Nota del editor.
Damos continuidad en este número a Separata, la sección de Espacio Abierto destinada a exponer documentos de comprobada trascendencia para la consolidación del pensamiento acerca de lo social.
A más de cincuenta años de la publicación de su obra fundamental, “Los condenados de la tierra”, la ocasión es propicia para presentar parte de la producción del reconocido intelectual Frank Fanon, cuyas ideas, a juicio de algunos estudiosos, contribuyeron por un lado, a desarrollos académicos, como la psicología crítica y el poscolonialismo, y por otro, a movimientos sociales, como el feminismo y la teología de la liberación.
Fanon nació en 1925 en Martinica, siendo colonia francesa. Cuando tenía 18 años, para unirse a la guerra contra Alemania, pasa a Dominica y se asimiló al ejército francés. Por su destacada participación recibió una alta condecoración; aunque al finalizar la confrontación, junto a los otros
soldados “no blancos”, fue concentrado en Provenza separado de los aliados victoriosos, concretándose la práctica del “blancamiento” de las tropas.
Volvió a Martinica, incorporándose a la campaña electoral de Aimé Césaire, uno de los creadores de la teoría de la negritud, candidato a la Asamblea de la Cuarta República Francesa; permaneció en la isla hasta terminar el bachillerato.
Para iniciar estudios de medicina y psiquiatría, Fanon regresó a Francia; graduándose en la Universidad de Lyon, en 1951. Supervisado por F. de Tosquelles, quien resaltaba los aspectos culturales en la práctica psicopatológica, comenzó su ejercicio
profesional. En Francia en 1952 publicó el primero de sus libros “Piel negra, máscaras blancas” y en 1953 se incorporó como Jefe de Servicio de un hospital psiquiátrico en Argelia, donde revolucionó el tratamiento, introduciendo prácticas de terapia social. En ese país realizó sus investigaciones sobre aspectos culturales y psicológicos, cuyos resultados publicó con el título “Los marabout de Si Slimane”.
En 1956 escribió la Carta Pública de Renuncia al Ministro Residente, en la cual rechazaba su pasado “asimilacionista”, comportamiento en base al cual los negros adoptan los valores de los subyugadores blancos y los resultados que eso produce, especialmente entre los subyugados. Como consecuencia fue expulsado de Argelia en enero de 1957.
Fue por un corto tiempo a Francia; luego se estableció en Túnez donde formó parte de un colectivo editorial revolucionario. Sus escritos de ese periodo fueron publicados bajo el nombre “Por la Revolución Africana”. A Fanon le fue diagnosticada leucemia en 1959; viajó a Rusia en busca de mejoría y en el periodo de enfermedad preparó su libro más importante: “Los condenados de la tierra”. Luego se trasladó a Estados Unidos para recibir tratamiento, falleciendo en enero de 1961 en un hospital de Maryland. Los dos últimos libros mencionados se publicaron post morten.
Algunos sostienen que sus reflexiones anteceden a las de pensadores como Michel Foucault, formando una de las bases del posmodernismo y el poscolonialismo
ARS.
Frank Fanon
Yo hablo de millones de hombres a quienes sabiamente se les ha inculcado el miedo, el complejo de inferioridad, el temblar, la genuflexión, la desesperación, el servilismo. Aimé Césaire, Discours sur le colonialisme.
La explosión no tendrá lugar hoy. Es demasiado pronto… o demasiado tarde. No vengo en absoluto armado de verdades decisivas.
Mi conciencia no está transida de resplandores esenciales.
Sin embargo, con toda naturalidad, pienso que sería bueno decir unas cuantas cosas que vale la pena que sean dichas.
Estas cosas voy a decirlas, no a gritarlas. Porque hace tiempo, bastante tiempo, que el grito salió de mi vida.
Realmente, queda muy lejos…
¿Por qué escribir esta obra? Nadie me lo había pedido. Sobre todo, no me la pidieron aquellos a los que va dirigida.
¿Entonces? Entonces, con calma, respondo que en la tierra hay demasiados imbéciles.
Claro que una afirmación como esta hay que probarla.
* Tomado de: Introducción; Parte I, “El negro y el lenguaje”; Parte II, “La mujer de color y el blanco”; Parte III, “El hombre de color y la mujer blanca”; Parte V, “La experiencia vivida del negro”; y de “A modo de conclusión”. Estos fragmentos se corresponden con la edición de 1952, de Éditions du Seuil.
Hacia un nuevo humanismo…
La comprensión entre los hombres… Nuestros hermanos de color…
Yo creo en ti, hombre…
El prejuicio de la raza…
Tomado de: Introducción; Parte I, “El negro y el lenguaje”; Parte II, “La mujer de color y el blanco”; Parte III, “El hombre de color y la mujer blanca”; Parte V, “La experiencia vivida del negro”; y de “A modo de conclusión”. Estos fragmentos se corresponden con la edición de 1952, de Éditions du Seuil.
Comprender y amar…
De todas partes me asaltan e intentan imponérseme decenas y centenares de páginas. Sin embargo, una sola línea bastaría. Una sola respuesta y el problema negro se despoja de su aspecto serio.
¿Qué quiere el hombre?
¿Qué quiere el hombre negro?
Si yo quisiese ganarme a pulso el resentimiento de mis hermanos de color, yo diría que el negro no es un hombre.
Hay una zona de no-ser, una región extraordinariamente estéril y árida, una cuesta esencialmente despoblada a cuyo término puede nacer un auténtico surgimiento. En la mayoría de los casos, el negro no goza el beneficio de realizar este descenso a los verdaderos infiernos.
El hombre no es solamente posibilidad de reemprendimiento, no es solo negación. La conciencia es actividad de trascendencia; si esto es verdad, hemos de saber también que esta trascendencia está transida por el problema del amor y la comprensión. El hombre es un SÍ que vibra con las armonías cósmicas. Arrancado de cuajo, dispersado, confundido, condenado a contemplar la disolución, una tras otra, de las verdades por él elaboradas, el hombre dejará algún día de proyectar sobre el mundo una antinomia que le es coexistente.
El negro es un hombre negro; es decir, que al calor de una serie de aberraciones afectivas, se ha instalado en el interior de un universo del que bueno será hacerlo salir.
El problema tiene su importancia. No buscamos otra cosa, nada menos, que liberar al hombre de color de sí mismo. Caminaremos muy lentamente, porque hay dos campos: el blanco y el negro.
Interrogaremos una y otra vez a las dos metafísicas; ya veremos que muchas veces son
muy disolventes.
Notendremosningunapiedadconlosviejosgobernadores niconlosantiguosmisioneros.
Para nosotros, el que adora a los negros está tan “enfermo” como el que los execra.
Y al revés, el negro que quiere blanquear su raza es tan desgraciado como el que predica
el odio al blanco.
En el absoluto, el negro no es más digno de amor que el checo, y en verdad de lo que se trata es de desamarrar y soltar al hombre.
Este libro debería haberlo escrito hace tres años… pero, entonces, las verdades nos quemaban. Hoy podemos decirlas sin fiebre. No hay necesidad de arrojar estas verdades a la cara de los hombres. Su intención no es entusiasmar. Desconfiamos del entusiasmo.
Siempre que lo hemos visto despuntar en alguna parte, anunciaba fuego, hambre, miseria. También, el desprecio al hombre.
El entusiasmo es por excelencia el arma de los impotentes, de los que calientan el hierro para forjarlo inmediatamente. Nos gustaría calentar el caparazón del hombre y parir. Quizás llegásemos a este resultado: el hombre manteniendo este fuego por autocombustión.
El hombre liberado del trampolín que es la resistencia del otro y cavando en su carne para encontrarse un sentido.
Solo unos pocos de los que nos lean adivinarán las dificultades que hemos tenido para
redactar esta obra.
En un período en que la duda escéptica se ha instalado en el mundo, y en que, al decir de una pandilla de marranos, ya no es posible discernir el sentido del sinsentido, arduo es bajar a un nivel en el que todavía no se han empleado las categorías del sentido y el sin sentido.
El negro quiere ser blanco. El blanco busca apasionadamente realizar una condición
de hombre.
En esta obra iremos viendo cómo se elabora un ensayo de comprensión de la relación negro-blanco.
