Reacción de la sociedad civil y el tercer sector en el abordaje de las pandemias

 

Las pandemias en la población europea tienen una presencia constante en la historia, y con el actual fenómeno de la globalización se ha producido, como señaló Ladurie, "la unificación del mundo por la enfermedad". La documentación de distintos episodios de pandemia abarcan sucesos como el descrito por Hipócrates en el año 412 a.C. que, al parecer, se trató de una epidemia de gripe que se mantuvo durante un año en el norte de Grecia; la peste que afectó al ejército griego en el sitio de Siracusa en el año 395 a.C.; el de finales del Imperio Romano, siglo VI, provocada por la peste septicémica –también conocida como peste negra o peste bubónica–, que, al parecer, diezmó la población de toda Europa en una cuarta parte, y que afectó al propio emperador Justiniano; la primera pandemia documentada por gripe en 1170; la misma peste bubónica que asoló nuevamente a Europa a mediados del siglo XIV y que acabó, según estimaciones, con casi el sesenta por ciento de la población (librándose apenas países como Islandia o Finlandia a causa de sus condiciones climáticas); o la Gran peste Atlántica que se propagó por Europa y que afectó especialmente a España entre los años 1596-1602, provocando el fallecimiento del quince por ciento de la población nacional.

Por otro lado, el descubrimiento para Europa del continente Americano amplió el área geográfica para el desarrollo de las mismas pandemias, que ya tenían sus orígenes más allá del territorio europeo como consecuencia del incremento de la actividad comercial con Asia y África. Para el denominado Nuevo Mundo, la propagación de las epidemias europeas, a las que se sumaba la introducción de enfermedades inexistentes en aquellos nuevos territorios en la época precolombina, que podrían estar más o menos controladas en una población inmunizada en grupo, tuvo efectos devastadores para la autóctona que no estaba preparada. La contaminación europea a la población del Nuevo Mundo empezó muy pronto, con el segundo viaje de Colón a "La Española".

Con la introducción de especies invasivas como el cerdo, el caballo, las cabras, entre otros, se introdujo el virus de la influenza suina transmisibles desde los propios animales, lo que supuso, en 1493, la mortandad de un tercio de la población indígena de las islas antillanas. Igualmente, la introducción de la viruela, el tifus, el sarampión, la sífilis o la gripe en el Nuevo continente, produjo desde el siglo XVI un indeterminado número, aunque no por ello no calificable como catastrófico, de fallecimientos entre la población autóctona, que no estaba preparada inmunológicamente para la defensa contra las bacterias, virus, hongos y demás gérmenes importados por los europeos y africanos llegados por la colonización, y que tampoco se contaba con un estado de la técnica sanitaria que fuese efectivo para su tratamiento.

La epidemia de cocoliztli de 1576, supuso la merma de casi la mitad de la población indígena que ocupaba la zona mexicana del Virreinato de Nueva España. En distintos brotes durante el siglo XVIII (1736-1739; 1762-1763), las epidemias de matlazáhuatl –las mismas de cocoliztli–, por tifus y peste, volvieron a mermar de forma significativa a la población nativa; y a ello hay que sumar a la de la gripe que afectó a toda Europa y al continente Americano en 1737, que se reiteró con la proveniente de Rusia entre 1889 y 1890, que provocó, según estimaciones, la muerte de un millón de personas en todo el planeta. Todas letales y desastrosas.

Pero, probablemente, la pandemia más devastadora y mejor documentada fue la que surgió en Estados Unidos en marzo de 1918, provocada, posiblemente, por un brote vírico de la influenza tipo A que, además, provocaba una neumonía bacteriana secundaria, y que fue bautizada como "Gripe Española", que acabó en apenas tres años con más de cuarenta millones de personas fallecidas en todo el planeta –hay estimaciones que cifran entre cincuenta y cien millones los decesos provocados por la enfermedad–. Esta pandemia desapareció, tal como vino, en el verano de 1920.

