Espacio Abierto Cuaderno Venezolano de Sociología Vol.28 No.1 (enero-marzo, 2019): 87-103
María Eugenia D’Aubeterre Buznego*
Con fundamento en información etnográfica y datos estadísticos, este artículo examina la combinación de esquemas tradicionales y emergentes de movilidad en un ciclo corto en el que la migración originada en el Municipio de Puahuatlán, Puebla, se masifica, acelera y decae abruptamente en los años de la gran crisis económica y financiera (2007-2008). Se perfilan esos patrones en el trasfondo de dos procesos fundamentales: la llamada latinización del New South estadounidense y mayores restricciones y controles fronterizos factores que, conjugadamente, apuntalaron la transición de un flujo migratorio laboral/circular integrado en su mayoría por hombres “solos”, hacia una migración de poblamiento en el corredor Raleigh-Durham-Chapel Hill, en Carolina del Norte. La noción de “migración acelerada” permite pensar la relación entre la velocidad de las transiciones en la dinámica migratoria en una zona del centro de México, antes orientada a la producción agrícola, y el reposicionamiento del sureste estadounidense en la economía global, proceso que originó una incrementada demanda de trabajadores baratos, disciplinados y desorganizados. Mi interés es mostrar que la migración, como experiencia de clase, está moldeada por el género. Emprendo esa tarea al analizar la trayectoria de vida de una joven pahuateca migrante a Carolina del Sur en los años en los que se concentró la participación de las mujeres en un flujo migratorio originado en ese municipio de la Sierra Norte de Puebla.
Recibido: 26-10-2018 / Aceptado: 05-12-2018
Vicerrectoría de Investigación y Estudios de Posgrado. Benemérita Universidad de Puebla. México.
Email: eugeniadaubeterre@gmail.com
Gender, class and migration: pahuatecas workers in the Nuevo New South
Based on ethnographic fieldwork and statistical data, this article examines the connection between old and new migration flows from the Municipality of Puahuatlán, in the Mexican state of Puebla, during a short time cycle in which they went from being massive and accelerated migration to decline in the midst of the great economic and financial crisis (2007-2008). Analysis of these changes focuses two fundamental processes: the so-called Latinization of the New South in the U.S., and the enforcement of U.S-Mexico border and immigration control, for they have contributed to strengthen the transition of a labor flow of male migration, of circular nature and dominated by men “alone”, towards a settlement migration in the Raleigh-Durham-Chapel Hill corridor, in North Carolina. The concept of “accelerated migration” is proposed here to reflect on the connection between the rapid transformation of the migratory dynamics in an area of Central Mexico, formerly oriented towards agricultural production, and the repositioning of the Southeast in the United States within the global economy, that have led to the increased demand for a cheap, disciplined and disorganized labor force. In particular, the article will show the extent to which migration, as part of a class experience, is shaped by gender. To do this, it examines the life trajectory of a young female migrant from Puahuatlán to South Carolina, during the period in which the migration of women from that municipality of the Sierra Norte of Puebla was particularly significant.
En México, a lo largo de las últimas tres décadas los sucesivos gobiernos neoliberales emprendieron la privatización y desregulación de la vida social. Desmantelaron empresas estatales estratégicas, redujeron el gasto social, eliminaron aranceles y facilitaron el flujo de capitales transnacionales. La orientación económica del país hacia el exterior quedó sellada con la firma de tratados comerciales que ofrecían amplias ventajas a inversionistas y firmas extranjeras. En este horizonte, amplias franjas de la población rural, en especial
del centro y sur del país, devinieron superfluas y fueron absorbidas, selectivamente, por la desindustrializada economía estadounidense, inaugurando en los 90 una nueva fase del ciclo de una ya centenaria migración de mexicanos a Estados Unidos. Su incrementada vocación exportadora de mano de obra se exacerbó en esa coyuntura: entre 1970 y 2009, el número de migrantes a Estados Unidos se multiplicó por catorce veces, al pasar de 879 mil a 12.1 millones entre documentados e indocumentados (Arroyo et al, 2010; BBVA y CONAPO, 2014).
Simultáneamente, al otro lado de la frontera, se diversificaron los destinos migratorios y zonas de tradicional concentración de inmigrantes mexicanos y centroamericanos perdieron importancia relativa frente a regiones emergentes (Zúñiga y Hernández, 2005). La llamada” latinización del Sur” (Mohl, 2003), —región rebautizada como New Latino Belt, o New Sun Belt o más directamente como Nuevo Sur, en español (Levine y LeBaron, 2011; Fureseth and Smith, 2006)— es muestra de la incrementada presencia de poblaciones suramericanas y caribeñas, antes asentadas en zonas tradicionales de recepción de inmigrantes en ese país que integraron en los años 90 corrientes migratorias internas, que se conjugaron con añejos y nuevos flujos procedentes de México y Centroamérica (Gill, 2010; Flippen y Parrado, 2012; Perreira, 2012). La “latinización del Sur” alude a la reestructuración económica en esos once estados que conforman el Nuevo Sur y a las rápidas transformaciones demográficas, los cambios políticos y las prácticas de reproducción social. Se desencadenaron en el contexto de esa reestructuración flujos de trabajadores que no arrastran dependientes, mayoritariamente hombres jóvenes solos —el trabajador perfecto (Binford, 2013)—, una forma de movilidad militar”, tradicionalmente asociada a la agroindustria, combinados con movilidades que adoptan las características de las migraciones de poblamiento, que echan raíces y construyen tramas de vida (Griffith, 2005, 2011; Smith y Winders, 2007).
