Volumen 32 Nº 4 (octubre/diciembre) 2023, pp.281-303

ISSN 1315-0006. Depósito legal pp 199202zu44

DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.10108179

Acoso escolar. Una aproximación al estado del arte sobre su investigación

Jesús Morales

Resumen

La conflictividad que se da al interior de la institución educativa históricamente ha merecido esfuerzos científicos enfocados en reducir sus implicaciones y el inherente carácter destructivo del clima escolar positivo, las relaciones interpersonales y el normal desenvolvimiento de los procesos de enseñanza-aprendizaje. Esta investigación como resultado de una revisión documental sobre el acoso escolar, presenta una organización cronológica de los estudios realizados en torno a este factor de riesgo psicosocial o enemigo silencioso, como se le ha denominado en la actualidad. Los hallazgos indican lo siguiente: el maltrato que se perpetra en el contexto educativo, es el resultado de la reproducción de patrones patriarcales de dominación, de prácticas legitimadas culturalmente así como de la imitación de estilos de convivencia en los que el sujeto no logra racionalizar los efectos de la violencia en sus diversas manifestaciones; a esto se adiciona que, la permanencia prolongada en escenarios conflictivos, conduce a la adopción de comportamientos disruptivos que al transferirse al contexto educativo generan un choque drástico tanto con los reglamentos de convivencia como con las particularidades socioculturales y formas de ver el mundo; el uso de humillaciones, el sometimiento sistemático, la manipulación, la amenaza y abuso psicológico, constituyen factores que configuran la victimización y la personalidad violenta. En conclusión, el acoso escolar es una señal de la repulsa tanto consciente como inconsciente del sujeto frente a un sistema social y familiar en franco deterioro, desintegración y disfuncionalidad, en el que prima la discriminación, el individualismo y la intolerancia.

Palabras clave: acoso escolar; estado de la investigación; institución educativa; maltrato psicosocial; arbitrariedades

Universidad de Los Andes. Mérida, Venezuela

E-mail: lectoescrituraula@gmail.com ORCID: 0000-0002-8379-2482

Recibido: 11/03/2023 Aceptado: 15/97/2023

School bullying. An approach to the state of the art on its research

Abstract

The conflict that occurs within the educational institution has historically deserved scientific efforts focused on reducing its implications and the inherent destructiveness of the positive school climate, interpersonal relationships and the normal development of the teaching-learning processes. This research, as a result of a documentary review on bullying, presents a chronological organization of the studies carried out around this psychosocial risk factor or silent enemy, as it is currently called. The findings indicate the following: the abuse that is perpetrated in the educational context is the result of the reproduction of patriarchal patterns of domination, culturally legitimized practices, as well as the imitation of styles of coexistence in which the subject fails to rationalize the effects of violence in its various manifestations; added to this is the fact that prolonged stay in conflictive scenarios leads to the adoption of disruptive behaviors that, when transferred to the educational context, generate a drastic shock, both with the regulations of coexistence and with the sociocultural particularities and ways of seeing the world; the use of humiliation, systematic submission, manipulation, threat and psychological abuse, constitute factors that configure victimization and violent personality. In conclusion, bullying is a sign of the subject’s conscious and unconscious rejection of a deteriorating, disintegrating and dysfunctional social and family system, in which discrimination, individualism and intolerance prevail.

Keywords: bullying; investigation status; educational institution; psychosocial abuse; arbitrariness

Introducción

La institución educativa enfrenta en la actualidad, el compromiso de cooperar en la formación de un individuo con la disposición para integrarse socialmente en el ejercicio pleno de la ciudadanía, mediante la praxis de las pautas de respeto, reciprocidad y aceptación a la diversidad cultural que confluye en este factor de socialización. En tal sentido, los esfuerzos globales consideran que dada la recurrente conflictividad y destructividad que permea a la escuela, el resguardo de la integridad moral, emocional, física y psicológica, deben constituirse en dimensiones a partir de las cuales generar procesos de intervención preventiva que hagan posible la promoción de “la defensa de la vida, de la libertad y de la dignidad, como valores que por sus aportaciones a la vida ayudan a sortear los obstáculos hasta lograr el sentido de interdependencia y plenitud” (Fromm, 1992).

Al referirnos a los conflictos por los que atraviesa la escuela, se hace imprescindible comprender las repercusiones de la familia en la adopción de comportamientos disruptivos, los cuales deben su permanencia a maltratos de diversa índole que, disfrazados de educación en su forma tradicional distorsionan el funcionamiento de la personalidad y condicionan al sujeto a normalizar la violencia verbal, actitudes despreciativas y exigencias que por su desproporción afectan las posibilidades de relacionamiento positivo en otros contextos. Este vituperio recurrente se entiende como un factor de riesgo que además de posibilitar la victimización, configura las condiciones para que se inflija dolor y sufrimiento a terceros sin racionalizar sus consecuencias.

Según Galeano (1998), la institución educativa enfrenta desafíos importantes de los que depende la inclusión verdadera y alcance de la convivencia pacífica, se trata de escasa capacidad para reducir los efectos sociales de la desigualdad, pero además y como consecuencia, el abordaje de las diferencias y deficiencias adaptativas del individuo a las pautas de comportamiento social; estos factores de riesgo han imposibilitado el establecimiento de vínculos funcionales que fundados en el respeto recíproco respondan a los requerimientos del “arcoíris humano y el humano derecho a la identidad” (p. 18).

Clásicos del estudio del acoso escolar como Debarbieux (1999), plantean que esto es producto de “una desorganización brutal y continuada de un sistema personal, colectivo o social que se traduce en una pérdida de integridad que puede ser física, psíquica o material” (p. 45-46). Esta aproximación conceptual refiere a la estrecha vinculación entre el funcionamiento individual y las repercusiones de un sistema social en franco deterioro en el que prima la inexistencia de valores y principios rectores de la convivencia, así como el apego a códigos que definan los límites de relacionamiento con terceros y el respeto a su dignidad humana.

Por su parte Hirigoyen (1999) deja ver una caracterización de las implicaciones del acoso escolar, indicando que la debilidad de la víctima constituye una de las razones por las que el poder del victimario se redimensiona, configurando las condiciones que vulneren su imagen, reduzcan su estima y la capacidad de acción, como factores de riesgo estrechamente asociados con el reforzamiento de la culpabilidad. Es pues, en estas circunstancias que el victimario logra inyectar su crueldad, la cual, sustentada en el silenciamiento del sujeto pasivo, amplía las posibilidades destructivas sin remordimiento alguno, pero sí con el firme propósito de lograr la “desestabilización a través de insinuaciones, alusiones malintencionadas, la mentira y las humillaciones, cuyas repercusiones psicológicas paralizan a la víctima, evitando que pueda defenderse” (p. 11).

Una revisión de los planteamientos de Maalouf (1999), deja ver que el acoso escolar tiene su asidero en las denominadas identidades violentas, en las que el sujeto activo en su proceder destructivo niega al Otro, entre otras razones por no compartir los mismos valores ni la misma manera de ver el mundo, razones que le llevan a autopercibirse amenazado, esgrimiendo actitudes de rechazo como mecanismo de defensa. Para el autor, la violencia que se presenta en el escenario social se transfiere a la institución educativa mediante atentados recurrentes a la diversidad, que refieren a la intolerancia frente al diferente sobre el que se recargan actitudes de “incomprensión, desconfianza y hostilidad que dificultan la convivencia” (p. 5).

Los aportes de Olweus (2020) caracterizan al acoso escolar como la repitencia de conductas y comportamientos de asedio de uno o un grupo de estudiantes contra un tercero, a quien se le propinan maltratos físicos, psicológicos y emocionales, como resultado de dos factores plenamente identificados: por un lado, las relaciones asimétricas de poder o la fuerza y, por el otro, la dificultad de la víctima para afrontar las acciones negativas, intencionales y degradantes, que procuran la imposición, la sumisión y la dominación. La postura de Olweus plantea como elementos tangenciales del acoso escolar, el carácter intencional, repetitivo y la búsqueda del desequilibrio del depositario de la acción violenta.