Otras pandemias más cercanas en el tiempo, aunque con mayor o menor incidencia en el ámbito territorial mundial han sido: La gripe asiática entre 1957 y 1958, que provocó hasta dos millones de fallecimientos; la de la Gripe A, o gripe porcina, que apareció en 2009, que provocó el fallecimiento de más de ciento cincuenta mil personas en todo el mundo; y la otra gran pandemia de carácter mundial del siglo XX, la del VIH que evoluciona a SIDA, que desde 1981 ha contagiado a más de setenta y cinco millones de personas de prácticamente todos los países, y causado más de treinta y cinco millones de muertes, y que aún hoy sigue expandiéndose, aunque de forma mucho más lenta y, pese a no haberse encontrado todavía una vacuna propia y específica, sí que se ha alcanzado un alto grado de control de la infección y de su tratamiento, que ha convertido la enfermedad mortal en crónica.

Y ahora se tiene la pandemia provocada por el COVID-19, surgida a finales del pasado año 2019, que tiene al mundo entero en estado de alarma sanitaria, y esta vez, junto con la del VIH, sí es pandémica su presencia, incluso más allá del ámbito territorial que tuvo la gripe de 1918. El COVID-19 se ha propagado por todos los países del mundo, librándose, por ahora, solo dieciséis de los ciento noventa y cuatro que están reconocidos por la ONU, y su propagación es constante conforme a un modelo de expansión exponencial, tanto en el número de personas infectadas, por ahora más de cuatro millones y medio, como el de las fallecidas, que ya supera los trescientos mil decesos.

Las condiciones sociales y sanitarias que actualmente se dan, con carácter general, son mejores que las que podrían darse en cualquiera de las anteriores pandemias. Incluso en los países menos desarrollados, actualmente, la situación de salubridad y sistema sanitario, por deficiente que sea, es mucho mejor que el que pudiera tenerse en épocas pasadas. Y el estado de la técnica, pese a sus contrastadas deficiencias, que se evidencian en situaciones como la presente, es sustancialmente mejor, y con mayor capacidad de respuesta, que cualquiera de las que tuviera en tiempos anteriores. Esta nueva situación hará, previsiblemente, que la actual pandemia resulte, en términos sanitarios, menos dañina que la anterior de 1918, o que la aún latente del VIH.

Las respuestas políticas y legislativas que han ido adoptando los distintos países y que están basadas, o deberían estarlo, en criterios puramente sanitarios que se están dando en la actual pandemia del COVID-19, pueden ser similares a las que se produjeron en la mayoría de los países en la pandemia de 1918, como el cierre de espacios de reunión masiva, de bares, escuelas, prohibición de eventos con gran afluencia de personas –básicamente procesiones religiosas en países católicos–, confinamiento de la población, el uso de material de protección personal (mascarillas), desinfección de transportes públicos, aislamiento en cuarentena de personas ajenas a la población, centralización de las decisiones en el ámbito sanitario y su coordinación, incluso la prohibición de asistencia a velatorios.

Las medidas preventivas son las mismas, aunque la respuesta o los efectos, ahora, son mucho más contundentes, básicamente por una cuestión de alcance en la información que se da a la población, que resulta mucho más directa y de mayor espectro, así como por el control administrativo de elementos, medios y espacios afectados por tales medidas preventivas, lo que permite una acción más coordinada y eficiente que la que podría tenerse cuando ha dependido de organizaciones y organismos diseminados, autorregulados, y sin coordinación que proponen y colocan en marcha acciones singulares e individuales.

Fundamental, igualmente, resulta el estado de la técnica hospitalaria, con más personal, mejor preparado y equipos de atención así como aislamiento mucho más eficientes que en la segunda década del siglo pasado, y ello pese a las evidentes deficiencias que se aprecia en la situación actual, si se hace sin perspectiva histórica. Es un sentir generalizado el deseo de que todos los sistemas sanitarios y centros hospitalarios fueran más y mejores, más eficientes, mejor dotados de personal cualificado y con material médico, clínico y productos sanitarios suficientes y avanzados. Pero lo cierto es que si la situación actual parece insuficiente, nada más pensar en la que podía darse hace algo más de cien años, con los medios de información y de atención sanitaria de aquel momento, produce vértigo.

En cualquier caso, las cuestiones de carácter político y económico que se generan por causa de las pandemias, al menos las de los dos últimos siglos, no han ido nunca de la mano de las sanitarias ni de las sociales, básicamente por la simbiosis natural que se genera entre el poder económico y el control político, que rara vez coincide con las necesidades sociales, que éstas sí requieren de la respuesta sanitaria y de salud, y que son objeto de preocupación de las dos primeras solo en la medida en que su merma significativa afecta al mantenimiento de su fuente de ingresos, como un elemento más de su estructura, pero no como un fin u objetivo básico.