El blanco está encerrado en su blancura. El negro en su negrura.
Intentaremos determinar las tendencias de este doble narcisismo y las motivaciones a las que nos remite.
Al comienzo de nuestras reflexiones, nos había parecido inoportuno explicitar las
conclusiones que van a leerse.
El deseo de terminar con un círculo vicioso fue el único guía de nuestros esfuerzos.
Es un hecho: hay blancos que se consideran superiores a los negros.
Otro hecho: hay negros que quieren demostrar a los blancos, cueste lo que cueste, la
riqueza de su pensamiento, la igual potencia de su espíritu.
¿Cómo salir de ese círculo?
Hace un instante empleamos la palabra narcisismo. En efecto, pensamos que solo una interpretación psicoanalítica del problema negro puede revelar las anormalidades afectivas responsables del edificio de los complejos. Trabajamos por una curación total de este universo mórbido. Estimamos que un individuo ha de tender a asumir el universalismo inherente a la condición humana. Al decir esto pensamos, indiferentemente, en hombres como Gobineau o en mujeres como Mayotte Capécia. Más, para conseguirlo, es urgente desembarazarse de toda una serie de taras y secuelas del período infantil.
La desgracia del hombre, decía Nietzsche, es haber sido niño. Sin embargo, difícilmente podríamos olvidar, como lo da a entender Carlos Odier, que el destino del neurótico sigue estando en sus manos.
Por penosa que pueda sernos esta constatación, estamos obligados a hacerla: para el negro, solo hay un destino. Y este destino es blanco.
Antes de abrir el proceso, tenemos que decir algunas cosas. El análisis que acometemos es psicológico. No obstante, es evidente que para nosotros la verdadera desalienación del negro implica una toma de conciencia abrupta de las realidades económicas y sociales. El complejo de inferioridad se deriva de un doble proceso: económico, en primer lugar; por interiorización o, mejor, epidermización de esta interioridad, después.
Reaccionando contra la tendencia constitucionalista de finales del siglo XIX, Freud, mediante el psicoanálisis, pidió que se tuviese en cuenta el factor individual. Freud sustituía la tesis filogenética por la perspectiva ontogenética. Ya veremos más adelante que la alienación del negro no es una cuestión individual. Junto a la filogenia y la ontogenia está la sociogenia. […]
¿Cuál es el pronóstico?
Pero la sociedad, al contrario de lo que ocurre en los procesos bioquímicos, no escapa a la influencia humana. El hombre es aquello por medio de lo cual la sociedad es. El pronóstico está en manos de los que quieran sacudir sin miramientos las carcomidas raíces del edificio.
El negro ha de luchar en dos planos: habida cuenta de que, históricamente, ambos se condicionan, toda liberación unilateral es imperfecta; el peor de los errores sería creer en su dependencia mecánica. Además, los hechos contradicen una semejante inclinación sistemática. Ya lo demostraremos.
Por una vez, la realidad reclama una comprensión total. Tanto en el plano objetivo
como en el subjetivo hay que encontrar una solución.
No vale la pena venir aquí a proclamar que se trata de salvar el alma con aires de compungida mea culpa.
Solo habrá una desalienación auténtica en la medida en que las cosas recuperen su lugar, en el sentido más materialista.
En una obra de psicología es de buen gusto expresar un punto de vista metodológico. Renunciamos a la costumbre. Dejamos los métodos a los botánicos y a los matemáticos. Hay un momento en que los métodos se reabsorben.
Nos gustaría colocarnos en él. Intentaremos descubrir las diferentes posiciones que
adopta el negro ante la civilización blanca.
No nos referiremos aquí al “salvaje de la selva”. Y es que, para él, algunos elementos
todavía no tienen significado propio.
Estimamos que, a causa de la presencia de las razas blanca y negra, hay un complejo masivo psicoexistencial. Al analizarlo apuntamos a su destrucción.
Muchos negros no se descubrirán a sí mismos en las páginas que siguen. Algo semejante les ocurrirá a muchos blancos.
Pero el que yo me sienta extraño respecto al mundo de la esquizofrenia o al del
impotente sexual no afecta para nada la realidad de ambos.
Las actitudes que me propongo escribir son verdaderas. Las he comprobado un número incalculable de veces.
Identifiqué un mismo componente de agresividad y pasividad en los estudiantes,
obreros y chulos de Pigalle o de Marsella.
Esta obra es un estudio clínico. Los que se reconozcan en ella habrán avanzado un paso. Quiero verdaderamente que mi hermano, negro o blanco, sacuda con la mayor energía el lamentable caparazón de servidumbre construido durante siglos de incomprensión.
La arquitectura de este trabajo se sitúa en la temporalidad. Todo problema humano reclama ser considerado a partir del tiempo. Pues el ideal supone siempre que el presente sirve para construir lo porvenir.
Este porvenir, este futuro no es el del cosmos, sino el de mi siglo, mi país, mi existencia. De ninguna manera me propondré la preparación del mundo que me sobrevivirá. Pertenezco irreductiblemente a mi época.
Yo viviré para ella. El futuro será una construcción sostenida por el hombre existente. Esta edificación se vincula con el presente en la medida en que pongo este último como algo a rebasar.
Los tres primeros capítulos se refieren al negro moderno. Tomo al negro actual e intento determinar sus actitudes en el mundo blanco. Los dos últimos están consagrados a un intento de explicación psicopatológica y filosófica del existir del negro.
El análisis es, sobre todo, regresivo.
Los capítulos cuarto y quinto se sitúan en un plano esencialmente diferente.
En el capítulo cuatro critico un trabajo (Mannoni, 1950) que, a mi juicio, es peligroso. El autor, Mannoni, es por lo demás consciente de su ambigüedad. Quizás sea este uno de los méritos de su testimonio. Mannoni ha intentado dar cuenta de una situación. Tenemos derecho a declararnos insatisfechos. Tenemos el deber de mostrar al autor en qué nos apartamos de él.
El capítulo quinto, que he titulado “La experiencia vivida del negro”, es importante por más de un concepto. Muestra al negro ante su propia raza. El lector podrá apercibirse de que no tiene nada que ver el negro de este capítulo con ese otro que aspira a acostarse con la blanca. En este último se descubría el deseo de ser blanco. En cualquier caso, una sed de venganza. Por el contrario, en esta obra notaremos los esfuerzos de un negro que busca encarnizadamente descubrir el sentido de la identidad negra. La civilización blanca y la
cultura europea han impuesto al negro una desviación existencial. Ya mostraremos cómo lo que se llama el alma negra es una construcción del blanco.
El negro evolucionado, esclavo del mito negro, voluntario, cósmico, siente en un
momento dado que su raza ya no le comprende.
O que él ya no la comprende.
Entonces, se felicita y, desarrollando esta diferencia, esta incomprensión, esta desarmonía, halla el sentido de su verdadera humanidad. O, cosa muy rara, quiere pertenecer a su pueblo. Es la rabia de los labios, el vértigo en el corazón; se clava en el gran agujero negro. Ya veremos cómo esta actitud, tan absolutamente bella, rechaza la actualidad y lo porvenir en nombre de un pasado místico.
Antillano de origen, mis observaciones y conclusiones solo valen para las Antillas, por lo menos en lo que concierne al negro en su tierra. Habría que hacer un estudio consagrado a explicar las divergencias existentes entre antillanos y africanos. Quizás lo haga algún día. Quizás, ya para ese momento, sea inútil; entonces nos felicitaremos.
Piel negra, máscaras blancas
Concedemos gran importancia al fenómeno del lenguaje. Por esto estimo necesario este estudio, que habrá de procurarnos uno de los elementos de comprensión de la dimensión para-otro del hombre de color. Damos por supuesto, que hablar es existir absolutamente para el otro.
El negro tiene dos dimensiones. Una con su congénere, otra con el blanco. Un mismo negro se comporta de modo diferente con un blanco y con otro negro. Que esta gran disparidad sea una consecuencia de la aventura colonialista, nadie lo pone en duda… Que alimente su vena principal del corazón de las diferentes teorías que han querido ver en el negro el lento desarrollo del mono al hombre, nadie se atreve ya a ponerlo en duda. Son evidencias objetivas que expresan la realidad.