Lo anterior obliga la referencia a la representación del chivo expiatorio, como el depositario de la acción violenta de un individuo sobre otro, en quien descarga la fuerza de la discriminación y la intolerancia, por considerarlo un rival al que debe someter para mantener su estatus; de allí, que el proceder del victimario se valga de la confrontación, la medición de fuerzas y la conflictividad para ocasionar un estado de caos e incertidumbre en el que logre imponerse haciendo uso tanto de la manipulación como de la fuerza (Moreno, 2013). Esta investigación como resultado de una revisión documental sobre el acoso escolar, presenta una organización cronológica de los estudios realizados en torno a este factor de riesgo psicosocial o enemigo silencioso, como se le ha denominado en la actualidad y, al que se le adjudica una manifestación de la conflictividad que permea a la institución educativa.

Acoso escolar. Avances en su investigación

La idea de acoso en su sentido general refiere a un mecanismo intencional operativizado por el ser humano frente a aquello que no comporta ni comparte su cosmovisión, su forma particular de comprender, apreciar y valorar el mundo; también refiere a la transferencia de culpa y al desahogo de la discriminación contra el diferente, el diverso, cuya intencionalidad es la victimización del depositario. Del mismo modo, sugiere a la conflictividad social, a la rivalidad que conduce al caos, a la violencia y al ejercicio real de la dominación como formas de actuar quienes ostentan el poder y procuran conservarlo (Girard, 1983).

En los aportes de Galeano (1998) sobre el funcionamiento y organización del espacio escolar, plantea que la falta de pertinencia de los programas curriculares, históricamente han imposibilitado el abordaje de las desigualdades, exclusiones y discriminaciones en diversos modos de manifestarse. Por ende, la prevalencia de la imposición de unos sobre otros y la perpetua amenaza de los más fuertes, se han convertido en lastres que recrudecen los efectos de la resignación y la impotencia, factores que por sus implicaciones sociales se entienden como el punto de partida para la emergencia de contrarespuestas de quienes se auto-perciben vulnerados en su dignidad.

En estos términos, se entiende a la institución educativa como el espacio en el que se da la reproducción de conductas violentas originadas en el contexto social, pero más específicamente dentro del escenario familiar, en el que la ruptura de los lazos de solidaridad y los carentes aportes a la socialización del individuo ocasionan la escasa adaptación a pautas de comportamiento moral, a las que se le adjudica el proceder respetuoso, cordial y empático. Esto refiere a la dificultad de la escuela para precisar oportunidades que respondan a los requerimientos del trato igualitario, justo e inclusivo, en el que cada sujeto se sienta acogido y seguro.

Este trato desigual al que han sido sometidas determinadas agrupaciones sociales, se ve reflejada en el contexto educativo, encontrando entre sus principales manifestaciones la percepción de inferioridad del Otro, por no compartir las mismas condiciones de vida, la adjudicación de culpa por los conflictos socioeducativos a los sujetos provenientes de espacios etiquetados por su destructividad y disfuncionalidad, así como la discriminación que además de cronificar la convivencia dando lugar a múltiples atrocidades y vejaciones humanas.

También, Galeano (1998) propone que la conflictividad que experimenta la institución educativa, se debe al omnipresente machismo y al patriarcado, a los que se les adjudica la dominación de la voluntad de los más vulnerables a través de la manipulación sistemática, el desprecio constante y las subordinaciones sucesivas, como prácticas que en su concreción permanente dentro y fuera del contexto educativo, convierten este espacio en un lugar inseguro mediado entre otros aspectos por prejuicios, por imposiciones culturales que procuran alcanzar la legitimidad que ayude en la normalización de las diversas modalidades en las que opera el maltrato, el acoso y la violencia.

Por su parte Hirioyen (1999), propone que el acoso escolar no es más que la reproducción del estado de deterioro moral en el que se encuentra sumida nuestra sociedad. Sus implicaciones han ocasionado la destructividad de las condiciones mínimas de convivencia y el deterioro de los vínculos interpersonales entre estudiantes y sus pares y, en entre estos y quienes integran la comunidad educativa. Las aportaciones indican que el acoso escolar constituye un síntoma de la pérdida de pertinencia social de la institución educativa, condición que la ha sumido en un estado de caos, incertidumbre y confusión, características que la definen como un lugar inseguro en el que se perpetran actos perversos que denigran la condición humana.

Más adelante Hirigoyen (1999) el acoso escolar refiere a una serie de actos perversos que indican que, el victimario además de adolecer de juicio moral que le posibilite responsabilizarse de sus actos, también le es difícil desarrollar la comprensión empática con sus pares; de allí, que su modus operandi sea el uso de la manipulación, de manifestaciones excesivas “de descalificativos, insinuaciones y rumores, así como la desestabilización, que limita a la víctima para actuar de manera autónoma” (p. 31). Esto obliga la referencia a la violencia perversa que se da al interior de las familias y “que al ser transmitidas de generación en generación legitiman el uso del maltrato físico y psicológico, responsable del sufrimiento, el desplazamiento del odio y de la destrucción” (Hirigoyen, 1999: 33).

Para García y Martínez (2002), el impacto de las manifestaciones del acoso escolar constituye un determinante de la ruptura del juego democrático que debe imperar en la escuela; los autores indican que los actos de maltrato, violencia y tratamiento hostil refieren a construcciones sociales que varían de una sociedad a otra, lo que indica que, cada contexto le adjudica el carácter nocivo y destructivo de determinadas prácticas. Muchas de estas prácticas son legitimadas de una cultura a otra y, por lo general responden a pautas de comportamiento iniciático que los estudiantes adoptan en un intento por defenderse unos de otros, establecer su propio orden, definir jerarquías y configurar su propia identidad, en un intento por satisfacer deseos de reconocimiento social, factores que al ser transferidos al contexto educativo exponen al riesgo, a la tensión y a la incertidumbre a los miembros de este factor de socialización.

Desde la perspectiva de Lavena (2002), el acoso escolar responde a un fenómeno socioeducativo resultado de las profundas desigualdades sociales. Por lo general, sus manifestaciones comienzan con actos privados que luego, al ir en escalada se convierten en comportamientos públicos que involucran tanto agresiones verbales como lesiones o maltratos físicos. La autora indica que el acoso escolar involucra el uso desmesurado del poder que el individuo detenta, con “el fin de vencer o alienar la voluntad, y de borrar la actuación propia en que se funda la autonomía del otro; a esto se suma la coacción psíquica o moral, provocando como resultado la destrucción o daño” (p. 3).

Los resultados que se precisan en los estudios de Lavena (2002), indican que el acoso escolar se debe a factores socioeconómicos en los que el victimario hace vida y, en el que a su vez, prima la inadaptabilidad a las normas sociales que determinan la vida en comunidad. Esta evidente transgresión conduce a actos delictivos e incivilidades que redimensionan la conflictividad al interior de las instituciones educativas, provocando el deterioro del clima escolar, como factor de riesgo que impulsa la aplicación de medidas sancionatorias que pretenden reducir los efectos del sometimiento, las agresiones físicas “burlas, hostigamiento, amenazas y aislamiento, que convierten la institución educativa en un lugar inseguro” (Lavena, 2002: 6).

Lo planteado deja ver a la institución educativa como un espacio en constante disputa, en el que se perpetran actuaciones destructivas de la dignidad humana que, por su carácter prolongado y sistemático ocasionan el desequilibrio psico-emocional de la víctima, en quien se paraliza cualquier posibilidad de defenderse, de pedir ayuda; este sometimiento de la voluntad humana como proceso intencional, procura la victimización que hace propenso al sujeto pasivo de recibir acoso directo, recurrente y repetido, así como ataques que por sus repercusiones impulsan “el aislamiento social y la exclusión deliberada del grupo, factores de riesgo que conducen a traumas psicológicos, ansiedad profunda, infelicidad, problemas de personalidad, escasa concentración, sensación de enfermedad psicosomática debido al estrés” (Lavena, 2002: 8).

Los aportes de Viscardi (2003), indican que el acoso escolar involucra una serie de comportamientos que contravienen no solo la normativa institucional que procura la construcción de un clima escolar positivo, sino que además, transgreden las normas sociales de convivencia, ocasionando la vulneración de los derechos de terceros así como el respeto a su integridad psicosocial. Para la autora, el acoso escolar involucra el manejo de “palabras hirientes, interpelaciones, humillaciones, amenazas al orden establecido y la transgresión de los códigos elementales de la vida en sociedad, como una respuesta intolerante, que entraña la falta de respeto que conduce a la víctima a estados profundos de sufrimiento” (p. 146).

