Ferrer, A., Revista de Filosofía, Nº 99, 2021-3, pp. 345 - 368 364
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons Atribución-CompartirIgual 4.0 Internacional
(CC BY-SA 4.0)
https://creativecommons.org/licenses/by/4.0/deed.es
Nápoles. La diferencia entre la mano de Filoxeno de Eretria y la de Miró estriba que, en el
caso de la del primero, ausente esta y sin posibilidad de que dirija la operación de su
composición conforme a un plan prefijado, el mosaico será incapaz de formar los nudos que
vengan a cubrir los vacíos hoy en él existentes –dejando así una obra acabada, y hoy un
definitivamente desgraciado conjunto–; sin embargo, en el caso de la del segundo, ausente
esta, una alteración espontánea y activa –imaginemos la irrupción en la sala de un demente
que lo desgarrara– no puede desordenar sin ordenar de otro modo: es cierto que los dibujos
sucesivos quedarán en parte determinados por los anteriores y que cada uno marcará un
paso definitivo hacia delante, pero la perdida del orden primitivo no supone aquí la no
aparición de uno nuevo; un orden, siempre con la unidad total de un conjunto cuyas partes
dependen mutua y necesariamente de todas las demás. Parafraseando a Paz, la mano de
Filoxeno no puede contar; la de Miró, aun en aquella trama casi indisoluble, traza un tejido
indefinible que puede transcurrir.
La concepción moderna del universo permite que este transcurra, y con ello que este
pueda contar aquello que nosotros le hagamos decir con nuestras reacciones espontáneas y
activas. La tensión que García Bacca empieza a intuir entre arte y ciencia le lleva a afirmar,
ya aquí, que aquello legítimo lógicamente –la existencia de una lógica cuyos conjuntos, por
su misma forma, sean siempre valederos– repugna ontológicamente: una vista audaz –capaz
de prescindir, además, de la terminología sistemáticamente metafísica que aquí todavía
arrastra, y continuará arrastrando en no pocos momentos de su vida, nuestro autor– captará
que, aunque todos los fenómenos se nos presenten bajo la forma de una realidad petrificada,
la única ley que rige en lo natural es la de una actividad regulada por el juego.
El «juego», en García Bacca, adquiere un cariz de clara afinidad con Heidegger y
Gadamer –y, consecuentemente, con Huizinga–, y supone un leve desplazamiento de la
dialéctica –entendida en sentido hegeliano–, pero manteniendo la actividad del sujeto
creador que, aquí, irá cobrando una centralidad determinante; un sujeto –o un jugador,
mejor dicho– convertido en una suerte de medio para que el juego pueda manifestarse –algo
similar a lo que sucede con la creatividad. El juego se convierte entonces en una actividad
sin sustrato fijo, ni tan siquiera la del jugador que juega o el creador que crea, de manera
que sea esa pura realización del movimiento a la que se refiere Gadamer; y también,
paralelamente, Whitehead. Es el juego, la creatividad, la que se juega, la que se crea o se
desarrolla.
Ello nos exige, si queremos elaborar, como García Bacca está tratando de elaborarla,
una metafísica perfecta de lo sensible que no podamos renunciar a que esta nos proporcione
una serie de criterios estrictamente físicos –aquí de la mano de Schrödinger, de Broglie,
Heisenberg, Born y Jordan– que nos den cuenta de la continuidad o discontinuidad
metafísica del mundo sensible.
Los estudios modernos sobre el átomo y elementos últimos del mundo físico nos inducen a creer
que el único tipo real de ser es el definido por «actividad rica en mil variedades, profundamente