Pero, una vez interiorizada esta situación, una vez comprendida, nos encontramos con que la tarea no está terminada… ¡Cómo no escuchar de nuevo, desandando los peldaños de la historia, aquella voz: “Ya no se trata de conocer el mundo, sino de transformarlo”!
En nuestra vida se trata absolutamente de esto.
Hablar. Esto significa emplear una cierta sintaxis, poseer la morfología de esta o aquella lengua, pero, fundamentalmente, es asumir una cultura, soportar el peso de una civilización.
Pero como la situación no presenta un sentido único, la exposición lo habrá de tener en cuenta. Quiera el lector consentirnos algunos puntos que, por inaceptables que le parezcan al principio, encontrarán más tarde en los hechos el criterio de su exactitud.
El problema que tratamos en este capítulo es el siguiente: el negro antillano será tanto más blanco, es decir, se parecerá tanto más al verdadero hombre, cuanto más y mejor haga suya la lengua francesa.
No ignoramos que esta es una de las actitudes del hombre ante el Ser. Un hombre que posee la lengua, posee de rechazo, el mundo implicado y expresado por esta lengua. Ya se ve adónde queremos llegar: en la posesión del lenguaje hay un poder extraordinario. Bien lo sabía Paul Valéry, quien
llamaba al lenguaje “el dios en la carne extraviado”2.
Nos proponemos estudiar este fenómeno en una obra actualmente en preparación3.
Por el momento, quisiéramos simplemente mostrar por qué el negro antillano, sea cual fuere, tiene siempre que encararse con el lenguaje. Más aún, ampliaremos el horizonte de nuestra descripción de manera que, a través, pero más allá de él, contemplemos a todo hombre colonizado.
Todo pueblo colonizado −todo pueblo en cuyo seno haya nacido un complejo de inferioridad a consecuencia del enterramiento de la originalidad cultural nacional local− se sitúa siempre, se encara, en la relación con la lengua de la nación civilizadora, es decir, de la cultura metropolitana. El colonizado escapará tanto más y mejor de su selva cuanto más y mejor haga suyos los valores culturales de la metrópoli. Será tanto más blanco cuanto más rechace su negrura, su selva. En el ejército colonial, y concretamente en los regimientos de fusileros senegaleses, los oficiales indígenas son, ante todo, intérpretes. Sirven para trasmitir a sus congéneres las órdenes del señor, gracias a lo cual también ellos gozan de una cierta honorabilidad.
Hay la ciudad; hay el campo. Hay la capital; hay la provincia. Aparentemente, el problema es el mismo. Tomemos un lyonés en París; alabará la calma de su ciudad, la belleza embriagadora de los muelles del Ródano, el esplendor de los plátanos y tantas otras cosas que cantan las personas que no tienen nada que hacer. Si le encuentran a su vuelta de París, y sobre todo si ustedes no conocen la capital, entonces no parará de elogiarla: París-ciudad-luz, el Sena, los merenderos, conocer París y morir…
El proceso se repite en el caso del martiniquense. Primero en su isla: Basse-Point, Marigot, Gros-Morne y, enfrente, la imponente Fortde- France. Después, y este es el momento crucial, fuera de su isla. El negro que conoce la metrópoli es un semidiós. Recuerdo al respecto un hecho que ha afectado considerablemente a mis compatriotas. Muchos antillanos, al cabo de una estancia más o menos larga en la metrópoli, vuelven para consagrarse. Con ellos el indígena, el-que-no-ha salido- nunca-del agujero, el “bitaco”, adopta la forma más elocuente de la ambivalencia. El negro que ha vivido algún tiempo en Francia vuelve radicalmente transformado. Digamos, en términos genéticos,
Charmes, La Pythie.
Le Langage et l’agressivité.
que su fenotipo sufre una mudanza definitiva, absoluta4. Ya antes de la partida se siente, en su modo de andar casi aéreo, la quemazón de unas fuerzas nuevas. Cuando encuentra un amigo o compañero hay un amplio gesto humeral que lo anuncia: discretamente, nuestro “futuro” se inclina. La voz, ronca de costumbre, deja adivinar un movimiento interno convertido en susurro, porque el negro sabe que allá abajo, en Francia, hay una idea de él que le echará la garra en Le Havre o en Marsella: “Soy martiniqués, es la primera vez que vengo a Francia”; sabe que eso que los poetas llaman “arrullo divino” (léase criollo), es solo un término medio entre el “negrito” y el francés. La burguesía de las Antillas no emplea el criollo, salvo en sus relaciones con los domésticos. En la escuela el joven martiniqués aprende a despreciar el patois. Se habla de criollismo. Algunas familias prohíben el uso del criollo y las mamás llaman a sus hijos “tibandes” cuando lo emplean.
Mi madre al querer un hijo memorándum si no te sabes la lección de historia
no irás a misa el domingo con tus cositas de domingo
este niño será la vergüenza de nuestro nombre
este niño será nuestra blasfemia
cállate te he dicho que tenías que hablar francés el francés de Francia
el francés del francés el francés francés5.
Sí, es conveniente que vigile mi elocución, porque se me juzgará un poco por ella…
Dirán de mí, con gran desprecio: ni siquiera sabe hablar francés.
En un grupo de jóvenes antillanos, el que se expresa bien, quien posee y domina el lenguaje, resulta excesivamente llamativo y chillón; hay que tener cuidado con él, es casi un blanco. En Francia, se dice: hablar como un libro. En Martinica: hablar como un blanco.
En un grupo de jóvenes antillanos, el que se expresa bien, quien posee y domina el lenguaje, resulta excesivamente llamativo y chillón; hay que tener cuidado con él, es casi un blanco. En Francia, se dice: hablar como un libro. En Martinica: hablar como un blanco.
El negro que entre en Francia reaccionará contra el mito de martiniqués que-se-come- las-erres. La emprenderá con ellas, y en verdad que entrará en conflicto abierto con el mito. No solo se aplicará a rular las erres, sino que las adornará ostentosamente. Espiando
4 Queremos decir con esto que los negros que vuelven con los suyos dan la impresión de haber realizado un ciclo,
de haberse añadido algo que les faltaba. Vuelven literalmente llenos de sí mismos.
Damas León-Gontran: Hoquets, Pigments
las menores reacciones de los demás, escuchándose a sí mismo, desconfiando de la lengua, órgano desgraciadamente perezoso, se encerrará en su cuarto horas enteras…, para conseguir una buena dicción.
Hace poco me contaba un compañero la siguiente historia. Un martiniqués
recién llegado a Le Havre entra en un café. Con una seguridad perfecta, lanza: “Garrrçon! Un vè de biè”. Esto es una verdadera intoxicación. Atento a no responder a la imagen del negro-que se-come-las-erres, había hecho una buena provisión de estas pero sin saberlas repartir convenientemente.
Hay un fenómeno psicológico consistente en creer en una apertura del mundo en la medida que las fronteras se quiebran. El negro, prisionero en su isla, perdido en una atmósfera sin la menor salida, mira esta llamada de Europa como un respiradero. Porque, todo hay que decirlo, Césaire fue aun magnánimo con su Cahier d’un retour au pays natal. Esta ciudad, Fort-de-France, es en realidad vulgar, está malograda. Allá abajo, en los pliegues de su sol, “… esta ciudad trivial, repantigada, dudosa de su buen sentido, inerte, sofocada bajo el peso geométrico de cruces que retornan una y otra vez, eternamente, indócil a su suerte, muda, contrariada en todas formas, perpleja, escatimada, reducida, rota en su fauna y flora”.
La descripción de Césaire no es en modo alguno poética. Se comprende
entonces que el negro, al anuncio de su viaje a Francia (como se dice de quien “viene al mundo”), muestre su júbilo y decida cambiar. Por lo demás, no hay en ello tematización alguna; él cambia de estructura independientemente de todo paso reflexivo. En los Estados Unidos hay un centro dirigido por Pearce Williamson, el centro de Packman. Los investigadores han probado que en las personas casadas se producía un cambio bioquímico; según parece, estos investigadores han detectado la presencia de ciertas hormonas en el esposo de una mujer embarazada. Sería igualmente interesante −ya habrá quien lo haga− investigar las transformaciones humorales de los negros a su llegada a Francia. O, simplemente, estudiar mediante test, las modificaciones de su psiquismo antes de su partida y un mes después de su instalación en Francia.
