Volumen 32 Nº 1 (enero-marzo) 2023, pp. 156-159

ISSN 1315-0006. Depósito legal pp 199202zu44

DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.7776046

Gino Germani, "ferviente antifascista" | Revista Bordes

GINO GERMANI

Gino Germani nació en Roma en 1911. Su padre (quien era sastre) buscó socializarlo en un ambiente respetuoso de la tolerancia y la libertad mientras su madre lo educó en los valores centrales del catolicismo. Su vocación por la música se frustró muy pronto cuando la situación familiar lo empujó a estudiar economía en la Universidad de Roma. Su temprana militancia antifascista le trajo sus primeras escaramuzas con el régimen, lo que lo llevó a permanecer confinado en la cárcel. Allí pasó algún tiempo en compañía de líderes comunistas y socialistas, exponiéndolo a la cultura obrera y al marxismo y obligándolo a meditar sobre la necesidad de la autoridad en toda sociedad constituida (Kahl, 1976: 25-26, Di Tella, 1979). Luego de la muerte de su padre, su familia estaba preocupada por controlar su ímpetu político y se decidió que acompañara a su madre a América.

El puerto elegido fue Buenos Aires. Germani llegó a esta ciudad en 1934. Ya en 1937 estaba trabajando en el Ministerio de Agricultura, procesando datos sobre producción y venta de yerba mate, y al año siguiente se inscribió en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Cuando, en 1940, Ricardo Levene inauguró el Instituto de Sociología en esa facultad, Germani fue invitado a participar junto a varios estudiantes en esa experiencia de investigación. Levene y Germani compartían el origen étnico y la ideología liberal, pero ambos, pese a la diferencia de edad, compartían el diagnóstico sobre la necesidad de ofrecer desde la universidad nuevos datos empíricos sobre la sociedad argentina (Pereyra, 2007). Pero Germani podía demostrar una capacidad de procesamiento y análisis de los datos que ninguno de sus compañeros de Filosofía tenía. De este modo, Germani se hizo cargo primero de una sección en el Boletín de Sociología, que publicaba información demográfica y censal. Luego, coordinó una investigación sobre consumo cultural de la clase media porteña. Más tarde, Levene lo nominó para formar parte de la Comisión Demográfica que asesoró la realización del Cuarto Censo 24 Nacional.

Toda esta actividad le permitió realizar sus primeros informes y publicaciones, acumulando una experiencia de investigación, análisis y lectura, que sería muy importante para su futuro (Pereyra, 2005) Durante este período, Germani también tuvo una activa participación política dentro del movimiento antifascista; lo que le posibilitó ser reconocido como uno de los principales publicistas del grupo dentro de la comunidad italiana en Buenos Aires (Germani, A, 2004: 55-78). Ante la emergencia del peronismo, la vida personal y académica de Germani presenta varios cambios. Para la historia oficial de Germani, el ascenso de Perón significó un momento de exilio interno, trabajo solitario y marginalidad académica. Lo cierto, es que, a partir, de 1946, Germani debió diversificar sus actividades y combinar su participación en actividades académicas con trabajo en el sector privado.

Desde entonces Germani trabajó en editorial Abril donde desarrolló una fructífera labor como editor y ocupó simultáneamente tareas de control de marketing, recursos humanos y colaborador en las revistas (Kahl, 1976; Blanco, 2006). No obstante esta actividad, Germani se presentó al menos tres veces a concurso en cátedras de sociología durante el peronismo (1946, 1947, 1949), participó de congresos y encuentros profesionales (por Ej., el Encuentro Nacional de Sociología, 1950) y también participó en el seminario de sociología que dirigía Rodolfo Tecera de Franco en la Facultad de Filosofía de Buenos Aires entre 1952 y 1955 (Pereyra, 2005). Pero sin duda, su actividad académica principal durante aquellos años fue su participación como docente en el Colegio Libre de Estudios Superiores (Neiburg, 1998: 137-182)

Con la Revolución Libertadora, en 1955, Germani encontró las condiciones necesarias para recrear el Instituto de Sociología y crear una estructura institucional: el Departamento de Sociología, que controló durante el decenio siguiente. Sin embargo, su paso por esta institución no fue un recorrido pacífico. Germani fue acusado simultáneamente de promover políticas imperialistas y de sustentar una ideología comunista. De este modo, se vio atrapado por una múltiple crítica. Por un lado, el asedio de los estudiantes de izquierda que discutían el origen de los fondos de investigación y la propuesta metodológica de sus cursos, que, según ellos, no incluía una perspectiva dialéctica. Por otro lado, el fuerte reclamo de ciertos grupos de derecha que cuestionaban el proyecto de Germani por explicar científicamente la secularización de la sociedad argentina.

En medio de este conflictivo escenario institucional, Germani pudo lograr una fundación intelectual e institucional que rompía con el pasado de la sociología en Argentina. De este modo, ofreció un tratamiento sociológico de los principales temas impuestos por la política y aceptados por la sociedad argentina en vías de modernización. Esta nueva perspectiva sentó las bases para la constitución de una tradición local de sociología científica cuyos fundamentos eran la idea de la sociología como una ciencia de valor universal, la importancia de la profesionalización y el valor de la ideología cientificista y racionalizadora. Así, Germani definió las posiciones de reconocimiento y prestigio acordes con el modo en el que se consideraba legítima la práctica sociológica (Sidicaro, 1993).

Cuando la radicalización de los estudiantes se tornó una amenaza concreta, Germani preparó una migración institucional. Ya en 1961 había planeado emigrar, cuando se postulaba a trabajar en un lugar tan lejano como India (Germani, A, 2004: 240-241). Pero, en 1963, organizó el Centro de Sociología Comparada en el Instituto Di Tella, en Buenos Aires, donde podía desarrollar su actividad alejada de las disputas políticas y, con libertad para disponer de sus recursos y controlar a sus estudiantes, podía continuar ligado a la Universidad de Buenos de Aires, donde dirigía el Instituto. Aunque su entusiasmo con este proyecto no duró demasiado: pronto eligió un nuevo destino menos cercano. El golpe de estado de 1966, encontró a Germani viviendo en Boston, donde se había radicado para enseñar en Harvard. Según su hija (2004: 287) extrañaba Buenos Aires y su clima revolucionario, mientras que el American way of life era demasiado rutinario para él. Ataviado con colita, poncho y una medalla tibetana, se esforzaba en hablar mal inglés para conservar sólo a los estudiantes latinos. No fue sorprendente entonces que Germani aceptara en 1976 un cargo de profesor en Nápoles y pasara parte del año en Italia, combinando sus clases en Estados Unidos con largos paseos por Roma; ciudad en la cual murió en 1979.

Diego Pereyra. Tradiciones, actores e instituciones en el desarrollo de las ciencias sociales en Argentina, Chile, México y América Central. Una mirada histórica y regional. Serie Cuadernos de Ciencias Sociales, FLACSO Costa Rica. 2010.

La sociología argentina y latinoamericana ha sido profundamente influenciada por la obra de Germani. El sociólogo colaboró en diversos proyectos y publicaciones con figuras relevantes de las ciencias sociales de su tiempo. A lo largo de su vida, Germani abordó problemáticas muy diversas como el problema de los autoritarismos modernos, la personalidad autoritaria y la opinión pública; los debates epistemológicos alrededor de la delimitación de una sociología científica y metodológicamente fundamentada; la cuestión del compromiso y la relación entre ciencia y política; los comportamientos políticos de las clases y de las generaciones; la estructura y movilidad social y sus transformaciones; las tensiones de la sociedad de masas y la planificación democrática, los procesos migratorios y sus impactos en la estructura y en la personalidad; la marginalidad social y las tensiones del proceso de democratización; el proceso de modernización y desarrollo en América Latina, sus etapas y contradicciones, para nombrar algunos. También abrevó de muy variadas disciplinas y tradiciones teóricas, incluyendo la sociología clásica, el psicoanálisis, la antropología social estadounidense, la sociología de Chicago, la perspectiva de Karl Mannheim, la Escuela de Frankfurt, la sociología latinoamericana, el funcionalismo parsoniano, los debates marxistas alrededor de la relación entre estructura y consciencia, entre otras.

Sus libros más conocidos son:

Estructura social de la Argentina. Raigal, Buenos Aires, 1955.

La Sociología Científica. Apuntes para su fundamentación. Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1956.

Política y sociedad en una época de transición. Paidós, Buenos Aires, 1962. (luego varias ediciones con modificaciones).

El concepto de marginalidad. Significado, raíces históricas y cuestiones teóricas, con particular referencia a la marginalidad urbana. Argentina, Nueva Visión, 1972.

Autoritarismo, fascismo y populismo nacional. Transaction Books, New Brunswick, New Jersey, 1978.

Volumen 32 Nº 1 (enero-marzo) 2023, pp. 160-187

ISSN 1315-0006. Depósito legal pp 199202zu44

DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.7776053

Democracia y autoritarismo en la sociedad moderna1

Gino Germani

Introducción2

En este ensayo se consideran algunos de los problemas que deben enfrentar la democracia en las sociedades modernas y en aquellas en proceso de desarrollo económico social. No se ha tratado específicamente de los problemas latinoamericanos, por cuanto, en mi opinión, estos problemas son de carácter general y se los encuentra en todas las sociedades modernas avanzadas o no. Por cierto que asumen características muy distintas según los países, más al considerar las bases sociales de la democracia no pueden ser ignorados. Es posible que los países llamados en desarrollo tengan mejor oportunidad de hallar soluciones originales a las graves contradicciones que encierra la sociedad industrial en todas sus versiones y formas. Tales contradicciones, algunas de las cuales se señalan aquí, son inherentes a ciertos aspectos centrales de la estructura moderna. Paradójicamente –como suele ocurrir a menudo en la historia– la sociedad moderna, que ha ofrecido el marco necesario para desarrollar las formas democráticas hasta sus últimas consecuencias lógicas, encierra también, en su propia forma de integración, ciertas tensiones que en el pasado y presumiblemente en el futuro, llevan a la supresión de la democracia misma, a menos que se puedan intentar nuevos caminos, los que –en opinión del autor– son por ahora utópicos.

Modernización, desarrollo y regímenes políticos

El desarrollo económico y social y la modernización han sido considerados frecuentemente como relacionados de varios modos, con la democracia, el liberalismo, el pluralismo, la extensión progresiva de los derechos políticos, civiles y sociales, el individualismo y el igualitarismo, ya sea como precondiciones o como consecuencias o simplemente como procesos correlacionados. En general se reconoce que cierto grado de modernización en las esferas sociales y económicas representa una condición básica para el surgimiento y el mantenimiento de la democracia y el pluralismo. En particular, la sobrevivencia del mercado como mecanismo económico autorregulado, aun funcionando en forma parcial o en determinadas áreas de la economía (en coexistencia, por ejemplo, con sectores públicos y/o oligopólicos o monopólicos), ha sido percibida como un elemento esencial para el funcionamiento de la democracia y la efectiva sobrevivencia de las libertades políticas y los derechos civiles. Debe agregarse sin embargo que la relación inversa, a saber, democracia y pluralismo como prerrequisitos de la modernización y el desarrollo (o por lo menos cierto grado de democracia y de pluralismo), que en el siglo XIX eran considerados en general –incluso por el marxismo “clásico” (a falta de mejor palabra)– como factores necesarios para el “progreso” (o el desarrollo capitalista, según los términos preferidos), son ahora percibidos por ideologías y teorías científico-sociales más bien como obstáculos, o de todas maneras como causas de seria demora en el proceso de desarrollo económico y social. Al mismo tiempo, otros estudiosos no han dejado de observar tendencias destructivas de la democracia en la sociedad moderna: la creciente democratización que conduce a la masificación, con el efecto de desindividuación; el pluralismo que conduce a la destrucción de todos los sistemas de valores y a la anomia; la ruptura del consenso y la amenaza de disolución y de desintegración del orden social; todo eso podría resultar en el fracaso de la democracia y concurrir al restablecimiento del consenso mediante el totalitarismo o alguna otra forma de régimen autoritario.