A lo anterior se agrega, que la violencia es el resultado de las faltas de entendimiento entre grupos, los cuales, por carecer de respeto mutuo impulsan la existencia de conflictos al interior de la institución educativa, quien por no integrar en un esfuerzo sinérgico con la familia, la educación ciudadana y la enseñanza de normas de convivencia social, amplían las posibilidades para que emerjan comportamientos agresivos y la reproducción de incivilidades que configuran nuevas maneras de relacionamiento. Desde esta perspectiva, el acoso escolar como flagelo social refiere al deficitario carácter socializador de la familia y la institución educativa, como factores que por estar al margen de su verdadero rol imposibilitan la adaptabilidad a las reglas de funcionamiento social, pero más aún, a la promoción del respeto por las identidades sociales que determine el proceder ajeno a la discriminación.

Ferrandiz y Feixa (2004) proponen que la violencia escolar involucra el uso de la crueldad en sus diversas manifestaciones, las cuales van desde el dolor emocional hasta el maltrato físico, como factores a partir de los cuales se engendran situaciones abusivas que precarizan las condiciones de convivencia; en tal sentido, es preciso indicar que la violencia en este factor de socialización es el resultado de “humillaciones internalizadas y legitimaciones de desigualdad y jerarquía, que se dan en como prácticas diarias de acoso en un nivel micro-interaccional: entre individuos (interpersonal) doméstico y delincuente; esto se debe a experiencias brutales y de terror vivenciadas y normalizadas” (p. 162-163).

Para Abramovay (2005), la institución educativa se ha convertido en un espacio inseguro, en el que la integridad psicosocial del individuo se ve sometida a un sinnúmero de actos vejatorios de la dignidad, entre los que se precisan “robos, homicidios, abusos sexuales, amenazas y daños materiales; esto como resultado de la ruptura del diálogo, factor al que se le atribuye otras manifestaciones asociadas con la intimidación, insultos e infracciones” (p. 56). Para la autora, el acoso escolar involucra una serie de incivilidades o conductas de insubordinación, que por sus implicaciones imposibilitan la coexistencia al interior de la institución educativa, entre otras razones, por las recurrentes faltas de respeto entre estudiantes y sus pares y, entre estos.

En tal sentido, comprender al acoso escolar parte de la precisión de manifestaciones como el maltrato sistemático y “el uso de la fuerza o de la intimidación, así como de aspectos socioculturales y simbólicos; factores de riesgo que reducen la calidad de la enseñanza, el desempeño académico y configuran el contexto educativo en una atmósfera violenta” (Abramovay, 2005: 60). Este panorama constituye una invitación a la integración de esfuerzos en torno a la facilitación de mecanismos de negociación, en los que prime el desarrollo la conciencia, la tolerancia y la reciprocidad como valores a partir de los cuales enfrentar y consolidar la pluralidad así el reconocimiento a las particularidades socioculturales.

Desde la perspectiva de Baños (2005), la violencia escolar es “una expresión cultural, y como tal se presenta de diversas formas y magnitudes en cada agrupación” (p. 44). Para el autor, las situaciones de acoso que se vivencian en el contexto educativo se encuentran vinculadas con la reproducción de patrones patriarcales, las luchas territoriales y la competitividad que permea las relaciones entre pares; todo esto tiene como particularidad su estrecha vinculación con “un proceso de intencionalidad, premeditación y conciencia, ya sea del sujeto que la ejerce o de la sociedad que la sustenta” (p. 47). Esto indica, que el carácter legitimador y normalizador de la cultura en torno a determinadas prácticas nocivas, da origen a la formación de la denominada estructura formativa auto-reproductiva que al ser trasladada al contexto educativo ocasionan la imposición de jerarquías, la imposición y el ejercicio del dominio de la voluntad sobre los pares.

Los planteamientos de Bisquerra (2006) dejan ver que la violencia escolar además atentar contra la integridad de quienes conforman la escuela, también refiere a la incapacidad del sujeto para gestionar, regular y ejercer control sobre sus emociones. De allí, que entre sus implicaciones destacan “la impulsividad, la falta de empatía, el locus de control externo, el escaso manejo de habilidades sociales resolutorias de conflictos, prontitud para airarse y enojarse, así como como actitudes hostiles y comportamientos agresivos” (p. 216).

Según propone Silva (2006), el acoso escolar responde a un fenómeno multi-causal, capaz de transgredir la integridad humana en todas sus dimensiones; sus implicaciones atentan contra la autonomía y desafía con destruir la dignidad ocasionando daños severos que van desde “el maltrato verbal, el uso de humillaciones, mirada y permanente desaprobación, cuya manifestaciones se ven reflejadas en bromas, comentarios degradantes, amenazas, desprecios, difamación e intimidación llegando hasta insultos públicos” (p. 666). El acoso escolar no es más que el resultado de la violencia cada vez más recurrente que permea el sistema social y que logra visibilizarse en el deterioro de las relaciones interpersonales, como resultado de la normalización que la cultura le ha otorgado a ciertos comportamientos provenientes de las estructuras de dominación.

Al respecto Sarramona (2007), indica que la conflictividad en las instituciones educativas tiene como rasgo evidente, la emergencia de situaciones de acoso, factor de riesgo al que se le atribuye la responsabilidad del deterioro del clima escolar y de las relaciones interpersonales, entre otras razones, por la “pérdida de referentes morales y la evidente conflictividad social, que junto a la precariedad económica impulsan al sujeto a vivir por encima de sus posibilidades” (p. 93). Continúa el autor afirmando que el acoso escolar responde a una manifestación de rasgos patriarcales de dominación que son adoptados por el estudiante y reproducidos en el escenario educativo a través de actos de indisciplina, incivilidades y actos irreverentes que pretenden “reducir la autonomía personal, imponer la virilidad y el ejercicio de la dominación” (p. 94).

En tiempos de profunda movilidad social, en el que el común denominador es la fragmentación familiar, el abandono y la deprivación social, la actuación del sujeto se ve impulsada a conseguir al costo que sea la atención necesaria que le ayude a sobrellevar los conflictos internos. Como lo reitera Sarramona (2007), el acoso escolar como manifestación de la conflictividad socioeducativa y familiar, involucra el continuado uso de la fuerza, el maltrato y el abuso de poder, como características que “habitualmente toman la forma de agresión física y marginación del grupo, lo cual produce unos efectos depresivos sobre las víctimas incluso superiores a los maltratos físicos” (p. 94).

Por lo general, quienes ejercen el acoso escolar se valen de conductas agresivas y de maltratos verbales y físicos, así como comportamientos antisociales, pre-delictivos y actos vandálicos que tensionan el ambiente escolar ocasionando que sus pares experimenten estados de caos, incertidumbre, angustia, depresión y desánimo. Este proceder del victimario, usualmente, comienza con el acoso psicológico y la violencia verbal, las cuales trasciende al maltrato físico, ocasionando que la víctima se vea inmersa en un espiral destructivo; de los planteamientos de Sarramona (2007), es posible rescatar una caracterización importante del sujeto violento, quien en su proceder tiende a ser indisciplinado, escasamente empático y con bajo rendimiento académico, pero además, su proclividad para ir contra el sistema normativo es el rasgo más evidente, que motiva el castigo, la expulsión y el etiquetamiento.

Por su parte Arellano (2007), propone que la violencia escolar como fenómeno multifactorial, debe su presencia en la escuela a la carencia de mecanismos de resolución de conflictos asociados con la cultura de paz; pero además, el deficitario diálogo y la enseñanza de valores que amplíen las posibilidades de convivir en condiciones de respeto. De allí, que el compromiso de la educación sea la formación para una vida fundada en principios democráticos y cívicos, en los que prime el resguardo de “la autonomía, la solidaridad y la equidad, como valores que motiven la asunción del compromiso de participar activamente para transformar las diversas situaciones conflictivas; compartiendo de este modo la responsabilidad de construir una sociedad sin odios, divisiones ni violencia” (Arellano, 2007: 24).

