Volumen 32 Nº 4 (octubre/diciembre) 2023, pp.146-160

ISSN 1315-0006. Depósito legal pp 199202zu44

DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.10107621

Paradigma de la complejidad y estética de la recepción: nuevas lecturas de lo real

Lucía Hernández Heras

Resumen

Hasta el siglo XX el ser ocupó un papel secundario en la hermenéutica y la ciencia. Mientras la primera disciplina preponderaba la intención del autor por encima de cualquier lectura alternativa, la segunda pretendía pensar el mundo objetivamente. Sin embargo, a finales del siglo XX, el objetivismo perdió fuerza, puesto que la posmodernidad cuestionó las ideas de Verdad y de Objetividad. Paradójicamente, este suceso no rescató al sujeto, sino que lo desproveyó de las nociones de identidad y de sentido. Muertos Dios, el Hombre y el Autor, el ser, siguiendo un proceso pendular, osciló de una crisis a otra. Como alternativa, se propone un modelo hermenéutico en el que se funden los presupuestos de la Estética de la Recepción y del Paradigma de la Complejidad y el pensamiento de González Requena. Con él, se busca resolver el enfrentamiento entre el autor y el lector a través de un tercer elemento: el punto de ignición o zona de no resistencia de lo real.

Palabras clave: Hermenéutica; Ciencia; identidad; Complejidad; Recepción; textos.

Universidad de Zaragoza. España

E-mail: lhernandezheras@unizar.es

ORCID: 0000-0002-0247-1573

Recibido: 06/12/2023 Aceptado: 22/22/2023

Paradigm of complexity and aesthetics of reception: new readings of the real

Abstract

Until the 20th century, the self occupied a secondary role in hermeneutics and science. While the former discipline preponderated the author’s intention over any alternative reading, the latter sought to think the world objectively. However, at the end of the 20th century, objectivism lost its strength, as postmodernism challenged the ideas of Truth and Objectivity. Paradoxically, this event did not rescue the subject, but rather stripped it of notions of identity and meaning. With God, Man and the Author dead, the self, following a pendulum-like process, oscillated from one crisis to another. As an alternative, a hermeneutic model is proposed in which the presuppositions of the Aesthetics of Reception and the Paradigm of Complexity and the thought of González Requena are fused. It seeks to resolve the confrontation between the author and the reader through a third element: the point of ignition or zone of non-resistance of the real

Keywords: Hermeneutics; Science; identity; Complexity; Reception; texts

Introducción

Gran parte de hermeneutas y científicos hasta finales del siglo XIX relegaron la participación de la subjetividad en sus procesos de exégesis y de investigación, respectivamente. Los primeros, por limitar el potencial de la obra a la intención del autor; los segundos, por pretender el descubrimiento de conocimientos objetivos independientes del sujeto. Sin embargo, a finales del XIX y principios del XX, los principios objetivistas fueron debilitándose. En ello fue clave la recién revelada responsabilidad ontológica del lenguaje, que perpetró el fin de la Verdad y de la Objetividad. Sin embargo, este poderoso avance no fue visto como tal: la posmodernidad resquebrajó la noción de identidad al negarle a los textos un sentido original, de modo que el sujeto, en una dinámica pendular, osciló de una crisis a otra.

Ante la disolución de este objetivismo y del ideal “racionalista y correspondentista de la verdad”, urge sustituir “la epistemología tradicional del objeto observado” por una “nueva epistemología del proceso de observación, es decir, del propio sujeto observador, donde la metáfora, la imaginación y, en resumen, la capacidad creativa del investigador juega un papel primordial” (Vidal, 2011: 39). Con vistas a dar respuesta a los nuevos retos a los que se enfrentan ambas disciplinas, se propone una visión complementaria del pensamiento de Iser, Jauss, Ingarden, Fokkema o Ibsch, autores de cabecera de la Estética de la Recepción, y del Paradigma de la Complejidad. Empapándose, asimismo, del conocimiento en el terreno hermenéutico de González Requena, al modelo lo alumbra un enfoque transssubjetivo, rotativo, donde todas las partes entran en contacto en contra de cualquier afán simplificador y donde la incertidumbre no se considera problema, sino solución. Con él, se pretende desactivar la oposición canónica entre el autor y el lector a través de otro elemento: el punto de ignición o zona de no resistencia de lo real, que se enmarca en la teoría de los niveles de realidad de Nicolescu. Corresponde aclarar que este artículo sigue la línea de otros estudios en los que se propone el acercamiento entre el Paradigma de la Complejidad y las disciplinas lingüísticas (Andrason, 2014; Lopes y Ferreira, 2017; Bel-Enguix, Massip-Bonet, Sierra, 2020; Alves, 2021)

El ser, la ciencia y el autor: una crisis pendular

A lo largo del siglo XX, tanto la hermenéutica como la ciencia se emanciparon del pensamiento sustancialista que constriñó al hombre de la modernidad al cuestionar su ideal objetivista, que había abierto una honda fricción en cada terreno. En el hermenéutico, entre el lector, por un lado, y el autor y la obra, por otro, ya que la teoría historicista excluía al receptor del proceso exegético (Ranke, 2010; Schleiermacher, 2019), de modo que el auténtico significado, inmutable, del texto era aquel con el que nacía en su producción (Jauss, 1976): la palabra del escritor era la única verdad. Por consiguiente, la interpretación discursiva estribaba unilateralmente en la búsqueda pautada del mensaje que había codificado el autor en el origen, sin contar con el lector y el contexto de recepción. Así, el esfuerzo hermenéutico se orientaba “hacia la recuperación del punto de conexión con el espíritu del artista, que es el que hará enteramente comprensible el significado de una obra de arte”, apostilla Gadamer (1977: 220) en referencia a las hipótesis de Fiedrich Schleiermacher, quien dispuso los cimientos de la hermenéutica filológica a finales del siglo XVIII.

