Espacio Abierto Cuaderno Venezolano de Sociología Vol.28 No.2 (abril-junio, 2019): 71-83
Isabel Salazar Bravo*
El presente trabajo se propone problematizar el proceso de juridización de lo indígena acontecido desde los años ochenta y profundizado en la década de los noventa en la región latinoamericana, en un contexto de internacionalización de los usos políticos de las categorías culturales. Pormedio de la discusión teórica y la indagación en fuentes secundarias referentes al caso del extractivismo del litio en el noroeste argentino, se analiza la relación entre los derechos humanos, los pueblos indígenas y el extractivismo, atendiendo a los mecanismos por los cuales se vehiculizan las demandas y reclamos de las comunidades indígenas que habitan estos territorios.
derechos humanos; globalización; litio.
Recibido: 03-12-2018 / Aceptado: 06-02-2019
* Universidad de Buenos Aires. Argentina.
Juridization of the indigenous: Globalization from above or Globalization from below? The case of lithium extractivism in thNorthwest Argentina.
The present work proposes to problematize the process of juridization of the indigenous thing happened since the eighties and deepened in the decade of the nineties in the Latin American region, in a context of internationalization of the political uses of the cultural categories. Through the theoretical discussion and the investigation into secondary sources referring to the case of lithium extractivism in northwestern Argentina, it analyzes the relationship between human rights, indigenous peoples and extractivism, taking into account the mechanisms by which the demands are carried out. and claims of the indigenous communities that inhabit these territories.
Sin duda, la acumulación originaria de capital constituye la marca fundante de la relación entre pueblos indígenas y extractivismo en nuestra región. Esta extracción incansable de recursos naturales transformó profundamente el régimen de tenencia de la tierra en nuestras latitudes y, por medio de esta, pauperizo las condiciones de vida de quienes habitaban y habitan estos territorios, expulsándolos de éstos o sometiéndolos al nuevo modelo de acumulación.
Este proceso es institucionalizado con la conformación del Estado-nación, justificado mediante la ley que dicta quienes son ciudadanos legítimos y quienes no lo son. Esta constitución de lo nacional se configura por medio del relato de la modernidad colonial, que se erige en la pretensión de universalidad de una cultura provinciana, Europa. (Dussel, 2003).
Si bien existen configuraciones particulares para cada uno de los nacientes Estados- nación de la región, existen rasgos en común: “la cuestión indígena”, el extractivismo, y la propiedad privada son tres elementos cruciales para dar cuenta de la escisión epistemológica y consecuente epistemicidio (Sousa Santos, 1997) y genocidio sobre el que se organiza la nueva administración nacional: civilización o barbarie. Las legislaciones acontecidas en estos años otorgan fundamento jurídico al despojo de tierras habitadas ancestralmente por comunidades indígenas, por medio de la privatización de la propiedad agraria y, a
través de esta, la desarticulación de las tierras comunales. En tanto, la conformación nacional se consolida por medio de un etnocidio que es heredero de la violencia colonial.
Desde aquí, comenzamos con el epicentro de la problematización en torno a los derechos humanos: La cuestión de la universalidad, “la pregunta de la universalidad es una pregunta particular, una pregunta cultural de Occidente” (Sousa Santos, 1997: 6).
¿Globalización desde arriba o globalización desde abajo?
Adentrarnos en la cuestión de la universalidad de los derechos humanos nos arrastra hacia escisiones muy profundas, de largo aliento, las cuales conocemos/sentimos a “flor de piel” por la categorización que nos otorgó la modernidad.
Desde la caracterización que desarrolla Sousa Santos (1997) sobre los diferentes modos de producción de la globalización, podemos ir delineando las posibilidades que brindan los derechos humanos para una vía emancipadora. Pero, ¿qué entiende este autor por globalización? “es el proceso por medio del cual una condición o entidad local dada tiene éxito en extender su rango de acción sobre todo el globo y, haciéndolo, desarrolla la capacidad de designar a una condición o entidad rival como local” (Sousa Santos, 1997:3). Lo que nos lleva a comprender este proceso de forma dual: la globalización es la globalización exitosa de un localismo dado, pero también, implica localización. Entonces la globalización conlleva asimetría, asimetría que se ha encarnado en múltiples binomios; global-local, universal-particular, derecho-cultura (y la lista continúa).