Hay un drama en eso que se ha convenido en llamar ciencias del hombre. ¿Se debe postular una realidad humana tipo y describir sus modalidades psíquicas, teniendo en cuenta solo imperfecciones, o bien se debe intentar, sin pérdida de tiempo, una comprensión concreta y siempre nueva del hombre?
Cuando se nos dice que a partir de los veintinueve años el hombre no puede amar, y que es necesario esperar hasta los cuarenta y nueve para que reaparezca su afectividad, sentimos que el suelo vacila bajo nuestros pies. Solo saldremos del atasco a condición de plantear concretamente los problemas, porque todos estos descubrimientos e investigaciones tienden a un solo fin: obligar al hombre a admitir que él no es nada, absolutamente nada, que tiene que terminar con ese narcisismo según el cual se imagina diferente a los demás “animales”.
En ello hay, ni más ni menos, una capitulación del hombre.
Para decirlo todo, yo afirmo mi narcisismo a manos llenas y abomino de la abyección de quienes quieren hacer del hombre una mecánica. Es posible que el debate no se pueda abrir en el plano filosófico, en el de la exigencia fundamental de la realidad humana; en este caso, consiento llevarlo al plano del psicoanálisis, es decir, de “lo fallido”, en el sentido en que decimos “el motor falla”.
Piel negra, máscaras blancas
El negro que entra en Francia cambia porque, para él, la metrópoli representa el Tabernáculo; cambia, no solamente porque es de este país de donde les llegaron, Montesquieu, Rousseau y Voltaire, sino porque también de él llegan los médicos, los jefes de servicios, los innumerables pequeños potentados, desde el sargento mayor con “quince años de servicios” hasta el gendarme originario de Panissières. Hay una especie de embrujamiento a distancia, y quien va a partir dentro de una semana con destino a la metrópoli, crea a su alrededor un halo mágico en el que las palabras París, Marsella, La Sorbona,
Pigalle, representan las llaves de la bóveda. El negro parte, y la amputación de su ser desaparece a medida que se precisa el perfil del paquebote. El negro que parte lee en los ojos de quienes le acompañan su poder, su mutación… “Adieu madras, adieu foulard…”
Ahora que ya lo hemos llevado al puerto, dejémosle vagar; ya lo encontraremos de nuevo. Por el momento, vamos al encuentro de uno de los que vuelven. El “desembarcado”, desde su primer contacto, se reafirma; solo responde en francés y, muchas veces, ya no comprende el criollo. Al respecto, el folklore nos proporciona una buena ilustración. Tras unos meses en Francia, un campesino vuelve a los suyos. Reparando un instrumento para arar, pregunta a su padre, viejo campesino, a-quien-no-se-le-escapa-nada: “¿Cómo se llama esa máquina?”. Por toda respuesta su padre se la tira a los pies y la amnesia desaparece. Singular terapéutica.
Tenemos, pues, un desembarcado. Ya no entiende el patois, habla de la ópera, que por cierto solo ha visto de lejos; pero, ante todo, adopta una actitud crítica para con sus compatriotas. Ante el menor acontecimiento, se comporta originalmente. Es “el que sabe”. Se le conoce por su lenguaje. En la Savana, donde se reúnen los jóvenes de Fort-de-France, el espectáculo es revelador: inmediatamente, tiene la palabra el desembarcado. A la salida del liceo y de las escuelas, se reúnen en la Savana. Parece como si hubiese algo poético en esa Savana. Imagínense un espacio de doscientos metros de largo por cuarenta de ancho, limitado en los lados por tamarindos carcomidos, en lo alto por el inmenso monumento a los muertos −la patria reconocida a sus hijos−, en la parte baja por el Central-Hotel; un espacio torturado, adoquines desiguales, cantos que ruedan bajo los pies, y, encerrados dentro de todo ello, paseando arriba y abajo, trescientos o cuatrocientos mozos y mozas que forman corrillos para hablar, que se ponen a hablar, pero que no hablan jamás, y luego se separan.
¿Qué tal?
Bien. ¿Y tú?
Bien.
Y así durante cincuenta años. Sí. Esta ciudad esta lamentablemente malograda. Esta vida también.
[…]
Hemos conocido, y desgraciadamente seguimos conociendo, compañeros originarios de Dahomey o Congo que se llaman antillanos; hemos conocido y todavía conocemos antillanos que se sienten ofendidos si se les supone senegaleses. Y es que el antillano es más “evolucionado” que el negro de África (entiéndase bien, que está más cerca del blanco); esta diferencia existe, no solamente en la calle y los paseos sino también en la administración y en el ejército. Todo antillano que haya hecho su servicio militar en un regimiento de fusileros conoce esta desazonadora situación: de un lado, los europeos de las viejas colonias u originarios; del otro, los fusileros. Aún me acuerdo a veces de un día en que, en pleno combate, se impuso la necesidad de aniquilar un nido de ametralladora. Se lanzó tres veces a los senegaleses, y tres veces fueron rechazados. Entonces, uno de ellos pregunto por qué no iban los toubabs. En circunstancias semejantes ya nadie sabe lo que es uno, si toubab o indígena. Sin embargo, son muchos los antillanos que no se desazonan ante esta situación, sino que, por el contrario, la consideran totalmente normal. ¡Solo faltaría eso, que nos asimilaran a los negros! Los originarios desprecian a los fusileros; el antillano reina como señor indiscutible entre toda esta despreciable negrada. Extremo opuesto, recuerdo un hecho que no tiene nada de cómico a mi juicio: hace poco, un martiniqués me hizo saber lleno de cólera que algunos guadalupenses se hacían pasar por nuestros. Pero, añadía, la maña se ve enseguida, porque son más salvajes que nosotros; léase otra vez: están más alejados del blanco. Se dice que el negro amaba las palabras; cuando yo pronuncio “palabras”, veo un grupo de niños jubilosos, lanzando al mundo llamadas inexpresivas, roncas; niños en pleno juego, en la medida que pueda concebirse el juego como una iniciación a la vida. El negro ama las palabras y no es largo el camino que conduce a esa nueva proposición: el negro es solo un niño. Los psicoanalistas tienen aquí materia sobrada; el término oralidad brota inmediatamente.
[…]
En las Antillas, nada parecido. La lengua que se habla oficialmente es el francés; los maestros vigilan estrechamente que los niños no hablen el criollo. Silenciaremos las razones. El problema, aparentemente, podría ser el siguiente: en las Antillas, como en Bretaña, hay un dialecto y además, la lengua francesa. Pero esto es falso, pues los bretones no se consideran inferiores a los franceses. Los bretones no fueron civilizados por el blanco.
Negándonos a multiplicar los elementos, corremos el riesgo de no delimitar adecuadamente el hogar; ahora bien, es importante decir al negro que la actitud de ruptura jamás ha salvado a nadie. Es verdad que yo debo liberarme de quien me ahoga, pues es evidente que no me deja respirar; pero, atención, sobre una base fisiológica. Si la dificultad de respiración es mecánica sería malsano introducir un elemento psicológico, es decir, la imposibilidad de expansión.
¿Qué quiere decir esto? Sencillamente: cuando un antillano licenciado en filosofía decide no presentarse a oposiciones, alegando su color, yo digo que la filosofía no ha salvado jamás a nadie. Cuando cualquier otro pretende a toda costa probarme que los negros son tan inteligentes como los blancos, yo digo que tampoco la inteligencia ha salvado jamás a nadie; y esto es verdad, porque si bien se proclama la igualdad entre los hombres en nombre de la filosofía y de la inteligencia, también en su nombre se decide su exterminio.
Antes de continuar nos parece necesario decir algunas cuestiones. Hablo, por una parte, de los negros alienados (mixtificados) y, por otra, de blancos no menos alienados (mixtificadores y mixtificados). Un Sartre o un Verdier, el cardenal, han dicho que el escándalo del problema negro ya dura demasiado; concluyamos diciendo que su actitud es perfectamente normal. También podríamos multiplicar las referencias y las citas y mostrar que, efectivamente, el “prejuicio de color” es una idiotez, una iniquidad que hay que destruir.