Otra manera de relacionar negativamente democracia y modernización, o desarrollo económico social, es la de considerar lo contrario de la democracia, a saber, el autoritarismo, acompañado de formas totales y casi totales de negación del pluralismo, como uno de los caminos o de los medios para promover la transformación de una sociedad pre-industrial en una sociedad industrial de desarrollo económico autosostenido. Esta orientación ideológica estrechamente conexa a la señalada arriba, concerniente a la correlación negativa entre democracia y condiciones para el desarrollo, ha sido aplicada en manera especial a los países del Tercer Mundo, en particular a los ajenos a la cultura occidental. Pero también se empleó para explicar las características de ciertas etapas de la transición en países occidentales y los tipos de alianzas entre sectores diferentes de la clase gobernante, necesarias para continuar o acelerar el proceso de modernización. Por ejemplo, se encontró una alta propensión hacia soluciones totalitarias o autoritarias en países en que una configuración de rasgos existentes en el “punto de partida”, es decir, al principio del proceso de modernización (formas de relaciones de clase, de sus alianzas, estructura social agraria, papel de las instituciones políticas particularmente el estado, etc.), impidieron la formación de una base social para la democracia burguesa como en el caso de algunos de los “first corners”. Pero la mayoría de las teorías tienden a subrayar los rasgos surgidos durante el proceso, y en una etapa relativamente avanzada del capitalismo más bien que en sus principios, como por ejemplo, la crisis de la clase media, la movilización de las clases bajas, la marginalización de grandes estratos de la población debida a cambios en las estructuras sociales inducidas por procesos externos o internos. Para ilustrar estas interpretaciones se puede mencionar las teorías marxistas que atribuyen la aparición del totalitarismo a la emergencia de tensiones propias de etapas particularmente delicadas en l desarrollo del capitalismo en su evolución hacia la madurez y luego la decadencia. Por fin, muchos eruditos negaron la hipótesis del autoritarismo moderno como modo intencionado de acelerar la modernización. En particular en cuanto al fascismo y otros regímenes de derecha, la solución autoritaria fue considerada como una tentativa deliberada de rechazar la modernización, o al menos, de atrasar el proceso, de volver a formas preindustriales de integración y de liderazgo, rebajando de una u otra manera el nivel político y social de las clases populares, y la forma y grado de su participación. En estas interpretaciones, los efectos modernizadores a veces observados en regímenes involuntarios e imprevistos de orientaciones sociales, económicas o políticas adoptadas por el régimen autoritario mismo. Además, hay que recordar que las ideologías de la gran mayoría de los movimientos autoritarios tratan en realidad de una mezcla de “derecha” e “izquierda” (vagamente y ampliamente designada según la tradición del siglo XIX). También los componentes populistas que estuvieron casi siempre presentes en estos movimientos contribuyen fuertemente a aumentar la ambigüedad de sus ideologías.

Analizando las relaciones entre la sociedad moderna industrial, el proceso de desarrollo y modernización, y la supervivencia de la democracia frente a las amenazas crecientes del autoritarismo (en sus formas modernas o no) hay que distinguir varios aspectos:

a. El carácter del proceso de secularización que ha llevado a la emergencia de las sociedades industriales en sus varias formas, y la naturaleza del modo de integración típico de este tipo de sociedades, particularmente aquellas de régimen democrático-burgués con economías neo-capitalistas, públicas y/o privadas.

b. El totalitarismo como forma específica del autoritarismo moderno.

c. Las consecuencias de la secularización y la forma moderna de integración social sobre las instituciones, las actitudes, la conducta, el control social y la estabilidad del orden democrático.

d. La planificación como condición sine qua non para la supervivencia y la continua evolución de las sociedades industriales, y las contradicciones entre los requisitos de la planificación y la naturaleza de la forma típica de integración en la sociedad moderna, sus consecuencias tecnológicas y sociales, particularmente con la extensión progresiva de la secularización a la mayoría o todas las esferas de la organización social (o sus subsistemas, como podría llamárselos), y a todas las áreas del comportamiento individual, social, colectivo.

e. Las consecuencias de la creciente interdependencia internacional, o en otras palabras la transformación del planeta en un espacio unificado en lo económico, lo social, lo político y lo militar.

f. La creciente vulnerabilidad física y social de todas las instituciones, grupos, individuos y el orden social como un todo frente a la acción legítima o ilegítima de otros grupos o individuos.

g. Los efectos de la creciente concentración del poder con respecto a determinado nivel de decisiones y a su naturaleza, combinado con la fragmentación del mismo en otros niveles y aspectos y la consecuente elevada conflictividad, neutralización recíproca y situación de empate.

En la presente discusión me limitaré a un examen somero de los aspectos mencionados, dedicando alguna mayor atención a aquellos que me parecen se colocan por así decirlo en la base y el origen mismo de la crisis actual de todas las sociedades industriales, y que representan al mismo tiempo el obstáculo más amenazador para el surgimiento y la estabilidad del orden democrático.

Secularización e integración en la sociedad moderna

He tratado el tema de la secularización y de los caracteres generales de la sociedad moderna en muchos otros escritos muy conocidos y muy criticados en América Latina. No desearía volver a tratar este argumento. Sin embargo se trata de un punto central, pues constituye uno de los supuestos generales en los que se funda el análisis de las condiciones sociales de la democracia. Por ello debo volver a enunciar lo más brevemente posible algunos de los conceptos más relevantes para nuestros propósitos. Debo agregar que, aunque la definición formal de modernización y secularización es casi la misma, ya conocida, ella se encuadra ahora en una perspectiva histórica muy distinta: es decir, estos principios formales deben ser vistos como una síntesis de los resultados de una serie de procesos históricos ocurridos a lo largo de milenios dentro de una cultura particular, es decir, no en forma universalmente evolucionista, sino como la evolución de una cultura particular, que han terminado por imponerse al resto del planeta por la fuerza y/o por vía de difusión cultural, mas que no representan la única ni probablemente la mejor orientación de la que es capaz el hombre. Otras muy diferentes orientaciones eran, o quizá son todavía, posibles.

La tesis central que me propongo desarrollar aquí es que si bien la democracia moderna (es decir pluralista y extendida a todos los miembros de la sociedad sin exclusiones) halla su base teórica y práctica en la modernización y el desarrollo económico, estos mismos procesos –ya sea en sentido dinámico, ya sea con referencias a las configuraciones estructurales que caracterizan a las sociedades modernas– encierran contradicciones intrínsecas que pueden en algunos casos a impedir el surgimiento de regímenes democráticos, y en otros llevar a su destrucción. En esta sección no se hace referencia a los problemas particulares concernientes al grado de desarrollo y modernización retrasadas, ni a factores ligados a la “resistencia al cambio” (como se los acostumbraba llamar hace más de 20 años), ni a los problemas de la dependencia y el imperialismo. Se trata aquí de tensiones estructurales implícitas en la forma de integración de la sociedad moderna, como tipo general de sociedad.

La sociedad moderna es única entre todos los tipos conocidos de sociedad por el hecho de que atenúa y, dentro de su propia lógica, tiende a eliminar completamente todo carácter “sagrado” o intangible en sus principios básicos, su sistema de valores, sus instituciones, sus normas, sus actitudes y sus modelos de conducta. Ciertos grados y formas de secularización son, por supuesto bastante comunes en todas las civilizaciones. Algunos filósofos de la historia consideran este proceso como una etapa normal en la vida de todas las grandes culturas mundiales. No podemos negar, sin embargo, que la forma particular adquirida en Occidente, especialmente desde el Renacimiento, y su extensión e intensidad, ponen la sociedad moderna en una clase particular, radicalmente distinta de todas las otras. En primer lugar, un rasgo común en la “secularización” de las grandes civilizaciones no occidentales es el hecho de que permanece limitada a miembros de la élite y muy a menudo a una parte especial de ella; casi todos los otros estratos o clases están excluidos. La distinción entre el saber esotérico y exotérico se mantiene en forma muy rígida y siempre relacionada con el carácter sagrado de las creencias, normas y valores tradicionales que continúan imponiéndose al pueblo común y a la gran mayoría de la población. Segundo, las elecciones, los cambios y las innovaciones tienden a evitar la ruptura completa con el pasado tradicional; intentan ser o, al menos, parecer una continuación de creencias institucionalizadas, o una especie de desarrollo “natural” de tales creencias. La continuidad entre el pasado sagrado y las ideas nuevas, los valores, las normas, las instituciones están acentuadas todo lo posible. Por último hay también límites en cuanto a cuáles esferas de organización social y de la conducta individual pueden modificarse. En todo caso, siempre hay un núcleo central de valores y normas que permanece en teoría y en práctica más allá de las dudas y negaciones. La particularidad de la cultura occidental es que –al menos en teoría y potencialmente– todos estos límites no existen, y la tendencia a extender la secularización a todas las áreas del comportamiento, o a todas las esferas de organización social no tiene límite alguno y no permanece restringido a un pequeño sector de la población, sino que se extiende “en principio” –como derecho y deber– a todos los seres humanos.

La noción de secularización que utilizamos aquí abarca tres rasgos principales: acción electiva basada en la decisión individual, la institucionalización o legitimación de cambio, la creciente diferenciación y especialización de roles, status e instituciones. En su forma más limitada eso significa que para grupos élites dados, dentro de ciertas áreas de conducta y subsistemas o ambientes institucionales, la “acción electiva” tiende a predominar sobre la acción “prescriptiva”. La acción electiva sigue siendo una forma de conducta socialmente regulada, pero se distingue de la acción prescriptiva en cuanto lo que las normas indican son criterios de elección u opción y no modelos de conducta atribuidos de modo rígido a cada “situación socialmente definida”. Los criterios de elección pueden ser racionales (en sentido instrumental) o emocionales. Así es que en la sociedad moderna, la política, la ciencia, la economía y la tecnología necesitan elecciones basadas en criterios “instrumentalmente” racionales, pero en otros casos los criterios racionales se combinan muy a menudo con criterios emocionales (como, por ejemplo, la elección en la esfera íntima e individual como el matrimonio, la vocación profesional, las preferencias estéticas, etc., donde los criterios incluyen como valor positivo o como fin aprobado, el esfuerzo de alcanzar, dadas ciertas condiciones, la máxima expresión de individualidad, de lo que se quiere hacer y de lo que se es capaz de hacer). Los principios sintetizados aquí pueden proveer una base apropiada para subrayar las tensiones estructurales implícitas en la sociedad moderna, lo que podría crear propensiones para soluciones autoritarias bajo ciertas condiciones críticas. También es preciso notar que las características de la secularización abstractamente traducidas en los tres “principios” de la acción electiva, el cambio y la especialización son el resultado de la confluencia en cierto punto en tiempo y espacio, de una serie de procesos analíticamente distinguibles y a veces concreta o históricamente identificables. Aunque tales procesos estén en gran parte intercorrelacionados, no siempre convergen necesariamente. En efecto, en algunas épocas históricas la convergencia fue solamente parcial, y aquella configuración particular de rasgos estructurales y psicosociales que se observó en Occidente de modernización “fallida”, como en el caso del “capitalismo antiguo” o de las comunas italianas y de otras regiones europeas.

Ya se indicó que no se considera aquí al proceso de modernización como un universal, una forma única o necesaria de evolución humana. Aun incluyendo en el concepto de modernización varias distintas y opuestas formas y orientaciones en términos de estructura social, económica y política, la concentración de la creatividad humana en alcanzar el control y el dominio de las fuerzas naturales “externas” (lo que los occidentales –y los modernos– consideran “naturaleza”) y que por cierto es uno de los rasgos distintivos de la “modernidad” (hay otros obviamente) existen otras orientaciones y objetivos muy distintos cuya naturaleza y posibilidades se vislumbran en algunas de las grandes culturas históricas, desarrolladas fuera del área de Occidente, pero ahora sometidas a su poderosa influencia y a su fuerza física basada en el control (si bien parcial y lleno de efectos negativos) que ha logrado sobre las fuerzas “naturales”.