Según esta caracterización, más que hablar de globalización, deberíamos hablar de globalizaciones, ya que los modos en que esta se produce son variados. Uno de estos modos de producción, sería, en palabras del autor, el localismo globalizado, bien sabemos cómo latinoamericanos cómo se configura este globalismo y las relaciones asimétricas que produce, es la forma que adquieren los países “centrales”. En contraposición, el globalismo localizado se impone a los “países periféricos”. Con esta producción dicotómica de localismos globalizados / globalismos localizados se configura el sistema-mundo. Para el autor, estos globalismos son los que se producen desde arriba, son las formas hegemónicas que adquiere la globalización.
Pero existen otros modos de producción de lo globalización que nos menciona el autor, son los que nos parecen relevantes para abordar los derechos de los pueblos indígenas y la problemática extractivista en la región, por referirse a formas contrahegemónicas de producción de globalismos desde abajo. Por un lado, nos menciona el Cosmopolismo “las formas prevalentes de dominación no excluyen la oportunidad de que Estados- nación, regiones, clases y grupos sociales subordinados y sus aliados se organicen transnacionalmente en defensa de sus intereses comunes percibidos, y usen para su beneficio las capacidades de la interacción transnacional creada por el sistema mundial” (Sousa Santos, 1997: 5). Desde esta producción de la globalización adquieren sentido las luchas y resistencias de los pueblos indígenas contra la expropiación de sus territorios y la degradación de los bienes comunes de la naturaleza, junto al reclamo de mayor participación en el control y gestión que se hace de éstos. Una evidencia de este uso beneficioso de la interacción transnacional es el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, ratificado por 14 países de América Latina, el año 2000 por Argentina. Dicho convenio
establece, entre otras cosas, la consulta previa y el consentimiento libre e informado sobre las medidas comerciales/administrativas propuestas, susceptibles de afectar directamente a los pueblos mencionados. Como también lo es, la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, adoptada en el 2007.
Podemos relacionar el cosmopolismo que menciona Sousa Santos (1997) con el “activismo legal transnacional” que expone Mac Dowell Santos (2007), este activismo refiere a la priorización de la acción jurídica ante tribunales internacionales y organismos cuasi judiciales. Ong’s locales y transnacionales, movimientos sociales y organizaciones de base forman alianzas que activan una movilización legal transnacional, por medio de esta organización se encauzan las demandas y peticiones ante organismos internacionales, tales como, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
Vale recalcar, que si bien la resistencia indígena frente al despojo y usurpación de sus tierras ancestrales data de hace siglos con diversas formas de lucha a través de la historia colonial y republicana, estos “usos beneficiosos” de la interacción transnacional tienen lugar en un proceso que ha sido definido como “emergencia indígena”, esto es “la presencia de nuevas identidades y expresiones étnicas, demandas y reclamos de las poblaciones indígenas” (Bengoa, 2009: 8), haciendo alusión a un primer ciclo originado en los ochenta y profundizado durante la década del noventa, centrado en la reconstrucción de las identidades étnicas y en la autonomía política, económica y cultural de estas, en los que se destacan procesos tales como: el levantamiento indígena liderado por la Confederación de Nacionalidades indígenas de Ecuador en 1991 que transformó la estructura sociopolítica del país, y en 1992 el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en México, que pone en el centro del debate la marginación indígena y la urgencia de sus reinvindicaciones. Para Bengoa (2009) este primer ciclo se agotó a fines de los noventa, dando paso a un segundo ciclo, marcado por la presidencia de Evo Morales en Bolivia, y la participación local e institucional en su gobierno de líderes indígenas, lo que da cuenta de su particularidad, ya que en este proceso la etnicidad y la ciudadanía no entran en contradicción, sino al contrario, entran en comunión apartando la idea del repliegue de estas comunidades, y ampliando el concepto de etnicidad al de ciudadanía. De la mano de este proceso, ha adquirido centralidad en el plano nacional-institucional el desarrollo de políticas sociales destinadas a los pueblos indígenas, junto a la afirmación de sus derechos por reglamentaciones constitucionales e internacionales. De este modo, se fueron desarrollando los procesos de juridización y criminalización de la cuestión indígena.