Esta reestructuración reconfiguró la geografía del sur rural estadounidense, remodeló sitios de vida e identidades; resquebrajó la petrificada formación racial preexistente, complejizando el binomio negro-blanco, así como la división sexual y racial del trabajo; obligó al rediseño de políticas públicas en materia de salud y educación para intervenir a las nuevas poblaciones; dio forma a nuevas narrativas y actores políticos que intervienen en la disputa por recursos y espacios de vida; reactivó el nativismo y acciones para desalentar el arribo y asentamiento de ese “Otro” esencializado, indecible y amenazante originando, asimismo, un abanico de reacciones entre los inmigrantes (Cravey, 2003, Smith y Winders, 2007, Winders; 2011; Bush, 2012: Perreira, 2012). De manera paradójica, características que habían hecho del Old South un “patio trasero” —trabajo barato segmentado de acuerdo a las líneas de una formación racial binaria, débil sindicalización para desafiar poderosos paternalismos y comunidades vulnerables aptas para inversiones de cualquier costo— lo reposicionaron a la vanguardia de la globalización neoliberal y del trabajo flexible, tal como advierten atinadamente Smith y Winders (2007).
No se ha extinguido el estado y no se ha escrito aún su epitafio y el New South desafía, en los hechos, ese mito neoliberal. La cardinal intervención del estado mediante políticas económicas desreguladoras remodeló la economía del sureste estadounidense. Merced a sus intervenciones providenciales, al mismo tiempo que se destruían empleos en sectores
clave de la manufactura (Minchin, 2012), se expandían los servicios mal remunerados, sector donde las mujeres están sobre representadas. En esa deriva, se fortaleció la oferta de trabajo barato y deportable mediante políticas federales migratorias más restrictivas, combinadas con activas políticas de reclutamiento y ampliación de visados especiales —visas H2A y H2B—, que regulan el trabajo temporal en la agroindustria y en el procesamiento y empaque de alimentos (Griffith, 2011; Cravey, 2003). Tales medidas aumentaron la flexibilidad espacio-temporal que el capital demanda a los trabajadores/ as de bajos salarios, configurando, así, una tipología de cuerpos y subjetividades ajustados a la acumulación flexible (Smith & Winders, 2007). En suma, se ofrecieron ampliadas facilidades para la relocalización de capitales domésticos y foráneos que, atraídos por una combinación de incentivos fiscales y el bajo costo de los negocios y de una abundante mano de obra inmigrante, lograron reposicionarse en la economía global (Popke, 2011; Greibasch, 2011).
En este contexto, vía la provisión de mano de obra barata, indocumentada y desorganizada, sucesivos flujos migratorios masificados en los 90 en la franja limítrofe de los estados de Puebla e Hidalgo, en el centro de México, apuntalaron procesos de acumulación en el sureste estadounidense, contribuyendo al relanzamiento económico de esa vasta región (Popke, 2011; Perreira, 2011). La latinización es la manifestación de una re-trabajada relación entre el Nuevo Sur estadounidense y tradicionales y nuevas zonas del territorio mexicano y centroamericano, reservorios de una abundante y disciplinada fuerza de trabajo.
En este artículo pretendo contribuir al análisis de los llamados flujos pos IRCA (1986) hacia Carolina del Norte, originados en el estado de Puebla, en el centro de México, masificados y acelerados a mediados de los 90. Nuestras indagaciones sobre la migración originada en el municipio de Pahuatlán en el estado de Puebla hacia Carolina del Norte revelan una marginal incorporación de jóvenes mujeres bajo modificados patrones de desplazamiento, que desafían el modelo del varón migrante sin compañía que, pasados unos años promueve la reunificación de esposas e hijos, ya firmemente apertrechado en el mercado de trabajo en el país de acogida, reconvertido en “proveedor exitoso” (D´Aubeterre, Rivermar y Domínguez, 2018). Tal narrativa teleológica que ha dominado los enfoques liberales en los estudios de la migración internacional femenina, desciende del capitalismo industrial, pero se aparta drásticamente de las realidades posindustriales: “la coexistencia de diversas formas de familia, el aumento del divorcio y la soltería, la generalización de la participación de las mujeres en el trabajo asalariado y la precarización del empleo para todos”, distintivas del capitalismo posfordista (Fraser, 2015: 25;). Documentaré en las siguientes secciones la combinación de esquemas tradicionales y emergentes de movilidad en un ciclo en el que la migración se masifica, acelera y decae abruptamente en los años de la gran crisis económica y financiera (2007-2008). Se perfilan esos patrones en el trasfondo de dos procesos fundamentales: la aludida latinización del New South y las mayores restricciones y controles fronterizos que, conjugadamente, apuntalaron la transición de un flujo migratorio laboral/circular mayoritariamente integrado por hombres solos hacia una migración de poblamiento en el corredor Raleigh-Durham-Chapel Hill, en Carolina del Norte.