En las aportaciones de Sanmartín (2007), se precisa que la violencia escolar obedece a comportamientos aprendidos en el contexto familiar y social, que al trasladarse al escenario educativo ocasionan deterioro en las relaciones interpersonales, entre otras razones, por la adopción de “diversas formas que van desde la pelea hasta la exclusión, pasando por malas miradas e insultos; este proceder entraña un abuso de poder, cuyo marcado carácter intimidatorio la sumisión, pero además, torturas que ocasionan en la víctima problemas psicológicos” (p. 13). A esto se adiciona, el manejo de torturas sistemáticas en las que la víctima experimentando un profundo estado de indefensión, alberga ideas suicidas como resultado de la tensión, frustración y depresión a la que sistemáticamente es sometida.

Sanmartín (2007) afirma que la violencia escolar no solo responde a comportamientos de maltrato entre pares, sino entre estudiantes-docentes y viceversa; esto se debe fundamentalmente al irrespeto a la figura de autoridad, entre otras razones, por los excesos en el uso del poder, los cuales más que buscar la intimidación procuran reforzar la superioridad del docente, condición que conduce a los sujetos pasivos a agruparse en torno a la vulneración de las normas de convivencia, con el propósito de crear un clima de caos que busca descargar el poder destructivo en los más vulnerables, a los que se consideran el chivo expiatorio en quienes se despliega el maltrato multidimensional que demuestra el potencial nocivo del sujeto violento.

Lo aportes de Mora (2010) reiteran que el fundamento de la violencia escolar se encuentra en la pronunciada desigualdad social, que configura las condiciones para que la institución educativa entre en crisis e inestabilidad, como resultado de la “apropiación de prácticas culturales, que se producen al interior de los grupos, se reproducen y legitiman, hasta convertirse en ideas, relaciones de autoridad, poder y dominación” (p. 37). Para la autora, el acoso escolar también tiene su arraigo en la posición de desventaja que sufre la mujer a nivel social, a quien se procura someter y dominar, en un intento por sumirla en el estado de indefensión aprendida o condicionada que le imposibilite responder al orden patriarcal establecido; algunas propuestas generadas a partir de este estudio refiere a la promoción del sentido paritario hombre-mujer, el aprendizaje de valores asociados con la convivencia, así como el manejo de códigos de respeto que apuntalen el reconocimiento recíproco y la eliminación de los estereotipos.

Para Eljach (2011), el acoso escolar constituye uno de los factores con mayor poder destructivo de la integridad humana, cuyo origen se da en el relacionamiento arbitrario de la familia, escenario en el que se dan castigos físicos, humillaciones permanentes y relaciones de autoritarismo. El sometimiento a estas actuaciones negativas, configuran las condiciones para que el sujeto pasivo asuma una posición de sumisión y subordinación que lo hace propenso al maltrato emocional y físico y, caso extremo al homicidio. Para la autora, el acoso escolar cuenta con una serie de componentes, entre los que se precisan el dominio de la voluntad, la amenaza sistemática, la humillación pública y privada.

A lo anterior se agrega, una serie de actitudes que el sujeto-victimario asume como una manera de alcanzar sus propósitos, a decir “la descalificación, burla, ridiculización, negligencia, abandono emocional, como unas de las formas de maltrato que suele dejar graves secuelas en la mente, marcas para toda la vida difíciles de borrar dada la invisibilidad del daño y la permisividad social (Eljach, 2011: 29). Estos factores de riesgo como los principales destructores de la dignidad, la estima y el autoconcepto deben su adherencia a los modos de relacionamiento arbitrario, al menosprecio y al irrespeto vivenciado en el escenario familiar, en el que el sujeto violento aprende y reproduce patrones nocivos que van desde la victimización hasta la adopción pasiva de vejaciones frente a las cuales le es imposible salir por el terror infundado.

Desde la perspectiva de Redorta (2011), la institución educativa como espacio de interacción de diversas formas de ver el mundo atraviesa situaciones conflictivas que dan cuenta del estado de desintegración familiar y social, pero además, de carencia de pertinencia del aparato escolar para impulsar procesos de socialización efectivos. De allí, que se explique la tensión psicológica y el uso brutal de la fuerza, como factores de riesgo que entretejen relaciones de poder y dominación que procuran acentuar las jerarquías y establecimiento de la subordinación de los más débiles o vulnerables, a quienes se procura desplazar, discriminar y excluir como una manera de demostrar frente a terceros el poder que reposa sobre el victimario.

Esto refiere a la búsqueda de jerarquías como una reproducción de la estructura social, la cual es vista como un recurso legitimador de los modos de relacionamiento entre subordinados y dominantes. Esto refiere a rasgos de la violencia que involucran el control de espacios comunes en los que se refuerza el complejo de inferioridad, se tensiona la vida de los más vulnerables y se induce la ansiedad, como la posibilidad de ampliar las oportunidades de dominación física, moral y psicológica; actuaciones que conducen al desarrollo de la denominada indefensión condicionada que produce la amenaza sistemática, el aislamiento y el ataque permanente de quien proyecta su posición de superioridad.

Este pronunciado efecto de la superioridad del victimario se asocia con la tendencia a “buscar influencia, persuadir y controlar a los demás para lograr reconocimiento, como condiciones que dan origen a la dependencia y, a los primeros efectos de la relación poderosa, en la que subyace el dominio sobre los demás” (Redorta, 2011: 24).

Los aportes de Puglisi (2012), indican que la violencia escolar como fenómeno deliberado tiene su origen en el contexto familiar, en el que el victimario es sometido sistemáticamente a maltratos psicológicos, físicos y emocionales que al reproducirse en la institución educativa generan la conflictividad que distorsiona los procesos de enseñanza y aprendizaje, así como las relaciones interpersonales. Para la autora, la violencia escolar es la responsable de la destructividad de la dignidad humana, pues implicaciones multidimensionales van desde homicidios y lesiones graves hasta suicidios y problemas de salud mental; como resultado del sometimiento prolongado a situaciones mediadas por “el temor, la culpa, la desvalorización, odio, vergüenza, depresión, aislamiento, marginalidad, ansiedad y exclusión” (p. 2).

La disrupción en el aula y los problemas de disciplina, traen consigo la configuración de un ambiente hostil que desestabiliza a los más débiles a quienes conduce a un estado de indefensión que, posteriormente deriva en victimización como la fase crítica de acoso escolar. Puglisi caracteriza el proceder del victimario indicando que, este se vale de “insultos, rumores, vejaciones, aislamiento social, maltrato físico intimidatorio cuyas consecuencias devastadoras, provocan el absentismo de la víctima por temor a perder la vida por la omisión de la institución educativa” (p. 4).

Para Sanmartín (2012), la violencia escolar como acción intencional, dañina y destructiva integra el uso del miedo como mecanismo a través del cual, lograr la sumisión de la víctima; para ello el victimario se vale de la indefensión aprendida también denominada indefensión condicionada; esta, por lo general, conduce a la víctima a superar actos crueles y atroces que por su sumir al depositario en un estado de ansiedad e indefensión, le llevan a resignarse, imposibilitando entre otras cosas “la pérdida de la esperanza en lograr las metas y objetivos” (p. 148). Esto trae como resultado la configuración de las condiciones psicosociales en las que “de la víctima se adueña la idea de que no hay nada que hacer, ni ahora ni nunca, lo que conlleva a una resignación forzada y el abandono de todo intento de escapar de la situación por la que atraviesa” (Sanmartín, 2012: 148).

La posición de García (2013) deja ver que la alteración de las relaciones educativas, de los procesos de enseñanza y aprendizaje así como de los vínculos sociales en la escuela, se deben al “acoso escolar como una problemática de orden relacional y sistemático que afecta tanto a alumnos como a maestros y personal de la institución” (p. 58). A este fenómeno socioeducativo se entiende como el principal factor de riesgo que provoca la desintegración grupal, la baja de rendimiento académico y el incremento del absentismo o el abandono de las clases por considerar que el escenario educativo constituye un territorio inseguro; por otra parte, la funcionalidad de la familia aporta al desarrollo de la autoestima y el autoconcepto, que deja fuera de acción al victimario. Potenciar la comunicación y el apoyo familiar, constituyen estrategias para fortalecer la identidad y la autonomía para actuar con libertad, sin dejarse influenciar por terceros que pretenden insertarle en el espiral de la violencia hasta lograr tanto su victimización como la indefensión condicionada.

