíos. Páginas de mi diario son comentarios a mis otros escritos, así como algunos de éstos están inspirados en páginas de mi diario” (Ribeyro. 2008: 1)3
Esta declaración de Ribeyro data del
El subrayado es nuestro.
año 1992 cuando se publica La tentación del fracaso en un solo tomo con los diarios que van desde 1950 a 1978. El subrayado es solo una clave interpretativa inicial que pretende reafirmar el rasgo experimental de su escritura diarística. Esa “apretada trama de reflejos y reenvíos” explica una práctica, una metodología y una poética del texto. Este comienzo evidencia casi una fórmula de trabajo: el diario fue el territorio en el cual se pusieron a prueba los textos, las observaciones, los giros expresivos, los aciertos y fallos, las aspiraciones de grandeza y las justificaciones del fracaso que marcaron toda la cuentística del autor. Este procedimiento no es original como “diario del escritor” pero Ribeyro alcanza mucho del tono compasivo que tienen sus historias. Kafka; otro famoso diarista “apeló a esos reflejos y reenvíos” para darle cuerpo y continuidad a su escritura. Lo hizo con su diario y con su correspondencia. Muchos dilemas y confusiones se anotaron para aliviar una angustia pero esto permitió jornadas de trabajo por extensión que mantuvieron la relojería interna de Kafka en pleno funcionamiento. En Ribeyro esto también se verifica pero con variaciones notables. Aunque hay lamentos y quejas y se registran sus episodios de soledad y lucha por la escritura, el diario no es un paño de lágrimas, por el contrario, cada frase, hasta la más simple puede ser parte de un estilo en pleno proceso de búsqueda, sedimentación y purificación.
En una de sus primeras anotaciones del 30 de abril de 1950 Ribeyro describe así un domingo: “horroroso domingo
este. He conocido el aburrimiento en todo su esplendor” (Ribeyro, 2008: 5). Declaración esta que podría ser adjudicada a personajes de cualquier relato. Pero más adelante, el 5 de diciembre del mismo año:
He releído un poco mi diario. Hay en él diez páginas bien escritas que justifican tal vez la locura de haberlo comenzado. Todo el resto de una colección de hechos vividos, escasamente redactados, donde la insipidez de mi vida está pintada con la elocuencia de un picapedrero” (Ribeyro, 2008: 9).
Diez páginas bien escritas y tal afirmación nos muestra a un Ribeyro consciente ya de que la escritura tiene sus procesos artesanales y que no todo depende de genialidad espontánea y experimentalismos.
Gustavo Guerrero en un juicio valiente, respetable pero discutible, refiriéndose a la publicación de estos diarios, afirma el carácter prescindible de los primeros años trazados por Ribeyro: “hubiéramos preferido que se nos ahorrara el autorretrato de un Ribeyro postadolescente, conflictivo e invariablemente atormentado, con poca distancia crítica ante sí mismo y ante los otros, y aún menos sentido del humor” (Guerrero, 2003). La declaración tiene sentido como visión restringida y no como valoración de conjunto. Si el propio Guerrero habla de “evolución literaria” y de “laboratorio secreto”
¿por qué desechar aquellas partes de la totalidad donde se comienza a edificar una matriz de trabajo estético como es el fracaso? Esos años de tránsito que van desde el primer diario limeño (1950-
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1952), hasta el tercer diario parisino (1956-1957) son partes imprescindibles de una hipótesis mayor para entender la estética narrativa de Ribeyro: el fracaso es el gran laboratorio secreto del artista.