En términos de Fraser (2000), podemos visibilizar los usos políticos de las categorías culturales de estos años, en los que, como expone la autora, las luchas por el reconocimiento se han convertido en la forma por antonomasia del conflicto político a fines del siglo veinte, arraigadas en las banderas del nacionalismo, la etnicidad, el género, la raza o la sexualidad. De este modo, las diferencias son resaltadas y las interacciones obstruidas, el interés de clase reemplazado por la identidad de grupo, la explotación por la dominación cultural y, la redistribución económica por el reconocimiento cultural. La gran paradoja es que “las luchas por el reconocimiento tienen lugar en un mundo en donde va en aumento la desigualdad material” (Fraser, 2000:126). Lo que nos viene hablar sobre la internacionalización de la politización de la diferencia, que es ambivalente, al tiempo que
incluye por medio de una política de reconocimiento también puede producir exclusión, posteriormente desarrollaré más esta idea.
Ahora bien, no hay que perder de vista la importancia de no quedarse en lo meramente discursivo, en innumerables ocasiones no son respetados los mandatos constitucionales ni los convenios internacionales. Las reformas constitucionales implementadas en los países de la región a fines de los ochenta y durante la década de los noventa, dan cuenta de esta juridización de lo indígena (Gómez, 1994), juridización de la diferencia, sin embargo, la ampliación de derechos es de un orden más discursivo que práctico. Se tiende a producir una imagen desfigurada, esencialista y lejana a la realidad de aquel “otro” al que se intenta, muchas veces con buenas intenciones, reconocer, legitimar y garantizar derechos. Como es el caso de la figura del “indio hiperreal”, que hiperexotizado, poco y nada tiene que ver con las condiciones de vida reales de quienes pertenecen a un pueblo indígena (Fonseca y Cardarello, 2005). Esto es muy visible en el caso de las relaciones de las comunidades indígenas con las empresas extractivistas y sus formas de resistencia/negociación, que desarrollaré más adelante.
Por otro lado, este impulso hacia la conformación del derecho indígena como política de la diferencia, anclado en la creciente judicialización de las políticas sociales y activismo jurídico de la sociedad civil (Abramovich, 2009), en Argentina tiene como correlato una vaga relación efectiva entre derecho indígena y políticas, en especial políticas sociales hacia estas comunidades, lo que deviene en resistencias y protestas que, en innumerables ocasiones, son reprimidas y criminalizadas por parte del Estado.
Siguiendo con los modos de producción de la globalización que expone Sousa Santos (1997), otra de las formas de producción de globalización desde abajo es “la herencia común de la humanidad “que refiere a asuntos globales, como por ejemplo, el cambio climático. Pues bien, en lo que atañe a los derechos de los pueblos indígenas y su vinculación con los procesos extractivistas, vemos que esta forma de producción también está implicada en estas luchas. Ambas formas de producir la globalización, cosmopolismo y herencia común de la humanidad, dan cuenta de formas contrahegemónicas de comprender los derechos humanos, desde donde es posible encontrar una vía emancipadora. Ambos globalismos desde abajo desbaratan la concepción de universalidad de los derechos humanos, su operatividad como localismo globalizado, para dirigirse hacia su carácter multicultural. En esta dirección sería posible desanudar las tensiones dialécticas de la modernidad occidental, que tambalean entre la regulación y la emancipación, entre Estado y sociedad civil, entre Estado-nación y globalización.