Para Torres (2013) el acoso escolar como fenómeno multifactorial debe entenderse en sentido amplio, como el resultado de la negligencia institucional, su escasa pertinencia y la imposición de modelos autoritarios en los que priman las relaciones de poder y la reproducción de las desigualdades. Los aportes de la autora indican que, las distorsiones en la convivencia escolar se deben, entre otras razones, a la ausencia de reglas de comportamiento claras y explícitas, que por lo general son manejadas por las autoridades y no por los estudiantes; a esto se agrega la deficitaria comunicación al interior de las familias y la escasa responsabilidad de la institución educativa en la formación para el diálogo asertivo, empático y respetuoso, lo que dificulta el desarrollo coherente de procesos de relacionamiento positivo fundados en el reconocimiento.

Parte de las sugerencias refieren a la necesidad de fomentar la verdadera reflexión crítica como una manera de dialogar con la realidad, pero además, con las formas de vida, prácticas y valores de quienes integran su contexto de vida inmediato, dejando de lado patrones sociales y culturales nocivos, que por haberse observado prolongada y sistemáticamente conducen a la imitación, aprendizaje y reproducción; esto constituye una invitación a romper con la violencia mediante el diálogo entre el educador y el educando, en el que se privilegie la comprensión empática y la profundización sobre los modos de relacionamiento y los estilos de crianza que se dan al interior de la familia, en los que se precisa el maltrato físico, psicológico y emocional, como factores de riesgo que refuerzan la adopción de conductas violentas.

Desde la teoría del apego, la violencia escolar es el resultado de patrones familiares disfuncionales, en el que el apego problemático y desorganizado trae consigo la emergencia de comportamientos agresivos con riesgo psicopatológico que provocan la tendencia al ejercicio de la “dominación social, el establecimiento de jerarquías de poder, la dificultad para actuar en pro de la cohesión grupal así como el repliegue a valores como la reciprocidad y la justicia” (Bowlby, 2014: 13).

Según Rodríguez (2015), comprender el acoso escolar requiere revisar las representaciones de los actores incursos (estudiantes, docentes y directivos), con el objetivo de inferir las causas y las repercusiones sobre el funcionamiento institucional; en un intento por identificar prácticas, modos de relacionamiento, los efectos de la dominación en sus diversas manifestaciones y cómo estos factores de riesgo condicionan la emergencia de actuaciones cargadas de hostilidad, persecución y asedio, cuya materialización física y simbólica se da tanto espacios públicos como privados. Frente a este escenario, la autora sugiere que, el afrontamiento del acoso en sus diversas manifestaciones así como su carácter multifactorial, demanda acciones de intervención que asuman como elemento tangencial, el desarrollo social del individuo, instándole a “entretejer relaciones de amistad, compañerismo, empatía, lealtad y muchos otros valores de los que depende la convivencia armónica y pacífica” (p. 219).

Los aportes de Zapata y Ruiz (2015) indican que el acoso que se perpetra en la institución educativa, obedece a la reproducción de la disfuncionalidad social que al trasladarse a este factor de socialización ocasiona tensiones y enfrentamientos tanto individuales como grupales que redimensionan el malestar en la relaciones interpersonales; por lo general, este clima de conflictividad obedece a las evidentes repercusiones de la exclusión social, al irrespeto a la diversidad y al escaso manejo de estrategias de disuasión que limiten el accionar violento del sujeto activo. Algunos rasgos característicos del acoso escolar obedecen al profundo sentido de malestar social, entre los que se mencionan: discriminación, asedio sistemático, disputas entre agrupaciones y escasa atención institucional al individuo; mientras que otros factores de índole familiar refieren a la disfuncionalidad entre padres e hijos, el uso de maltratos reiterativos y, el escaso respeto a la integridad humana.

Desde la perspectiva de estos autores, el acoso escolar consigue establecerse en el contexto institucional como resultado del limitado compromiso de directivos y profesores en torno al diseño de estrategias de intervención preventiva, que aborden de manera integral y particularizada los focos de agresión, violencia y maltrato, en un intento por impulsar el resguardo personal, la recuperación de espacios en los que prime la seguridad, la armonía y el establecimiento de la paz, como requerimientos para el desenvolvimiento del clima escolar positivo en los que se garantice en desempeño de la autonomía, la libertad y el ejercicio pleno de la ciudadanía.

Un estudio realizado por Arteaga, Guillén y Martín (2017), deja ver que la institución educativa como factor de socialización enfrenta desafíos complejos que involucran no solo transmitir las normas de comportamiento social y moral que redunden en el desarrollo de competencias pro-sociales asociadas con la convivencia, sino además, lucha para reducir los efectos nocivos de las prácticas social y culturalmente legitimadas, en cuyo seno se alberga el uso de la manipulación sistemática, la vulneración de la integridad tanto física, como psicológica, emocional y moral. Los resultados de este estudio indican que: el acoso en sus diversas manifestaciones tiene su origen en los contextos familiar y social; la ausencia de mecanismos de control y procesos disciplinarios efectivos, y la dificultad para establecer acciones sinérgicas entre los factores de socialización, amplían las posibilidades para adquiera repitencia comportamientos destructivos, nocivos y denigrantes de la dignidad humana.

Por su parte Brandoni (2017) indica que el acoso escolar como fenómeno presente en todas las sociedades, trasciende tanto condición social como la pertenencia a determinado grupo cultural. Su emergencia se debe entre otras razones, a los excesos del autoritarismo como condicionante de las relaciones conflictivas que permean el contexto educativo, determinando de este modo los vínculos de interacción así como las relaciones interpersonales que posibilitan la convivencia. Para la autora, el ejercicio de una autoridad férrea, arbitraria y castigadora, reduce la legitimidad y el respeto de los estudiantes hacia directivos y docentes.

Algunas de las ideas que giran en torno a la violencia que se da en el contexto escolar refieren a manifestaciones inherentes a la naturaleza humana, entre los que se precisan: el establecimiento de jerarquías en las que subyace la imposición y la imposición como modos de proceder que determinan el resguardo de la posición de superioridad de quienes ostentan el poder; uso de la violencia como mecanismo de respuesta frente al asedio y hostigamiento, el cual le permiten a la víctima defenderse y procurar se le respete; la violencia como una forma de resolver conflictos refiere a sujetos con escasas competencias emocionales y sociales para gestionar situaciones cotidianas que le demandan disposición para mediar y llegar a consensos; a esto agrega Brandoni (2017) que “la catarsis de la violencia, conduce al sujeto a desahogarse emocionalmente y desquitarse; la exigencia de reivindicaciones sociales conduce a reacciones vengativas producto de la sensación de discriminación o marginación social” (p. 49).

Los planteamientos de Chul Han (2017), indican que la violencia en los diversos contextos sociales y, en específico en el educativo debe entenderse como el juego de intereses y de cosmovisiones sobre mundo, que chocan dejando ver que los “conflictos no son destructivos, por el contrario muestran un aspecto constructivo, pues las relaciones e identidades estables surgen de la confrontación; la persona crece y madura trabajando en los conflictos” (p. 46). En tal sentido, el error de la institución educativa ha sido procurar la eliminación definitiva de las tensiones destructivas acumuladas, sin considerar la posibilidad de trabajar en el restablecimiento de la autoestima y el autoconcepto destruido a nivel familiar, social e individual, con la finalidad de evitar los efectos de la autolesión, la autoagresión y la agresión del otro como resultado de la reproducción potenciada de patrones patriarcales nocivos.

En razón de lo propuesto, la tarea de la institución educativa involucra fomentar el trabajo inclusivo con el que social y culturalmente se considera extraño, con lo desconocido y lo completamente distinto por sus particularidades identitarias, por la diversidad. De allí, las arremetidas recurrentes de unos sujetos sobre otros, en un intento por mitigar cualquier amenaza o resistencia a través del miedo cotidiano que agobia y amplía la sensación de desventaja en el más débil volviendo su existencia dispersa y desorientada. Este proceder convierte a la institución educativa en un lugar inseguro, por perpetrarse actos que rompen los umbrales del terror y del amedrentamiento, cuyo potencial destructivo amenaza con invisibilizar hasta lograr la alienación de la víctima.