La noción de migración acelerada (Binford, 2003) nos permite pensar la relación entre la velocidad de las transiciones en la dinámica migratoria y los cambios en el patrón de acumulación que originaron una incrementada demanda de trabajadores baratos, disciplinados y desorganizados. Esta noción nos ha sido de utilidad para entender los cambios en los perfiles de flujos emergentes en el centro y sur de México en el último tercio del pasado siglo y en los patrones de desplazamiento, así como la feminización de la migración mexicana hacia Estados Unidos. La aceleración del proceso no es un asunto que pueda ser develado en su complejidad por el análisis demográfico, solo una etnografía histórica es capaz de dar cuenta de las tensiones, conflictos y contradicciones en la experiencia de clase de estos trabajadores y trabajadoras, que suelen describir trayectorias plagadas de intermitencia y estancamientos, momentos de empleo/ desempleo, formalidad/informalidad, que se cruzan en sus vidas en un ciclo corto en el que la migración emerge, se masifica y acelera para declinar rápidamente en el contexto de la crisis económica y financiera estadounidense de 2007-2008. Desde esa perspectiva intento reconstruir la trayectoria migratoria y los giros en la oscilante experiencia de clase de una joven trabajadora originaria de Pahuatlán de Valle, establecida en la ciudad de Durham en 1998 después de su primer cruce fronterizo.
El análisis se fundamenta en una etnografía de largo aliento realizada en sucesivas estancias de trabajo de campo durante más de una década en el municipio de Pahuatlán y en dos cortas incursiones a la ciudad de Durham, en Carolina del Norte en 2013 y 2014. Recupero además información arrojada por una encuesta que aplicamos en 2010 a 10% de los hogares de la cabecera municipal, Pahuatlán de Valle, en el marco de un proyecto de investigación CONACYT (#CV-22008-01-00102222) que se propuso indagar nuevos procesos de proletarización en cuatro comunidades del estado de Puebla de reciente migración y respuestas a la crisis de 2007-2008 (D´Aubeterre y Rivermar, 2014.
Entre 1990 y 2010 se incrementó la población latina en Carolina del Norte en 994%, combinando el número de nacimientos y los nacidos fuera del país. En 2010 los llamados hispanos, en realidad, la mayoría mexicanos (64%), constituían 8.4% de los 9.5 millones de habitantes de ese estado. Durante 1995 y 2005, estos inmigrantes ocuparon uno de cada tres nuevos empleos creados en Carolina del Norte, básicamente en la industria de la construcción, los servicios, empresas maquiladoras, empacadoras y procesadoras de alimentos cárnicos (Griffith, 2005; 2011; Kasarda y Johnson, 2006; Cravey, 2003). Estudios sobre esas poblaciones de reciente asentamiento indican que la mayor parte de los inmigrantes mexicanos hacia ese estado sureño procedía del centro y el sureste de México (Perreira, 2011), regiones y estados en los que la migración se aceleró a un ritmo y escala sin precedentes a lo largo de los 90
La desarticulación de las condiciones de vida de las poblaciones rurales del centro del país resultó del viraje de la política económica del estado mexicano hacia una creciente liberalización. Giro iniciado en 1986 con la incorporación de México al Acuerdo General
de Tarifas y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés), que prosiguió en 1992 con la reforma del artículo constitucional 27 y la aprobación de una nueva ley agraria y avanzó poco después, en 1994, con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) (Fitting, 2011; Rubio, 2008; Escalante, 2007; Appendini, 2001).
La restructuración de Banrural, institución estatal que durante años refaccionó a estos productores, corrió paralela a la privatización a lo largo de diez años de 743 empresas estatales estratégicas; muchas de estas empresas canalizaban subsidios y asesoría técnica a los campesinos y promovían la comercialización de su producción. Entre estas empresas destacaban la Compañía Nacional de Subsistencias Populares (CONASUPO), la Productora Nacional de Semillas (PRONASE), los Almacenes Nacionales de Depósito
S.A. (ANDSA), Fertilizantes Mexicanos (FERTIMEX), el Instituto Mexicano del Café (INMECAFE), Tabacos Mexicanos (TABAMEX) y Azúcar S.A. (Sinquin, 2006; Calderón y Ramírez. 2002). La privatización y la apertura comercial propició la crisis de medianos y pequeños productores rurales, básicamente orientados al mercado interno, profundizando la dependencia de las importaciones y la pérdida de soberanía alimentaria del país. “La sustitución de la producción nacional por la importada se manifiesta en el hecho de que, mientras en 1990 sólo 19.8% del consumo nacional de granos básicos provenía de las importaciones, ya para 2006, 31.5% era importado” (Rubio, 2008: 38).
En la Sierra Norte de Puebla esta reorganización dislocó las condiciones de reproducción de caficultores minifundistasauspiciados por el estado y de productores de auto subsistencia (maíz, frijol, garbanzos) y bienes agrícolas para el mercado nacional a pequeña escala (cacahuate, cítricos, plátanos, etc.). La fractura de añejas relaciones de dependencia y la desactivación de formas de mediación estatal liberaron amplios segmentos de población auspiciando el giro de la economía local hacia actividades terciarias, la informalización y la generalización del trabajo asalariado y no asalariado dentro y fuera del país.