En cuanto a la ciencia moderna, que eclosiona en el XVI tras una primera época precientífica (Arraiz y Sabirón, 2012), el racionalismo cartesiano, el leibnitziano, el empirismo y, posteriormente, el positivismo pretendieron pensar el mundo objetivamente, con independencia del sujeto que lo pensara (Nicolescu, 2006). En consecuencia, estas corrientes levantaron una elevada barrera entre el yo y la idea de realidad que la ciencia clásica consideraba cognoscible. Su formulación de enunciados legaliformes y sometidos a la comprobación empírica erigió la evidencia lógica en criterio único de Verdad, dejando al margen cualquier manifestación no susceptible de ser traducida mediante el lenguaje matemático. Además, su principio nomotético en pos de la replicabilidad del fenómeno sublimaba lo generalizable por encima de lo individual, cuya capacidad expresiva quedaba absolutamente coartada por el cariz “hipercodificado” de los signos matemáticos, unívocos y totalmente reductibles al código (González Requena, 2003). Si bien los avances de la ciencia mejoraron considerablemente la existencia de los seres humanos, a través de esta querencia mecanicista el hombre perpetró “la muerte del sujeto”, bajo este sistema objetualizado, según Nicolescu (2006).

Sin embargo, a finales del XIX y principios del XX, la desconfianza hacia los principios objetivistas comenzó a crecer. Desde Mallarmé en adelante, la omnisciencia del autor se debilita; primero, con la fenomenología trascendental de Edmund Husserl y, posteriormente, con la fenomenología hermenéutica de Heidegger, que desarmó la conducta autómata del método tradicional. Según el filósofo alemán, resulta inviable una reconstrucción en retrospectiva del sentido del texto, puesto que toda comprensión es coyuntural en cuanto, inseparable del ser-ahí, “nos impide escapar a nuestra propia situación histórica para comprender al otro” (Compagnon, 2015: 71). Desde esta censura de la reproducción periclitada del pasado arranca también Gadamer en 1960, cuando, sentando las bases de la Estética de la Recepción, prefigura la polisemia textual: como el individuo reelabora la hermenéutica discursiva desde su propio bagaje personal (Gadamer, 1977), el significado de un texto no se agota nunca en el querer decir de su creador. De facto, mientras la obra muda de un contexto cultural o histórico a otro, adquiere nuevos significados, imprevisibles tanto para el autor como para los primeros receptores.

Hasta este momento, la hermenéutica fenomenológica no había problematizado la noción de lenguaje; tan solo desdeñaba su concepción como instrumento al servicio de la expresión de una voluntad lingüística previa. Sin embargo, ya desde Nietszche latía un descreimiento de la neutralidad del lenguaje como instancia especular, aunque la crítica a la metafísica tradicional de sus observaciones se remontaba hasta las fronteras de la razón pura que había trazado Kant en 1771. De acuerdo con esta nueva mirada, continuada por Wittgenstein y basamento de la corriente posmoderna, el lenguaje atesora una responsabilidad ontológica: dado que crea merced a la nominación, la calificación adjetival, la predicación, el recuerdo elegido, etc., los límites del lenguaje significan los límites del mundo (Wittgenstein, 1973). Por su carácter logomítico, construye lo circundante mediante los constituyentes lingüísticos que reúne y que, al decir del padre del nihilismo, realizan la función que, en clave retórica, desempeñan los “tropos”, ya que “no conocemos las cosas en sí y para sí; sino solo sus imágenes” (Nietzsche, 2000: 172). En consecuencia, el lenguaje, como la metáfora, convierte en signos lingüísticos las realidades sensibles que aprehenden los sujetos y que solo adquieren sentido en la medida en que son verbalizadas, lo que imposibilita el conocimiento de una realidad objetiva independiente los hombres.

Este planteamiento derribó dos de los pilares más sólidos de la epistemología canónica: la Verdad y la Objetividad, puesto que el descubrimiento de la facultad creativa del lenguaje las despojó, como construcciones discursivas, de toda trascendentalidad. Además, la insuficiencia de la verificación empírica, como demostró Popper, y de la verificación lógica, como probó Gödel (Morin, Ciurana & Motta, 2002), junto con la desacralización de la ciencia a manos del historicismo kuhniano, que mostró el “desenvolvimiento no teleológico del conocimiento histórico” (Vidal, 2011: 28), precipitaron la fractura de la ciencia clásica. Ante la ausencia de certezas y tras la experiencia devastadora de dos guerras mundiales, el paradigma posmoderno se abrió paso, como giro lingüístico, al descubrir el autoengaño de la modernidad como proceso emancipador de la sociedad, de la que señaló sus límites y, ante todo, sus contradicciones. En consecuencia, el sujeto posmoderno se supo escindido por la elipsis, la quiebra y la fragmentación.