He mencionado arriba que ciertos procesos de secularización han sido observados en todas las grandes culturas históricas. Pero las diferencias que he indicado al introducir el tema eran sobre todo cuantitativas: mucha mayor extensión en términos de instituciones y áreas de comportamiento, y en cuanto a sectores de la población afectados por el proceso. Pero es necesario mencionar que hay otras diferencias no menos esenciales, o quizás aun más significativas, que se refieren a la naturaleza de la secularización. Recordemos en primer lugar que en mi opinión la transición desde la llamada “comunidad primitiva” a la llamada “civilización” (o cultura mundial o histórica, etc.), supone no solamente la existencia de un surplus, escritura, la ciudad, y los demás criterios convencionalmente incluidos en la distinción entre lo “primitivo” y lo “civilizado”, sino también otros componentes que tienen mucha relación con el tipo de secularización que puede ocurrir en el curso del proceso evolutivo. Estos componentes son esencialmente dos: uno fue indicado por Marx, es decir, la forma de disolución de la propiedad comunitaria. La segunda, apenas mencionada por Marx, y compartida por muchos antropólogos del siglo XIX, concierne a la naturaleza del individuo en esas comunidades: simple elementos indiferenciado de la “horda”, dado que el hombre “se individualiza solamente a través del proceso histórico y originariamente aparece como un ser genérico, un ser tribal”. Por eso se refiere a lo primero, a la disolución de la propiedad comunitaria, debe decirse que la línea evolutiva que da lugar a su completa disolución y desemboca en la propiedad individual absoluta (tal como ocurre en el derecho romano) es la que lleva a la emergencia del capitalismo, a su vez base del desarrollo de la sociedad industrial. Tiene importancia aquí la distinción entre los varios modos de producción “antiguo”, etc. y el modo “asiático”, en el cual no hay verdadera disolución de la propiedad comunitaria y desde el cual se desarrollan los grandes imperios “despóticos”, mas no la ciudad en su forma occidental. Aunque hay una polémica recientemente reavivada acerca de este tema, y notables contrastes interpretativos, el modo asiático sugiere la posibilidad de caminos diferentes –que en una visión evolucionista unilineal (como se puede atribuir a Marx) conducen a un estancamiento milenario, pero que desde otras perspectivas pueden conducir a diferentes formas de civilización con procesos evolutivos radicalmente diferentes de lo ocurrido en Europa. A conclusiones parecidas, pero más claras, aunque por supuesto todavía conjeturales, se podría llegar con respecto al segundo componente, es decir la individuación. Con este término entiendo la emergencia de la subjetividad de la conciencia del “sí mismo” y del “yo” como sujeto diferenciado de la naturaleza (del “no yo”) por un lado, y separado de la comunidad como individuo, por el otro. Si consideramos que el individuo autoconsciente y separado del mundo externo, y de la comunidad, es él mismo un producto histórico, entonces son concebibles diferentes formas y tipos de “subjetividad” y de “individualidad”. Por la primera se entienden diferentes formas de diferenciar lo subjetivo de lo “objetivo”, es decir, del mundo o realidad externa. Por la segunda, diferentes vivencias del yo en relación a la comunidad. Hay así distintos modos histórico-culturales de construir la “realidad” o el mundo “externo”, de establecer los límites de la subjetividad y de lo que no es subjetividad. Y también diferentes modos de individuación y de individualidad con respecto a la sociedad, y en particular un modo colectivo (en el cual el yo no se distingue del nosotros, y así es vivido por el sujeto concreto), o, por el contrario el yo es un individuo que se vive como tal, no solamente por su cuerpo material, sino por su autonomía psicológica y vivencial con respecto al grupo, es decir, se siente un “yo” individual y no un “nosotros”. Las vivencias antropológicas, históricas y los aportes de la psicología apoyan la hipótesis de una variabilidad histórico-cultural en cuanto al tipo y grado de individuación. Hay, es decir, diferencias cualitativas y cuantitativas en la individuación, ya sea en cuanto a los límites entre lo “subjetivo”, y la “realidad externa”, la que puede ser construida por la sociedad e incorporada a la cultura de manera notablemente diferente en las grandes culturas históricas, ya sea en cuanto al grado de diferenciación del “yo” y el “sí-mismo” individual con respecto a la comunidad (o sociedad global), y a grupos e instituciones dentro de ella. Existen elementos suficientes por lo menos para dar alguna plausibilidad a la hipótesis de que la forma adquirida por la individuación (y por consiguiente la secularización de la que aquella forma representa un componente decisivo), en la cultura occidental es de un tipo muy particular. En ella, desde sus raíces en la antigüedad –es decir la tradición griega y romana, con todos sus orígenes, y en el aporte judeo-cristiano– se ha producido un proceso evolutivo que ha cristalizado en una construcción de la realidad y en un tipo de individuación en las que la realidad “externa” (como opuesta y radicalmente distinta de la autoconciencia, del percibirse a sí mismo como sujeto) es vista como algo conocible y manipulable a través del conocimiento “racional” instrumental como opuesto a un diferente “conocer” basado en la intuición y en otras formas no desconocidas del todo por Occidente, mas consideradas (justamente) como religiosas, místicas o filosóficas e irracionales desde la perspectiva del conocimiento científico occidental y de la posibilidad de controlar y utilizar las fuerzas de la “naturaleza”. El tipo occidental de subjetividad fue acompañado por una forma extrema de separación del individuo con respecto a la sociedad, hasta el punto que se llegó a teorías contractualistas según las cuales la sociedad existe (por lo menos a nivel lógico, si no concretamente a nivel histórico) en virtud de un contrato o pacto social entre individuos autónomos, un “acuerdo sobre los principios fundamentales” capaz de asegurar la convivencia. La sociedad misma es nada más que un nomen siendo única realidad la del individuo aislado. Esta línea de evolución no es un proceso puramente psicosocial: por el contrario parece arraigarse en arreglos estructurales congruentes. No es pura casualidad que es solo en la línea evolutiva de Occidente que se llega a la privatización extrema de la propiedad, al surgimiento y afianzamiento del mercado, como mecanismo económico, a una “sociedad económica” y a una tecnología de enorme poder sobre el mundo material, que se vuelven no solo sub-sistemas centrales de la sociedad global, sino que adquieren una autonomía a menudo determinante de los otros procesos sociales. Tendencias similares no faltan por cierto en las otras grandes culturas (y recíprocamente la potencialidad por las demás posibles orientaciones se observa en la cultura occidental antigua y moderna), pero es solamente en Occidente, y en su cristalización en la sociedad moderna, que el peculiar tipo de individuación y de consiguiente secularización con los arreglos estructurales concomitantes han alcanzado una forma extrema, llegando a sus últimas consecuencias lógicas en cuanto a extensión a esferas del hacer social e interindividual y a inclusión de la totalidad de los miembros de la sociedad. Tales consecuencias se perciben claramente cuando notamos que en la sociedad moderna la elección individual y deliberada es un rasgo más característico (más que la misma racionalidad instrumental, que es un componente de la misma) y es elevada a valor central y máximo. El individualismo como ideología está arraigado en un tipo de individuación como proceso histórico psicosocial que diferenció en carácter y grado las formas de individuación desarrolladas en Occidente de las que se dieron en otras culturas mundiales, particularmente las civilizaciones orientales. Por otra parte también en Occidente, a esas formas extremas se llega a través de una evolución. La disolución de la propiedad comunitaria primitiva, la emergencia de la propiedad privada, el surgimiento del mercado como mecanismo económico, la autonomización de la economía, la formación de la ciencia natural, el desarrollo tecnológico y todos los cambios sociales en las demás esferas (incluso la política, la democracia y el pluralismo) fueron el resultado de un proceso milenario dentro de una misma orientación original. Una evolución, sin embargo, que se dio exclusivamente en Occidente. Y este mismo proceso, puede descubrirse en cuanto a la individuación: desde la subjetividad colectiva que observamos en los poemas homéricos hasta la extrema individuación y secularización del siglo V a.C. en Atenas, o en la Roma de Augusto. Secularización e individuación restringidas a élites –es verdad– pero del mismo tipo que debía volver con fuerza abrumadora desde el Renacimiento y que de todos modos fue suficiente para introducir factores de disolución que acabaron con la sociedad ateniense y romana, en su forma política democrática.

Volviendo ahora a las consecuencias de la forma moderna de integración y secularización, el rasgo más relevante para este análisis es el hecho de que el marco normativo mismo –es decir, el componente prescriptivo de la acción electiva– puede convertirse en objeto de elección, puede ser cambiado. En efecto, tal marco proporciona (prescribe) los criterios según los cuales es preciso realizar las elecciones. Esto presupone un núcleo común de significados, valores, creencias, y fines dotados con suficiente congruencia para asegurar un grado de compatibilidad entre las acciones y elecciones de individuos y grupos, y para proveer mecanismos aptos para dar soluciones relativamente pacíficas o conflictos interindividuales e intra o intergrupales dentro de la sociedad. Cuando el marco normativo mismo llega a ser un objeto de deliberación y elección, es ese núcleo común que se pone en duda directa o indirectamente. Remontando las cadenas de fines y medios, los fines últimos de la sociedad dejan de ser aceptados o dados por supuesto sin discusión, o explicados en términos de revelación religiosa (o aun en términos de alguna noción positivista de “naturaleza” o cualquier otra creencia semejante). Con la extensión progresiva de la secularización esos fines y valores centrales acaban por ser vistos como artefactos humanos modificables, susceptibles de cambio, y más precisamente de cambio deliberado y planeado. En la sociedad moderna, el cambio que en los sistemas normativos no secularizados o sagrados es totalmente o en gran parte negado o fuertemente resistido y en todos los casos visto como ilegítimo o sacrílego, llega a ser legitimado, aceptado y aun normalmente deseado y esperado cuando se trata de satisfacer las crecientemente diversificadas necesidades materiales y psicológicas. Es verdad que tales cambios son a menudo resistidos y originan conflictos sociales que pueden ser catastróficos para la supervivencia de la sociedad misma. Pero precisamente en esto consiste el problema. Junto a este proceso está el tercer rasgo que define la secularización, la siempre creciente diferenciación y especialización de normas y roles, y la creciente autonomización de valores dentro del mismo sistema social. La interdependencia entre las “partes” diferentes de la estructura social se mantiene y al contrario, tiende a aumentar con la especialización. Pero de este modo el problema de la integración del sistema social global se complica aun más, pues al pluralismo y divergencias de las elecciones individuales y grupales se agrega el pluralismo causado por la multiplicación de subsistemas especializados, que si bien son autónomos en sus valores y normas, deben funcionar en estrecha interdependencia.

Tal vez se pueda sugerir que para la emergencia y el desarrollo de la modernidad, la secularización podría limitarse a algunas áreas del comportamiento y a algunos subsistemas de la sociedad, como ser el conocimiento científico, la tecnología y la economía, mientras que todas las demás esferas institucionales, incluso hacia cierto punto, la política, podría mantenerse dentro de la forma prescriptiva de integración. Así ha ocurrido en otras grandes civilizaciones y también en Occidente, en el pasado. Sin embargo aunque los rasgos tradicionales se mantengan o puedan “fusionarse” con estructuras “modernas”, es un hecho que la forma moderna de la secularización por su propia naturaleza tiende a extenderse a toda la sociedad, a todas las áreas de conducta, a todos los subsistemas y a todos los estratos y sectores de la población. Por otro lado, parece que ninguna sociedad puede prescindir de cierto núcleo central “prescriptivo”, de un “acuerdo sobre los fundamentos” (como los llama Lasky) para asegurar una base suficiente para la integración: un núcleo de valores y normas en que se arraigan los criterios para las elecciones y que regulan el cambio sin rupturas catastróficas. Si el núcleo central, según la lógica intrínseca a la modernidad también se expone a cambios, entonces deberían existir mecanismos para llevar a cabo tales cambios manteniendo o reconstruyendo simultáneamente bases viables para el consenso. Es desde esta condición fundamental que surge un factor potencial (a un nivel de generalidad máxima) para la aparición del autoritarismo en sentido moderno. En efecto, la sociedad moderna está caracterizada por una tensión intrínseca a su forma particular de integración. Esta tensión es la consecuencia de la contradicción entre el carácter expansivo de la “secularización” y la necesidad de mantener un control universalmente aceptado sin el cual la sociedad cesaría de existir como tal. No es sorprendente que usualmente la filosofía de la historia ubique el comienzo de la decadencia de las grandes civilizaciones exactamente en las fases de aguda secularización, aun si esta queda limitada a la élite. Toynbee, Spengler, Sorokin y otros, dan claros ejemplos de esta orientación teórica. Históricamente, las sociedades modernas de origen occidental o no occidental hallaron la base de su estabilidad en la conservación o en la transformación de núcleos prescriptivos pre-existentes, o a veces en la creación de nuevos. Sin embargo, tal estabilidad siempre fue interrumpida por conflictos agudos, cuando algún aspecto del núcleo básico prescriptivo necesario para la integración social se atenuó o se disolvió. En Occidente al desaparecer los principios religiosos y dinásticos, la nación, y los valores, normas y símbolos correspondientes llegaron a constituir un componente esencial del núcleo prescriptivo inmodificable. Y, en las crisis de las sociedades modernas o modernizantes, aun cuando la ideología predominante era fuertemente internacionalista, las crisis revolucionarias fueron resueltas en nombre y en función de la “nación” como ultima ratio y esto ya sea en las soluciones democráticas como en las autoritarias. En estas, empero, la nación tendió a reconstituirse como una “comunidad” (en el sentido de Tönnies), como un organismo total infinitamente superior a los Individuos negados en muchos o todos sus derechos. Es significativo que en el uso de las ideologías internacionalistas de izquierda, en las que la clase debiera haber reemplazado la nación, aquella acabó por ejercer un papel secundario y se combinó en diferentes modos con un acentuado nacionalismo. Es pertinente notar aquí que la “la nación” es el lugar de nacimiento y/o la familia de origen, es decir, algo que no tiene que ver con elección individual. No es por casualidad que al menos uno de los valores supremos de la sociedad moderna encuentra sus raíces en lo que está más allá de preferencias individuales, siendo un dato no modificable por la voluntad individual o lo es solo ritualmente. Recordemos también un fenómeno característico de la hora actual: el resurgimiento de grupos étnicos prerrenacentistas, el nuevo regionalismo que está floreciendo en naciones desde siglos establecidas como tales. Este puede ser otro síntoma de la búsqueda de “raíces” en una época en que se da en forma rápida la obsolescencia de la nación-estado reemplazada por luchas entre estados gigantes, continentales y multinacionales en un espacio unificado social, económico y político que abarca el planeta entero.

Las precedentes consideraciones llevan a formular en un nivel de máxima generalidad la hipótesis de que la tensión estructural implícita en la sociedad moderna, entre la creciente secularización, por un lado, y la necesidad de mantener un núcleo central prescriptivo mínimo suficiente para la integración por el otro, constituye un factor general causal de crisis catastróficas que al eliminar los insuficientes mecanismos de control de los conflictos llevan a soluciones destructivas de la democracia. Tales tendencias y los procesos históricos que conducen a ellos, la naturaleza e intensidad de la crisis, así como la manera en que las sociedades las afrontan dependerá de una serie de otras condiciones, estudiadas a nivel de “alcance medio” en términos de época, tiempo y especificidad socio-cultural interna e internacional, es decir, dentro de determinados contextos históricosociales, y también a nivel de “corto alcance”, lo que puede incluir eventos traumáticos, aceleración de cambios, intervenciones externas y hasta acontecimientos “accidentales”. La quiebra de la democracia y las “soluciones” autoritarias son posibles, y, bajo ciertas condiciones probables, en cualquiera de las crisis generadas por las tensiones estructurales implícitas en la sociedad moderna pero cuya forma específica dependerá de todos modos no solo de las causas profundas mencionadas aquí, sino también de esos factores de medio y corto alcance.