La migración hacia el sureste estadounidense despegó en el Municipio de Pahuatlán a finales de los 80 primero hacia el estado de Texas; un flujo circular de hombre jóvenes otomíes (hñañús), originarios de San Pablito Pahuatlán, favorecido por redes de pertenencia étnica con pueblos vecinos del estado de Hidalgo, donde los migrantes hacia ese estado sureño encontraban trabajo estacional en granjas avícolas y porcinas. Irradiándose hacia la cabecera municipal, mayoritariamente habitada por mestizos, y hacia otros pueblos nahuas del municipio, el flujo se re dirigió en los años 90 hacia Carolina del Norte donde, finalmente, se había asentado la mayoría de los pahuatecos absorbidos por la pujante industria de la construcción. Masificándose de forma acelerada en los años 90, la migración de primera salida se contuvo de forma abrupta entre 2007 y 2008, coyuntura de la crisis económica y financiera en Estados Unidos (D´Aubeterre, Rivermar y Binford, 2014).
La velocidad en la que se sucedieron migración, retorno y reingreso a Estados Unidos en la vida de Elisa Vázquez, ilustra un ciclo corto de “migración acelerada” en la Sierra Norte de Puebla hacia el sureste estadounidense. En compañía de su joven su marido,
Elisa, oriunda de Pahuatlán, migró por primera vez a Carolina del Norte en 1998, cuatro años después de la firma del TLC y de la devaluación de la moneda mexicana frente al dólar en un 59% y del desplome de la caficultura local, ya desregulada, con el desmantelamiento del IMECAFE una década atrás (Macip, 2005). El municipio de Pahuatlán inició entonces su rápida reconversión hacia una economía de servicios. En su primer cruce Elisa tenía 19 años y apenas había concluido la educación secundaria. Sabía que otras pahuatecas habían migrado antes y residían en Carolina del Norte.
Datos arrojados por una encuesta aplicada en 2010 a 135 hogares (D´ Aubeterre, Rivermar y Binford, 2014) muestran que 56% contaba al menos con un migrante activo, algún retornado de Estados Unidos en los tres años anteriores o con experiencia migratoria aún más añeja. La migración de primera salida de las pahuatecas fue, comparativamente, más tardía, concentrada en un ciclo más corto y de menor escala que la masculina; ellas representan la cuarta parte de los 174 migrantes registrados en estos hogares. La mayoría ingresó a Estados Unidos entre 1997 y 2003 en compañía de su pareja; más de la mitad antes de cumplir 30 años. Sin embargo, resalta que más de la cuarta parte eran solteras en su primera salida; la mitad ocupaban la posición de hijas y, aunque solteras, algunas ya contaban con un hijo.
Las entrevistas a profundidad que realizamos en Durham en 2013 y 2014 revelan que las pioneras fueron, justamente, mujeres con el referido perfil, aquellas que viajaron “solas”. Fueron las cabezas de puente que facilitaron el movimiento de otras mujeres, hermanas y amigas solteras, con o sin hijos. Pronto, todas se iniciaron a la vida conyugal y, en su caso, promovieron tiempo después la reunificación de sus pequeños hijos, trasladados a Durham en su primera infancia. La formación de uniones al poco tiempo del arribo es una tendencia que también observé entre inmigrantes de origen nahua del centro del estado de Puebla, asentadas en el Este de Los Ángeles en los 90. Entre algunas entrevistadas en Durham se emplea la frase de “casarse por necesidad”, una estrategia de protección o blindaje frente al asedio de los varones y al mismo tiempo obligada para sortear las penurias económicas que rodean a estas trabajadoras de bajos ingresos. Debb- Sosa y Bickham Mendez (2008: 16) también registran estas prácticas y discursos entre inmigrantes salvadoreñas establecidas en Virginia y en Carolina del Norte.
Este singular patrón de movilidad “sospechosa” (Juliano, 2002) de un puñado de mujeres “solas” que identificamos entre la primera cohorte de jóvenes mujeres migrantes desligadas de las tareas de cuidar a hijos y esposos, se ajusta a las características de esos inmigrantes (usualmente varones) que “están allí solamente para trabajar”: cuerpos jóvenes, híper-móviles, disponibles, confiables, desechables, deportables, sujetos a esa posición de permanente emergencia e inestabilidad que define a los inmigrantes no autorizados (Smith, y Winders, 2007: 62 y ss). Este patrón de movilidad, más bien excepcional entre las pahuatecas al despuntar la migración en el municipio, rápidamente cedió paso al esquema de migración conyugal sin hijos, tal como Damián y Elisa.