Medina et al (2017) indican que el bullying o acoso escolar que se vivencia cotidianamente en las instituciones educativas, precisa sus referentes en los conflictos por los que atraviesa la sociedad en general; la discriminación, el maltrato, las arbitrariedades y las imposiciones de unos sobre otros, se han convertido en factores amenazantes no solo de la coexistencia dentro de la escuela, sino además, en otros escenarios de socialización en los que consiguen reproducirse y reforzarse. Para los autores, el acoso escolar tiene repercusiones determinantes del desarrollo psicosocial, entre los que se mencionan: la sensación de inseguridad, la manifestación de comportamientos introvertidos, baja autoestima, incapacidad para identificar la valía personal y el sentimiento de inseguridad que hace al sujeto susceptible de vulneración.

Los aportes de Sáenz, Matheus y Rodríguez (2017), indican que la violencia escolar en sentido amplio se encuentra vinculada con la pérdida de legitimidad y pertinencia de la institución educativa, al no involucrar dentro de su actuar la atención a los requerimientos de la colectividad; esta dificultad por la que atraviesa la institución educativa también se debe al ausente apoyo institucional que permita el abordaje de situaciones conflictivas no solo desde el enfoque normativo sino psicosocial, con la finalidad de por palear las manifestaciones de maltrato en otros contexto, a cuyos efectos se les adjudica directa o indirectamente la aparición de factores de riesgo que al ser reproducidos en el espacio educativo, conducen a estados críticos que redimensionan la vulnerabilidad, a decir: cuadros depresivos, episodios de ansiedad, cefalea, reducción significativa de la capacidad para relacionarse con terceros, sensación de culpa, de abandono y soledad.

Por su parte Trucco y Inostroza (2017), realizan un acercamiento comprensivo a la violencia en diversos espacios dentro del escenario educativo, comenzando por el aula de clases, en el que se aprecia por lo general: las burlas entre pares, el hostigamiento psicológico, el uso de amenazas públicas y directas, la mediación de la fuerza para someter, controlar la voluntad y amedrentar. Por lo general, quien perpetra la acción violenta ha sido depositario del maltrato en sus diversas manifestaciones, condición que tienen a desarrollar un elevado nivel de insensibilidad que le conduce a manifestar actos vejatorios; este sujeto debido a su escaso juicio moral, se le dificultad para ajustarse a las normas de convivencia, por lo que es frecuente que su conflictividad genere expulsiones recurrentes y la aplicación de medidas sancionatorias como medidas de control institucional.

Una segunda dimensión en la que se manifiéstala violencia escolar refiere a los actos de vandalismo que se dan en torno a la escuela y, cuyas repercusiones directas e indirectas ocasionan el redimensionamiento de la vulnerabilidad institucional, condición que solo deja ver la escasa pertinencia de este factor de socialización sino además, la limitada actuación sinérgica entre ésta y la familia, así como con las instituciones del Estado para generar acciones que mitiguen: los efectos de las masculinidades normativas, las manifestaciones de dominación, la legitimidad cultural dada a determinada prácticas sociales que entrañan el sometimiento de unos sobre otros.

Cardozo et al (2018) en su estudio reportan que la importancia de crecer en un contexto familiar equilibrado, en el que ambos padres comparten la crianza, constituye un factor de protección que predispone al sujeto que asiste a la institución educativa para integrarse, adecuarse y ajustar su comportamiento a las normas de comportamiento social. Para los autores, la ausencia de mecanismos normativos a nivel institucional amplía las posibilidades para que el sujeto proveniente de familias en situación de conflicto, perpetren persecuciones permanentes en sujetos en situación de indefensión.

Los aportes refieren a la tipificación del sujeto agresor, como un individuo con profunda insensibilidad carente de altruismo, empatía y juicio moral, condiciones que determinan su actuación arbitraria e intransigente sin temor a las medidas sancionatorias; por lo general, su proceder se da de manera directa, a través del uso de lenguaje denigrante, groserías, burlas, insultos y gritos, pero también de manera indirecta mediante el manejo y circulación masiva de chismes así como el uso de comentarios malsanos que pretenden neutralizar el accionar de la víctima en procura del resguardo de su integridad. Por otra parte, se precisa al acoso escolar como un fenómeno en escalada, que inicia con el uso de palabras aparentemente inofensivas que progresivamente se van normalizando hasta trascender al maltrato físico cuyo poder destructivo conduce al aislamiento que acorrala a la víctima conduciéndola a la denominada indefensión aprendida y la victimización.

Frente a este flagelo socioeducativo, el estudio recomienda la necesidad de reformular la actuación de la escuela, en la que más que privilegiar la enseñanza de contenidos integrados en el currículum se debe focalizar también hacia “la formación de personas para la integración en la sociedad y su participación ciudadana, solidaria y responsable; como valores que aportan a la construcción de un clima escolar positivo, para lo cual, se considera imprescindible el “trabajo de formación e información docente, en conjunto con los padres y representantes, en virtud del cual se logre generar una elevada consciencia entre los profesionales de la enseñanza, sobre la importancia de su intervención en situaciones de violencia” (Cardozo et al, 2018: 124).

En Pacheco (2018) se precisa que la percepción de la violencia escolar desde la posición de los estudiantes y docentes, se encuentra vinculada con el ejercicio excesivo del poder, cuya direccionalidad tiene como enfoque la imposición de una determinada forma de ver el mundo, a la que el estudiante entiende como un mecanismo de control; a esto se une el proceder de la escuela tradicional, a la que se adjudica el arraigo de estereotipos y la percepción de la violencia como fenómeno inherente a la identidad masculina. La violencia intrafamiliar se asume como un factor de riesgo que condiciona la manifestación de comportamientos agresivos que al reproducirse en el contexto educativo fragilizan los vínculos de relacionamiento entre pares. Los hallazgos más relevantes indican que el fortalecimiento de la empatía, el altruismo y la corresponsabilidad constituyen factores de protección que apuntalan la convivencia armónica; mientras que en ausencia de estos es posible el fortalecimiento de “la intolerancia, la falta de solidaridad y el debilitamiento de los lazos de amistad, a los que se entienden como obstaculizadores del clima escolar” (p. 115).

Por su parte Morales (2018), propone que el acoso escolar como fenómeno multifactorial es el resultado del omnipresente patriarcado cuya manifestación más palpable se percibe en el ejercicio del machismo a través de las denominadas masculinidades normativas, como patrones culturales que ocasionan situaciones conflictivas en el contexto educativo, a través de manifestaciones destructivas de la dignidad humana, entre las que se mencionan: el trato irrespetuoso y desagradable entre pares, el uso de la perversidad y del maltrato recurrente en espacios tanto públicos como privados; el manejo de la confrontación y la actitud desafiante que provoca el desequilibrio psico-socioemocional de la víctima, conduciéndola al desarrollo de la sensación de rechazo, exclusión y discriminación, como factores de riesgo que impulsan el abandono escolar.

Jiménez et al (2019) proponen que la escuela por el dinamismo sociocultural que confluye en su interior tiende a experimentar elevados niveles de conflictividad destructiva que altera el desempeño funcional de sus principales cometidos, entre los que se precisa el aprendizaje de los valores de los que depende la convivencia pacífica; el entendimiento intergrupal, el diálogo intercultural, el encuentro socializador que le aporta al sujeto la comprensión de las reglas asociadas con el proceder racional.

En tal sentido, el acoso escolar como flagelo socioeducativo omnipresente, constituye uno de los destructores de la dignidad humana, pues la intolerancia y la perversión se entienden como los responsables del proceder indolente, frío y competitivo que provoca el sometimiento, la descalificación y el rechazo del más vulnerable, al que asumido como el chivo expiatorio se le somete impunemente, se le manipula y controla, cerrando toda posibilidad para reaccionar, pues se le reduce la capacidad de alerta, de resistencia y de escape.

Un estudio realizado por Sapién, Ledezma y Ramos (2019) indican que el acoso escolar constituye uno de los principales factores de riesgo del desarrollo psicosocial a los que se enfrenta el estudiante; esto debido a su carácter multicausal, al que se le atribuye el sometimiento de los más vulnerables a condiciones denigrantes que atentan contra el equilibrio funcional de quienes lo padecen. Las aportaciones de este estudio indican que el uso reiterado del maltrato y el despliegue de la fuerza destructiva deben entenderse como los impulsores de situaciones de estrés, frustración y depresión que conducen a la víctima a un estado de caos, ocasionando daños psicológicos graves que condicionan la propensión de su depositario a atentar contra su vida.