La disgregación del individuo no solo fue ontológica; lo fue, asimismo, literaria: al caer la Verdad, todos los eslabones que integraban la cadena objetivista fueron viniéndose abajo; también, esa subjetividad que durante siglos había anhelado hacerse objetiva: la del autor. Y, con él, el imperio de su palabra: puesto que el artista posmoderno, al contrario que el clásico, asumió la inefabilidad de lo real, sabía que operaba con signos en lugar de con las cosas mismas, por lo que esta mediación de las imágenes consumó la “muerte del autor”, cuya “voz perdió su origen” (Barthes 1999: 66). Desde esta visión deconstructivista, cualquier exégesis del discurso, desde ese momento prisionero de las condiciones cronotópicas de su recepción, era legítima: en virtud de que “un texto tiene tantos sentidos como lectores”, puesto que su unidad se produce en el receptor, “no hay manera de establecer la validez o la invalidez de una interpretación” (2015: 78), apunta Compagnon sintetizando el pensamiento de Stanley Fish, uno de los acólitos más radicales de este “relativismo dogmático” o “ateísmo cognitivo” (2015: 77). Como resultado, el lector heredó la corona del autor y el antagonismo entre ambas instancias, aun con un nuevo reparto de roles, prolongó su reinado.

Pese a que el derrocamiento del autor desarticuló la aspiración objetivista que subyacía tras su omnipresencia en la hermenéutica tradicional, el sujeto cognoscente todavía figuraba en un segundo plano; en este caso, a la sombra del lenguaje, ahora impersonal y superior: como había reclamado Mallarmé, el poeta, desaparecido en su dimensión elocutoria, debía ceder la iniciativa a las palabras (Compagnon, 2015). De esta forma, el sujeto de la enunciación se convertía, entonces, en simple sujeto del enunciado, dada la pluralidad del lenguaje, irreductible a una intención: “En cuanto produzco, en cuanto escribo, es el Texto mismo el que me desposesiona (afortunadamente) de mi duración narrativa” (Barthes, 1978: 6). La orfandad de la obra no solo desposeía al emisor, sino que también supeditaba la libertad del receptor a la concentración “en un mismo campo” de “todas las huellas de que está formado el escrito” (Barthes, 1984: 67). Aunque este espíritu antifilológico trajo consigo “la promoción del lector y una libertad del comentario desconocida hasta entonces” (Compagnon, 2015: 57), no resolvió la crisis del sujeto; más bien la acentúo al desproveerlo de toda seguridad, “porque negarse a fijar un sentido significa finalmente negar a Dios y sus hipóstasis, la razón, la ciencia, la ley” (Barthes, 1984: 66). Este hecho resultó especialmente doloroso en un mundo en el que “la interrogación sobre la verdad” había “sido sustituida por la interrogación sobre el sentido” (González Requena, 1985: 34).

A fin de cuentas, el giro epistémico del siglo XX socavó los cimientos de la hermenéutica y la ciencia clásicas, pero también los de la subjetividad. En lugar de pensar la rebelión frente a la tiranía de lo objetivo en su acepción más radical y contraria al sujeto, como fundamento de una más que necesaria reconstrucción, radicalizó su dogma hasta desustanciar la noción misma del ser, negándole la posibilidad de sentido (González- Requena, 2015) y de identidad. Además, el cambio de dirección, de lo objetivo a lo subjetivo, desbordó las fronteras de la ciencia, que se quedó sin respuestas: “Cuando la ciencia intenta explicarnos, a nosotras las personas, el sistema, sencillamente, peta” (Arraiz y Sabirón, 2012: 36). Sin embargo, en los albores del siglo XXI emergió, de nuevo, “la fe”: “Es la Complejidad” (Arraiz y Sabirón, 2012: 36). De ahí parte la siguiente propuesta: desde la complementariedad entre el ideario de este paradigma y del de la Estética de la Recepción, se defiende la lectura como ejercicio científico para reinstaurar el sentido y construir la identidad del sujeto, aprovechando los puntos de intersección en los que se cruzan ambos modelos. Fundamentalmente, en lo concerniente a su reintroducción del sujeto cognoscente en el proceso de conocimiento, con vistas a resolver la crisis pendular que padeció la subjetividad en siglos anteriores desde la autoridad de lo objetivo hasta el descentramiento del yo que siguió tras la caída objetivista.