En 1998 a su arribo a Carolina del Norte, la pareja encontró vivienda barata en el condado de Durham, una zona en la que la población mexicana establecida en el área de Raleigh-Durham-Chapel Hill (el llamado Triangle Research) registró un crecimiento de 704.7% entre 1990 y 2000 (Mohl: 2003: 39). En ese lugar, Damián, al igual que decenas de
pahuatecos, ya había acumulado alguna experiencia en cuadrillas móviles de trabajadores de la construcción, frágiles eslabones de las cadenas de subcontratación de una industria en pleno auge en los 90 (Rivermar y Flores, 2015). Elisa, por su parte, inició una errática trayectoria laboral, ganando 4.50 dólares la hora; primero en una “tiendita mexicana”; luego en una fábrica de suéteres para militares en un reestructurado sector textil y de la manufactura de ropa, debido a las presiones de la avanzada des-industrializadora y la competencia global (Minchin, 2012; Smith y Fureseth, 2006; Kasarda y Johnson, 2009). Allí le pagaban 5.50 dólares la hora, salario que, eventualmente, ascendía a 8.50 cuando lograba “meter” un par horas de over time. Abandonó este empleo en el año 2000, cuando nació su primera hija. Pasados tres meses, pudo ingresar a una lavandería industrial donde ganaba un poco menos, pero trabajaba un mayor número de horas a la semana lo que compensaba, relativamente, la falta de un segundo empleo de tiempo parcial (part time).
El nacimiento de un segundo hijo, una desgastante rutina laboral, ingresos bajos y el aumento de los costos para pagar a una cuidadora diaria para sus dos hijos, precipitaron su decisión de volver al pueblo en 2003. Aunque sujetados al imperativo del doble salario familiar, (Fraser, 2008, 2015; Federici, 2015) y la tiranía del part time, los ingresos no ajustaban para el mantenimiento del hogar: trabajo inestable, salarios bajos —acaso complementarios— y horarios impredecibles no justificaban el sacrificio de delegar la atención de sus hijos en “una extraña”, pagar su salario, poder enviar dinero a su madre y avanzar en la construcción de una vivienda en Pahuatlán.
Segunda llamada: el retorno al pueblo
A su regreso a México, el grupo familiar ampliado con dos pequeños nacidos en Carolina del Norte se estableció en Pahuatlán. Pasados unos meses, Damián volvió a su trabajo en la industria de la construcción en Durham, separación que anunciaba el progresivo quiebre de la relación conyugal. Las remesas de Damián no eran constantes, siempre sujetas a la alzas y bajas de la industria y a la crudeza de los inviernos en ese lugar. Elisa se hizo cargo de un pequeño negocio instalado con los ahorros traídos del norte; pero, con frecuencia, las pérdidas superaban las ganancias y lo ingresado apenas alcanzaba para mantener a dos hijos y una madre dependiente, ya retirada después de trabajar toda una vida en fábricas en la Ciudad de México o en el empleo doméstico.
Entrevistamos por primera vez a Elisa en 2007, cuando las noticias de la caída del empleo en la construcción en Carolina del Norte cundían en toda la Sierra. Nuestra encuesta de 2010 confirmaba lo que ya estaba en boca de todos en los años de la crisis: “en Pahuatlán la migración al norte se había acabado”. En efecto, la migración de primera salida a Estados Unidos comenzó a declinar desde 2001, año de los ataques en la ciudad de Nueva York; al despuntar la década los eventos migratorios disminuyeron casi a la mitad, tendencia que se mantuvo entre 2005 y 2007, cuando el número de primeras salidas cayó abruptamente en 2009. Sin embargo, la tasa de retorno femenino en la cabecera municipal desafió los cálculos más pesimistas: en 2010, las migrantes activas superaban en siete puntos porcentuales a las retornadas en los años de la coyuntura de 2007-2008. En comparación con las migrantes activas, las retornadas contaban con
menos de diez años de residencia en Carolina del Norte, sin embargo, habían procreado allí sus primeros hijos. No encontramos entre las retornadas a madres con hijos nacidos en México antes de migrar por vez primera. Las pioneras se mantenían en Durham. Nuestros datos indican que las madres de hogares binacionales resistieron los embates de la crisis y permanecieron en Carolina del Norte; mientras que las madres con hijos más pequeños y preescolares, nacidos en Estados Unidos, emprendieron la vuelta al pueblo con la expectativa de reingresar, a mediano plazo, a ese país en la procura de resituarlos en el lugar al que pertenecían, “porque allí nacieron”. Para ellas el retorno se asemeja a un estado de latencia antes de ser fagocitadas, nuevamente, por los ritmos de part time en restaurantes, hoteles, maquiladoras y el servicio doméstico en Carolina del Norte.
Tercera llamada: volver al norte
En 2011, pese el aumento de los riesgos y los costos de intentar un nuevo cruce fronterizo, corría la voz en Pahuatlán de que solo mediante visas de trabajo temporal podía retomarse el hilo de la vida en Durham y los proyectos interrumpidos por la pérdida de empleo o las deportaciones en aumento. Alentada por ese rumor, Elisa decidió jugarse la única carta que guardaba bajo la manga para hacerse con una visa H2A, reingresar a Estados Unidos y promover después la reunificación con sus hijos.