Por lo general, el acoso escolar como fenómeno silencioso y destructivo de la salud mental comienza con agresiones verbales, como rasgo común que al ir en escalada amplía las posibilidades para generar daños irreversibles; de allí, que las situaciones de violencia inicien con “insultos, amenazas, rumores, apodos y especulaciones que tratan de afectar el autoestima, hasta convertirse en acciones más contundentes que reducen la voluntad del otro mediante el uso del poder y la coacción, que pretende intimidar, dominar o sentirse superior a sus semejantes” (Sapién, Ledezma y Ramos, 2019: 1354). Adicionalmente, se precisan como indicadores para la intervención preventiva, que la violencia física a diferencia de la verbal es menos percibida, sin embargo, sus repercusiones no dejan de ser perniciosas pues fomentan actuaciones tanto silenciosas como destructivas que, en ocasiones dificultan la identificación de la víctima y el victimario, pero además, de los riesgos que al ser invisibilizados reducen la actuación institucional.

Los hallazgos alcanzados por Calderón (2020) indican que el acoso escolar responde a la amalgama de condiciones sociales, históricas y culturales, que tornan la vida escolar de manera hostil, entre otras razones, por la emergencia de modos de pensamiento que procuran imponerse de manera simbólica o física, vulnerando la integridad de los más débiles, así como generando un profundo sentimiento de impotencia que provoca en la víctima el estado de indefensión que le conduce a la victimización. Para la autora, el acoso escolar debe entenderse en sentido amplio como el conjunto de comportamientos y prácticas intencionales que por darse de manera recurrente ocasionan malestar psicosocial, impidiendo que la víctima logre defenderse y, que el victimario alcance el objetivo propuesto, generar desequilibrio psicológico mediante el uso de amenazas, agresiones verbales y acoso emocional que le garantice la exclusión y sometimiento.

Para Calderón (2020), el acoso escolar puede entenderse como las acciones destructivas que alteran tanto el clima escolar como el bienestar integral de sus actores; sus implicaciones además de motivar el sentimiento de inferioridad en el sujeto pasivo, le ponen en situación de desventaja. Como parte de los comportamientos que definen el acoso escolar, se precisan “el manejo de insultos, el aislamiento de la víctima, uso de puñetazos y golpes, rumores, burlas que pueden ser tanto de forma presencial como a través de redes sociales e internet” (Calderón, 2020: 349). Estas acciones destructivas tienen su permanencia en la institución educativa, entre otras razones, por la escasa capacidad de la institución educativa para organizar mecanismos que potencien: el desarrollo de la cultura de paz, la ampliación de canales comunicativos, la integración de acciones socialmente constructivas y formativas, como requerimientos para “generar un verdadero clima de armonía y respeto, entre los diferentes miembros de la comunidad educativa y la comunidad extraescolar” (Calderón, 2020: 349).

La posición de Carro y Lima (2020) dejan ver que los conflictos que experimenta la institución educativa son el resultado de las relaciones de dominación que se dan al interior de la sociedad, las cuales entrañan acciones violentas que por su normalización se han adoptado como parte de la cultura. De allí, que la convivencia escolar como propósito de los sistemas educativos se haya visto vulnerada pese a la existencia de códigos valorativos que pretenden ajustar la conducta violenta al proceder racional que garantice la actuación recíproca en lo que respeto, reconocimiento del otro y tolerancia refiere.

Desde la perspectiva de los autores, la construcción de escenarios para la paz y la convivencia demanda actuaciones institucionales específicas a través de políticas públicas educativas, que garantice la consolidación de aspectos fundamentales como el respeto a los derechos humanos y a las libertades, impulsar la comprensión empática y la integración grupal, así como la cohesión en torno al “establecimiento de ambientes de convivencia armónica pacífica que coadyuven a prevenir situaciones de acoso escolar” (Carro y Lima, 2020: 320). Los resultados de esta investigación indican que la violencia escolar es más frecuente en las zonas rurales que en las urbanas, la discriminación tiende a ser más pronunciada así como los maltratos en escenarios abiertos y carentes de supervisión; la indisciplina y las incivilidades constituyen factores disruptivos que atentan contra el funcionamiento del aula.

Para Morales (2020a), en un estudio etnográfico sobre la violencia que se da en instituciones educativas venezolanas, indica que las relaciones entre agrupaciones de adolescentes, se encuentran mediadas por la búsqueda de reconocimiento, lo cual unido al desarrollo de la identidad provocan la imposición de unos sobre otros, el ejercicio de la dominación y el control, como actuaciones estrechamente asociadas con la lucha por el alcance de una posición de superioridad. Los aportes del autor indican, que la violencia escolar como manifestación extrema del acoso, refiere a la inadaptación social y psicológica del sujeto al contexto educativo, a sus normas y modos de comportamiento, lo que tensiona los vínculos ocasionando la degradación del clima positivo así como el sometimiento a episodios de sufrimiento, fatiga e irritabilidad, que potencian la reacción de quienes percibiéndose amenazados, deciden abandonar sus estudios o enfrentar los posibles daños confiando en el proceder disuasivo de la institución educativa.

Además, es preciso ver al acoso escolar como el proceder perverso, destructor y sistemático que pretende anular la voluntad de la víctima hasta invisilizarla; esta intencionalidad malvada se vale de insinuaciones, persecuciones constantes y asedios permanentes que al convertirse en la más cruenta hostilidad somete, tortura y manipula valiéndose de estrategias como la amenaza hasta erradicar todo comportamiento reaccionario que conduzca a la ruptura de la relación de poderío de la que ostenta victimario y, que le otorga garantía del mantenimiento de la sumisión, como instrumento para recrudecer la asimetría, la confrontación y la lucha que garantice su estatus.

Seguidamente Morales (2020b), realiza una caracterización de la vida al interior de las instituciones educativas, precisando que estas constituyen espacios de confrontación y relaciones de poder, en el que los más débiles experimentan tanto el dominio como el accionar perverso de sus victimarios; la vulnerabilidad de unos sujetos con respecto a otros, ocasiona el aislamiento, el absentismo escolar y posiblemente el abandono definitivo de sus estudios debido a la sensación de inseguridad que se vivencia en la escuela, condiciones que obligan a la víctima a huir por sentirse en peligro de ser sometido a cruentas humillaciones y maltratos que pongan en riesgo su propia vida.

Por su parte Olweus (2020), como referente medular de estudio y compresión del acoso escolar, propone que este fenómeno socioeducativo como el responsable del desequilibrio institucional tiene su sentido operativo en el ataque sistemático a los más desfavorecidos, a quienes sume en un estado de confusión que disminuye toda posibilidad para actuar en pro de su defensa integral. En Olweus, se precisan aportes importantes vinculados con la caracterización del perfil de la víctima y el victimario; el primero, por lo general, tienden a ser tímido, inseguro, sensible, débil y con escasa capacidad para socializar, además, de presentar una estima baja así como un autoconcepto menguado que lo vuelve propenso al maltrato; mientras que el segundo, tiende a actuar en función de satisfacer su necesidad de dominación, es impulsivo, escasamente empático y con propensión al desafío recurrente, que lo hace ver conflictivo, antisocial y anárquico.

Seguidamente, Urbina y Beltrán (2020) en su estudio sobre el acoso escolar desde las representaciones sociales, indican que el carácter destructivo de este fenómeno socioeducativo ha logrado incrustarse en el tejido institucional debido a la trivialización que se le ha dado al tema; por razones sociales, culturales e históricas, alguna culturas han normalizado el maltrato y la violencia asumiendo que estos factores además de inherentes a la naturaleza humana constituyen parte de la cotidianidad. Dentro de los actos que configuran este enemigo silencioso de la convivencia educativa, los autores precisan la “exclusión, intimidación, abuso o amenaza entre iguales dentro del contexto educativo, transformando este espacio de seguridad en un lugar de vulneración, omisión y hostilidad” (p. 48).

En Venezuela los avances legislativos dados en materia de acoso escolar durante el 2021, giraron en torno a la aprobación del Anteproyecto de Ley de Convivencia Pacífica Escolar, el cual, en su artículo 6 establece una caracterización de este fenómeno socioeducativo al que se asume como “la conducta intencional, metódica y sistemática de agresión, intimidación, humillación, desprecio, ridiculización, difamación, coacción, aislamiento, amenaza o incitación a la violencia, así como cualquier otra forma de violencia psicológica, verbal o física, utilizando cualquier medio digital” (s/f).