Desde esta línea, profundizaré en lo que mencioné anteriormente: una política de reconocimiento también puede producir exclusión. Si para Sousa Santos (1997), la posibilidad de resquebrajar estas tensiones propias de la modernidad Occidental se encuentra en la doble habilitación de los derechos humanos, como política reguladora/ emancipadora, siempre desde su comprensión multicultural, para Fraser (2000), la afirmación de una política de reconocimiento de las reinvindicaciones culturales es por antonomasia la forma del multiculturalismo. Esta afirmación no produce una desestabilización de la estructura en la que reposan las injusticias culturales sino que atenúa sus efectos. Esta idea es coherente con la configuración que adoptan los Estado-
Nación en la década de los noventa, declarándose “multiculturales” ampliando derechos a los pueblos que integran el territorio nacional, en el discurso, en los documentos constitucionales, pero pocas veces transformando sus condiciones reales de vida. Esto nos lleva a pensar en “la juridización del derecho indígena a la diferencia cultural” (Briones, 2005: 11), donde los estados se declaran como multiculturales, reconocen la diversidad de pueblos que componen su territorio, al tiempo que, profundizan la expropiación de los recursos naturales y la privatización de servicios sociales indispensables para la vida humana. Justamente, la agenda de los derechos humanos se engorda en el momento en que el socialismo es difuminado del horizonte emancipador tras la caída del muro de Berlín, y el neoliberalismo se extiende a escala global.
Fraser (2000) sostiene que las luchas por el reconocimiento pueden contribuir a las luchas por la redistribución. Desde esta idea, enfatiza en la urgencia de desarrollar una teoría crítica del reconocimiento que logre un diálogo entre las políticas de la diferencia, tan características de estos años, con las políticas de la igualdad. La solución que desarrolla para el dilema reconocimiento-redistribución, es decir, para abordar las injusticias culturales y económicas, se aloja en una salida a la ambivalencia de la afirmación de la identidad. Esa ambivalencia que, al tiempo que da luz a una existencia propia, desdibuja esa igualdad necesaria para no hacer de esta una existencia más propia que otras. Es que una política de reconocimiento tiende a solidificar la especificidad de grupo, por el contrario, una política de la igualdad demanda una no especificidad de este. La solución que desarrolla Fraser para poder conjugar lo que en realidad no está disociado, es la transformación del orden social que da sustento a esas diferencias, sean culturales o económicas. Esto nos lleva a pensar en la tensión entre los derechos individuales y los derechos colectivos, entre la pretensión de universalidad de los derechos y su carácter multicultural.
La “política y legalidad subalterna y cosmopolita” de los derechos humanos a la que se refiere Sousa Santos (1997) como vía emancipadora, junto a la solución transformadora del dilema “reconocimiento-redistribución” que expone Fraser (2000), logra dar luz a una política de ddhh que sea una potenciación del camino socialista de ampliación de derechos pero coagulado a las características locales. Esta sedimentación entre ambos, rasga todo intento de jerarquización de una sobre otra, lo que permite ahondar en una hermenéutica diatópica (Sousa Santos, 1997) que comprende a una cultura como incompleta, inacabada, permeada constantemente por un diálogo transcultural en el que se ponen en cuestión incesantemente las propias construcciones.
El gran problema de las democracias liberales es justamente esta idea de universalidad/ individualidad de los derechos humanos. Esta idea obtura las solidaridades y derechos colectivos, como es el caso de los pueblos indígenas y su relación con la tierra. Por este motivo, el campo de los derechos humanos es un terreno fértil para movilizar un debate controvertido al interior de las ciencias sociales, hablo de la conocida discusión entre relativistas y universalistas
A principios del siglo xx el relativismo cultural fue la posición ética de los antropólogos en su lucha contra la misión civilizadora occidental (Merry, 2010), esta posición condujo a una mirada esencialista y totalizadora de la Otredad constitutiva de la modernidad. Pareciera que la llamada globalización hizo estallar esta relativización, pasando de ser una postura ética, a ser condenada por su fuerte sesgo etnocéntrico.