Gran parte de las decisiones políticas que se toman responden a prioridades y presiones de carácter económico o están pensadas en el enroque de sus propias expectativas partidistas. Asimismo, las relaciones entre política, economía, sistema sanitario, y ciudadanía, en épocas de pandemia no son distintas a las que se establecen fuera de ese marco de excepcionalidad. Quizá se agudicen, pero son las mismas.

Sin embargo, en épocas de crisis sanitaria globalizada, el fenómeno que ha despuntado de forma relevante es el de la acción de la población civil, al margen de la política, la económica, e incluso, del sistema sanitario institucionalizado. La movilización de la sociedad civil, sin una dirección económica empresarial, sin sujeción a directrices políticas, en paralelo y al rescate de las instituciones sanitarias, son lo que han marcado un cambio en el [des] equilibrio fáctico establecido. La movilización de parte del denominado tercer sector económico, el del voluntariado, el de las entidades sin ánimo de lucro, la suma de los comportamientos altruistas de carácter espontáneo, el compromiso personal y la atención a los demás, el resurgir de la solidaridad y de la caridad, tal y como sucediera en épocas pasadas en torno a las obras de misericordia en la época de la beneficencia, es el instrumento de combate de los efectos sociales, emocionales, vitales, incluso económicos, que provocan las enfermedades pandémicas.

La atención al menesteroso al margen del poder político ya se daba en época de esplendor romano donde se instituían Casas de hospitalidad para alivio de los pobres, las llamadas "Hospitales de Júpiter". En Europa, la beneficencia como conjunto de instituciones y servicios de ayuda a los necesitados, surge fundamentalmente a raíz de la extensión del cristianismo y su concepción misericordiosa de atención al menesteroso.

El carácter mutualista que lleva implícita la esencia del cristianismo se concretó en la creación de establecimientos de atención a los necesitados a partir de finales del siglo III, cuando la Iglesia pudo poseer bienes raíces, por lo que, pronto, prácticamente todos dependieron de las instituciones eclesiásticas que asumen esta responsabilidad casi en exclusiva, dedicando buena parte de sus recursos al cuidado del necesitado.

Las instituciones asistenciales por excelencia en la Edad Media eran las hospederías monásticas y los xenodoquios episcopales. Estos establecimientos puramente eclesiásticos fueron evolucionando desde los que tenían un carácter eminentemente religioso, donde se ejercían obras de caridad, hasta su configuración como centros sanitarios asociados a la pobreza y al cuidado de los moribundos de acuerdo con las demandas de la sociedad civil y las responsabilidades de los laicos y de los gobiernos municipales en cuestiones de orden público y de salud ciudadana. La gestión, que al principio recayó sobre los monasterios, y algo más tarde sobre los obispos y las órdenes militares de carácter religioso durante la segunda mitad del siglo XII, acabaría en manos de las parroquias, de las cofradías y de los concejos en los siglos XIV y XV.

Durante el Antiguo Régimen, el poder político fue acaparando la titularidad y responsabilidad de los establecimientos de atención social. Pero fue con la llegada del Estado Liberal, cuando la atención al necesitado se convierte en una obligación pública, lo que provocó el desplazamiento de las acciones caritativas de la Iglesia o de las hermandades laicas, institucionalizándose la beneficencia pública, que posteriormente pasaría al concepto de asistencia social y, actualmente, a la prestación de servicios sociales.

Pero esta institucionalización pública de la atención social nunca cerró la acción de organizaciones privadas, sin más ánimo que el prestar ayuda y atención a quien lo necesita. De hecho, en Portugal, ya en el siglo XII surgieron las denominadas Confrairas, que tenían una labor asistencial para alimentación de los necesitados, constituidas por laicos, perviviendo actualmente muchas de ellas. En el mismo Portugal y en todo el área de influencia de su Imperio, fundamentalmente Brasil, surgieron desde finales del siglo XV, y aún perviven, las Santas Casas de Misericordia, que son Instituciones Particulares de Solidaridad Social de carácter privado, laico, y que colaboran de forma extraordinaria al sostenimiento de los servicios sociales de toda la nación. Los comedores sociales o populares surgieron en el siglo XVIII, y las denominadas "sopas de caridad", a finales del XIX.