Si se mantiene la insistencia en la noción de laboratorio y además de esto se agrega esta temeraria hipótesis es porque se debe considerar la escritura diarística como la ejecución de un aprendizaje, la apuesta vital por registrar los años de formación. Así como en la narrativa se suele denominar con el término Bildugsroman aquellas historias donde se trazan líneas de aprendizaje, formación o madurez, podría argumentarse que el diario de Ribeyro viene a complementar el Bildugsroman, caracterizado por una trama que se inicia en un aprendizaje de juventud, continúa con la peregrinación del personaje y culmina con la etapa de perfeccionamiento o madurez, tiene su expresión más tangible con la aparición en 1965 de Los geniecillos dominicales, la segunda novela de Ribeyro. Los años del Ribeyro diarista consolida la propuesta de esos personajes (Ludo, Piropo, la Walkira, entre otros) desarrollados y flotantes, perdidos en el paisaje urbano de Lima. Cuando Ribeyro habla de su escritura lo hace bajo la premisa de una lucha con el estilo y en cada momento relatado en el diario verificamos la dialéctica de su estética. Nos coloca frases en las cuales intenta dibujar una naturaleza propia, una identidad en el oficio a través de “situaciones dramáticas, con personas en movimiento” (Ribeyro, 2008: 15). Su estética se llena de impedimentos: dificultad de abordar un
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tema con una actitud tal que me permita un estilo denso, rico en materia verbal. Voluntad de eliminar el diálogo para prescindir de lo histriónico. “Proyecto irrealizable de un relato largo donde no sobre una palabra y tan inatacable que su existencia aparezca como necesaria” (Ribeyro, 2008: 161). Todo esto referido en los años finales de la década de los 50 y parecen muestras de los estados de una conciencia creadora zigzagueante, que duda de sus posibilidades y se siente incapaz de las grandes orquestaciones verbales de la novela latinoamericana pero que a su vez, se concibe como un artista porque ha encontrado una gramática ajustada a su existencia: “ Un gran creador es aquel que ha encontrado el correlato perceptible de su proceso interior” (ob. Cit.:179) ¿ y cuál es el elemento que da estructura al correlato de su existencia? La respuesta inmediata es, pues, el fracaso.
El fracaso en Ribeyro del cual se ha afirmado su condición de laboratorio secreto para usar los términos de Gustavo Guerrero hay que entenderlo desde múltiples perspectivas:
En primer lugar, como condición ontológica, como naturaleza del ser enfrentado a una vida que lo limita, lo confronta y lo convierte en un paria, en tránsfuga de espacios, ciudades, lugares y oficios. Esta variante del fracaso es el reconocimiento de la propia grisura, de la imposibilidad de éxito o trascendencia.
En segundo lugar, el fracaso como coartada, en el entendido de que toda literatura es una forma de impostura que
le permite al escritor desprenderse de la cotidianidad, encontrar la justificación perfecta para un ocio deliberado. Una larga entrada en el diario de fecha 11 de marzo de 1965 refiere:
A veces pienso que la literatura es para mí solo una coartada de la que me valgo para librarme del proceso de la vida. Lo que yo llamo mis sacrificios (no ser abogado, ni profesor de la universidad, ni político, ni agregado cultural) son tal vez fracasos simulados, imposibilidades. Mi excusa: soy escritor. Mi relato éxito en este terreno excusa mis torpezas en los otros. Siempre he huido a toda prueba, a toda confrontación, de toda responsabilidad. Menos de la de escribir. (Ribeyro, 2008: 301).
En tercer lugar, el fracaso como irresolución, incapacidad de realización y transformación del entorno. En este sentido, el autor Ribeyro hace suya aquella condición definitiva del personaje Hamlet, el cual, más que una duda representa una imposibilidad. No se actúa porque no se tiene la metodología psicológica y espiritual para hacerlo. En un excepcional ensayo sobre la obra de Ribeyro titulado: “una utopía de la soledad”, el novelista Alonso Cueto ofrece un párrafo esclarecedor sobre los héroes o esos “pequeños seres” de la cuentística:
Siempre están pensando en algo pues es la mejor manera de renunciar a la acción, que siempre entraña un riesgo mayor. Los personajes de Ribeyro no buscan cambiar la realidad sino acomodarse a ella, buscando sobrevivir en sus entrañas. Pero esa cualidad cerebral imaginativa, es precisamente su puerta hacia la utopía personal. Su dignidad se encuentra en sus sueños, no en su realidad (Cueto, 2015: 3).
¿Se diferencia esta afirmación de la
que a continuación se reseña?
3 de marzo (1961). La sensación de fracaso en la que permanentemente me encuentro reside en haber querido establecer un compromiso entre los “placeres de la inteligencia” y los “placeres de la vida”. He querido llevar una vida intelectual, pero sin renunciar a las perspectivas de la vida holgada, cuando teniendo en cuenta mi escasa capacidad de acción, la obtención de uno de estos objetivos apareja el sacrificio del otro. De este modo, careciendo de fortuna y no poseyendo un gran talento, estoy condenado a ser un mediocre vividor y un escritor mediocre (Ribeyro, 2008: 226).