Afirmando la dificultad de la resolución del dilema particularismo/ universalismo, existe un consenso, como bien expone Da Silva Catela (2008), sobre la centralidad de comprender los derechos humanos enraizados a las luchas que sostiene cada sociedad o grupo según sus propias gramáticas. En otras palabras, enfocar el análisis en la apropiación local que se hace de legislaciones internacionales en torno a los derechos humanos, cómo se materializan los marcos normativos globales en los marcos locales, y cómo una determinada cultura es tolerable o tolerada según estos criterios. Esto nos conduce hacia la relación entre cultura y transnacionalismo, entre derechos de grupos o colectivos y derechos individuales. Nos lleva hacia la urgencia de trascender el debate entre universalismo y relativismo, tan perjudicial para una concepción emancipadora de los derechos humanos. La efectividad de las ideas sobre los ddhh depende de la traducción de estas al ámbito local, situarlas al contexto local de poder y significados (Merry, 2010), lo que posibilita la construcción de un diálogo transcultural que aporta al reconocimiento de los derechos del grupo, como también, da cuenta del carácter cambiante, transformador, híbrido y poroso de la cultura. Activar un diálogo transcultural, sólo es posible si se comprende a la cultura como un espacio conflictivo. Merry expone cómo contribuyó una comprensión esencialista de la cultura al debate entre universalismo y relativismo en la década del noventa, debate que se concentró en la tensión entre mantener estándares globales de justicia social y respetar las prácticas culturales globales. Este esquema dual, rígido, no permite la transformación de las condiciones estructurales que dan sustento a las injusticias tanto económicas como culturales, tampoco posibilita la transformación y posibilidades de cambio de las prácticas culturales locales.
Es importante señalar el carácter multinacional de las democracias, en estas se visibiliza un grupo mayoritario y una o más minorías nacionales. Estas minorías nacionales corresponderían a “las culturas históricamente asentadas, territorialmente concentradas y anteriormente autónomas cuyo territorio ha sido incorporado a un estado mayor” (Kymlicka, 1999:127) ¿Cómo dialoga en este caso la construcción nacional liberal con los derechos de la minoría? Kymlicka (1999) se pregunta sobre la razón del surgimiento de los movimientos nacionalistas y su relación con las instituciones democráticas liberales. Esta pregunta sobre el surgimiento de estos movimientos nos dirige hacia una salvedad fundamental: la idea de un estado culturalmente neutral es un mito. Esta salvedad es central para visibilizar las relaciones de poder que se desarrollan entre grupos mayoritarios y grupos minoritarios en Estados que se declaran como multiculturales. Los grupos minoritarios han resistido por mantener su diferencia, esta diferencia ha sido un dilema constitutivo de las democracias liberales, la dificultad de reconocer la conexión entre los derechos individuales y colectivos, estos últimos incurren un gran miedo a la corriente universalista liberal, la razón sería la oposición de estos a los derechos individuales, que comprenden como universales. Lo que expone Kymlicka (1999) está estrechamente
vinculado con la crítica al ideal de ciudadanía universal que desarrolla Young (1996). En esta crítica, la autora hace referencia a cómo este ideal de ciudadanía ha dirigido el impulso emancipatorio de la política moderna, haciendo a ciertas personas más ciudadanos que a otras.
En este sentido, es relevante señalar la construcción social e histórica de la categoría “indígena” que se tornó una categoría central para las reinvindicaciones culturales de los pueblos indígenas desde la década del noventa en América Latina, evidenciado en la multiplicación de personerías jurídicas otorgadas a las comunidades indígenas y el notable incremento en los censos de quienes se autodefinían pertenecientes a una comunidad originaria (Cardarello y Fonseca, 2005). Esto da cuenta del carácter performativo del discurso, al tiempo que la construcción de esta categoría va adquiriendo mayor valorización al asociar las luchas de los pueblos indígenas con la problemática ambiental, se incrementa la capacidad para vehiculizar sus demandas y peticiones. Algo completamente evidente si prestamos atención al modo en que las reinvindicaciones indígenas han sido acogidas por organismos de derechos humanos internacionales, como también, han sido integradas en las reformas a las constituciones latinoamericanas. En el caso argentino, la Constitución de 1994 establece “reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos” (art. 75.17).
El proceso de juridización de lo indígena que tiene lugar en estos años, se plasma en las reformas en 12 constituciones de países de la región, inaugurando un nuevo vínculo del Estado – nación con los pueblos preexistentes a su conformación, pero como ya dijimos anteriormente, este nuevo vínculo muchas veces es netamente discursivo. Lo cierto es, que la forma en cómo se articula la normativa global con la local, la forma en cómo los pueblos indígenas dialogan con el sistema jurídico, dará lugar a diversas formas de acción, diversas formas de resistencias, y diversas formas de negociación.