El totalitarismo como forma típica del autoritarismo moderno

La idea de “secularización” nos permite distinguir entre el autoritarismo “tradicional” y el “moderno”. Esta distinción es relevante pues implica distintas formas de “soluciones” autoritarias frente a la crisis de la democracia. En las diferentes áreas de actividad, o en los subsistemas en que predomina el tipo “prescriptivo” de acción, el comportamiento seguirá modelos internalizados para los cuales son “impensables” respuestas alternativas o diferentes. El autoritarismo, entonces, está implícito en la cultura y no es mirado como tal por los sujetos, para quienes los modelos de comportamiento que siguen en sus acciones queda más allá de cualquier duda o discusión posible. Para tomar un ejemplo extremo, el tabú del incesto no es percibido como una imposición de una autoridad externa, sino como “instinto” o “ley de la naturaleza” u otras actitudes semejantes. Este tipo de autoritarismo fundado en normas y valores socioculturales internalizados “espontáneamente” dentro de un marco prescriptivo es el que denominamos tradicional. Al contrario, donde la “acción electiva” predomina, y el criterio de actuar según su propia determinación individual es válido (aunque persista el marco normativo que proporciona los “criterios de elección”), cualquier coerción que tienda a obstaculizar la voluntad individual es vivida como una imposición de parte de una autoridad externa y se considerará como una expresión de “autoritarismo”. En la situación prescriptiva, el control social tiene lugar “naturalmente” por medio de modelos de conducta internalizados principalmente a través de la socialización primaria (es decir, durante los primeros años de vida). En este caso el autoritarismo se expresa mediante mecanismos psicológicos y sociales “espontáneos”, aun cuando el control social “externo” continúa siendo necesario para reprimir las posibles desviaciones. En la situación “electiva”, tal como fue definida, el control interno se limita a los “criterios” de opción, y no a las opciones mismas. Además, la creciente especialización y la autonomía de las esferas institucionales o subsistemas, la legitimidad del cambio y el carácter dinámico de la sociedad tecnológica interfieren a menudo dificultando la internalización de las normas y de los valores centrales y haciéndolos problemáticos. Los mismos procesos de socialización en las varias esferas se hacen menos espontáneos y más deliberados (son ahora “elegidos”). Lo que antes ocurría “naturalmente” llega a ser tema para manuales (los ejemplos más típicos son probablemente los manuales dedicados a las madres sobre la crianza de los niños) dejados en el pasado a un saber tradicional no “científico”. En esta situación se puede hablar de autoritarismo moderno, cuya forma “pura” es el totalitarismo.

En los países con un amplio sector de la población en situación escasamente secularizada, la crisis de la democracia (generalmente de participación limitada), toma a menudo forma de autoritarismo tradicional. De este tipo han sido la mayoría de los regímenes militantes o/y otras formas de despotismo casi monárquico y hereditario en América Latina, particularmente antes del estadio de “movilización masiva” cuyos inicios se pueden fijar grosso modo y con excepciones, hacia los años treinta. Se trata en general de regímenes desmovilizantes, cuyo fin es la neutralización de las masas o su despolitización, con la exclusión efectiva de su participación en política y otras esferas consideradas peligrosas para la estabilidad del orden social. Hay en América Latina otro tipo peculiar de autoritarismo tradicional que es el caudillismo, cuando este se funda sobre el apoyo de una considerable masa popular. Aquí se puede hablar de autoritarismo tradicional también pero de tipo populista, en tanto se funda sobre formas tradicionales de movilización (como ha tratado de explicar en otros escritos la movilización política “tradicional” es la forma que pueden asumir procesos que bajo otras condiciones podrían originar movimientos milenaristas, o “bandidismo social” o revueltas campesinas desprovistas de ideologías y de liderazgo político). Por fin en sociedades predominantemente tradicionales es también posible observar intentos a veces parcialmente exitosos, de resolver la crisis de la democracia “formal y limitada” (es decir, en América Latina, “oligárquica”), a través de regímenes movilizantes, es decir con métodos totalitarios. En las sociedades modernas o modernizantes –donde el proceso de secularización es bastante avanzado y abarca muchas esferas institucionales y la mayoría o una parte significativa de la población–, en caso de quiebra de la democracia el tipo de régimen que le puede seguir tiene frecuentemente características modernas, es decir “totalitarias”. “Soluciones” autoritarias, en efecto, que tienden a restablecer o a crear nuevos núcleos prescriptivos ya no pueden valerse –o pueden hacerlo solamente en parte– de los mecanismos “espontáneos” de la sociedad preindustrial. En este caso deben usarse controles externos, y esto de dos modos. Por un lado, a través de la represión violenta, la que normalmente no puede ser aplicada sobre la masa de la población: de otro lado, mediante formas de socialización “artificial” (o resocialización), es decir, en formas deliberadamente inducidas, usando los medios provistos por la ciencia moderna y la tecnología. La socialización política de los jóvenes en los regímenes totalitarios es un ejemplo de este tipo. Y la creación de “climas psicológicos e ideológicos totales”, por medio de los cuales el individuo queda sumergido en su vida diaria, también pertenece al mismo tipo de reconstrucción deliberada de modelos prescriptivos de conducta. A veces el resultado de tales climas “totales” convierte en “normalidad” lo que a un observador externo parece ilusión o locura.

Lo que es necesario en el autoritarismo moderno, es su forma “pura”, es el hecho de que el fin de la socialización y resocialización planeada sea la transformación de toda la población en participantes activos e ideológicamente “militantes”. Esto deriva del hecho de que la estructura industrial moderna, en sus numerosas variedades requiere siempre un nivel de participación activa de parte de todos los habitantes del país. La creciente especialización y el alto nivel de interdependencia generado por ella acaba por envolver la población entera.

No se excluye la participación política de este proceso. Mientras que en la estructura preindustrial la gran mayoría de la población permanece “fuera” de la política que para el hombre común sigue siendo regulada por prescripción, en la sociedad moderna la secularización y la acción “electiva” tienen una fuerte tendencia a extenderse en la política. Dicha extensión tal vez no es “funcionalmente” necesaria para el funcionamiento de una economía moderna, pero los procesos históricos concretos que condujeron al surgimiento del nuevo complejo moderno-industrial bajo forma de capitalismo, y cuyo principal actor fue la burguesía, tenía que incluir necesariamente la extensión de los derechos políticos a la nueva clase dominante. Eso se hizo en nombre de principios universalísticos, es decir extendiendo la “acción electiva” en el área política: libertad e igualitarismo. Por otra parte el proceso de creciente individuación (como desarrollo psicológico histórico), así como el “individualismo” (como ideología, tan ligada al nuevo orden capitalista) tienen una tendencia intrínseca a extenderse a todas las áreas de conducta. Si la religión y la revelación ya no podrían interferir más ni en la ciencia ni en la economía, sería muy difícil imaginar cómo el derecho divino de los reyes u otro equivalente hubiera podido mantenerse. Además hemos visto que la “nación” y la lealtad a esta llegaron a ser el nuevo núcleo prescriptivo sobre el cual se construyeron la mayoría de las normas y los valores integrativos. Como consecuencia de esto, la participación en la vida de la nación (expresado en gran parte mediante la política y la acción militar), llegó a ser una parte esencial del nuevo modelo cultural. Tal vez en el interés de la clase dominante se hubiera limitado la participación política excluyendo del disfrute de la ciudadanía plena a gran parte de la población. Y eso ocurrió, en efecto. Pero tal exclusión resultó mucho más difícil de mantener, una vez que la población tuvo que intervenir activamente en la nación, no solamente como soldados, sino también en roles ocupacionales crecientemente diferenciados y calificados, y como consumidores. Eso significó la necesidad de más educación para todos, y a su vez eliminó la mayoría de las justificaciones para excluir a las clases populares. La historia de la extensión progresiva de los derechos (civiles, políticos y sociales), con todas sus luchas es bien conocida y confirma que muchos factores –todos inherentes a la estructura y a la ideología de la sociedad industrial en desarrollo– contribuyó al aumento de la participación política. El individuo en la sociedad moderna –bajo cualquier forma– cesa de considerarse un “súbdito” o un no participante. Tiene que tener opiniones, basadas en decisiones propias y “racionales”, mientras que el “súbdito” de la sociedad no-moderna tiene creencias, basadas en la “fe”, en la religión o en la revelación. El consenso está más allá de cualquier discusión, está “naturalmente” allá sin alternativas posibles. La legitimidad de los gobernantes no tiene que ser formalmente aprobada por los sujetos. Cuando la nación se vuelve al núcleo prescriptivo en que se funda la integración social, y la presencia activa de todos los miembros de la comunidad nacional es funcionalmente necesaria a causa de la conexión con muchas otras formas de participación, la participación política activa es también necesaria, aun si en muchos casos tal participación puede ser que permanezca solamente formal o simbólica.

Es precisamente aquí que hallamos uno de los aspectos más paradójicos del sistema totalitario. Como se indicó, el autoritarismo moderno en su forma “pura” (es decir totalitaria) no tiende a reducir a los individuos a “sujetos” pasivos, en cierto sentido, quiere que ellos sean “ciudadanos”. Su fin no es la “despolitización” (aunque eso pueda ocurrir), sino la “politización” según cierta ideología específica. Tienen que tener “opiniones políticas” (y no “creencias” en el sentido que le diera Ortega). Tienen que ejercer opciones y llegar a tener ciertas convicciones que ellos mismo vivan como elegidas. Pero el contenido tiene que corresponder a la ideología oficial. Hay, entonces, una elección, pero está abiertamente manipulada. Algo no muy diferente ocurre en las democracias en sociedades de masa, pero el pluralismo y otros arreglos institucionales modifican sustancialmente el contexto. Los controles externos, la represión y el terror son también necesarios, pero cuando el estado totalitario tiene éxito, se aplican a una parte reducida de la población, principalmente a los intelectuales. Es verdad que esta descripción se acerca más al comunismo totalitario que al fascismo en sus varias formas. Pero es esencialmente correcto para algunos casos de fascismo “clásico”. Hay que notar aquí que las diferencias entre el fascismo “clásico” y el socialismo “en un solo país” se origina en sus raíces históricas, en sus ideologías y sobre todo en su “razón de ser”, en el significado histórico de cada régimen. Tal razón de ser y significado histórico cualesquiera que sean las formas políticas, son considerablemente diferentes en los dos tipos de sistemas autoritarios. En la definición de fascismo en efecto he distinguido entre el significado histórico (y los fines básicos) del régimen, y la forma política que puede asumir. Hay muy a menudo una confusión acerca de eso, y es algo que introduce serias consecuencias en la interpretación. Los fines básicos del fascismo “clásico” fueron la desmovilización de las clases populares en lucha por una extensión de sus derechos, lo que era percibido por la clase dirigente y la mayoría de las clases medias como una amenaza inmediata al orden social. Para ello se formó una coalición integrada por todos (o casi) los sectores del establishment y las clases medias. Pero tales fines podían alcanzarse de varios modos, según el grado de modernización y el carácter de la situación social y cultural de cada país. La forma política debía ser totalitaria en algunos casos (Alemania, Italia), y eso necesitó la adoctrinación de las clases populares y su activación según una ideología diferente (la construcción del hombre “fascista”) o, bajo condiciones diferentes (España, Portugal) podía ser suficiente una forma política autoritaria en que la desmovilización forzada de las clases populares las mantenía en pasividad como “sujetos”, no ciudadanos participantes. Lo que define al fascismo no es su forma política, sino la razón de ser del régimen, sus propósitos. Si el fin principal es consolidar un estado de cosas considerado apto para forzar por un cierto período, la desmovilización de las clases populares eliminando aquellos aspectos de la modernización que podrían amenazar los intereses de la coalición, aun a costa de un estancamiento económico y social prolongado, entonces se puede hablar de “fascismo” en sentido estricto cualquiera que sea la forma política (autoritarismo moderno “puro”, es decir, totalitario o una forma “mixta”) en que la desmovilización de las clases populares resulta ser el mejor medio de lograr los fines básicos. En el comunismo (tomando el caso ruso como un ejemplo), el movimiento fue expresión de grandes masas populares parcial o totalmente marginales al sistema, que bajo el impacto de eventos traumáticos llegaron a movilizarse. Mas en este caso las élites que las canalizaron y dirigieron, utilizaron esa misma movilización para fines ideológicos y prácticos diametralmente opuestos a los del fascismo. Este, como movimiento triunfante, y sobre todo como régimen, tenía por objetivo básico la defensa del orden capitalista, y la desmovilización de las clases populares y su eventual re-socialización en función del status que se les atribuía en la reconstruida “comunidad” nacional. (Si bien no faltaron elementos sociales o populistas en el fascismo-movimiento, e intentos de “superar” el capitalismo a través de formas corporativas –como ser la “corporación propietaria” de Ugo Spirito–, fueron rápidamente eliminados por la coalición “establishment-clases medias” y drásticamente suprimidos por el régimen.) La transformación del comunismo en un estado totalitario, mixto, con importantes componentes autoritarios tradicionales (en el sentido aquí definido), ya que esto en Rusia era perfectamente posible, obedeció a otra dinámica, cuyas raíces también se hallan en las contradicciones estructurales de la sociedad moderna, pero combinadas con otros poderosos factores internacionales e internos peculiares del país y particularmente la amenaza bélica interna y externa.