El voluntariado como acción de atención altruista, posiblemente surge en el siglo XI con las primeras fundaciones hospitalarias, pero en la segunda mitad del siglo XIX, tras la batalla de Solferino entre Italia y los ejércitos austríacos y franco-piamontés, nace la Cruz Roja, y posteriormente, por cuestión religiosa, la Media Luna Roja, entidad de capital importancia a nivel mundial en la atención social y que, actualmente, cumple una función de atención social y sanitaria de primer nivel que se ha multiplicado en la presente crisis sanitaria. Todas estas acciones se desarrollaron antes de la primera gran pandemia de 1918, pero siempre han respondido a necesidades sociales, y se han desarrollado al margen del poder político y del ámbito económico.

La acción de la sociedad civil siempre ha sido ejemplar e inmediata a la hora de abordar las situaciones de necesidad de las personas. La doctrina del individualismo propia de la ideología liberal aun cede en los momentos de necesidad compartida. Y en el caso de las pandemias, las organizaciones de la sociedad civil resultan ser esenciales en el proceso del abordaje del problema, para centrar y hacer un diseño eficiente de medidas a adoptar o que se preparen, así como para la evaluación de su resultado señalando los progresos o deficiencias que se van constatando, puesto que proporcionan información cuantitativa y cualitativa complementaria, que retratan la realidad, a los datos recopilados por los gobiernos.

Por otro lado, además de la ayuda a la planificación y corrección de medidas, como acción directa sobre la población, las Organizaciones No Gubernamentales de ámbito internacional como Cruz Roja, Caritas, Save the Children, Acción contra el Hambre, o Médicos Sin Fronteras, así como las de ámbito local como las innumerables asociaciones de vecinos, fundaciones, asociaciones de atención a sectores vulnerables de la población; son entidades de primera línea de atención directa que redoblan sus esfuerzos y constituyen la tabla de salvamento de gran cantidad de personas en situación de necesidad.

Además, la iniciativa privada solidaria, el compromiso personal de los ciudadanos anónimos, o relevantes, ha sido fundamental en el control y minimización de los efectos que provoca la enfermedad pandémica. Iniciativas particulares para la fabricación casera de material de protección como mascarillas o viseras protectoras, la proliferación de almacenes de alimentos en distintos barrios, el compromiso y acciones como la de crear servicios de reparto de comida a domicilio a cargo de voluntarios, la participación de artistas en eventos públicos para la recaudación de dinero para atención a los necesitados, las donaciones particulares de personas anónimas o relevantes, son, como en su momento sucedió en la pandemia de 1918 y en la del VIH de los años 80 del siglo pasado, básicas. Y la recuperación social y económica vendrá, sin duda, por el compromiso personal de particulares y la solidaridad de la ciudadanía, que al margen de su contribución fiscal y de los avances farmacológicos, que son imprescindibles, suponen un medio directo de llegar a la población más necesitada de forma inmediata.

Pero, en cualquier caso, la efectividad de esta acción requiere de un alto nivel de transparencia en la información, así como que sea veraz y contrastada; también de la fijación de unas pautas coherentes y compartidas en los planes de actuación; de una planificación y dotación suficiente de medios sanitarios; y de una atención social real que incluya instrumentos de generación de riqueza y reactivación de la economía al margen de parámetros del capital por parte de la autoridad pública para el después de la crisis sanitaria.

También resulta imprescindible el compromiso del poder económico para con su entorno social, ejerciendo su labor de responsabilidad social corporativa de forma efectiva, más allá de la pura vertiente publicitaria, reintegrando a quien le proporciona sus beneficios parte de lo que ya ha recibido, cambiando parámetros de crecimiento y enriquecimiento ilimitado por el de sostenibilidad y servicio y atención con el entorno. Y las instituciones farmacológicas y sanitarias deberían procurar cambiar la perspectiva de la carrera, para encontrar vacunas y fármacos efectivos como competición por colaboración, liderada por una Organización Internacional despolitizada, y todo ello para la que la participación ciudadana y el esfuerzo de la población civil no resulte vacuo. Estos son los compromisos que tienen que asumir el poder político, el sistema económico y las instituciones farmacológicas y sanitarias. El tercer sector y la sociedad civil siempre están a la altura de la respuesta necesaria.

Antonio José Macías Ruano

Doctor en Derecho

Universidad de Almería

Miembro investigador del Centro de Investigación

Derecho, Economía Social y Cooperativa (CIDES)

Orcid: https://orcid.org/0000-0002-8362-6097