Estay, J. Revista de Filosofía, Nº 99, 2021-3, pp. 126-159 145
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Y el exento Bouton:
"Se encendió el azufre, pero el fuego era tan pobre que sólo la piel de la parte superior
de la mano quedó no más que un poco dañada. A continuación, un ayudante,
arremangado por encima de los codos, tomó unas tenazas de acero hechas para el
caso, largas de un pie y medio aproximadamente, y le atenaceó primero la pantorrilla
de la pierna derecha, después el muslo, de ahí pasó a las dos mollas del brazo derecho,
y a continuación a las tetillas. A este oficial, aunque fuerte y robusto, le costó mucho
trabajo arrancar los trozos de carne que tomaba con las tenazas dos y tres veces del
mismo lado, retorciendo, y lo que sacaba en cada porción dejaba una llaga del tamaño
de un escudo de seis libras.
"Después de estos atenaceamientos, Damiens, que gritaba mucho aunque sin
maldecir, levantaba la cabeza y se miraba. El mismo atenaceador tomó con una
cuchara de hierro del caldero mezcla hirviendo, la cual vertió en abundancia sobre
cada llaga. A continuación, ataron con soguillas las cuerdas destinadas al tiro de los
caballos, y después se amarraron aquéllas a cada miembro a lo largo de los muslos,
piernas y brazos.
"El señor Le Bretón, escribano, se acercó repetidas veces al reo para preguntarle si no
tenía algo que decir. Dijo que no; gritaba como representan a los condenados, que no
hay cómo se diga, a cada tormento: '¡Perdón, Dios mío! Perdón, Señor.'
A pesar de todos los sufrimientos dichos, levantaba de cuando en cuando la cabeza y
se miraba valientemente. Las sogas, tan apretadas por los hombres que tiraban de los
cabos, le hacían sufrir dolores indecibles. El señor Le Bretón se le volvió a acercar y le
preguntó si no quería decir nada; dijo que no. Unos cuantos confesores se acercaron
y le hablaron buen rato. Besaba de buena voluntad el crucifijo que le presentaban;
tendía los labios y decía siempre: 'Perdón, Señor.' "Los caballos dieron una
arremetida, tirando cada uno de un miembro en derechura, sujeto cada caballo por
un oficial. Un cuarto de hora después, vuelta a empezar, y en fin, tras de varios
intentos, hubo que hacer tirar a los caballos de esta suerte: los del brazo derecho a la
cabeza, y los de los muslos volviéndose del lado de los brazos, con lo que se rompieron
los brazos por las coyunturas. Estos tirones se repitieron varias veces sin resultado. El
reo levantaba la cabeza y se contemplaba. Fue preciso poner otros dos caballos delante
de los amarrados a los muslos, lo cual hacía seis caballos. Sin resultado.
"En fin, el verdugo Samson marchó a decir al señor Le Bretón que no había medio ni
esperanza de lograr nada, y le pidió que preguntara a los Señores si no querían que lo
hiciera cortar en pedazos. El señor Le Bretón acudió de la ciudad y dio orden de hacer
nuevos esfuerzos, lo que se cumplió; pero los caballos se impacientaron, y uno de los
que tiraban de los muslos del supliciado cayó al suelo. Los confesores volvieron y le
hablaron de nuevo. Él les decía (yo lo oí): 'Bésenme, señores.' Y como el señor cura de
Saint-Paul no se decidiera, el señor de Marsilly pasó por debajo de la soga del brazo
izquierdo y fue a besarlo en la frente. Los verdugos se juntaron y Damiens les decía
que no juraran, que desempeñaran su cometido, que él no los recriminaba; les pedía
que rogaran a Dios por él, y recomendaba al párroco de Saint-Paul que rezara por él
en la primera misa.
"Después de dos o tres tentativas, el verdugo Samson y el que lo había atenaceado
sacaron cada uno un cuchillo de la bolsa y cortaron los muslos por su unión con el
tronco del cuerpo. Los cuatro caballos, tirando con todas sus fuerzas, se llevaron tras
ellos los muslos, a saber: primero el del lado derecho, el otro después; luego se hizo lo
mismo con los brazos y en el sitio de los hombros y axilas y en las cuatro partes. Fue
preciso cortar las carnes hasta casi el hueso; los caballos, tirando con todas sus
fuerzas, se llevaron el brazo derecho primero, y el otro después.