Las consecuencias de la secularización en las instituciones, las actitudes, la conducta, el control social y la estabilidad del orden social

La mayoría de estas consecuencias han sido analizadas en varias teorías y especialmente por aquellos que utilizan el concepto de “sociedad de masa” como instrumento principal para explicar el surgimiento y la supervivencia del totalitarismo. Aunque en general no haya ninguna referencia específica a la secularización en dichas teorías en el sentido indicado aquí hay poco que añadir a estos análisis a nivel de descripción fenomenológica. Los procesos de atomización, de desindividuación, la quiebra o desaparición de los vínculos comunitarios con el deterioro o la destrucción de los grupos primarios e intermedios, la anomia endémica causada por el impacto de los cambios sociales rápido, la obsolescencia de valores y normas internalizadas por la socialización primaria, y la destrucción recíproca de sistemas de valores contrastantes, o la desorientación inducida por el pluralismo y la autonomización de valores y normas que corresponden a esferas institucionales diversas, son todos fenómenos que pueden observarse en grados diferentes de intensidad en las sociedades modernas.

Hay, sin embargo, ciertos límites bastante comunes en las teorías fundadas en la sociedad de masa. En primer lugar cuando estas hipótesis están acompañadas por una negación total del papel de las clases y las luchas de clase en el surgimiento de los regímenes totalitarios, y particularmente del fascismo “clásico”, su valor explicativo queda, en mi opinión, considerablemente disminuido. En segundo lugar, a menudo el efecto de la sociedad de masa es considerado un fenómeno patológico, no claramente o directamente relacionado con las tensiones estructurales creadas por la dinámica intrínseca de la secularización moderna. Estas tensiones fueron percibidas claramente por los pensadores tradicionalistas de la primera parte del siglo XIX, o por los filósofos sociales como Comte y luego por muchos otros durante las primeras décadas del siglo XX. Pero en el análisis del fascismo la conexión no fue subrayada sino por algunos autores, en particular Mannheim, cuyo concepto de “democratización fundamental” representa una etapa decisiva en esta dirección. En todo caso la sociedad de masa y las consecuencias anómicas de la secularización no operan solas. Son nada más que el contexto en que la conflictividad creciente creada por las necesidades contrastantes de una sociedad compleja produce desorganización y eventualmente la movilización de élites y masas capaces de desembocar en soluciones totalitarias. El carácter de esos conflictos se halla en gran parte determinado por un lado por las tensiones inmediatas a las cuales está expuesto el orden social y político actual, y por otra por las situaciones sociales y culturales específicas de cada nación. Esto se debería explicar en términos de los caracteres originales peculiares del país y de las condiciones internas y externas bajo los cuales se dieron las primeras etapas de la transición. Esto significa que el análisis debería realizarse a un nivel más concreto e histórico. Sin embargo, es posible y puede ser útil sugerir hipótesis en cuanto al carácter general de los conflictos que conducen a la movilización de masas y de las élites y a los conflictos que de allí se originan. Las interpretaciones marxistas del fascismo y de otros autoritarismos han subrayado una forma particular de tales conflictos, es decir, lucha de clase dentro de varias posibles situaciones de un capitalismo en transformación, es decir evolucionando (o deteriorándose) hacia su destrucción final. Pero el conflicto de clase –y particularmente dentro de una noción estrictamente marxista de clase– constituyen tan solo uno de los muchos tipos de conflicto al cual una sociedad moderna se expone a causa de la peculiaridad de su forma de integración, las consecuencias no se limitan a los “efectos de la sociedad de masa” tan a menudo descritas. El proceso de “democratización fundamental”, la extensión progresiva de los derechos, cualquiera que sea su contraparte infraestructural (en términos marxistas), o su fondo histórico, no producen solamente efectos de masificación o solamente lucha de clase. Determinan también –a medida que el proceso abarca sectores crecientes de la población y se extiende a todas las esferas de la organización social– toda clase de causas y condiciones para el desencadenamiento de conflictos interindividuales e intergrupales dentro de la enorme cantidad de grupos y sectores creados por la complejidad de una sociedad altamente tecnológica y comunicante. La democratización fundamental se relaciona lógica e históricamente a una alta individuación y a la efectividad de acción, es decir los dos aspectos centrales de la secularización moderna. Este tipo de conflicto al cual me refiero tal vez se pueda designar como conflicto entre los tres principios inmortales de la Revolución Francesa. Como ya ha sido notado por pensadores conservadores o reaccionarios así como por progresistas desilusionados, la Égalité no siempre se concilia con la Liberté ni tienden los dos a acordarse demasiado con la Fraternité. No se trata tan solo de las contradicciones entre libertad e igualdad, o entre democracia igualitaria y liberalismo, sino sobre todo, de las contradicciones entre estos do s valores ideales y la posibilidad de mantener una “fraternidad” razonable, o en el lenguaje de pensadores sociales del siglo XIX, “consenso”, armonía o altruismo en un mundo de personas altamente individualizadas e individualistas, fuertemente competitivas e influidas por lo que se considera por la ideología dominante como plenamente legítimo –y aun sagrado–, el egoísmo en sus intereses económicos, o por la necesidad de expresión plena e irrestricta de su individualidad y su deseo de plena igualdad en todos los sentidos, incluso con la virtual eliminación de diferenciaciones cursadas por la división del trabajo. La extensión universal de los derechos individuales –es decir libertad e igualdad– y la continua erosión o la falta total de un “acuerdo sobre principios fundamentales” (lo que Lasky consideraba esencial para la democracia), de principios, es decir, aptos para proporcionar criterios aceptados universalmente y capaces de armonizar las demandas de individuos extremadamente diferenciados, y de una multitud de categorías sociales, sectores, estratos grupos de todo género, generados por la división del trabajo, la especialización de las instituciones, la diversificación de las orientaciones culturas o la coexistencia de una multiplicidad de grupos étnicos, religiosos o ideológicos. Esta enorme variedad de actores sociales tan heterogéneos en sus fines, valores y comportamientos crea un contexto de altísima conflictividad expuesto a escapar muy fácilmente a cualquier control de mecanismos de resolución de conflictos y que pone a severa prueba los órganos que pueden mediar en términos de intereses globales de la sociedad, especialmente el Estado.

Las causas de conflicto son demasiadas, demasiado diversas para poderlas describir y aun enumerar. En todo caso cada contexto social y cultural y las condiciones históricas existentes, sea internas o internacionales, originan sus propias particulares versiones. Aun los conflictos de clase ampliamente definidos en la teoría marxista, y es solo uno de los muchísimos tipos de conflictos posible, pueden tomar una variedad de formas en que la composición de las alianzas de clase, el carácter de los actores principales (clase o sectores de clases), su orientación ideológica y política, todas están fuertemente condicionadas por sus situaciones históricas, sociales y culturales. Todavía se puede sugerir una proposición general que abarca luchas de clase como categoría especial. Me refiero a las luchas originadas por la marginalización. Si definimos a la marginalidad como la exclusión de ciertos derechos (muy ampliamente definidos como cualquier papel y rango activo y pasivo) que individuos o grupos se sienten autorizados a ejercer, entonces la marginalización puede resultar de dos categorías principales de causas: (a) como consecuencia de la privación de ciertos derechos anteriores reconocidos y efectivamente ejercidos o (b) como consecuencia del hecho de que los individuos y los grupos en cuestión u otros sectores relevantes dentro de la sociedad se dan cuenta de que ciertos roles y status que les han sido negados (legalmente o de facto) deberían en cambio ser abiertos a ellos. Ambos derivan de la lógica de la acción electiva y de la extensión de derechos, tomando también en consideración el hecho de que el aumento de la demanda por tales derechos no es meramente una ideología sin base estructural sino que tiene sus raíces en procesos concretamente en marcha en la estructura social y cultural. Se puede añadir la hipótesis que cuando estas demandas adquieren gran intensidad dentro de un corto período de tiempo, como por ejemplo cuando están causados por un rápido cambio social o por eventos traumáticos, tienden a originar formas de rápida movilización social y política, y ponen una fuerte presión en el orden social ya existente. Si la estructura social y cultural interna de la sociedad, y el sistema internacional dejan de proveer defensas suficientes, pueden producirse conflictos explosivos y un régimen totalitario (o autoritario como sea el caso) tenderá a aparecer. Los fines básicos del régimen y la forma política que puede asumir dependerán de las condiciones históricas particulares tanto internas como externas. En otra parte he enumerado las condiciones bajo las cuales, en mi opinión, “el fascismo clásico” (en forma autoritaria y totalitaria) podría surgir.

Trataré aquí de sugerir unas condiciones más generales que podrían abarcar también regímenes nacional populistas autoritarios así como “sustitutos funcionales” del fascismo:

a. Sociedades modernas en diferentes estadios de modernización y desarrollo.

b. Algún tipo de democracia liberal (aunque solamente formal, limitada y/o ficticia).

c. Ciertas “debilidades” en la estructura social y cultural (en cuanto al grado de adecuación de la democracia liberal a la cultura y a la sociedad) tal como se desarrollaron a partir de la sociedad preindustrial y las primeras etapas de la transición en el país considerado.

d. La existencia de un número relativamente grande de habitantes no incorporados en la sociedad nacional (política, social o económicamente marginales), los cuales a causa de cambios estructurales y/o de difusión ideológica están disponibles para una rápida movilización

e. Uno o más sectores sociales anteriormente incorporados y más tarde desplazados, marginalizados o bajo amenaza de marginalización, sea esta amenaza real o solamente percibida.

f. Efectos similares a los dos mencionados arriba (d, e), cuando en un largo período de movilidad ascendente, formalmente “esperada”, se ve total o parcialmente bloqueada, y este fenómeno se realiza en forma rápida (traumática).

g. El grado de movilización originado por los procesos arriba indicados, y los conflictos creados por ellos se perciben como una amenaza seria contra la estabilidad del orden social y de los intereses, las creencias, los valores y las ideologías de un sector substancial de las clases gobernantes.

h. Conflictos agudos y al parecer insolubles dentro de sectores de las clases gobernantes o del establishment, en particular cuando es causado por el desplazamiento parcial de algún sector y acompañado por la existencia de grupos o categorías que aunque estén no directamente amenazados puedan usarse o puedan ser manipulados para fines políticos (esto es el caso de los militares, en países donde la cultura política incluye el modelo de la intervención militar en política, como instrumento oficialmente condenado pero efectivamente usado por los principales actores políticos, o la clase política en general).

i. La no existencia o falta de eficiencia de mecanismos para resolución de conflictos, y particularmente en ciertos casos, de medios legítimos o generalmente aceptados (dentro del orden existente social y político) aptos para canalizar las masas y/o élites movilizadas de manera de darle parcial satisfacción (aun simbólica) y diluir en el tiempo la presión disruptiva.

j. El estado de sistema internacional, y particularmente la situación del país considerado, dentro de tal sistema, y el grado de su relativa dependencia o independencia con relación a los países hegemónicos favorecen soluciones autoritarias.

k. La “época histórica” tal como se ha cristalizado al cabo de los cambios y procesos ocurridos a nivel internacional hasta la época considerada proporciona modelos de autoritarismo que parecen viables. Esto incluye el “clima ideológico” (por ejemplo después de la Segunda Guerra Mundial, muchas ideologías han perdido validez como tales: fascismo, comunismo estalinista, etc.). También determinados acontecimientos, la crisis o el éxito de ciertos regímenes, etc., pueden influir globalmente sobre el curso de los acontecimientos políticos de cada país.

Cuando ocurran todas o la mayoría de las condiciones enumeradas arriba, y en varias combinaciones con las consecuencias de la sociedad de masa, podrían surgir y tener éxito movimientos y regímenes autoritarios (o totalitarios). Sus fines básicos (es decir, sus fines verdaderos en términos de significación histórica) pueden ser muy distintos (como por ejemplo las diferencias entre el fascismo “clásico”, los “substitutos funcionales del fascismo”, los regímenes burocrático-militares, el populismo nacional, el comunismo) y obviamente tales fines influyen fuertemente sobre la forma que asumirá el régimen político y el grado y la naturaleza del autoritarismo. Entre la variedad de formas que este puede asumir, además de las formas autoritarias (con fuertes componentes tradicionales, desmovilizantes y apoyadas en considerable medida sobre la subsistencia de grandes sectores no secularizados o parcialmente secularizados) y de las totalitarias (según la definición ya mencionada), se pueden dar soluciones populista-nacionales, las que, si se apoyan en una mayoría efectiva de la población (masas populares y sectores de las bajas clases medias), pueden mantener elementos de tipo democrático coexistentes con componentes autoritarios. La naturaleza de las crisis es lo que determina en forma preponderante el carácter de los fines básicos, o sea su significación histórica. Y tal naturaleza es el resultado de la confluencia de cantidad de factores, entre los cuales son significativas la época histórica en que ocurre el proceso, y las fuerzas a nivel internacional.