La acción decisiva de la Estética de la Recepción, que se desarrolló en contacto estrecho con el estructuralismo de Praga, consistió en reconocerle al lector “y con él a la sociedad a la que pertenece, su derecho frente al sustancialismo de la estética clasicista” (Warning, 1989: 23) desde un enfoque dialógico. Si bien descarta la interpretación unívoca y monocorde de los textos, no soslaya la impronta que jalona todo discurso, por lo que propone un equilibrio dialéctico entre la intención del autor y la conciencia del receptor. Porque negar la presencia del emisor, afirmando la omnipotencia del lector, conllevaría el enaltecimiento de una subjetividad gracias a la muerte de otra. La premisa intersubjetiva que atraviesa sus hipótesis en beneficio de una concepción orquestal y polifónica de la lectura late también en el Paradigma de la Complejidad, que “pretende señalar la humanidad del conocimiento en su radicalidad. Del conócete a ti mismo socrático pasamos al conócete a ti mismo conociendo” (Morin, Ciurana & Motta 2002: 50). Lo hace, además, basándose en la propia naturaleza cognoscitiva del ser humano: en la estela de Plutarco y de Séneca, asume que el sujeto no es un vaso que hay que llenar, sino una antorcha que hay que encender (Maturana, 1996). Y que, sin duda, quema: “El sujeto que conoce está implicado (emocional, racional, éticamente) en el contexto de lo que conoce, […], está relacionado con el objeto, lo modifica y se modifica a sí mismo” (Espina Prieto, 2007: 34).

La lucha frente al caos: la Estética de la Recepción y el Paradigma de la Complejidad.

Actualmente, en la era de lo líquido, el ser humano combate contra el caos: “La ciencia, la técnica y el desarrollo económico, que parecían el motor de un progreso seguro, revelan sus ambivalencias” (Morin, Ciurana & Motta 2002: 74), habida cuenta de su incapacidad para dar respuesta a los interrogantes del universo subatómico (Sarquís & Buganza, 2009), discontinuo y probabilístico. En consecuencia, la naturaleza ya no es esa dimensión estática que obedecía ciertos principios irrefutables, sino una urdimbre de relaciones y conflictos. Ahora abundan los eventos raros, cuya imprevisibilidad e irregularidad resultan inexplicables en términos de estándares y promedios, como hacía la ciencia clásica (Maldonado 2016). Tampoco el hombre es el mismo, víctima de la atomización que ha supuesto la dimensión individualizadora de la tecnologización, en detrimento de las “antiguas solidaridades” (Morin, Ciurana & Motta 2002: 74). Ante este universo, algunos fenómenos, como ha demostrado la física cuántica, “sólo pueden ser explicados tomando en cuenta el todo que los comprende y del que forman parte” (Johansen, 1989: 18). De hecho, la totalidad polistémica en la que vivimos inmersos se subleva cuando es reducida a sus elementos (Martínez, 2003).

Contra el afán simplificador de las ciencias positivistas (Ardoino, 2011), el Paradigma de la Complejidad introduce otra epistemología, que presume de lo contrario: desde la imagen de un mundo en-redado (Nicolescu, 2000), la Complejidad no excluye, sino que integra los procesos de disyunción, de reificación, de abstracción, y los pone en movimiento. A diferencia del orden clásico, su dinámica es rotativa: “De la parte al todo, del todo a la parte, de lo molecular a lo molar, de lo molar a lo molecular, del objeto al sujeto, del sujeto al objeto” (Morin, Ciurana & Motta, 2002: 50-51). Por extensión, no separa los componentes; al contrario, los religa, porque el pensamiento complejo, que no desprecia lo simple, critica la simplificación. Mediante su defensa de un pensar macroconceptual (De Jesús et al., 2007) y hologramático, aspira a un saber no parcelado, no dividido, aun admitiendo la imposibilidad de omnisciencia, porque “el todo no totaliza: la totalidad no es la suma de las partes” (Osorio 2012: 275). Por ello, “el pensamiento complejo nunca es un pensamiento completo” (Morin, Ciurana & Motta, 2002: 50-51). En consecuencia, reconoce el estado transitorio de todo concepto y la congénita incertidumbre que acarrea. Sin embargo, el sello de lo incierto no estigmatiza el conocimiento como si lo señalizara con la letra escarlata. Es más: hay que “aprender a caminar en la oscuridad y en la incerteza” (Morin, Ciurana & Motta: 50).

La perspectiva holística (Ardoino, 2011) que abandera la Complejidad desemboca en la noción de “transdisciplinariedad”: introducida por Piaget en 1970, pero glosada por Nicolescu, “se preocupa por aquello que está entre las disciplinas, a través de ellas y más allá de toda disciplina” (Nicolescu, 2013: 25). Apropiándose de los avances de la física cuántica, que entran en colisión con el determinismo de la ciencia clásica, delinea su gran aporte: los niveles de realidad. “Por nivel de Realidad, una noción introducida por primera vez en 1985, designo a un conjunto de sistemas que son invariantes bajo ciertas leyes” (Nicolescu, 2013: 25) y que abrigan constituyentes antagónicos (Nicolescu, 2013). Corresponde aclarar que Nicolescu se contagia de la distinción de raigambre kantiana entre lo real y la realidad (Nicolescu, 2013: partiendo de la responsabilidad ontológica del lenguaje, niega la noción canónica y objetivista de “realidad”, a la que sustituye por el término “real”, como esa dimensión inescrutable, que, no obstante, en su infinitud, alberga ciertas zonas menos ocultas (González Requena en Gobantes, 2014) en las que podemos penetrar aunque no de forma representacional (Osorio, 2012). Estas zonas, designadas como “la zona de no resistencia de lo real” (Osorio, 2012), conviven con los niveles de realidad, que sí son plenamente accesibles. Los estratos que la conforman, así como su acción conjunta, son el objeto de interés del conocimiento transdisciplinar, cuyo meta “es la comprensión del mundo actual, en el cual uno de los imperativos es la unidad del conocimiento” (Osorio, 2012: 25). De facto, “la realidad solo se puede captar a través de la conjunción unitaria y unitiva de todas las capacidades del hombre” (Morin, Ciurana & Motta, 2002: 52). Así, su teoría transciplinaria se configura como un dispositivo para cultivar la dimensión sagrada de la existencia; por la cual, si no se desarrolla “de manera explícita en lo personal y en lo colectivo, la humanidad a largo plazo no podrá hacerse viable a la manera humana” (Osorio, 2015: 216).