Decidida a volver al norte, vendió su negocio de refacciones ya a punto de la quiebra y algunas joyitas para financiar su proyecto. Reservó una suma de dinero para su madre quien, pese a no compartir la arriesgada decisión de Elisa, aceptó quedarse a cargo de sus nietos. Destinó otra parte al pago de un notario para obtener la autorización del viaje de sus hijos a mediano plazo, después de negociar el consentimiento y el apoyo del padre de los menores, quien firmaría el documento llegada la ocasión de trasladarlos a Durham. Finalmente, la mayor parte del dinero reunido por Elisa fue a dar a manos de un traficante de visas de trabajo temporal quien, a cambio de 35,000 pesos, facilitó el cruce autorizado y un largo traslado en autobús de Monterrey a Nuevo Laredo y, de allí, el viaje a Atlanta. No todos los pasajeros iban al encuentro de empleo en los campos agrícolas y las empacadoras en aquel estado de la unión americana. A otros más, que emprendieron con ella la fuga de Atlanta, los esperaban familiares en Virginia o Tennesse. Ya establecida en Durham, Elisa recibió el cobijo de paisanos.
[…] el departamento era pequeño, éramos tres, no me cobraban mucho, me cobraban poquito. Nada más era una recámara, la sala, la cocina, todo pequeño; yo me quedaba en la sala, ellos en el cuarto, pero yo pagaba bien poquito.
Gracias a ese apoyo, Elisa se reactivó como trabajadora sola, libre de cargas, confiada en que había dejado a los suyos a buen resguardo.
[…] no encontré trabajo rápido, todavía estuve como dos meses sin trabajar, porque llegué en agosto, cuando está un poco bajo Y, aparte, porque no tenía carro, no tenía cómo moverme. Trabajo sí había, pero lejos, como ahorita, los trabajos que tengo están lejos; pero cuando llegué no tenía cómo moverme, yo me iba caminando a
buscar trabajo a las tienditas que estaban cerca de donde yo vivía, no podía ir a otro lado.
Su amiga y casera, también le facilitó el encuentro con su primer empleo en una empacadora de calcetas, iban y venían del trabajo en el coche de ella. Recuerda aún su salario bajo y a destajo, ingresos inestables:
[…] pagan bien poquito, nos pagaban por producción, teníamos que hacer producción ahí, depende de las cajas que hacíamos y hay unas que estaban fáciles nos pagaban 25 centavos por caja y otras que estaban bien, pagaban un dólar. Había días que ganábamos 50 dólares y había días que ganábamos 90 y había días que ganábamos 16 dólares al día. Un día ganabas 80 y al otro día 16 dólares. Así era, así nos salía el cheque […]
Liberarse de las ataduras de los raites y ganar movilidad era su gran ambición. Aunque carecía de licencia y en esos años ya era imposible obtenerla debido a su condición irregular, poseer un automóvil era la clave para incursionar en varios empleos. Por ello aceptó un part time hasta altas horas de la noche en un restaurant cercano a su departamento compartido, en una zona donde residía una gran cantidad de hispanos, antes vecindarios ocupados por afroamericanos. Día a día, incrementaba su disciplina para trabajar intensamente, asegurar un modesto consumo y apuntalar, vía remesas, la manutención de sus hijos y su madre en su lejano pueblo. El cuerpo-trabajador-flexible se rediseña para activar al máximo sus capacidades productivas y contener sus potencialidades y necesidades reproductivas; a este fin, el trabajo y los costos de la reproducción social son transferidos a otros lugares y personas y, por tanto, no entran en el cálculo de los salarios de estos trabajadores baratos (Cravey, 2003; Binford, 2013).
[…] trabaja yo en la mañana en la empacadora y en la tarde ahí, en las hamburguesas, hasta las once. Ya fui ahorrando todo lo que pude con los dos trabajos. Ya, cuando pude, me compré un carro por 2 mil dólares, así, de uso. Yo no estaba todo el día en la casa, nada más llegaba a comer, a dormir y bañarme, a veces, ni comía ahí en el departamento, porque en el restaurante comía. Ya luego, cuando empecé a trabajar, les empecé a mandar dinero a mis hijos, aunque sea poquito, lo que podía les mandaba. Por eso debía tener dos trabajos, porque uno era para ahorrar y otro para mandar. Y así me acostumbré, porque solamente así se puede, porque con un trabajo es nada más para irla pasando, pues si no, me hubiera quedado en Pahuatlán, para nada más ir comiendo y viviendo.
Elisa logró reunificarse con sus hijos en 2012, a costa de dormir poco y mal comer, con mayores ingresos que le proporcionaron dos empleos de tiempo parcial en reconocidos restaurantes del condado: uno en el centro de la ciudad, el segundo, en un lujoso centro comercial situado a más de media hora de distancia del primero. Diversos estudios han reparado en el carácter generizado de los lugares de trabajo y espacios de vida de estos inmigrantes (Debb-Sossa y Bickham Mendez, 2008; Smith & Winders, 2007): mientras que el trabajo masculino en la industria de la construcción hace visibles a los cuerpos de los inmigrantes no autorizados, el trabajo femenino puertas adentro en restaurantes y
hoteles bajo estos esquemas flexibles, oculta relativamente a estas trabajadoras de los ojos del público.