Me he ocupado en esta sección de los conflictos y de las crisis originadas particularmente en los procesos de marginalización y desplazamiento de categorías y grupos, en el proceso de modernización y en sociedades modernizadas. Antes de cerrar esta discusión es necesario recordar que la marginalización no es un rasgo que se halla solamente en países en curso de desarrollo, por el contrario parece ser un carácter que vuelve a reproducirse si bien de diferentes maneras en todas las sociedades industriales, bajo distintos sistemas económico-sociales y en diferentes grados de desarrollo, aun “avanzado”. Ya el fascismo clásico presenta un ejemplo típico de los efectos de la marginalización y el desplazamiento de las clases medias (si bien en combinación con otros procesos que permitieron la alianza clases dirigentes-clases medias). En esa época las clases medias se vieron desplazadas por el creciente poder organizado del proletariado urbano, y la necesidad de las clases propietarias y en general del establishment, de defender sus posiciones que creían amenazadas por la revolución triunfante en Rusia, y por la movilización de las clases populares de su país. Esto originó el fascismo clásico. Después de la Segunda Guerra Mundial hubo un cuarto de siglo –o quizá treinta años (hasta los años setenta)–, en que el modelo neocapitalista modificó notablemente el sistema de estratificación (en los países avanzados y en las zonas urbanas más desarrolladas del tercer mundo, en especial en algunos países latinoamericanos). El problema del desplazamiento fue resuelto por medio de lo que he denominado movilidad social autosostenida. Esta consiste en el hecho de que con el aumento del PBN y la productividad y las continuas innovaciones tecnológicas fue posible elevar continuamente ya sea la posición ocupacional de la mayoría sobre todo con la transferencia a las máquinas –o a inmigrantes desde zonas subdesarrolladas– de los trabajos menos retribuidos y menos prestigiosos. A este ascenso producido por el sistema productivo, se agregó una movilidad ascendente de masa basada en la elevación de la calidad y cantidad de los consumos. Los consumos funcionan como se sabe como poderosos símbolos de status: la circulación continua de nuevos productos desde la cumbre (o la parte medio-alta de la pirámide social), hacia abajo, a los niveles inferiores de dicha pirámide, podía dar la ilusión de un continuo ascender y la expectativa de una continua movilidad hacia arriba. Especialmente la difusión de la educación media y superior a capas que estuvieron excluidas desde siempre de esos niveles, y el acceso a formas de consumo ostentoso (aunque a menudo se tratara de Ersätze o imitaciones inferiores), dio la impresión de que se estaba subiendo de status. La polémica alrededor de la llamada “nueva clase obrera” y su “aburguesamiento” giraba precisamente alrededor de este fenómeno de movilidad social autosostenida, típica del neocapitalismo. Al mismo tiempo se daba el continuo incremento de la necesidad de técnicos y de empleos terciarios de tipo burocrático. La generalización de la organización sindical para todas las ocupaciones, especialmente en Europa y los EEUU, fue otra forma de aparente transformación en sentido igualitario. En una situación de creciente expansión económica, los mecanismos de resolución de conflictos sindicales parecieron entrar en la normalidad. Esta fue la época en que fue posible hablar del “fin de las ideologías”, pues los conflictos ya no parecían poner en peligro el orden social y se desarrollaban en base a demandas pragmáticas, concretas, negociables dentro del sistema. Mas las características estructurales de esta época histórica contenían tensiones internas e internacionales que se pusieron en evidencia con las crisis monetarias, y sobre todo con la crisis petrolífera de 1973, aunque van mucho más allá de estos dos componentes. No es tarea que corresponda al tema actual especular sobre tales contradicciones (parte, o expresión del carácter planetario de la civilización industrial y de su contradictoria organización política en estados nacionales y en súper estados en conflicto permanente). Pero el fin del neocapitalismo ha puesto de nuevo en marcha el proceso de marginalización de sectores hasta ahora incorporados en el sistema, y ha frenado el real o imaginario ascenso social continuo y normalmente esperado de los años cincuenta y sesenta. También, por lo que se refiere a los países del Tercer Mundo, particularmente aquellos con fuertes tasas de incremento demográfico, América Latina en primer lugar, esta nueva marginalización adquiere ahora dos aspectos. De un lado frena la incorporación primaria, es decir de ese enorme sector de la población que todavía permanece en muchos respectos, fuera o a los márgenes de la sociedad nacional. Pero a esto se agrega el de la posible y cada vez más real marginalización de sectores ya incorporados, o de todos modos, ha puesto término a la posibilidad de ascenso real o ficticio al que las generaciones de los últimos diez o veinte años se habían acostumbrado a esperar como normal, y al que, al contrario, aspiraban mejorar o modificar sustancialmente con un salto en la “calidad de la vida”. La crisis, mezcla de inflación y estancamiento, está poniendo fin a estas esperanzas y ha creado en cambio una situación opuesta de miedo y ansiedad para el futuro. Especialmente los jóvenes, los grupos menos favorecidos de la población y varios sectores de las clases medias y de las capas superiores de los obreros, temen por su empleo y el valor de su salario. La interrupción del crecimiento real (al nivel necesario para satisfacer las aspiraciones), está creando una nueva fractura en la sociedad –avanzada o en desarrollo–: la parte de población ya incorporada al sistema y que lucha por quedar dentro del mismo (empleo, salario, habitación, calidad de la vida), y los que han quedado afuera y que teniendo todos los requisitos para ser admitidos (educación y aptitudes, especialmente), no lo pueden ser porque el sistema ha dejado de expandirse. Y como hay una proporción de los todavía incorporados que probablemente (de no producirse una inversión de tendencia) va a ser expulsada del sistema, se crean todos los ingredientes para explosiones catastróficas. Una vez más son los “anillos” más débiles entre los países más industrializados, aquellos que se encuentran en mayor peligro (por ejemplo Italia, y en menor medida Inglaterra) y que pueden poner a prueba no solo su propia democracia, sino el equilibrio mundial. Hay razones para creer que en los países llamados socialistas existen situaciones comparables aunque en ellos los regímenes autoritarios o totalitarios y el carácter menos avanzado de la secularización, ofrecen al Estado y a la clase dirigente un control mucho más fuerte y seguro.

Planificación y democracia

La sociedad moderna es esencialmente una sociedad planificada. Aunque las teorías económicas clásicas y las ideologías democrático-liberales en sus orígenes confiaban en el laissez faire y en la hidden hand, en los mecanismos espontáneos del mercado, la planificación es inherente a la naturaleza misma de los procesos que han conducido al surgimiento de la modernidad, y al principio esencial de la electividad. El estado liberal, no menos que el absoluto planificaba al nivel que era posible en sus respectivas épocas. La empresa misma, es una institución que, dentro de su espacio económico y social planifica, y usa todos los instrumentos necesarios para ello. Entre la contabilidad, el cálculo y las previsiones dentro de la empresa, que con Weber y Sombart podemos considerar esencial y simbólica del capitalismo, y la contabilidad nacional, las previsiones y los planes con sus complejas estadísticas, sus modelos, sus proyecciones, sus computadoras, no hay sino una diferencia cuantitativa. A medida que las fuerzas productivas (para emplear un término marxista), amplían el espacio necesario para desenvolverse, el área de la planificación debe extenderse, no solo geográficamente sino en profundidad. A medida que la interdependencia entre las varias actividades económicas y entre estas y todas las demás esferas del quehacer social se incrementa, la posibilidad de ajustes espontáneos disminuye y la necesidad de planificación aumenta y se extiende a muchas otras esferas más allá de lo económico. Es lo que ocurre con el aumento de las interferencias del hombre en los procesos naturales. A medida que aumentan, las repercusiones se hacen más amplias y profundas y a menudo negativas y amenazadoras. Esto a su vez obliga a realizar nuevas intervenciones, a extender el control deliberado y consciente sobre áreas cada vez más vastas. Y así siguiendo en un proceso aparentemente infinito. La planificación económica requiere la planificación social y esta a su vez la planificación a nivel psicológico, la programación del hombre. La tensión entre libertad y planificación fue advertida desde hace mucho. Era un tema preferido en las décadas de los treinta y los cuarenta. Un problema que no fue resuelto ni en el plano teórico ni mucho menos en el práctico. No se habla más de él ahora, por lo menos en estos términos. Mas, aunque sea bien conocido, es necesario mencionarlo aquí.

Hay dos aspectos centrales del problema: conciliar las elecciones autónomas de los individuos y los grupos dentro de la sociedad con las decisiones de los planificadores y conservar para la ciudadanía el poder de control sobre los planificadores mismos. El primer aspecto coincide en gran parte con el problema de armonizar las voluntades individuales y de grupos particulares, a lo cual ya se ha hecho referencia al comienzo y que se va a considerar brevemente en otra sección. El segundo se relaciona por un lado con las exigencias tecnocráticas de la sociedad industrial, y por el otro con el problema de la concentración del poder.

La extrema especialización del conocimiento en todos los campos hace imposible que el hombre común, aun con educación superior, pueda comprender el significado para él y para la comunidad de las propuestas y decisiones de los planificadores. Debe necesariamente confiar en los tecnócratas, directamente o por intermedio de los políticos. En ambos casos están expuestos no solo al engaño deliberado sino a la pérdida parcial o total del control sobre los planificadores o la clase política o ambos. Aun el sistema representativo, con sus elecciones y controles periódicos no puede remediar esta situación, pues muchas decisiones son irreversibles, o producen consecuencias de larga duración. De todos modos situaciones de esta naturaleza despojan al ciudadano de sus poderes, y constituyen uno de los elementos (entre otros) de la concentración del poder –o por lo menos de ciertas decisiones, usualmente las de máximo nivel– en las manos de personas cuya responsabilidad hacia la ciudadanía es escasa, incluso en el más democrático de los sistemas. La expansión de las funciones del poder Ejecutivo, su amplia y decisiva intervención en la esfera legislativa no son “patológicas”: representan un requerimiento de la sociedad industrial.

Hay además otro factor que hace más amenazadora aun esta situación: la misma tecnología requerida por la planificación –tecnología material, como las computadoras y organizacional, como las estadísticas, las informaciones completas y centralizadas sobre personas, cosas y hechos–, todo esto pone cada vez más al cuidado común a merced de burocracias poderosas e irresponsables, lo que vale decir a merced de las personas y grupos y las informaciones secretas, lo que no es más que una acción desesperada de retaguardia, destinada al fracaso en una sociedad cuya vulnerabilidad empuja a controles cada vez más estrictos.

Hay por último otros dos factores que deben recordarse. En primer lugar los medios de comunicación de masa, sobre cuya efectividad para la manipulación de la gente no hace falta hablar. En segundo lugar, es un hecho –y no solo ficción científica– que la ciencia está creando de continuo instrumentos de control del comportamiento, y en una sociedad uno de cuyos requisitos es la planificación total, será por lo menos muy difícil reprimir la tentación de los que detentan el poder de utilizarlos para la creación de ese consenso. La programación del hombre, que ya ha empezado, es un destino inevitable si no se modifican sustancialmente algunas de las características sociales y tecnológicas de la sociedad industrial.

El segundo factor se relaciona solo indirectamente con el problema de la preservación y el mejoramiento del orden democrático. Me refiero al hecho de que la planificación (en todas las esferas) requiere un área cada vez más amplia de aplicación tanto en sentido geográfico, como en la extensión temporal. El problema del sistema monetario, el de las materias primas, de las armas nucleares, de la defensa ecológica, de la explosión demográfica, de los medios de subsistencia para gran parte de la población requiere una planificación a nivel planetario. En estos y en muchos otros casos, la planificación además debe abarcar no ya años, sino décadas: debe planificarse para períodos que con mucho rebasan la duración de la vida de aquellos que hoy planifican y deciden. Dentro de la actual distribución del poder a nivel internacional, unos pocos países (sus clases dirigentes) deciden (o dejan de decidir) para la enorme mayoría de los hombres y las mujeres, para los que viven actualmente y para las generaciones futuras. Esto por supuesto ha ocurrido en el pasado lejano y reciente: recordemos las generaciones sacrificadas durante la época paleo-capitalista, y de manera, ya expresamente planeada, durante los varios planes quinquenales soviéticos, particularmente los de la época estalinista. Por lo que se refiere al problema de la ampliación geográfica de la planificación a nivel planetario (que no es una cuestión académica, sino que está presente aquí y ahora), debe decirse que aun las más perfectas de las democracias actuales no tiene una respuesta adecuada. Por ejemplo, no se sabe por qué la vida de billones de personas deba depender de los electores que votan en los Estados Unidos, o los que podrían votar, si pudieran en Rusia o en muchos países productores de petróleo. El verdadero núcleo del problema del imperialismo, la dependencia y las multinacionales reside precisamente en esto, aunque casi nunca es considerado desde esta perspectiva, juzgada demasiado abstracta y como una forma de escapismo. Pero el tema será retomado en otra sección. Por lo que concierne a la extensión temporal, la situación es, aun más, sin salida. En una sociedad caracterizada por una alta individuación, y con una ideología individualista predominante, es difícil ver qué tipo de racionalidad de largo alcance temporal sería posible o la más adecuada. Aquí no se trata de privar del derecho de decidir sobre asuntos esenciales que los afectan a las generaciones futuras que no estando presentes no pueden opinar, sino de cómo suscitar las motivaciones efectivas para aplicar una racionalidad de largo alcance, aun a unos diez o veinte años de plazo, en un sistema en que todos, especialmente los dirigentes –en países democráticos o en países totalitarios por igual– deben moverse dentro de circunstancias que los condicionan aquí y ahora, antes de las próximas elecciones, o de las posibles maniobras de las facciones internas que siempre combaten entre sí, detrás de la fachada monolítica de los regímenes totalitarios. Sobre estas decisiones además, tiene una influencia decisiva la doble y contradictoria situación del poder, en los países modernos con régimen democrático: a saber, su tendencia a la concentración combinada con su fragmentación creciente.