Nicolescu no solo registra distintos niveles de realidad; además, ofrece la posibilidad de acceder a ellos a través del principio dialógico, para cuya arquitectura se inspira en el Teorema de Kurt Gödel. Según este fundamento de la lógica matemática, “un sistema de axiomas” suficientemente rico inevitablemente produce resultados irresolubles y contradictorios (Nicolescu, 2011: 28). En consecuencia, este principio desarbola la lógica binaria de la ciencia desde Aristóteles, que, en virtud de que contemplaba un único nivel de realidad, rebajaba todos los fenómenos a una simple oposición de contrarios. Su lógica, por tanto, respondía a tres principios: el de identidad (A es A), el de contradicción (A no es no-A) y el principio de tercero excluido, por el cual no existe un tercer término que sea a un tiempo A y no-A (Sarquís y Buganza, 2009). Dinamitando este reduccionismo dicotómico, el pensamiento complejo, en concordancia con los descubrimientos físicos de Stéphane Lupasco, aboga por la superación de antinomias mediante la injerencia de un elemento discordante en la ecuación: “El tercero incluido” (T) (Nicolescu 2011: 27). Frente al ser o no ser de Hamlet (Arraiz y Sabirón, 2012), Nicolescu, con un espíritu heraclitano, desactiva la paradoja: en tanto A y no-A operan en el mismo nivel de realidad, T ejerce en un estrato distinto de realidad, donde los constituyentes se reconcilian y lo contrario se desnaturaliza (Nicolescu, 2011), en una suerte de síntesis hegeliana que se desempeña como Aufheben (Sarquís y Buganza, 2009)

Figura 1. El tercero incluido anula la contradicción entre A y no-A (NR0) al situarse en otro nivel de realidad (NR1)

Fuente: Arraiz y Sabirón (2012: 74)

A pesar del cuño científico del concepto, el funcionamiento de estos niveles se activa en cualquier esfera de la vida. Incluso en la literatura y su proceso de interpretación, ya que los acontecimientos literarios atesoran “una especie de realidad que les es propia” (Pavel, 1995: 19). Como reconoció Pavese, “en el fondo, tú escribes para estar como muerto, para hablar desde fuera del tiempo, para convertirte en recuerdo para todos” (1980: 469). En definitiva, para ascender a otra dimensión, a ese nivel de realidad que constituye el universo ficticio. De hecho, el pensamiento transdisciplinar da un vuelco a la teoría de Dolezel, quien, basándose en los mundos posibles de la lógica y la filosofía, define los mundos literarios como “conjuntos de estados posibles sin existencia real” (1999: 35), cuando, en puridad, sí ostentan un estatus ontológico, aunque lo ejercen en otro nivel de realidad. Ahí, en la macroestructura de la ficción (Dolezel, 1999), los mundos literarios se rigen por su legislación particular: su “composibilidad” depende de un orden global, de modo que, por ejemplo, Emma Bovary es composible con Rodolphe Boulanger (Dolezel, 1999), pero no con un príncipe encantado “porque no podemos pensar en el mismo individuo como miembro de varios mundos” (Leibniz en Dolezel: 42). Además, como cada nivel tiene su espacio-tiempo determinado (Nicolescu, 2006), los mundos ficcionales poseen unas estructuras particulares (Nicolescu, 2006: 41), a las que sólo se puede acceder por vía semiótica. En consecuencia, la entrada corpórea resulta inviable, por lo que pierden validez (Nicolescu, 2006) las leyes físicas que regulan el anterior nivel de realidad con el que entran en contacto.

Es en este dónde habitan antes y después de la lección el autor, por un lado, y el lector, por otro; instancias tradicionalmente antitéticas, tanto para el objetivismo de la filología como para el subjetivismo de la antifilología. El vínculo entre ambos agentes, salvo para la Estética de la Recepción, se ha entendido en términos de dominio: o prevalecía la intención del autor o imperaba la interpretación del lector, sin importar, en cualquier caso, el concurso de su contrario. Por ello, la hermenéutica, como la lógica clásica, a lo largo de los años ha estado reducida a un doble binomio: el integrado por el escritor y el texto hasta el siglo XX y el que han formado el receptor y el texto a partir de entonces. Sin embargo, la interpretación literaria es, ante todo, un asunto de tres, ya que solo cuando convergen el lector y el autor cristaliza la realidad de la obra (Eco, 1997; Iser 1987). A pesar de que la literatura se realiza en la lectura (Ingarden, 1998), el autor nunca se retira completamente de su obra, pues siempre quedan huellas de su paso por ella; son los derechos del texto, según Eco (1997). Tampoco se desentiende de su supervivencia, sino que delega su poder en la figura del lector implícito (Iser, 1987). Definido como el destinatario ideal de un discurso en concreto, propone un modelo al lector real, quien tiene la potestad de participar o no en el juego al que le invita el texto (Iser, 1987). Con este ardid, se “dirige el proceso lector por caminos sistemáticos y parcialmente predecibles” (Miall, 1990: 337), que deben ser transitados de principio a fin (González Requena, 1985).