Desde aquí, mediante la recopilación de fuentes secundarias en torno a los conflictos territoriales del extractivismo de litio en Salta y Jujuy, Argentina, (Argento y Zícari, 2017; Argento y Puente, 2015; Gobel, 2013; Jerez, 2018), buscamos dar cuenta de la traducción de las normativas internacionales, nacionales y provinciales por parte de los pueblos indígenas. Como también, al interior de los mismos. Recalcamos, no existe una homogeneidad en la forma de acción de las comunidades, más bien, éstas dependerán del contexto particular en la que se desenvuelven cada una de éstas.
En un principio comenté la relación entre derechos humanos, pueblos indígenas y extractivismo, y como rasgo fundante problemático de esta relación, la instauración de la propiedad privada amparada en la legislación de los nacientes Estados-nación. La problemática de la forma de tenencia de la tierra, es un componente central para comprender la tensión entre los derechos individuales y los colectivos.
Si bien, en el Convenio 169 de la OIT, artículo 13, se sostiene que “al aplicar las disposiciones de esta parte del Convenio, los gobiernos deberán respetar la importancia especial que para las culturas y valores espirituales de los pueblos interesados reviste su relación con las tierras o territorios, o con ambos, según los casos, que ocupan o utilizan de alguna otra manera, y en particular los aspectos colectivos de esa relación”, como también,
en el artículo 17 se sostiene “deberán respetarse las modalidades de transmisión de los derechos sobre la tierra entre los miembros de los pueblos interesados establecidas por dichos pueblos” desde donde se desprende el reconocimiento del derecho colectivo de las tierras indígenas legitimado en la autodeterminación de los pueblos. En la práctica, bajo el fundamento del resguardo de la propiedad privada, la visión liberal de las democracias tienda a restringir el carácter colectivo sobre la tenencia de la tierra, otorgando títulos de propiedad individuales. El liberalismo teme tan fuertemente al derecho colectivo porque este se funda en una idea de comunidad, y esta comunidad se produce y reproduce por medio de una gestión comunitaria de la tierra.
La fiebre por el “oro blanco” en la triple frontera de Argentina, Bolivia y Chile, está cobrando un rol protagónico en la región, dada la centralidad que ha adquirido la “transición energética” como mecanismo para combatir el cambio climático y la crisis energética. El denominado por la prensa “triángulo del litio” es alabado por las economías centrales para la fabricación, principalmente, de baterías para celulares, notebooks y automóviles del futuro, aludiendo al reemplazo del uso de hidrocarburos por este producto «más limpio», posicionándolo como recurso estratégico de las llamadas sociedades carbono cero.
Si bien, la extracción del litio se realiza en Argentina desde la década del noventa, siendo el Salar Hombre Muerto en Catamarca uno de los primeros proyectos de explotación, a partir del 2010 la incipiente minería del litio se ha intensificado en el noroeste argentino, dada el alza en la cotización internacional del mineral, y los menores costos de extracción en esta zona. Actualmente, se cuentan más de cincuenta proyectos en distintas etapas de desarrollo, 42 de éstos en las provincias de Salta y Jujuy.
Los principales proyectos en fase de explotación y exportación de carbonato de litio se desarrollan por parte del consorcio “Sales de Jujuy”, en el Salar Olaroz, ubicado en la localidad de Susques, este opera mediante una articulación entre la empresa estatal provincial JEMSE (Jujuy Energía y Minería S.A.) con el 8,5% de las acciones, la minera australiana Orocobre con el 66,5% y la automotriz Toyota con el 25 % de estas (Argento y Zicari, 2017). A poca distancia se encuentra el proyecto “Caucharí-Olaroz”, operado por la empresa EXAR (filial argentina de Lithium Américas), y la empresa chilena SQM, que proyecta una producción anual de 25 mil toneladas anuales (Jerez, 2018). Junto a éstos, el proyecto en fase de exploración en Salinas Grandes y Laguna Guayatayoc (Salta y Jujuy) operado por la minera Orocobre y Dajin Resources, ha sido frenado por la acción de las comunidades que habitan la zona.