En ambas citas subsiste un doble movimiento: personajes que renuncian a la acción pero que se aferran a lo imaginativo y en esa utopía son fieles a sí mismos; un escritor que aspira a un mundo de formas intelectuales pero no se arriesga a ir más allá del cuarto mediocre de hotelucho parisino, tal vez porque “solo tocando el fondo del dolor uno puede darse impulso para salir a flote (Ribeyro, 2008: 230). El fracaso como irresolución es un estado del alma ribeyriana pero responde a un impulso emotivo y a una búsqueda, a una espera. No hacer nada, suspender el trabajo por meses para luego apenas anotar una imagen pasajera. Es un estado contemplativo donde el discurso se asoma sin orden ni propósito aparente. ¡Palabras, palabras, palabras! diría Hamlet ante la pregunta sobre el tema de lo leído en un libro. También Ribeyro enunciará a su manera que esas palabras son el tiempo que pasa sin remedio porque “Después de todo
¿eso no es escribir? Tratar de darle caza,
escribiendo, a una idea siempre fugitiva”
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(Ribeyro, 2008: 271).
En cuarto lugar, el fracaso como ironía. Si hay un rasgo que atrae en el diario de Ribeyro es su capacidad de desmontar los códigos y los mitos. Como todo ironista, Ribeyro se encarga de dinamitar los lugares comunes de la cultura: Los alcances de la vida como escritor que varios autores de su tiempo se habían encargado de ensalzar. Oportuno es recordar las visiones de García Márquez o Vargas Llosa sobre sus primeras tentativas de escritura, todas almibaradas por esa visión idílica del escritor joven en lucha tenaz con su novela en una buhardilla de la eterna Paris. Ribeyro habla en otro tono, de sus adicciones, de la enfermedad, de oficios miserables, de habitaciones repletas de suciedad y ruido donde no es posible pensar, o escuchar música, mucho menos escribir o leer. En más de una ocasión, Ribeyro habla de los rigores de la cotidianidad y aunque parezca risible su lucha para conquistar unas condiciones de trabajo relatando las exigencias de su hijo recién nacido, su tono irónico invade los espacios de la anotación en su diario. A esto añade el trabajo en la Agencia Francesa de Prensa, las deudas, la angustia imposible de un regreso al Perú. Todo nombrado con el deseo casi irreprimible de abandonar ese estado de cosas.
Pero también la ironía, además de romper el mito parisino del escritor que busca realizar su obra genial, sirve para percibir y juzgar la realidad. Por ello, a un comentario feliz sobre un libro
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de Henry James le puede suceder un improperio sobre las revistas que una vieja persona le ha dejado: “ En todas ellas sean de derecha o de izquierda, para utilizar estos puntos de referencia, solo vi envidia, fanatismo, mala fe, embuste, maldad, falsedad, interés, vulgaridad y mal gusto” (Ribeyro, 2008: 490). Porque la ironía tiene la capacidad de fusionar crítica del mundo y autocrítica en un único registro personal. Finalmente, el fracaso como fragmentación. La última nota del libro La tentación del fracaso es una traducción del texto originalmente escrito en francés. El 24 de febrero de 1959, Ribeyro dice:
No concibo mi vida más que como un encadenamiento de muertes sucesivas. Arrastro tras de mi los cadáveres de todas mis ilusiones, de todas mis vocaciones perdidas. Un abogado inconcluso, un profesor sin cátedra, un periodista mudo, un bohemio mediocre, un impresor oscuro y, casi, un escritor fracasado. Noche de gran pesimismo” (Ribeyro, 2008: 670).
Resulta curiosa esa cita en la página 670 que haga tangible una simple anotación de un tiempo anterior. Como cierre del texto viene a darle sentido a esta última consideración sobre el fracaso.
¿Qué es un diario? Una sumatoria de fragmentos, de fechas, de anotaciones que divagan y transitan hacia el olvido, un compendio de tentativas dispersas que solo tiene un escenario común, la imagen de alguien perdido en la escritura. Ribeyro aspiraba a proyectos de un registro épico como los grandes narraciones del boom o de la literatura clásica. Se regocijaba de aquellos como Vargas Llosa capaces de
concebir cuatrocientas páginas con héroes sonoros. Y sin embargo, toda su escritura viajó en sentido contrario y en su plano subterráneo mostrando los pequeños en dramas que siempre acompañan a las grandes tragedias. El fracaso como tentativa estuvo encadenar esas muertes sucesivas de amores, espacios, amigos, y ciudades. Lo que él llama “los cadáveres de sus ilusiones” van más allá de sus
inspiraciones para ser abogado o profesor universitario. Si por un momento pensó que su diario se iba convertido en un cuaderno de lamentaciones es porque lamentarse siempre encierra algo de causa perdida, de inconclusiones de esa textura que salta de cada línea escrita por esa vida incolora como solía nombrarse Julio Ramón Ribeyro.
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Esta revista fue editada en formato digital y publicada en Diciembre de 2018, por el Fondo Editorial Serbiluz, Universidad del Zulia. Maracaibo-Venezuela
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