Interdependencia a nivel internacional y democracia

Es bien sabido que con la sociedad moderna se inicia realmente la historia universal, es decir en escala planetaria. Las historias y los desarrollos “paralelos” que caracterizaron todo el pasado del hombre son reemplazados crecientemente por un proceso único de transformación. Aunque siempre es posible descubrir contactos e “influencias” entre áreas y culturas geográficamente lejanas, es solamente con la “gran transformación”, a nivel económico, social y tecnológico, que el espacio real en el que se desenvuelven los procesos históricos se unifica. Sobre todo en el siglo XX aparece la “aldea mundial”, y ningún rincón del planeta escapa a la espesa red de interdependencias que destruyen el aislamiento y la autonomía de los cuales habían quedado por milenios áreas y grupos humanos. Frente a esta unificación que afecta todos los procesos esenciales de la vida social, la sociedad humana queda organizada en unos 150 estados legalmente considerados “iguales”, “independientes” y “soberanos”, unidades jurídicas de enorme diversidad en términos de tamaño, población, grado de desarrollo, tipo de cultura, y sobre todo poder económico, político y militar. Las mismas contradicciones observadas dentro de cada sociedad nacional moderna o en proceso de modernización se reproducen a escala planetaria dentro de lo que ahora constituye el “sistema internacional”. Aquí contradicciones y conflictos adquieren dimensiones monstruosas, capaces de destruir toda vida humana sobre la tierra. No se trata solamente del holocausto nuclear, o incluso de las guerras “limitadas”, sino también de lo que concierne al funcionamiento y la subsistencia misma de todas las sociedades nacionales, en el orden económico, tecnológico, ecológico, social y político. Ninguno de los problemas más vitales que enfrentan los países, cualquiera sea su grado de desarrollo, puede enfrentarse a nivel nacional. Desde los problemas ecológicos a los concernientes al sistema monetario, la distribución y el uso de las materias primas, los alimentos, las facilidades sanitarias, el uso y el desarrollo tecnológico y científico, la distribución de la población sobre el planeta, la producción y distribución de la energía, todo esto y mucho más depende de la existencia de una planificación internacional real y efectiva, es decir capaz de llevar a cabo las operaciones necesarias para un adecuado funcionamiento de la sociedad en sus varias esferas. Tal planificación no existe, ni podrá existir mientras subsistan los estados nacionales u otras unidades supuestamente “soberanas”. Por otra parte debe agregarse que, incluso a nivel teórico, una planificación en escala mundial rebasa, por lo menos por ahora, la capacidad organizativa y la imaginación misma del hombre contemporáneo. Con otras palabras incluso el “Estado mundial”, utópico desde el punto de vista histórico y político, resulta inimaginable en términos operativos, no ya desde el punto de vista de la tecnología material, sino desde la perspectiva de su complejidad organizacional.

Por un lado las débiles organizaciones internacionales, a nivel proletario y regional, por el otro los muchos más efectivos “imperialismos”, “multinacionales” y el consiguiente fenómeno de la “dependencia” y subordinación de todos los países en escala jerárquica según su poder económico, político y militar, representan como es bien sabido las manifestaciones más visibles de las redes organizativas generadas hasta ahora por el proceso histórico de unificación del espacio mundial. También los imperios “mundiales” de la época premoderna –según algunas filosofías de la historia, etapas finales de las grandes civilizaciones– se manifestaron como dominación sustentada en la fuerza militar. Es verdad que en ciertos casos –particularmente en el Occidente clásico– el poder central después de la conquista, gobernaba por vía indirecta, a través de autoridades de origen local y a veces elegidas por un sector de la población. Tal fue el caso del imperio romano, en el cual las burguesías municipales representaron por largo tiempo la base de la administración a través de la cual actuaba la administración central, si bien al lado de sus procónsules y sus legiones. Mas hay grandes diferencias con los fenómenos contemporáneos. Por un lado la penetración del estado en la sociedad civil en los países no modernos era extremadamente limitada, pues la gran masa de los habitantes campesinos, siervos o esclavos, permanecía de todos modos marginal a la vida de la sociedad imperial y a la vida local. Por el otro, la interdependencia y la necesidad de planificación era mínima o inexistente. La única experiencia histórica del pasado pre-moderno que puede considerarse todavía válida en la época actual con respecto a este problema es el hecho de que ninguna unificación de grandes regiones, o incluso de espacios limitados, se llevó a cabo pacíficamente: siempre y sin excepciones hubo el uso directo o indirecto de la fuerza, usualmente la fuerza militar. Parece difícil que esta afirmación pueda refutarse invocando las bien conocidas hipótesis del marxismo. Bastará apenas recordar el desvanecerse teórico y práctico de estas ilusiones, que en sus varias y a menudo contradictorias versiones imputaban a características estructurales de la sociedad capitalista la causa esencial o única de la guerra y de los fenómenos de dominación y dependencia y más especialmente del imperialismo en todas sus formas. No era por cierto necesaria la dura lección de la historia con sus abundantes ejemplos de explotación, colonialismo, agresiones políticas y militares y guerras abiertas, entre países llamados socialistas y de todos modos regidos por sistemas económicos en los que no existe propiedad privada de los bienes de producción, para probar que el factor esencial de la anarquía y del estado de guerra de todos contra todos que domina la escena internacional debe buscarse en otra parte. Estas hipótesis teóricamente endebles y exitosamente refutadas más de una vez, no parece que puedan seguir ejerciendo el rol ideológico que tuvieran hasta ahora, particularmente en América Latina. Mas esperar actitudes realistas en la situación actual es probablemente un exceso de optimismo. Queda por señalar que las ideologías del antiimperialismo han tenido el efecto de reforzar un nacionalismo furioso en los países llamados “dependientes”, han contribuido poderosamente a dar apariencia “democrática” y “progresista a toda clase de movimientos “socialistas o comunistas-nacionales”, todos los cuales resultaron estar entre los peores enemigos de la democracia y la libertad.

Con esto dejamos de lado los problemas más generales de supervivencia conexos a la falta de planificación internacional efectiva, y a las demás exigencias que el actual contexto internacional no puede satisfacer, y volvemos a los interrogantes concernientes a la posibilidad de establecer o en su caso mantener formas de efectiva democracia en el plano interno de cada estado nacional y a nivel internacional.

El análisis relativo a las posibilidades de la democracia en los estados nacionales del presente debe partir del hecho –difícilmente refutable– de que en la actualidad la distinción entre política interior y política internacional se ha vuelto obsoleta, por lo menos para las esferas más vitales de la vida de un país y esto no solamente en el “Tercer” o “cuarto” mundo, sino también, aunque de distinta manera, en los países centrales y hasta hegemónicos.

Sobre el plano más general es ya de por sí evidente, que incluso en los países que gozan de una democracia firmemente establecida y operante, hay un número considerable de decisiones vitales que son tomadas fuera de todo posible control y participación directa o indirecta de los ciudadanos: se trata de aquellas cuestiones que caen bajo la jurisdicción territorial (o a la esfera de influencia) de otros estados “soberanos”. Este fenómeno ha sido usualmente atribuido a los países “centrales” o hegemónicos, pero en realidad la posibilidad de afectar la vida y hasta la supervivencia de los ciudadanos de otros países está al alcance también de países periféricos, no desarrollados y militarmente débiles. El ejemplo más claro es obviamente el de los países petrolíferos, pero cualquier estado que por azar se encuentre en condiciones de controlar ciertas materias primas, factores “ecológicos” o particulares vías de comunicación o que simplemente provoquen “disturbios” (conflictos locales, revoluciones, etc.) en zonas estratégicas o sensibles a nivel internacional, pueden incidir de manera significativa en la vida interna de otros estados y originar procesos políticos u otros, totalmente contrarios a la voluntad democráticamente expresada de sus ciudadanos. Dentro de la lógica democrática, no solo las tecnologías y el patrimonio científico, sino también las materias primas, las vías de comunicación naturales y artificiales, así como todo otro recurso de interés común para la población del planeta, deberían ser controlados por autoridades supranacionales, que respondieran al control democrático precisamente de esa población. De ninguna manera se puede considerar democrático el principio de que estos recursos, de cualquier naturaleza, correspondan al pueblo que diríamos “accidentalmente” se encuentra en condiciones de controlarlo. Sin embargo los nacionalismos de todo color y países de todo grado de desarrollo sostienen este principio como una expresión genuina del ethos democrático. Es verdad que, como se ha mencionado anteriormente, existen tremendos obstáculos históricos, políticos y hasta de técnicas organizativas, para hacer posible en términos operacionales el ejercicio de ese control. Pero este hecho de ninguna manera presta validez a la legitimidad del control nacional sobre cuestiones de interés internacional. Por otra parte incluso decisiones como el votar por un partido en cambio de otro puede incidir profundamente en la vida de otros países. Y obviamente este tipo de influencias atribuye mayor peso –en estos casos, no en todos– a las decisiones de los ciudadanos de países centrales.

Al lado de estas influencias y repercusiones ejercidas sobre la vida de otros países, están las intervenciones deliberadas –militares, políticas, económicas, culturales, etc.– que son usualmente el objeto de las ideologías del antiimperialismo. El efecto de estas influencias constituye en términos generales una grave amenaza para la supervivencia o la instauración de regímenes genuinamente democráticos. Se introduce la expresión “en términos generales”, pues no siempre es así. Las interferencias en la política llamada interior de una nación de parte de otros estados o grupos de poder de otros países, son marcadamente libres “de prejuicios” ideológicos, o por lo menos tienden cada vez más a serlo, especialmente a medida que las ideologías revelan su función meramente manipulatoria. Una potencia “capitalista” puede hallar conveniente apoyar un estado “socialista”. Del mismo modo los sectores democráticos de un país pueden hallar ayuda y cooperación de parte de un país imperialista o bien un régimen internamente democrático puede apoyar una dictadura. Hay ciertas limitaciones a esto: por ejemplo en la Comunidad Europea no se aceptan países con régimen autoritario; mas se trata de una excepción, generada acaso por el hecho de la existencia de cierto control democrático en el interior de cada uno de los actuales países miembro. Es también cierto que es más probable que en países “imperialistas” con régimen interno democrático, se generen resistencias al apoyo de un régimen autoritario de lo que en cambio ocurre en un país imperialista con un régimen autoritario. La invasión de Cuba o la guerra de Vietnam generaron resistencias muy visibles, aunque solo muy parcialmente efectivas, en los Estados Unidos, mientras que los tanques soviéticos en Hungría y Checoslovaquia fueron pasivamente aceptadas, sin oposición visible o mínimamente efectivas.

Dicho esto, sin embargo, en el presente estado del “sistema internacional”, la situación de estrecha interdependencia, y la internacionalización de la política interior, tienden a favorecer las soluciones autoritarias, más que las democráticas. La razón más general de ello debe buscarse en el alto grado de inseguridad generada por el carácter errático e irracional de los procesos internacionales. Por un lado en todos los países las decisiones de significado militar directo o indirecto quedan en las manos de pequeños grupos de líderes, políticos, burócratas, tecnócratas o militares y todo esto como necesario requerimiento del tipo de decisiones a tomar en situaciones de extrema fluidez, impredictibilidad y secreto. Por el otro la amenaza exterior y la inseguridad consiguiente han sido desde siempre la causa o la excusa –o ambas a la vez– de severas restricciones a la participación de la ciudadanía, a través de los órganos democráticos, en el gobierno del país. Agreguemos que las ideologías nacionalistas hallan en la amenaza exterior y en la inseguridad su mayor refuerzo. Y los nacionalismos, cualesquiera sean su nombre y orientación, tienden a ser autoritarios.

El tema de las propensiones antidemocráticas de los nacionalismos nos lleva a una última consideración. Como ya se dijo, el principio integrativo que en la sociedad moderna reemplaza las formas religiosas y dinásticas de integración social, es precisamente el principio de nacionalidad. La nación representa aun ahora el núcleo prescriptivo que conjuntamente con las supervivientes normas éticas y religiosas hace posible el funcionamiento de la sociedad. En lo político tiende a construir la Gemeinschaft, la comunidad basada en los principios prescriptos. No es entonces por azar que todos los nacionalismos tiendan en mayor o menor medida hacia formas autoritarias. El ejemplo paradigmático del nazismo, el nacional-socialismo alemán, no menos que el del nacional-comunismo soviético ilustran claramente esta conexión. Conexión que en los nacionalismos democráticos se atenúa mas no desaparece, como se confirma en todos los casos de profundas crisis sociales. Es por este camino que al tornarse más intensa la inseguridad generada por el estado del sistema internacional y la endémica amenaza exterior, el pluralismo y el principio de la elección individual deliberada cede frente a los imperativos de la “solidaridad nacional” con consecuencias necesariamente autoritarias o totalitarias. Este proceso se torna mucho más agudo en los países dependientes o ex colonias. Aquí a los problemas contemporáneos señalados se agregan los requerimientos del nation building, de la organización nacional, y el nacionalismo exaltado hasta formas tribales se torna en la ideología más eficiente para responder a las que aparecen como necesidades supremas de la época. Se manifiesta así otra de las contradicciones en que es rica la sociedad moderna: precisamente en el momento en que las necesidades estructurales han hecho obsoleta la organización en estados nacionales, las ideologías nacionalistas se intensifican creando nuevos obstáculos a la creación de una comunidad internacional que constituiría un componente necesario de la creación de mecanismos adecuados para asegurar la supervivencia social, cultural y hasta física de las sociedades humanas.