Lo problemático de la extracción de este mineral a gran escala, al igual que otros minerales, son las cuantiosas cantidades de agua que se consumen en su extracción, en una zona extremadamente árida, esto sumado a las altas posibilidades de contaminación, dada la salinización de aguas subterráneas y el contacto del agua dulce de los acuíferos con las sales superficiales, amenaza las tareas de subsistencia, la recolección de sales superficiales, el pastoreo y la cría de ganado de las comunidades indígenas atacameñas y kollas que habitan la zona. Junto a esto, se denuncia la vulneración de derechos de las
comunidades indígenas, al no ser consultadas ni informadas por las autoridades y las empresas, violando la constitución y los tratados internacionales.
En torno al extractivismo del litio al interior de la comunidad indígena del noroeste argentino existen variadas posturas, estas posturas tienen profunda relación con el reconocimiento jurídico de propiedad comunitaria de su territorio ancestral. Este proceso de reconocimiento es bastante complejo, dado que las normas jurídicas aplicadas comúnmente bajo la forma de propiedad individual, no tienen correlación con la forma de posesión y propiedad comunitaria de las comunidades indígenas.
En el caso de las comunidades de Salinas Grandes y Laguna Guayatayoc, ubicadas en las provincias de Salta y Jujuy, noroeste argentino, donde habitan aproximadamente 7.000 personas en 33 comunidades atacameñas y kollas, aún no obtuvieron, en su gran mayoría, el reconocimiento jurídico de sus tierras. Pese a que este derecho es reconocido por el Estado Argentino en la Constitución Nacional de 1994, artículo 75, inciso 17, “garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural; reconocer la personería Jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano; ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos. Asegurar su participación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afecten. Las provincias pueden ejercer concurrentemente estas atribuciones”. Como también, la ley 26.160 declara “la emergencia en materia de posesión y propiedad de las tierras que tradicionalmente ocupan las comunidades indígenas originarias del país, cuya personería jurídica haya sido inscripta en el Registro Nacional de Comunidades Indígenas u organismo provincial competente o aquéllas preexistentes”. El trazado irregular del territorio y su forma de tenencia legitimado mediante la “palabra” se haya supeditado, generalmente, a la cooperación del abastecimiento de agua entre las comunidades, lo que ha incurrido en vastas dificultades para implementar esta ley de forma efectiva en base al reconocimiento al derecho colectivo sobre estas tierras.
Cabe resaltar, que en las comunidades señaladas la extracción artesanal de sal constituye una actividad central de subsistencia desde tiempos inmemoriales, gestionada mediante cooperativas comunitarias que han tenido como eje el cuidado del ecosistema. Por este motivo, a la llegada en el año 2010 de las empresas de litio se adoptó una postura de no aceptación a la explotación. En defensa de sus territorios en un horizonte del Buen Vivir, las comunidades se organizaron en la “Mesa de comunidades originarias de la Cuenca de Salinas Grandes y Laguna de Guayatayoc”. Como instrumento de lucha y resistencia, estas comunidades crearon el documento “Kachi-Yupi-Huellas de la sal, procedimiento de consulta previa libre e informada para las comunidades indígenas de Salinas Grandes y Laguna Guayatayoc” basado en el marco jurídico vigente en argentina. Este documento evidencia el “activismo legal transnacional” (Mac Dowell Santos, 2007) con el que se organizan y movilizan los movimientos sociales-indígenas, en su articulación con Ong’s, fundaciones y organismos defensores de los derechos humanos, en este caso, con el Servicio de Paz y Justicia (SERPAJ), Fundación Ambiente y Recursos Naturales (FARN), Consejo de Organizaciones Aborígenes de Jujuy (COAJ). Por medio de esta organización, el reclamo de estas comunidades llegó a la Corte Suprema (2012) y Naciones Unidas.
Pese a esto, aún no son garantizados los derechos de participación (Consulta previa libre e informada) ni el reconocimiento de sus tierras, derechos fundamentales garantizados por el artículo 75 de la Constitución Nacional y el Convenio 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas y Tribales (Ley 24.071).