Un año después, a finales de 2013, entrevistamos a Elisa ya establecida en su nuevo hogar con sus dos hijos adolescentes, alojados en una pequeña vivienda que rentaba por 520 dólares. Había dejado atrás la condición de trabajadora sola, no así su hipermovilidad para desplazarse entre las sombras (Federici, 2013) entre un empleo y otro, ya reconvertida en proveedora y, a la par, en cuidadora que retomaba ese sutil trabajo de hacer la vida vivible para ella y sus hijos, “hipervisible” en sus afanes de arraigo en esas fronteras cotidianas para acceder a los servicios de clínicas, escuelas, etc., transitadas por las mujeres en la procura del bienestar para sus hijos. En su calidad de madre con dependientes Elisa se transformaba en “madre soltera de bajos recursos”, visible para el estado fuera de los lugares de producción (Smith & Winders, 2008; De Saxe Zerden, et al., 2013). Se ufanaba de mantener sus dos part time y lograr, con sacrificios, proveerles a sus hijos de un mejor entorno de vida:
Ya cuando llegaron mis hijos rentamos aquí, compramos las camas, tampoco la pude amueblar rápido, como yo hubiera querido, yo no contaba con ese dinero… Porque cuando vas a rentar una casa tienes que pagar el depósito de la luz, como es la primera vez tienes que pagar el depósito de la renta.
Por rentar la casa esta fue más de 2,000 dólares la pura casa, sin nada, y todo lo que ya le había comprado cuando llegaron, ropa, zapatos […] todo. Lo único que les compré fue la pantalla esa de TV, se las compré porque yo me voy a trabajar todo el día y ellos ¿qué van a hacer todo el día, solitos, sin nada? Ya les compré la pantalla y la antena […] Tenían dos camitas, en la grande se dormía Sandra y yo y en la otra Darío. […] Ya nada más con eso y mi licuadora. Nada más eso tenía; hace como un año nada más eso teníamos. Y ya no tenía oro, ni nada para empeñar.
Además de asegurarles casa, ropa y enseres, pronto Elisa gestionó el ingreso en escuelas, atención médica (medicaid) y acceso a los subsidios básicos:
[…] yo apliqué primero que nada para las estampillas, aquí le dicen la food stamps, que es que les dan la comida a los niños, ahorita tengo una tarjeta, esa se la dan a todas las personas de bajos recursos que tienen niños, hijos pequeños… Mi hija tiene 16 años, yo creo que ya este año ya va a ser su último año que le dan, porque supuestamente les dan 200 dólares por niño de comida al mes, a mí solo me dan 250 por los dos. Como soy madre soltera sí los aprobaron, somos de bajos recursos, les dan a los niños de bajos recursos.
Además de subvenciones y becas escolares, ha logrado hacerse de sólidos argumentos para reaccionar con dignidad frente a narrativas humillantes que criminalizan a las trabajadoras inmigrantes pobres por recibir asistencia social inmerecida a costa de privar a las poblaciones nativas de mayores subsidios y mejores servicios. Frente al embate neoliberal que las inculpa por depender de los fondos de los contribuyentes (Fraser,
2015), estas mujeres reclaman respeto porque mantienen a sus hijos solas, internalizan de manera contradictoria el discurso del individuo que se hace a sí mismo con esfuerzos, al que tristemente ha contribuido ese feminismo “domesticado” (Fraser ,2015). Pero, a pesar de todos los enredos y subterfugios nativistas de esas narrativas que las inculpan por estar fuera de lugar e incrementar, vía una fertilidad estratégica, la población necesitada de ayuda, no asimilable al mainstream, Elisa reconoce la relación entre trabajo asalariado y reproducción social; entre el decaimiento de sus cuerpos flexibles y las subvenciones estatales, colocada en ese punto de tensión entre “seguridad social” ligada a su condición de asalariada versus “asistencia social” por su condición de “madre soltera pobre” (Fraser, 2003; 2015):
Cuando vamos a las tiendas pagamos impuestos de todo, entonces, es algo, y no es para nosotros, es para nuestros hijos, cuando estaba sola yo no pedía nada, es más, ni me iban a dar nada ¿verdad? Cuando estábamos solos era más fácil, pero ya con los niños ¿por qué no? Si nunca me han ayudado en nada, yo todo el tiempo he trabajado, tengo muchos años aquí, he dejado mucho dinero ¿por qué no vamos a pedir ayuda? No me van a meter a la cárcel por pedir ayuda para mis hijos.
Mientras, Elisa prosigue su extenuante rutina laboral, sujeta a las exigencias de la disponibilidad plena frente a la demanda de sus empleadores en los dos part time, reaccionando con la presteza de un cuerpo disciplinado en la permanente emergencia ante la ausencia de esa temporalidad regulada que distinguió al fordismo (Popke, 2011).
Cada semana me sale un schedule, un horario de trabajo, ahí me dice los días que voy a trabajar y de qué hora a qué hora. Lo que gano depende del horario de cada semana, no puedes trabajar en un trabajo más de 40 horas. Entonces, como son puros part times, a veces, en el de la noche es en el que meto más horas, pagan a
10.50 la hora, a veces meto hasta 42 horas, hasta 45, a veces gano 800, 750 a la quincena. En el de la mañana nada más meto 25, 30 horas a la semana. En el de la maña siempre gano 475 a la quincena, ahí pagan 9.20 la hora […] Si tengo poquitas horas, o si algún compañero quiere faltar me dice “¿puedes venir tal día por mí?” Si yo ese día estoy desocupado y yo quiero, puedo y voy, y ya metí otras 5 horas. Pero, si no quiero o no puedo, digo pues no, y me quedo con las horas que tengo.