No obstante, la lectura, como toda partida, implica la aceptación de unas normas, que debe ser sostenida mediante un pacto: a través de esta colaboración bilateral, tanto el autor como el lector aplican “una estrategia que incluye las previsiones de los movimientos del otro” (Eco, 1987: 79). En este trascurso, el primero planea su estratagema pronosticando la reacción del destinatario implícito para conjeturar su interpretación más factible del texto; mientras que el receptor colabora a desentrañar el código cifrado por el autor, quien, de este modo, consigue que la obra concrete todo su potencial (Eco, 1987). Sin embargo, en la transición del lector implícito al lector real el texto transparenta ciertas zonas de indeterminación que exigen un esfuerzo añadido al receptor: ante esta manifiesta imperfección del discurso, el lector real debe rellenar los “espacios vacíos” (Iser, 1987: 291). En consecuencia, “el texto instruye y el lector construye”, habida cuenta de que el texto está minado de blancos (Compagnon, 2015: 178).

Pero no sólo eso: a este proceso de reconstrucción (Dolezel, 1999), el destinatario no llega solo, sino que carga con su propio repertorio (Iser, 1987), también llamado “horizonte de expectativas”, es decir, “los presupuestos bajo los cuales un lector recibe una obra” (Jauss, 1976: 171). Los lectores presuponen lo que van a encontrar, aunque esa idea a priori no se construye ex nihilo: depende del marco cultural y social que envuelva al receptor, del sociolecto; de ahí que la exégesis textual no sea la misma para lectores de distintos tiempos. Como ya adelantara Gadamer, “la realidad histórica y cultural que llamamos obra literaria” no se agota en el texto: “Verdaderamente, la obra literaria consiste en el texto (sistema de relaciones intratextuales) en su relación con la realidad extratextual: las normas literarias, la tradición y la imaginación” (Lotman en Fokkema e Ibsch, 1982: 167). Por ello, el elemento de reflexión literaria no será el discurso, sino su concreción. No será el artefacto, sino el objeto estético (Lotman en Fokkema e Ibsch, 1982:167), que sólo toma relieve en la conciencia del lector, puesto que la apropiación del texto, “que va del placer a la adquisición de conocimiento, pasando por seguirlo como si fuese un guión, integra los mundos ficcionales en la realidad del lector” (Dolezel, 1999: 44).

En definitiva, el autor formula el sentido del texto, en tanto que el lector, que únicamente penetra en el mundo ficción a través de la recepción (Dolezel, 1999), le confiere un significado. Por ende, el sentido, singular e invariable, se convierte en “el objeto de la interpretación del discurso” y el significado, plural y abierto, en el objeto de la aplicación del texto al momento de su lección (Compagnon, 2015: 100). Desde esta perspectiva, la lectura ya no es una interacción, entendida conforme al “viejo paradigma positivista, en el cual cada unidad o elemento estaba predeterminado por separado”, como “cosa contra cosa” (Rosenblatt, 1996) o A versus no-A. Es, más bien, una transacción, donde todos los integrantes solo existen como consecuencia del otro, puesto que, además, cada nivel es lo que es porque todos los niveles existen al mismo tiempo, tal y como establece el axioma epistemológico de la transdisciplinariedad (Nicolescu, 2006): “El lector adquiere su carácter de tal en virtud del acto de lectura y, a través de este, el texto adquiere significación” (Dubois, 2015: 27), por lo que el potencial no se halla de antemano “en” el texto o “en” el lector (Rosenblatt, 1996). Leer, por ende, consiste en “transitar el texto en múltiples elecciones” que se abren y se multiplican a lo largo de todos los encuentros fortuitos y sorprendentes con los que nos topamos (González Requena, 1985; 40). En consonancia con la tendencia rotativa que caracteriza el proceder del Paradigma de la Complejidad, en la interpretación todos los constituyentes entran en contacto al unísono mientras traban un vínculo de retroalimentación, tremendamente orgánico, que rescata al sujeto cognoscente bajo la losa del ideal objetivista y, a la vez, resuelve la contradictio in términis entre A y no- A.