Podría agregarse que el surgimiento de los países avanzados, de las “nacionalidades prerrenacentistas”, al que ya se aludió, y en general la tendencia hacia el regionalismo y formas de nacionalismos locales, podría quizá facilitar la solución del problema internacional, eliminando los omnicomprensivos estados nacionales. El agregado de una multitud de unidades pequeñas, relativamente más a la escala humana podría resultar más factible que la agregación de las actuales “nacionales”, con su pesada herencia de política de poder y tradiciones bélicas. Mas se trata de una esperanza todavía utópica.

Vulnerabilidad física y social de la sociedad moderna

La vulnerabilidad de la sociedad moderna depende de varios factores, muchos de los cuales se señalan en otras secciones. Recordemos en primer lugar el alto grado de interdependencia de todos los componentes (subsistemas, instituciones, grupos, categorías, áreas y regiones en el interior de un país y en el plano internacional, etc.) de la estructura social. Tal interdependencia se verifica tanto en la organización social como en la estructura tecnológica. En segundo lugar el hecho de que en el funcionamiento de muchos aspectos de la vida social, caracterizados por su alta interdependencia, debe intervenir un gran número de personas y que, aun aquellos que desempeñan roles ocupacionales de bajo status y remuneración, pueden operar en posiciones clave, es decir en lugares desde donde están en condiciones de perturbar con su acción o su abstención enteros sectores de la vida de un país. A estos dos factores que se podrían denominar de orden estructural (en la organización y en la tecnología), se agregan otros de orden cultural y psicosocial. Estos ya han sido examinados anteriormente y se relacionan por un lado con la pluralidad de sistemas valorativos, de orientaciones y actitudes y, por el otro con las dificultades que se encuentran en el proceso de socialización primaria y secundaria, cuando este proceso se desarrolla en condiciones de cambios continuos en el marco normativo y dentro de un clima de problematicidad y crítica que afecta todas las instituciones. En otras palabras, mientras por un lado la tecnología y la forma organizativa de la sociedad moderna requieren el cumplimiento estricto de ciertos roles y funciones, de acuerdo con las normas técnicas y sociales que corresponden en cada caso, por el otro, el tipo de integración y las características que la socialización adquiere dentro de ese tipo de integración, conducen a la continua formación de grupos e individuos “desviados” que, por una razón u otra, pueden actuar en forma distinta de lo esperado y, deliberadamente o no, causar gravísimos y hasta irreparables daños al funcionamiento de componentes esenciales de la vida social. No necesariamente estos comportamientos son contrarios o reprimidos por la ley o las normas no escritas consideradas usualmente válidas. En realidad aquí el fenómeno que denominamos vulnerabilidad de la sociedad moderna, origina dos consecuencias distintas aunque no claramente separadas. Por un lado tiende a dar cierto poder a grupos pequeños y de todos modos situados fuera de la élite dirigente y que no podrían considerarse “desviados” bajo ningún punto de vista. En este sentido la “vulnerabilidad” sería un factor en la fragmentación del poder que coexiste con el opuesto proceso de concentración y a los que se refiere la sección siguiente. Por el otro, ofrece la posibilidad a individuos y grupos que desde el punto de vista de los valores y normas dominantes podrían considerarse “desviados”, de realizar acciones violentas contra puntos especialmente neurálgicos de la sociedad –personas, grupos y cosas– con consecuencias gravísimas y hasta catastróficas. Aquí el término “desviado” ofrece dificultades insolubles en una sociedad que se basa sobre un sistema de normas y valores en continuo cambio y que acepta en teoría un pluralismo casi sin límites. Incluso la criminalidad llamada “común” puede ser considerada una expresión de protesta política. O bien, confundiendo “explicación sociológica” con “justificación ética”, resultado de determinados aspectos de la sociedad, y por lo tanto, colocada fuera de la esfera de la responsabilidad individual. Los más sangrientos actos de terrorismo pueden ser justificados como un acto revolucionario en nombre de principios que no son sino la aplicación en sus más extremas consecuencias lógicas, de aquellos ideales de libertad y de igualdad que todos o la enorme mayoría de los individuos de las sociedades modernas o modernizantes dicen y creen sustentar. Desde el momento en que el terror supremo de las armas nucleares, o los horrores de los medios “tácticos” son considerados legítimos por los gobiernos y las clases dirigentes de todos los países, resulta bastante difícil –por lo menos desde el punto de vista de una lógica meramente deductiva– objetar las bombas y los asesinatos de los terroristas. Es verdad que la distinción entre crímenes “públicos” (como la guerra), y los “privados” (como el robo de una gallina) existe desde siempre, antes y después del diálogo entre Alejandro Magno y el pirata. La sociedad moderna, simplemente, mientras por un lado se encuentra en muy malas condiciones ideológicas y lógicas para defender el “derecho” de Alejandro y legitimar la criminalidad del pirata, por el otro debe enfrentar amenazas desmesuradas “públicas” y “privadas”. Mas no corresponde analizar aquí los lados éticos de la cuestión: desde el punto de vista que nos preocupa, el hecho es que la inseguridad creada por la vulnerabilidad interna, no menos que la originada por el sistema internacional, crea condiciones muy negativas para la democracia. No es necesario insistir sobre el hecho obvio, y ahora reconocidos por todos, de que las amenazas internas inducen –y en ciertos casos requieren– la adopción de medidas restrictivas de la libertad y los derechos individuales. Aun sin llegar a las atrocidades de algunos regímenes militares en América Latina, la consecuencia de la inseguridad generalizada que en una medida u otra ha invadido casi todos los países, está provocando una serie de medidas preventivas y represivas que inevitablemente se reflejan sobre todos los ciudadanos. La enorme mayoría de las personas de las naciones con regímenes democráticos no parece tener propensiones para el autoritarismo, pero frente al terrorismo, la violencia, y la criminalidad y la amenaza que ello significa para su vida diaria, difícilmente podrán resistir a la tentación de las promesas de gobiernos “fuertes” y altamente represivos. Bajo esta perspectiva, la vulnerabilidad tecnológica y organizacional de la sociedad moderna, unida a la crisis radical del sistema normativo, ponen a dura prueba las instituciones democráticas aun en los países en los cuales ellas parecen firmemente establecidas.

Concentración y fragmentación del poder. Consecuencias para la democracia

Hace varios años hubo una encendida polémica entre sociólogos en los Estados Unidos. Algunos sostenían que en la sociedad capitalista avanzada el poder tendía a concentrarse cada vez más, cualesquiera que fueran las instituciones políticas; otros en cambio opinaban que el poder, por el contrario, tendía a democratizarse, difundiéndose a varios niveles de la sociedad, justamente debido a la complejidad creciente de una sociedad tecnológica y pluralista que originaba la multiplicación de grupos, organizaciones, sectores, cada uno dotado de cierto poder y capaz de influir sobre muchas decisiones e intervenir de algún modo en todas. Lo que no fue bien aclarado en la polémica es que ambos procesos existen: en determinadas esferas, y en altísimo nivel decisional, el poder tiende a restringirse cada vez más también en los estados democráticos. La creciente interdependencia favorece necesariamente la concentración del poder, a lo que se agregan las tendencias oligárquicas en las organizaciones políticas, burocráticas y otras, tendencias ya bien estudiadas por las ciencias sociales. Mas es también verdad, que la multiplicación de los grupos, categorías y sectores, y su participación en una sociedad tan compleja, pone en las manos de estas entidades y de los individuos que las representan, cierto grado de poder. A esto se agrega el alto grado de vulnerabilidad de la sociedad. Como se vio en la sección precedente en casi todos los sectores de la vida económica y social, existen puntos neurálgicos, en que la acción (o la omisión) por parte de pocas personas (aun de bajo y/o medio status ocupacional), puede impedir o perturbar seriamente el funcionamiento de grandes organizaciones o de sectores enteros de la economía o de otras esferas esenciales. De aquí no solo la posibilidad de acciones violentas, sino también el hecho que cierto poder –aunque sea de veto, o negativo– recaiga en las manos de una gran cantidad de grupos. Hay ciertamente diferencias notables en cuanto al nivel de decisiones: por ejemplo las decisiones de carácter militar sobre el uso de armas nucleares están restringidas a poquísimas personas, y son decisiones realmente “finales”. Mas hay otras de notable importancia que dependen del consenso de amplios grupos, o de grupos pequeños, pero fuera de la élite dirigente.

Ahora bien, las peculiaridades estructurales de la sociedad industrial que originan estas dos contradictorias tendencias: fragmentación del poder por un lado, concentración máxima por el otro, constituyen en ambos casos una seria amenaza para la democracia. En cuanto a lo segundo, la concentración del poder, el peligro es obvio, y no es necesario agregar nada, salvo que en las circunstancias actuales no se ve de qué manera se lo podría superar. Por lo que se refiere a lo segundo, la amenaza no es menor. Esta fragmentación fue observada en sus efectos destructivos de la democracia en varios países latinoamericanos, pero no se limita a ellos. Es más fuerte y por razones culturales y estructurales, en los países latinoamericanos y latinoeuropeos, pero es endémica y creciente en las democracias bien establecidas y consideradas fuertes, como Inglaterra o los Estados Unidos. La participación en las decisiones, por vía directa o indirecta de tantos grupos, partidos, organizaciones sindicales, redes de solidaridad, “lobbies”, entidades religiosas, étnicas, ideológicas, determina en todos los países situaciones a veces insolubles que llevan a la parálisis del poder. El veto recíproco produce la postergación indefinida de problemas que reclaman soluciones urgentes –y estos son la mayoría de los países industrializados o en desarrollo– o bien soluciones de compromiso que en realidad quedan sin ningún efecto o tienen consecuencias negativas. Por cierto que la posibilidad de planificación, incluso a corto plazo y dentro de un mismo país, o sector, queda disminuida extremadamente si no del todo anulada. La incapacidad de tomar decisiones (lo que en Italia se llama immovilismo), ha llevado de manera directa a soluciones dictatoriales: así por ejemplo en la Argentina, en 1966, y de algún modo en otras ocasiones. Las críticas al sistema democrático, y las frecuentes inclinaciones tecnocráticas de los regímenes militares, obedecen al mismo tipo de causas. Más grave aun, por las amenazas potenciales que encierra, es la vulnerabilidad de la sociedad tecnológica a las acciones unilaterales de pequeños grupos situados en posiciones clave dentro del proceso productivo u otra esfera esencial de la sociedad. Las huelgas de estos pequeños grupos pueden paralizar una nación. Y ello está ocurriendo en algunos países avanzados. Aunque no se llegue por este camino a la supresión de la democracia, estas acciones llevan a graves restricciones de las libertades y derechos fundamentales, es decir, tienen efectos comparables a los del terrorismo político.

El factor central, en cuanto a la dificultad de hallar una solución a las consecuencias de la fragmentación del poder, es una vez más la dificultad de construir y reconstruir las bases del consenso social, en una sociedad que por su dinámica interna y forma de integración pone continuamente en duda sus valores centrales y es al mismo tiempo incapaz –o lo ha sido hasta ahora– de reemplazarlos por otros que constituyan una base viable de consenso, aunque provisorio.

Conclusiones

Desafortunadamente el análisis desarrollado en los apartados anteriores no sugiere conclusiones optimistas, ni sobre el destino de la democracia, ni sobre el de la sociedad moderna, y del género humano en general. Este escrito se sitúa sin quererlo dentro de la ya abundante literatura de la catástrofe. También puede legítimamente ser considerado “reaccionario”, pues no cabe la menor duda de que vuelve a proponer muchas de las clásicas tesis tradicionalistas avanzadas desde los albores de la sociedad moderna, y con más claridad como reacción a la Revolución Francesa y los otros movimientos que de allí se originaron, desde los comienzos del siglo XIX. Hay sin embargo una diferencia y es la que introduce la experiencia histórica de los últimos ciento cincuenta años, particularmente desde la Primera Guerra Mundial. El autor no ha renunciado a los valores de la sociedad moderna, mas tampoco a la lógica y al sentido de realidad. Las ciencias del hombre no están en condiciones ahora (y probablemente no lo estarán nunca) de afirmar si esos valores son o no realizables. Parece sin embargo razonable suponer que las potencialidades humanas son mucho mayores y distintas de lo que ha realizado la cultura occidental y moderna y las otras grandes culturas. Mas lo que debe enfrentarse ahora no son las limitaciones de la “naturaleza humana” en general, sino la del hombre tal como se ha realizado históricamente hasta ahora. Es esta particular versión histórica de la realidad lo que debe enfrentarse. Y las consideraciones precedentes sugieren un diagnóstico negativo. Quizá esté equivocado. O quizá se den soluciones no previstas que la imaginación muy limitada del autor no ha sabido descubrir.


1 Germani, G. 1979 “Democracia y autoritarismo en la sociedad moderna” en Crítica y Utopía (Buenos Aires) Nº 1, pp. 25-63.

2 Algunos de los problemas considerados en este escrito han sido tratados sintéticamente en otras publicaciones del autor, en particular Autoritarismo Fascismo e Classi Sociali (Bolonia: Il Muline, 1975), y en la edición americana, ampliada, de este libro: Authoritarianism, Fascism and National Populism (New Brunswick: Transactions Books, 1978). El presente es un primer desarrollo de las hipótesis sugeridas en los dos libros. Allí también se encuentra la bibliografía relevante. El tema de la secularización fue tratado en escritos ahora muy lejanos. Algunas menciones de la perspectiva aquí adoptada se hallan en el artículo “Modernización, Industrialización” de la última edición de la Encyclopaedia Britannica (1974, 15ª Edición, Vol. IX)