Sartre comienza así su Orfeo Negro: “¿Pues qué esperabais cuando quitasteis la mordaza que tapaba estas bocas negras? ¿Qué entonasen vuestra alabanza? ¿Pensabais leer adoración cuando se levantasen estas cabezas doblegadas hasta el suelo por la fuerza?” (Sartre, 1948). No sé, pero digo que quien busque en mis ojos otra cosa que una interrogación perpetua perderá la vista; ni reconocimiento ni odio. Si yo lanzo un gran grito, no será en absoluto negro. No, en la perspectiva adoptada aquí, no hay problema negro. Y si lo hay, los blancos se han interesado por él por pura casualidad. Este es un asunto que se tramita en la oscuridad; bueno será que el sol que yo trashumo ilumine hasta el último rincón.
[…]
Sí, como se ve, echando mano de la humanidad, del sentimiento de la dignidad, del amor y la claridad, fácil nos sería probar o de hacer admitir que el negro es igual al blanco. Pero nuestra finalidad es otra: lo que nosotros queremos es ayudar al negro a liberarse del arsenal de complejos que lo han dominado y que germinaron en una situación colonial.
[…]
Me encuentro con un alemán o un ruso que hablan mal el francés. Intento darles, gesticulando, la información que me piden, pero sin olvidar que uno u otro tienen su propia lengua, un país y que, quizás, sean abogados o ingenieros en su cultura. En todo caso, son extraños a mi grupo, y sus normas son seguramente diferentes.
Nada semejante ocurre con el negro. No tiene cultura ni civilización. Carece de ese
“largo pasado histórico”.
Se comprende, quizás, de dónde vienen esos esfuerzos que hacen tantos negros contemporáneos: cueste lo que cueste, hay que probar al mundo blanco la existencia de una civilización negra.
Lo quiera o no, el negro tiene que ponerse la librea que le ha puesto el blanco. Miren las ilustraciones para niños: los negros tienen todos en la boca el oui missié de rigor. En el cine,
llega a ser extraordinario. La mayoría de los filmes norteamericanos doblados en Francia reproducen negros del tipo: “¡Al rico plátano!”, con su correspondiente modulación.
En uno de estos filmes, reciente por cierto, Requins d’acier (Tiburones de acero), un negro, miembro de la tripulación del submarino, habla la jerga más castiza que pueda imaginarse. Es un negro negro, que tiembla al menor movimiento de cólera del jefe de a bordo, que finalmente muere en la aventura. No obstante, estoy convencido de que la versión original no ofrece esta modalidad de expresión. Y, de todas formas, aunque así fuese, no veo por qué en la democrática Francia, con sesenta millones de ciudadanos de color, se tienen que doblar (en los dos sentidos) las imbecilidades del otro lado del Atlántico. Pero, claro, hay que presentar al negro de una cierta manera. Esta estereotipia se descubre ya en el negro de Sin Piedad −“Mi buen obrero,
no mientas nunca, no robes nunca”−, hasta la doméstica de Duelo al Sol…
Sí, al negro se le pide que sea un buen negro; establecido esto, todo lo demás viene solo. Hacerle hablar “negrito” supone adherirlo a la imagen que de él se tiene, untarlo de negro charol, aprisionarlo, hacer de él la víctima eterna de una esencia, de un aparecer del cual él no es responsable. Naturalmente de la misma manera que es provechoso un judío que gasta dinero sin tasa, así también hay que vigilar al negro que cita a Montesquieu. Entendámonos: vigilarlo en la medida en que con él comienza alguna cosa. Y, ciertamente, no estoy diciendo que el estudiante negro sea sospechoso a los ojos de sus compañeros y profesores. Pero fuera de los medios universitarios subsiste un ejército de imbéciles: la importancia no es educarlos, sino que el negro consiga no ser esclavo de sus arquetipos.
Que estos imbéciles son producto de una estructura económico-psicológica,
de acuerdo, pero hay que ir todavía mucho más lejos, pues hace tiempo que nos hemos estancado en esa estructura.
Piel negra, máscaras blancas
Cuando un negro habla de Marx, la primera reacción es la siguiente: “Se os ha educado y ahora os volvéis contra vuestros bienhechores. ¡Ingratos! Decididamente, nada puede esperarse de vosotros”. Además, hay también este argumento del plantador en África: nuestro enemigo es el maestro.
Lo que venimos diciendo simplemente es que el europeo tiene una idea definida del negro; no hay nada más exasperante que oír decir: “¿Cuánto tiempo lleva usted en Francia? Habla usted muy bien el francés”.
Podrá respondérseme que esto se debe al hecho de que muchos negros se expresan en “negrito”. Pero esto sería demasiado fácil. Uno va en el tren; pregunta:
—Perdón, señor. ¿Querría usted indicarme el coche restaurante, por favor?
—Oui mon z’ami, toi y en à prendre couloir tout, droit, un, deux, trois, c’est là.
No, hablar “negrito” quiere decir encerrar al negro, perpetuar una situación conflictual
en la que el blanco infecta al negro de cuerpos extraños extraordinariamente tóxicos. No
hay nada tan sensacional como un negro que se expresa correctamente, porque, en verdad, asume el mundo blanco. A veces hemos charlado con estudiantes de origen extranjero. Hablan mal el francés; el pequeño Crusoe, alias Próspero, está entonces a sus anchas. Explica, informa, los acompaña. Con el negro, la estupidez colma toda medida; él, el negro, se ha puesto en regla. Con él ya no es posible el juego, es pura réplica del blanco. Hay que inclinarse.
[…]
Siendo nuestra intención la desalienación de los negros, quisiéramos que sintiesen que, cada vez que hay incomprensión entre ellos a propósito del blanco, hay una falta de discernimiento.
Un senegalés aprende el criollo para hacerse pasar por antillano: yo digo que en esto hay alienación.
Los antillanos que lo saben multiplican su burla; yo digo que en esto hay falta de discernimiento.
Como se ve, no nos equivocábamos cuando suponíamos que un estudio del lenguaje entre los antillanos podía revelarnos algunos aspectos de su mundo. Ya lo dijimos al principio; hay una relación de apoyo entre la lengua y la colectividad.
Hablar una lengua es asumir un mundo, una cultura. El antillano que quiere ser blanco lo será, efectivamente, tanto más cuanto mejor haya hecho suyo ese instrumento cultural que es el lenguaje. Recuerdo que en Lyón, hace poco más de un año, después de terminar una conferencia en la que yo había trazado un paralelo entre la poesía negra y la europea, un compañero metropolitano me decía calurosamente: “En el fondo, tú eres un blanco”. Por lo visto, haber estudiado con la lengua del blanco un problema tan interesante me daba derecho de ciudadanía.
Históricamente, se ha de comprender que el negro quiera hablar francés, porque es la llave capaz de abrir las puertas que hace solo cincuenta años le estaban prohibidas. En los antillanos a los que nos referimos en nuestra descripción, podemos descubrir una tendencia a buscar las sutilezas e intimidades del lenguaje, que son maneras de probarse a sí mismos su mayor o menor adecuación a la cultura. Se ha dicho: los oradores antillanos tienen una fuerza expresiva que dejarían atónitos a los europeos. Un hecho significativo viene a mi memoria: en 1945, cuando la campana electoral, Aimé Césaire, candidato a la diputación, hablaba en la escuela de Fort-de-France ante un
numeroso auditorio. En plena conferencia se desvaneció una mujer. Al día siguiente, un compañero, contando el incidente, le comentaba de esta suerte: “Français a eté tellement chaud que la femme là taombé malcadi”6. ¡Poder del lenguaje!
El francés (la elegancia de la forma) era tan caliente que la mujer cayó en trance.
Aún hay otros hechos que merecen nuestra atención, por ejemplo, Charles-André Julien, presentando a Aimé Césaire: “Un poeta negro catedrático auxiliar de la universidad”, o bien, sencillamente, la expresión de “gran poeta negro”.