Sin embargo, este modelo entrecruzado y flexible no tiene vigencia en cualquier discurso; tan solo en los “textos de la subjetividad”, aquellos grandes relatos que “forjaron una cadena de sentido donde antes no la había”, (González Requena, 2015: 400), logrando, así, hacer frente al caos (González Requena en Gobantes, 2014). Así, los textos que responden a un orden lógico, como, por ejemplo, los manuales de instrucciones, prescinden de la subjetividad porque presentan una estructura cerrada que conmina, más que convida. En cambio, los discursos de la ficción localizan al ser como sujeto a través del punto de ignición (González Requena, 2015), la intersección donde el texto, cifrado por la subjetividad del autor, afecta, duele, quema a la subjetividad que lo recibe (Requena en Gobantes, 2014). Ese punto de ignición, que se postula como el tercio incluido que vincula al autor y al lector, sería lo que la Complejidad denomina “la zona de no resistencia de lo real”: el espacio de lo inefable, de lo insondable, en el que se esconde aquello que carece de nombre, pero que está a pesar de no ser. En definitiva, el misterio de cuanto somos (Corbí, 2007), porque lo “incomprensible es un dato existencial primario” (González Requena en Gobantes, 2014: 40) en virtud de que el hombre no solo es homo sapiens sapiens, sino también sapiens/demens (Morin, Ciurana & Motta, 2002: 50). Allí, donde se oculta lo incomprensible, reside también lo real (González Requena, 2015), que podemos tocar porque nos constituye (Corbí, 2007). No obstante, este salto al otro lado sólo es posible gracias a la opacidad del lenguaje literario, que lleva impresa, como también el conocimiento (Morin, Ciurana & Motta, 2002), la rúbrica de lo incierto. Por oposición a la palabra cotidiana, que es utilitaria e instrumental, la literatura se erige en única experiencia auténtica de lo absoluto y de la nada dada su esencia intransitiva, denotativa y autorreferencial. “No es casualidad que las obras artísticas más admiradas sean aquellas que multiplican la incertidumbre” y “se elevan por encima de cualquier contexto preciso para convertirse en objetos ante los que cada nueva época se ve obligada a confrontarse”, reflexiona González Requena (1985: 35).

Durante esa lectura, “la experiencia es irrepetible y compromete al sujeto en su seguridad radical” (González Requena en Gobantes, 2014: 212). Pero la experiencia no entendida en un sentido moderno, sino en su acepción clásica: en las antípodas del pensamiento cartesiano, responsable de la escisión entre el conocimiento y la praxis experiencial, la antigüedad valoraba el conocimiento como un páthei matos, es decir, como un aprendizaje forjado en la prueba y por la prueba, amasado con la práctica (Larrosa, 2003: 31-35). Es imprescindible recuperar esta última visión para resaltar el valor de la experiencia como herramienta heurística que, ligada al proceso lector, precipita la dilución de barreras entre lo interior y lo exterior: “Pensar la lectura así supone cancelar esa frontera entre lo que sabemos y lo que somos, entre lo que pasa (y que podemos conocer) y lo que nos pasa (como algo a lo que debemos atribuir un sentido en relación a nosotros mismos” (2003: 29); de ahí que los textos literarios sean verdad. Verdad subjetiva, ya que la “palabra instaura una verdad a través del relato en la medida en que haya sujetos que la reciban” (González Requena, 2003: 94).

Por su naturaleza subjetiva, la lectura de estos discursos es un acontecimiento de pluralidad (Larrosa, 2003: 39), y, sobre todo, un evento de resonancias interiores: no está fuera de nosotros, “sino que sólo tiene sentido en el modo como configura una personalidad, un carácter, una sensibilidad, o, en definitiva, una forma humana singular que es la vez una ética (un modo de conducirse) y una estética (un estilo)”. Los libros regalan esta personalidad al yo porque el hombre es una entidad que se interpreta (Larrosa, 2003: 608) en cuanto que adquiere su propia identidad, como instancia procesual en perpetua construcción (Saldaña, 2011), a través de lo lingüístico. Este camino comienza desde que da sus primeros pasos, cuando se topa con palabras que están ahí antes que él y que van a abrirle un espacio en el lenguaje, sin el cual será imposible “volverse sujeto” (Petit, 2016: 44): a través de la competencia lingüística “buscamos a tientas, nos chocamos y, de vez en cuando, nos encontramos” (Petit, 2016: 48). Lo esencial del sujeto, como responsable de su autoconsciencia, se fragua a partir de una sucesión de exégesis introspectivas: lo que es no es más que el modo como se interpreta, pues, en definitiva, su naturaleza es discursiva (Larrosa, 2003).

Por ende, su interacción con la otredad y con su subjetividad se basa en una dinámica intertextual: como historia que se alimenta de historias, el ser no es una sustancia precultural o presimbólica que precede a las construcciones lingüísticas; es, sobre todo, un constructo a posteriori que se instituye en diálogo con otras narrativas (Larrosa, 2003). Así se explica la importancia del relato para la subjetividad contemporánea, que ha recibido ataques desde todos los frentes, lo que ha redundado en la “propuesta de identidades culturales inestables y errantes” (Saldaña, 2011: 27). Mediante el discurso, el ser alcanza lo universal. Y lo hace a través del otro (Compagnon, 2015), porque “la identidad supone siempre la interacción recíproca con la alteridad” (Assmann, 1992: 132), de modo que la otredad se torna en necesidad ontológica al servicio de una definición identitaria; es en este contacto cuando el ser halla un consuelo al encontrar en el otro lo que él también siente. A partir de esta vocación intersubjetiva de la identidad, “nuestra otredad está constituida por su propia mismidad”, de modo que lo mismo y lo otro, lo propio y lo ajeno se reconfiguran como espacios morfodinámicos muchas veces intercambiables (Saldaña, 2011: 27).