Esta iniciativa legislativa propone la creación de programas de intervención preventiva que favorezcan la atención multidimensional de las necesidades de los niños, niñas y adolescentes, en quienes se debe promover el reconocimiento de la otredad, el respeto por la diversidad y el manejo de revictimización; esto con el propósito de lograr la adopción de comportamientos empáticos y altruistas sustentados en el bien común, la justicia y la equidad, como principios de los que depende el resguardo de la dignidad humana así como el desarrollo pleno, autónomo y libre de la personalidad.

Lograr estos cometidos supone la recuperación de la confianza en los mecanismos del Estado, en la participación de la institución educativa, la familia y la sociedad como actores fundamentales de los que depende la construcción de escenarios para la convivencia y la cultura de paz; mediante la formulación de acciones que erradiquen la violencia y potencien la inclusión como derecho humano fundamental del que depende el proceder respetuoso fundado en la reciprocidad, la corresponsabilidad, el relacionamiento positivo, la comprensión mutua y empática, que conduzca a los miembros del acto educativo a suprimir cualquier manifestación de violencia, racismo, exclusión y discriminación.

Para Gómez y Agramonte (2022), la crisis multifactorial por la que atraviesa la institución educativa, se debe a la reproducción de la dinámica social frente a la cual, este factor de socialización no ha logrado concatenar esfuerzos tanto técnicos como instrumentales que configuren las condiciones para una convivencia segura, en la que cada uno de los sujetos que confluyen, asuman actitudes cívicas que le permitan desenvolverse de manera armónica y pacífica. Para las autoras, la disfuncionalidad familiar en lo referente a la definición de patrones de crianza, ha derivado en el recrudecimiento de los maltratos en sus diversas manifestaciones, en actitudes degradantes de la dignidad por su carácter vejatorio y arbitrario conducen al sujeto pasivo a abandonar la institución educativa por miedo, por auto-percibirse inseguro.

Desde esta perspectiva, el acoso escolar se entiende no solo como un fenómeno multifactorial, sino como la ausencia de mecanismos de conciliación y entendimiento que le permitan integrarse a una nueva cultura, en la que los problemas y las divergencias intergrupales se gestionan mediante intercambios dialógicos y procesos comunicativos que apuntalen la reducción de los detonantes culturales y sociales, a los que se le adjudica la emergencia de la hostilidad, la exclusión destructiva y el proceder irracional, factores de riesgo que convierten al contexto educativo en un espacio inseguro e incierto.

Finalmente Morales (2023), propone una caracterización del proceder de la víctima, el victimario y el tercero observador, y afirma que estos tres actores configuran el denominado espiral de la violencia escolar; con respecto a la víctima, indica que la exposición sistemática y prolongada a situaciones de maltrato en otros escenarios e socialización, le predisponen para aceptar pasivamente el sometimiento recurrente que le lleva a ceder su voluntad a un tercero. El victimario, proveniente también de contextos conflictivos que condicionan su proceder, el cual, por lo general es carente de empatía y sensibilidad, con profunda tendencia a la destrucción del Otro sin experimentar ningún sentimiento de culpa. Usualmente, goza de una confianza excesiva en sí mismo, condición que le otorga seguridad a su proceder, pero además, la actitud desafiante y perversa que lo conduce a humillar y herir, pues su sensación de poderío le hace autopercibirse superior.

Esta investigación propone que el victimario ha desarrollado su proceder hostil como resultado del resentimiento, la omnipotencia y el enojo le condicionan para actuar insensiblemente, infligiendo dolor y malestar a quienes considera más débiles; esto se debe a la imitación de comportamientos aprendidos en el núcleo familiar y social, los cuales son reproducidos en el contexto escolar ocasionando la desarticulación de su funcionamiento y el desequilibrio en la relaciones interpersonales, pues su malignidad destructiva niegan la individualidad y el respeto a la dignidad humana. Esta insensibilidad le lleva a arremeter contra sus pares más vulnerables, a quienes asume como chivos expiatorios sobre los que descarga su frustración y la ira de la que ha sido depositario. Por su parte, el tercero observador, se entiende como un sujeto carente de empatía, usualmente es quien aúpa la acción violenta y, una vez esta se desencadena asume una posición neutral para evitar la atribución de responsabilidad por su inacción y el acercamiento de posibilidades de auxilio que mitiguen el daño perpetrado a la víctima.

En muchos casos, el tercero observador es indolente y se goza del dolor infligido a un tercero, sin embargo, es posible apreciar implícitamente en su actitud el enmascaramiento de su temor a convertirse en depositario de la acción del sujeto activo, condición que lo involucraría como sujeto pasivo en quien pudiera recaer el potencial destructivo destinado para un tercero. Este proceder del tercero observador refiere a una respuesta acomodaticia que, entraña una manera de demostrar fidelidad al victimario, de quien espera protección y resguardo frente a cualquier ataque o maltrato de sus pares.

Conclusiones

Los avances en el estudio del acoso escolar dejan ver sus perniciosos efectos sobre la salud mental de las víctimas, pero además, se asume como uno de los factores de riesgo asociados con el deterioro del clima escolar y de los procesos de enseñanza-aprendizaje; los pequeños actos perversos que se dan cotidianamente deben entenderse como impulsores de la reducción de la estima, de la capacidad de respuesta y la victimización, como rasgos que configuran las condiciones para que se amplíen los ataques que conducen a la destrucción de tanto moral como física. Esto obliga la referencia a las repercusiones del asedio sistemático, el cual, como lo referencian gran parte de las investigaciones constituye una de las causales de suicidio, como medida extrema frente a la tensión, la parálisis y la sensación de indefensión condicionada.

Este proceder perverso, por lo general involucra la complicidad de terceros pares y la omisión de las autoridades educativas, como las principales causales del dominio de los más vulnerables, en quienes recae acciones que van desde la dependencia psico-emocional, la manipulación de la voluntad y la coacción, que ubica al victimario en una posición de omnipotencia que sume a la víctima en la culpabilidad y el miedo, como factores de riesgo que le impide por la confusión e incertidumbre, escapar del círculo opresor que la ahoga y la mantiene a merced de su verdugo.

Una de las dimensiones que predomina en el estudio del acoso escolar, refiere a la persistente existencia de la violencia perversa que permea a la familia, factor de socialización al que se le adjudica por la crisis en el que se encuentra inmersa, la responsabilidad de transmitir y legitimar comportamientos que, pese a atentar contra la dignidad humana por involucrar maltrato psicológico, físico y emocional, son adoptados consciente o inconscientemente, ocasionando el quebranto de la autoestima del sujeto receptor, así como la pérdida de la voluntad que conduce a un proceder pasivo, dócil y obediente.

En tal sentido, la educación emocional, moral e intercultural toman especial importancia, por considerárseles medios estratégicos a partir de los cuales motivar el desarrollo del juicio ético que le ayuden al victimario a enmarcar su comportamiento dentro de los patrones sociales de convivencia, pero además, a impulsar que la víctima desarrolle su autoestima, autoconcepto y la conciencia necesaria para racionalizar las implicaciones destructivas de la violencia en la que se encuentra inmerso. Esto involucra como desafío motivar el juicio moral y la capacidad para gestionar las emociones, en un intento por identificar y manejar conductas censurables que pudieran afectar la integridad de quienes integran el contexto educativo.

En consecuencia, puede entenderse al acoso escolar como la suma de factores de riesgo vinculados con la disfuncionalidad familiar, la legitimación de prácticas de relacionamiento nocivas y la subyacente existencia del patriarcado con las denominadas masculinidades normativas, las cuales logran su manifestación evidente en la discriminación, los abusos de poder, la imposición y el uso de la fuerza como rasgos que orquestados procuran la sumisión del Otro, condicionando su comportamiento y capacidad de reacción hasta conducirlo al entreguismo o indefensión condicionada, que le garantiza al victimario el mantenimiento del control de quienes integran su entorno.

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Documento oficial

ANTEPROYECTO DE LEY DE CONVIVENCIA ESCOLAR PACÍFICA. Decretado por la Asamblea Nacional de la República Bolivariana de Venezuela, abril, 22, 2022.