La capacidad de reinventarse, cambiar horarios y rutinas, atender a giros inesperados y solventar el “trabajo de hacer la vida” (Smith & Winders, 2007) reclama, asimismo, el ocultamiento de emociones y contradictorias vivencias de la súper explotación:
[…] a mis hijos no les demuestro que estoy triste, que estoy cansada y que a veces ya no puedo, a ellos no les muestro nada. Ellos no me ven llorar; yo lloro o guardo mis sentimientos, así, como ahorita que ellos están en la escuela y que yo estoy sola, o en la noche que yo llego y me duermo, me pongo a pensar muchas cosas, pero ellos no saben lo que estoy pasando. Yo les digo: “ustedes nada más piden dinero, no saben si hay o no hay, o cómo yo me lo gano, qué es lo que hago” […] Porque ellos no ven cómo trabajo, ellos ven que llego muy noche. A veces siento feo […] porque cuando estén grandes, a lo mejor, me lo van a reprochar, que yo no estuve
con ellos mucho tiempo, porque es lo mismo que a mí me pasó con mi mamá. Yo nunca estuve con mi mamá, mi mamá siempre trabajó para sacarnos adelante a mí y a mi hermano.
“Pero no se puede tener todo”, asevera Elisa con resignación. Para pasar el mal trago encendimos la televisión. En la gran pantalla que domina la sala diminuta de la casa de Elisa, un vociferante locutor transmitía noticias en español. En esos días, (noviembre de 2014) entre las familias que visitamos, cundía el entusiasmo ante la promesa de una nueva iniciativa emitida por el presidente Obama, complementaria a DACA (Deferred Action for Childhood Arrivals), que había permitido que más de un millón de jóvenes indocumentados permanecieran en el país sin el peligro de ser deportados. El insufrible locutor insistía en el tópico. DAPA (Deferred Action for Parents of Americans and Lawful Permanent Residents), la nueva orden del ejecutivo, suspendería los procesos de deportación de cuando menos otros 4 millones de indocumentados cuyos hijos fueran residentes permanentes o hubieran nacido en Estados Unidos.
Elisa manifestaba una moderada expectativa frente a las prometidas reformas, incumplidas a la postre. Desde su reingreso en 2011, sigue enviando remesas a su madre y no vacila en su empeño de concluir su casa en Pahuatlán, un asidero de certidumbre para salirle al quite a las contingencias de su condición de trabajadora no autorizada. Tal como lo advierten Debb-Sosa y Bickham (2008: 16), estas inmigrantes se ven obligadas a poner en la balanza planes para sus hijos —quienes representan el futuro— y, por otro lado, las inseguridades y riesgos que rodean a sus presentes como inmigrantes deportables:
[…] mientras no tengamos papeles no sabemos cuándo nos van a correr de aquí, no sabemos cómo se van a poner las leyes, las cosas, o qué. Hay que pensar en todo. A mí sí me gustaría tener [casa] allá y tener casa aquí, en los dos lados. A veces me gustaría terminar mi casa allá y luego ver si puedo conseguir algo aquí, a lo mejor con el tiempo sí me compre una traila (casa rodante), porque te digo que sí es buena inversión una traila, pero me gustaría encontrar un parqueadero que me gustara y que me agarraran cerca las cosas, mis trabajos, las escuelas, no un parqueadero lejos, porque por allí dicen que también hay muchos retenes de la policía.
En 1990, 56% de los migrantes mexicanos establecidos en Carolina del Norte eran hombres adultos sin compañía cuyas edades estaban en un rango de 18 a 65 años. Pasada una década solo 42% tenía este mismo perfil. En paralelo, en seis estados del sur y sureste, incluido Carolina del Norte, los jóvenes adultos y niños latinos pasaron de 2.5% de la población en 1980 a 8% en 2005 (Zieger, 2012: 4). Tras estos cambios en los perfiles de las poblaciones migrantes procedentes de zonas desarticuladas del México rural cabe identificar transiciones en las vidas de las personas y los hogares, experiencias que encarnan en los cuerpos masculinos y femeninos de especial manera, considerando la reorganización del trabajo y el ataque sin tregua del neoliberalismo a la reproducción social.
Los esquemas emergentes de movilidad femenina documentados en este artículo están ligados a la reconversión y relanzamiento económico del Old South estadounidense y a mayores restricciones y controles fronterizos, que apuntalaron en la Sierra norte de Puebla la transición de una migración laboral/temporal hacia una migración de poblamiento de prolongadas estancias en el lugar de destino. La noción de migración acelerada, retrabajada desde los aportes del feminismo marxista, permite no solo identificar contrastes en la geografía de la migración de acuerdo a la antigüedad de estas corrientes originadas en distintas regiones de México. Es útil además para interrogarse sobre subjetividades, prácticas emergentes y experiencias de clase modeladas por el género, procesos dificiles de captar estadísticamente, que reclaman acercamientos etnográficos de largo aliento en los distintos sitios de la producción y la reproducción en las que se configuran estas nuevas clases trabajadoras.
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Vol 28, N°1
Esta revista fue editada en formato digital en marzo de 2019 por su editorial; publicada por el Fondo Editorial Serbiluz, Universidad del Zulia. Maracaibo-Venezuela
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