Juntos, autor y lector (fig.2), concurren en ese punto de ignición donde encuentran un sentido a través del Otro, una verdad, la subjetiva, y el fruto de la identidad, pero también donde pueden satisfacer los deseos que niega la realidad, porque “en un texto que realmente te afecta siempre estás visitando algo que tenías presente” (González Requena en Gobantes, 2014: 213).

Figura 2. El autor y el lector se encuentran a través del punto de ignición, situado en otro nivel de realidad.

Fuente: Elaboración propia del modelo con base en Arraiz y Sabirón (2012: 74).

Conclusiones

A lo largo de este escrito, se ha repasado la crisis pendular que ha sufrido el sujeto tanto en el ámbito científico como en el hermenéutico. En la historia de la ciencia, ese primer momento de dificultad se produjo cuando, desde la imposición de la lógica cartesiana, se suprimió la participación del ser en cualquier proceso cognoscitivo. Sin embargo, en el siglo XX, la responsabilidad ontológica que atribuyó el pensamiento posmoderno al lenguaje desvirtuó las nociones de Verdad y de Objetividad, por lo que la elisión forclusión del sujeto desbordó las fronteras de la ciencia, que se quedó sin respuestas. En el caso de la hermenéutica, primero se limitó el potencial de la obra a la intención del autor, por lo que se coartó la capacidad de exégesis de sus receptores. No obstante, la muerte del autor, proclamada en el siglo XX por la leva posmoderna, legitimó cualquier interpretación. Con todo, si bien se suprimió el objetivismo de la hermenéutica tradicional, el sujeto continuó en un segundo plano; en este caso, al socaire del lenguaje, impersonal y superior. En consecuencia, el giro epistémico del siglo XX no solo derrotó al objetivismo tradicional; a su vez, desustanció la noción misma del ser al negarle un sentido y una identidad.

Para reinstaurar el sentido y ofrecer alternativas que contribuyan a la construcción del sujeto, a lo largo de este ensayo se ha propuesto un modelo en el que se integran los presupuestos de la Estética de la Recepción y del Paradigma de la Complejidad. Ambos pensamientos coinciden en su reintroducción del sujeto cognoscente en el proceso de conocimiento: mientras la Estética de la Recepción propone un equilibro entre la intención del autor y la conciencia del receptor, el Paradigma de la Complejidad pretende señalar la humanidad del conocimiento. Además, ambos apuestan por una dinámica rotativa en la que todos los componentes del proceso, exegético o cognoscitivo, entran en contacto al unísono. Teniendo en cuenta los puntos de intersección en los que se encuentran, la presente propuesta ha enmarcado la hermenéutica –según los principios esgrimidos por los autores de la Estética de la Recepción– en los niveles de realidad de Nicolescu, habida cuenta de que la literatura ostenta su propio nivel de realidad, distinto al que ocupan el autor y el lector antes y después del proceso de lectura. Es durante ese proceso de lección cuando ambas instancias se encuentran por vía semiótica en el tercero incluido, de modo que se resuelve la antinomia tradicional entre los agentes: así, solo cuando convergen el lector y el autor cristaliza la realidad de la obra. A lo largo de este procedimiento, el autor formula el sentido del texto, en tanto que el lector le asigna un significado.

Sin embargo, este modelo únicamente opera en la exégesis de los textos de la subjetividad, aquellos capaces de localizar al ser como sujeto a través del punto de ignición, la intersección donde el texto, cifrado por la subjetividad del autor, afecta a la subjetividad que lo recibe. Este punto de encuentro entre ambas subjetividades, ya denominado como el tercero incluido, sería, asimismo, lo que la Complejidad denomina como la zona de no resistencia a lo real: el espacio de lo inefable que custodia el misterio de cuanto somos, en el que podemos penetrar, aunque no de forma representacional. La lectura nos permite tocar este espacio –aunque, insistimos, no de forma representacional– porque la palabra instaura una suerte de Verdad: una verdad subjetiva. Además, el ser es una entidad que se interpreta en cuanto que adquiere su propia identidad, como instancia procesual en plena construcción, a través de lo lingüístico. En consecuencia, al construir su propio relato a través de su palabra, pero también a través de narrativas ajenas, en el proceso identitario desempeña un papel indispensable el Otro. Así, autor y receptor forjan su identidad a través de este diálogo con el otro.

La lección, por tanto, se concibe como un encuentro entre subjetividades, ya que es, precisamente, la naturaleza de estos actantes la que eleva la literatura a una categoría superior, a otro nivel de realidad. Desde esta concepción dialógica entre ambas instancias, marcadas por sentimientos y fenómenos universales como la soledad, la muerte o el amor, lo que se pretende es humanizar la lectura, derribando las fronteras cronotópicas en aras de un entendimiento mutuo y beneficioso. Asimismo, se ofrecen nuevas vías epistemológicas a través de los métodos narrativos. Mediante este modelo, crisol de la estética de la Recepción y el Paradigma de la complejidad, la palabra se desempeña como respuesta a la herida epistemológica y ontológica que había abierto la Posmodernidad cuando puso en jaque los caducos principios objetivistas de la tradición. Se resuelve, de esta manera, la crisis oscilante que, de extremo a extremo, ha recorrido el sujeto: el péndulo ya no oscilará de nuevo.

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