A diferencia de las comunidades de Salinas Grandes y Laguna Guayatayoc, las comunidades de Susques, contiguas al Salar Olaroz-Cauchari en la Provincia de Jujuy, si obtuvieron el reconocimiento jurídico de sus tierras comunitarias entre los años 2003 y 2008 (Gobel, 2013). En este caso la postura fue otorgar las concesiones para la explotación, con la salvedad de participar en la gestión/control y en las regalías de la extracción de este recurso. Las empresas Orocobre y Exar comenzaron su intervención en las comunidades aledañas por medio de la estrategia de “Responsabilidad Social Empresarial” y de “Valor compartido”, desarrollando acciones asistenciales y de capacitación, tales como; el financiamiento de emprendimientos productivos que prestan un servicio a la misma empresa, donación de útiles escolares, financiamiento de torneos de fútbol, entre otros. Esto, sumado a la escasa relación directa de las comunidades con el salar, dada la imposibilidad de comercializar las sales provenientes de esta zona, por no ser aptas para el consumo humano, junto a su histórica situación de pauperización, dio a lugar a las posibilidades que podría brindar la explotación de este mineral para mejorar su calidad de vida, lo que ha configurado una red clientelar que no ha estado exenta de tensiones.
Al tiempo del otorgamiento de la licencia social de la comunidad a las empresas, se constituyó el colectivo “La Apacheta” (Argento, 2015). Este colectivo reclama la irregularidad en el proceso de otorgamiento de licencias que no contó con una Consentimiento Previo Libre e Informado a los pobladores, nuevamente pasando por alto las reglamentaciones constitucionales e internacionales. Según Jerez (2018), este colectivo está compuesto por 40 miembros pertenecientes a diversas comunidades, que se ven directamente afectados por la disminución del agua en los sectores aledaños al salar, dado que su actividad agropastoril se va amenazada. Por este motivo, se oponen a las negociaciones sostenidas por parte de un importante grupo de la misma comunidad con las empresas.
Lo que deja entrever la profunda contradicción en torno al reconocimiento al derecho indígena por parte de la Constitucional Nacional, como también, por parte de organismos internacionales, y los procesos extractivistas que se desarrollan en la región.
A través de los casos brevemente presentados, podemos afirmar la ambivalencia de la juridización de lo indígena en la región, específicamente, en lo que refiere al extractivismo y los conflictos territoriales que desencadena.
Para el caso de las comunidades indígenas de Salinas Grandes y Laguna Guayatayoc, se visibilizan claramente los modos de producción de la globalización que describe Sousa Santos (1997) como “Cosmopolismo” y “Herencia común”, en el sentido del Buen Vivir que moviliza la lucha de las comunidades, y las formas de organización que desarrollan mediante la articulación con diversos organismos tanto regionales como internacionales vinculados a los derechos humanos y la protección de los recursos naturales. Como revés,
también se visibiliza una “globalización localizada” del que es huella inevitable el no reconocimiento jurídico de sus tierras comunitarias. Por otro lado, existe una inclinación a ver estas luchas bajo una mirada esencialista que posiciona a los pueblos indígenas como insoslayables defensores de los recursos naturales.
Desde el caso de la comunidad de Susques, el reconocimiento jurídico de sus tierras ha aumentado la posibilidad declarada de mayor gestión y administración sobre los recursos extraídos en sus territorios, la participación de las comunidades en los beneficios económicos de esta extracción, siempre mínima, pero en la práctica no ha garantizado la información ni la participación sobre el control y gestión de la extracción del litio, derivando un “cosmopolismo” en un “globalismo localizado”, regido por las empresas mineras transnacionales, junto a vastas tensiones al interior de la comunidad.
Ambos casos nos arrastran a la posibilidad de inclusión / exclusión que brinda la juridización de lo indígena a las comunidades, dada la difícil trascendencia de la universalidad de los derechos hacia un diálogo transcultural que integre los derechos colectivos. De todos modos, a pesar de esta fundante dificultad de la política emancipadora de la modernidad Occidental, estas luchas dan luces de los retos y aciertos de una política de derechos humanos desde nuestra región.
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Vol 28, N°2
Esta revista fue editada en formato digital en junio de 2019 por su editorial; publicada por el Fondo Editorial Serbiluz, Universidad del Zulia. Maracaibo-Venezuela
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