Hay en nuestras frases hechas, que parecen responder a una urgencia de distinción − porque, en fin, Aimé Césaire es negro y poeta−, una sutileza oculta, un meollo persistente. De Jean Paulhan solo sé que escribe obras muy interesantes. Desconozco la edad que pueda tener Caillois, y solo retengo las manifestaciones de su existencia, que de vez en cuando arañan el cielo. Que no se nos acuse de anafilaxia afectiva; queremos decir que no hay ninguna razón para que Breton diga de Césaire: “Es un negro que maneja la lengua francesa como ningún blanco contemporáneo” (1939: 14).
Aunque Breton, al decir esto, expresara pura y simplemente la verdad, no veo dónde está tan asombrosa paradoja, no veo dónde pueda estar lo que merece subrayarse, porque, a fin de cuentas, Aime Césaire es martiniqués y catedrático auxiliar de la universidad.
[…]
[…]
Ese capítulo lo dedicaremos a las relaciones de la mujer de color con el europeo; nuestra intención consiste en determinar hasta qué punto será imposible el amor auténtico mientras no se expulse ese sentimiento de inferioridad o esa exaltación adleriana, y hasta esa sobrecompensación, que parecen constituir el indicativo de la Weltanschauung negra
Porque, en fin, cuando leemos en Je suis Martiniquaise (Soy martiniquesa): “Me hubiera gustado casarme, pero con un blanco. Pero una mujer de color no es nunca del todo respetable a los ojos de un blanco. Incluso aunque yo le ame. Yo lo sabía” (Capécia, 1948: 202), tenemos derecho a inquietarnos. Este párrafo, que puede servir en cierto modo de conclusión de una enorme mixtificación, nos incita a la reflexión. Cierto día, una mujer, de nombre Mayotte Capécia, obedeciendo a un motivo cuyos elementos no acabamos de ver claros, escribió doscientas dos páginas −su vida− por las que discurrían a sus anchas las proposiciones más absurdas. La acogida entusiasta que obtuvo esa obra en algunos medios merece analizarse. Para nosotros, no es posible ningún equívoco: Soy martiniquesa es una obra por entregas que predica un comportamiento malsano.
Mayotte ama a un blanco del que acepta todo. Es el señor. Ella no reclama nada; solo un poco de blancura en su piel. Y cuando, al hacerse la pregunta de si él es hermoso o feo, la amante dice: “Lo único que sé es que tenía los ojos azules, los cabellos rubios, la piel pálida, y que yo le amaba”, es fácil obtener, colocando las palabras en su lugar, poco más o menos esto: “Yo le amaba porque tenía los ojos azules, los cabellos rubios y la piel pálida”. Y nosotros, nosotros que somos antillanos, lo sabemos demasiado bien: el negro teme a los ojos azules, se dice allá abajo.
Cuando decíamos, en la introducción, que la inferioridad había sido históricamente sentida como económica, no errábamos gran cosa.
[…]
En la infancia de Mayotte Capécia descubrimos un cierto número de rasgos que ilustran la línea de orientación de la autora. Cada vez que se produzca un movimiento, una conmoción o un estremecimiento, se revelará claramente que está en relación directa con ese fin. Parece, en efecto, que para esta mujer el blanco y el negro representan los dos polos de un mundo, polos en lucha perpetua: verdadera concepción maniqueísta del mundo. Ya hemos lanzado la palabra; convendrá no olvidarla: blanco o negro, esta es la cuestión.
Yo soy blanco, es decir, me pertenecen la belleza y la virtud, que nunca fueron negras.
Soy del color del día…
Yo soy negro: yo realizo una fusión total con el mundo, una comprensión simpática de la tierra, una pérdida de mi yo en el corazón del cosmos; el blanco, por inteligente que sea, difícilmente comprendería a Armstrong y los cánticos del Congo. Si yo soy negro no es por obra de una maldición, sino porque, habiendo tensado mi piel, he podido captar todos los efluvios cósmicos. Yo soy verdaderamente una gota de sol en la tierra…
Y así van, en un cuerpo a cuerpo con su negrura o su blancura, en pleno drama narcisista, encerrado cada uno en su particularidad, de vez en cuando, también es verdad, con algunos destellos de lucidez, amenazados a pesar de todo en su misma fuente.
[…]
Sentimos que Mayotte Capécia no nos haya hecho partícipes en absoluto de sus sueños. El contacto con su subconsciente nos habría facilitado mucho las cosas. En lugar de descubrirse totalmente negra, considerará este hecho accidental. Se entera entonces, de que su abuela era blanca:
Yo estaba orgullosa. Ciertamente, no era la única con sangre blanca, pero una abuela blanca era más importante que un abuelo blanco7. ¿Entonces, mi madre era mestiza? Ya debería haberlo supuesto al ver su tinte pálido. Me parecía más bonita que nunca, más fina y más distinguida. ¿Habría sido yo totalmente blanca si ella se hubiese casado con un
El blanco era el señor, o más simplemente el macho: podía pagarse el lujo de dormir con muchas mujeres. Esto es una verdad sencilla en todos los países y, particularmente, en las colonias. Pero una blanca que acepta un negro es algo que se perfila automáticamente como una aventura romántica. Hay donación y no violación. En las colonias, en efecto, hay gran cantidad de mestizos, y eso que no hay matrimonio o cohabitación entre blancos y negros. Pero claro, los blancos duermen con las criadas negras […] No exageramos nada. Cuando un soldado de las tropas conquistadoras dormía con una mujer malgache no había, sin duda, por su parte, el menor respeto por la alteridad. Los conflictos raciales no vinieron después. Los conflictos raciales coexistieron. Que los colonos argelinos se acuesten con su criadilla de catorce años no prueba de ninguna manera la ausencia de conflictos raciales en Argelia. No, el problema es más complicado. Mayotte Capécia tiene razón: es un honor ser la hija de una mujer blanca, pues eso demuestra que no es hija de un pasatiempo (enbasfeuille). (Se reserva esta expresión para todos los retoños de los békés de Martinica; se sabe que son muy numerosos. De Aubery se dice que tuvo cerca de cincuenta). martiniqués? Yo, que siempre pensaba en el señor cura, decidí que jamás podría amar a un blanco, un rubio con ojos azules, un francés. (Capécia, 1948: 131)
blanco…? ¿Habría sido menos difícil la vida para mí…? Soñaba con aquella abuela a la que nunca había conocido y que murió por haber amado a un hombre martiniqués de color…
¿Se podía tolerar que una canadiense amase a un
Ya estamos advertidos: Mayotte tiende a la lactificación. Porque, al fin y al cabo, hay que blanquear la raza; eso lo saben todas las martiniquesas, los saben, lo dicen y lo repiten. Blanquear la raza, salvar la raza, pero no en el sentido que podría suponerse: no se trata de preservar “la originalidad de la porción del mundo en cuyo seno [ellas] han crecido”, sino de conseguir y asegurar su blancura. Siempre que hemos pretendido analizar ciertos comportamientos no hemos podido evitar la aparición de fenómenos nauseabundos. Es extraordinaria la cantidad de frases, proverbios y pequeñas líneas de conducta que rigen las elecciones amorosas en las Antillas. Lo importante es no sumergirse de nuevo en la negrada; toda antillana, en sus amoríos o en sus relaciones, procura escoger “lo menos negro”. Algunas veces, para excusar una mala inversión, se ve obligada a echar mano de argumentos como este: “X es negro, pero la miseria es más negra que él”. Conocemos muchas compatriotas, estudiantes en Francia, que nos declaran con candor, un candor totalmente blanco, que les costará mucho casarse con un negro. ¿Haberse escapado para volver ahora voluntariamente? ¡Ah, no, por favor! Además, añaden, no es porque neguemos a los negros todo valor, pero usted sabe que vale más ser blanco. Hace poco hablé con una de ellas. Casi sin respirar me soltó a la cara: “Además, si Césaire reivindica tanto su color negro es porque lo siente como una maldición. ¿Es que los blancos reivindican el suyo? En cada uno de nosotros hay una potencialidad blanca, algunos quieren ignorarla o, más sencillo, la invierten. Por mi parte, por nada del mundo aceptaría casarme con un negro”.
Estas actitudes no son raras, y declaro mi
inquietud, porque esta joven martiniquesa será licenciada dentro de pocos años y partirá para las Antillas a enseñar en algún centro escolar. Adivinamos fácilmente lo que ocurrirá.
Al antillano que haya pasado previamente por la criba de la objetividad
los prejuicios que le maduran, le espera un trabajo colosal. Cuando iniciamos esta obra, una vez terminados los estudios de medicina, nos proponíamos sostenerla en tanto que tesis. Después, la dialéctica exigió que adoptásemos posiciones más vigorosas. De cualquier manera, aunque hubiésemos tratado la alineación psíquica del negro, no podíamos silenciar algunos aspectos que, por muy psicológicos que fuesen, engendraban efectos que nos remitían a otras ciencias.
[…]
Este trabajo cierra siete años de experiencia y observaciones; en todos los campos que han atraído nuestra atención nos sorprendió algo: el negro esclavo de su inferioridad, el blanco esclavo de su superioridad, se comportan ambos, todos, según una línea de orientación neurótica. De esta manera, una y otra vez, hemos tenido que tratar su alienación sin perder nunca de vista las descripciones psicoanalíticas. En su comportamiento el negro se asemeja a un tipo neurótico obsesivo o, si se prefiere, se instala en plena neurosis situacional. En el hombre de color se produce un intento de huir de su individualidad, de aniquilar su ser-ahí. Siempre que un hombre de color protesta, hay alienación. Ya
veremos en el capítulo VI que el negro inferiorizado va de la inseguridad humillante a la autoacusación sentida hasta la desesperación. A menudo, la actitud del negro ante el blanco, o ante su congénere, reproduce casi íntegramente una constelación delirante que interesa ya al campo patológico.
Nos anticipamos; pero ya podemos darnos cuenta de que la psicología caracterial de Adler nos ayudará a comprender la concepción del mundo del hombre de color. Y como el negro es un antiguo esclavo, habremos de recurrir también a Hegel y, para terminar, a Freud.
Nini, Mayotte Capécia: dos comportamientos que nos invitan a reflexionar.
¿No hay otras posibilidades?
Son seudoproblemas que nosotros no trataremos. Digamos de paso que toda crítica implica una solución, si es verdad que se puede proponer una solución a un semejante, es decir, a una libertad.
Lo que afirmamos es que se debe expulsar la tara de una vez por todas.
Piel negra, máscaras blancas
de la entraña más negra de mi alma, a través de una zona de sombras, me sube el deseo
de ser ahora mismo blanco.
No quiero que se me reconozca negro, quiero que se me reconozca blanco. Ahora bien
−he aquí un hecho que Hegel no ha descrito−, ¿quién puede hacerlo sino la blanca? Al
amarme, me prueba que soy digno de un amor blanco. Se me ama como a un blanco.
Soy un blanco.
Su amor me abre el ilustre corredor que lleva a la plenitud total…
Acaricio estos senos blancos con mis manos ubiquitarias y hago mías la civilización y
la dignidad blancas.
Hace unos treinta años un negro de bellísima piel negra, en pleno coito con una rubia “incendiaria”, en el momento del orgasmo, exclamo: “¡Viva Shoelcher!”. Cuando se enteren de que Shoelcher fue el que hizo adoptar a la III República el decreto de abolición de la esclavitud, comprenderán que sea conveniente ponerse un poco pesado a propósito de las posibles relaciones entre un negro y la blanca.
[…]
El problema está magníficamente planteado, porque Jean Veneuse nos ayudará a profundizar más en la actitud del negro. ¿De qué se trata? Jean Veneuse es un negro. De origen antillano, vive en Burdeos hace algún tiempo; por consiguiente, es un europeo. Pero es negro; por consiguiente, es un negro. Este es el drama. Él no comprende a su raza,
y los blancos no le comprenden a él. Veneuse dice: “El europeo en general, el francés en particular, no contentos con ignorar al negro de sus colonias, conocen pésimamente al que han formado a su imagen y semejanza”.
La personalidad del autor no se entrega tan fácilmente como sería de desear. Huérfano, becario de un liceo de provincia, condenado durante sus vacaciones a permanecer en el internado. Sus amigos y compañeros, al menor pretexto, se dispersan por toda Francia, mientras el negrito va tomando las costumbres de los rumiantes. Sus mejores amigos, los libros. En el límite, yo diría que hay una cierta recriminación, un cierto resentimiento, una agresividad difícilmente aprehensible en la larga, demasiado larga lista de “compañeros de viaje” que nos presenta el autor: yo digo en el límite, pero precisamente ahí es donde tenemos que ir.
[…]
Cuando leemos frases semejantes tenemos que pensar necesariamente en Félix Eboué, negro y bien negro, que en sus mismas condiciones comprendió cuál era su deber de manera muy distinta. Jean Veneuse no es un negro, no quiere ser negro. Sin embargo, a sus espaldas se ha producido un hiato. Hay algo indefinible, irreversible…
[…]
Históricamente, sabemos que el negro culpable de haberse acostado con una blanca era castrado. El negro que ha poseído una blanca queda tabú para sus congéneres femeninas. El espíritu condesciende, fácilmente, a perfilar este drama con una preocupación sexual. A esto tiende, efectivamente, el arquetipo del oncle Remus: Hermano Conejo, que representa al negro. ¿Se acostará con las dos hijas de Madame Meadows? Hay momentos en que parece que sí, y otros que no, todo ello contado por un negro que ríe, bonachón, jovial; un negro que ofrece sonriendo.
Cuando empecé a despertar, muy lentamente, a la conmoción de la pubertad, tuve ocasión de admirar a uno de nuestros compañeros que volvía de la metrópoli y que había tenido a una joven parisina en sus brazos. En un capítulo especial intentaremos analizar este problema.
Hablando hace poco con unos antillanos, supimos que el anhelo más corriente entre los que llegaban a Francia era el de acostarse con una blanca. Apenas han pisado tierra en Le Havre y ya se encaminan hacia las casas públicas. Una vez realizado este rito de iniciación a “la auténtica” virilidad toman el tren de París.
Pero lo importante en nuestro caso es interrogar a Jean Veneuse. […]
¿A dónde va a parar este análisis? Nada menos que a demostrar a Jean Veneuse que, efectivamente, él no es semejante a los otros. Hacer que la gente se avergüence de su existencia, decía Jean-Paul Sartre. Sí: llevarlos a tomar conciencia de las posibilidades que los hombres se han prohibido a sí mismos, de la pasividad que exhiben en situaciones en las que habría que clavarse en el corazón del mundo como una astilla, forzar si así
conviniese el ritmo del corazón del mundo, desplazar si fuera preciso el sistema de mando, y en cualquier caso, pero con absoluta certeza, plantar cara al mundo.
Jean Veneuse es el cruzado de la vida interior. Cuando vuelve a Andrée, cuando se encara con la mujer deseada por largos meses, se refugia en el silencio… el silencio tan elocuente de los que “conocen la artificiosidad de la palabra o el gesto”.
Jean Veneuse es un neurótico y su color es solo un intento de explicación de una estructura psíquica. Si no hubiese existido esta diferencia objetiva, la habría creado pieza por pieza.
Jean Veneuse es uno de esos intelectuales que quieren colocarse únicamente en el plano de la idea.
Piel negra, máscaras blancas […]
¿Y si es malo? Precisamente porque es negro. No se puede dejar de detestarlo. Ahora bien, lo advertimos, Jean Veneuse, alias René Maran, no es ni más ni menos que un abandonista negro. Devolvámoslo a su lugar, a su justo lugar. Es un neurótico que precisa ser liberado de sus fantasmas infantiles. Digo que Jean Veneuse no representa una experiencia de las relaciones negro-blanco, sino una cierta manera de comportarse un neurótico, accidentalmente negro. El objeto de nuestro estudio se perfila: permitir al hombre de color, comprender, con ayuda de ejemplos concretos, los factores, los ingredientes psicológicos que pueden alienar a sus congéneres. Volveremos a insistir sobre el particular en el capítulo reservado a la descripción fenomenológica, pero, lo recordamos de nuevo, nuestra finalidad consiste en hace posible un sano encuentro entre el negro y el blanco.
Jean Veneuse no es feo. Es negro. ¿Qué más hace falta? […]
De la misma manera que la pretensión de inferir del comportamiento de Nini y de Mayotte Capécia, una ley general del comportamiento de la negra con respecto al blanco suponía un ensayo de mixtificación, también habría, afirmamos, falta de objetividad en la extensión en la actitud de Veneuse al hombre de color como tal. Desearíamos con esto haber desanimado todo intento encaminado a reducir los fracasos de un Jean Veneuse a la mayor o mejor concentración de melanina en su epidermis.
Es conveniente que este mito sexual −la búsqueda de la carne blanca− deje de entorpecer
una comprensión activa entre individualidades transidas por conciencias alienadas.
De ninguna manera debo mirar mi color como tara. A partir del momento en que el negro acepta la escisión impuesta por el europeo ya no tiene un momento de reposo. “¿No es comprensible, entonces, que intente ascender hasta el blanco? ¿No es comprensible que intente ascender en la gama de colores a los que confiere una especie de jerarquía?”.
Ya veremos que es posible otra solución. Una solución que implica una reestructuración del mundo.
“¡Cochino, negro!”, o, simplemente, “¡Mira, un negro!”.
Yo llegaba al mundo ansioso de encontrar un sentido a las cosas, mi alma henchida del deseo de estar en el origen del mundo, y hete aquí que yo me descubría objeto en medio de otros objetos.
Encerrado en esta objetividad aplastante, imploré otro. Su mirada liberadora, resbalando sobre mi cuerpo repentinamente sin esperanzas, me devolvió una ligereza que yo creía perdida y, ausentándome del mundo, me restituyó al mundo. Pero allá abajo, en la otra pendiente, tropecé y el otro, por gestos, actitudes, miradas, me fijó, en el sentido en que se fija una preparación mediante un colorante. Me exalté, exigiendo una explicación… Nada. Exploté. Les presentó los menudos trozos recogidos por el otro yo.
Mientras el negro permanece en su casa, no sufrirá, salvo en ocasión de pequeñas luchas intestinas, su “ser para otro”. Hay sin duda el momento del “ser para otro” del que habla Hegel, pero en una sociedad colonizada y civilizada toda ontología es irrealizable. Da la impresión de que esto no haya merecido suficientemente la atención de los que han escrito sobre la cuestión. En la Weltanschauung de un pueblo colonizado hay una impureza y una tara que prohíbe toda explicación ontológica. Se nos objetará quizás, que lo mismo ocurre en todo individuo, pero esto es disfrazar un problema fundamental. Una vez establecido para siempre que la ontología deja de lado la existencia, está
claro que no nos permite comprender el ser del negro. Porque el negro ya no plantea el problema de ser negro, sino el de serlo para el blanco. Algunos se empeñarán en recordarnos que la situación es de doble sentido. Replicamos que esto es falso. El negro no tiene resistencia ontológica a los ojos del blanco. De pronto, los negros han tenido ante sí dos sistemas de referencia en relación con los cuales tenían y tienen que situarse. Su metafísica o menos pretenciosamente sus costumbres y las instancias a las que se remitían, quedaron abolidas por estar en contradicción con una civilización que ignoraban y que se les imponía.
El negro en su casa, en el siglo XX incluso, ignora ese momento, experimentado por otros, en que su inferioridad pasa por el otro… Tuvimos ocasión de discutir del problema negro con algunos amigos, pocas veces con negros americanos. Todos estuvimos de acuerdo en afirmar la igualdad de los hombres ante el mundo. También había en las Antillas ese pequeño hiato que existe entre la bekada, la mulatada y la negrada. Pero nos satisfacía entonces, una comprensión intelectual de esas divergencias. De hecho, esto no era dramático. Pero, después…
Después hubimos de afrontar la mirada blanca. Una torpeza desacostumbrada nos oprimió. El verdadero mundo nos disputaba nuestra parte. En el mundo blanco el hombre de color tiene dificultades para elaborar su esquema corporal. El conocimiento del
cuerpo es una actividad estrictamente negadora. Es un conocimiento en tercera persona. En torno al cuerpo reina una atmósfera de incertidumbre cierta. Sé que si quiero fumar tendré que extender el brazo derecho y coger el paquete de cigarrillos que está en el otro extremo de la mesa. Las cerillas están en el cajón de la izquierda, tendré que echarme hacia atrás ligeramente. Todos estos gestos los hago, no por hábito, sino por un conocimiento implícito. El esquema parece ser este: una lenta construcción de mi yo en tanto que cuerpo en el interior de un mundo espacial y temporal. No se me impone, más bien es una estructuración definitiva del yo y del mundo, digo definitiva, porque entre mi cuerpo y el mundo se instala una dialéctica efectiva.
[…]
Yo era responsable por igual de mi cuerpo, responsable de mi raza, de mis antepasados. Yo paseaba sobre mí una mirada objetiva, descubriendo mi negrura, mis caracteres étnicos, y, me rompieron el tímpano, la antropofagia, el atraso mental, el fetichismo, las taras raciales, los negreros y, sobre todo, sobre todo: “¡Al rico plátano!”.
Ese día desorientado, incapaz de estar afuera con el otro, el blanco, que me aprisionaba implacablemente, me fui lejos de mi ser-ahí, muy lejos, constituyéndome objeto. ¿Qué otra cosa podía ser esto para mí sino una rotura, un desgarramiento, un despegamiento, una hemorragia que coagulaba sangre negra sobre todo mi cuerpo? Sin embargo, yo no quería esta reconsideración, esta tematización. Yo quería, sencillamente, ser un hombre entre otros hombres. Yo hubiese querido llegar liso y joven a un mundo nuestro y, juntos, edificar.
Pero yo rechazaba toda tetanización afectiva. Quería ser hombre, nada más que hombre. Algunos me religaban a mis antepasados, esclavizados, linchados: yo decidí asumir. Yo comprendía este parentesco interno a través del plano universal del intelecto…, yo era nieto de esclavos, de la misma manera que el presidente Lebrun lo era de campesinos sometidos a la servidumbre y a la pernada. En el fondo, la alerta se disipaba rápidamente.
En América, los negros aparte. En América del Sur los vapulean por la calle, ametrallan a los huelguistas negros. En África occidental el negro es una bestia. Y ahí, muy cerca de mí, al lado mismo, un camarada de la Facultad, originario de Argelia, que me dice: “Mientras hagan del árabe un hombre como nosotros no será viable ninguna solución”.
—Mira, hombre, yo no conozco eso del prejuicio del color… Pues no faltaría más, entre usted, señor en nuestra casa no existe el prejuicio del color… Por supuesto, el negro es un hombre como nosotros… Por muy negro que sea no es menos inteligente que nosotros… Tuve un compañero senegalés en el regimiento, era muy fino…
—¿Dónde situarme? ¿Dónde, si ustedes prefieren, me meto?
—Martiniqués, originario de nuestras antiguas colonias.
¿Dónde podría esconderme?
—¡Mira el negro…! ¡Mamá, un negro! ¡Chist! Que se va a enfadar… No le haga caso, señor, no sabe que usted es tan civilizado como Nosotros…
Mi cuerpo se volvía expósito, incompleto, restañado, todo de luto en aquel día blanco de invierno. El negro es una bestia, el negro es malo, el negro es un bellaco, el negro es feo; mira, un negro, hace frío, el negro tiembla, el negro tiembla porque tiene frío, el pequeño tiembla porque tiene miedo del negro, el negro tiembla de frío, ese frío que le retuerce a uno los huesos, el simpático muchacho tiembla porque cree que el negro tiembla de rabia, el muchacho blanco se arroja en los brazos de su madre: Mamá, el negro me va a comer.
[…]
¿Cómo? ¿De manera que teniendo todas las razones del mundo para odiar y detestar se me rechazaba? ¿Así que a pesar de ser yo quien debía ser suplicado y solicitado se me negaba todo reconocimiento? Cómo me era posible partir de un complejo innato, decidí afirmarme en tanto que NEGRO. En vista de que el otro dudaba en reconocerme, solo me quedaba una solución: hacerme conocer.
Jean-Paul Sartre en Réflexions sur la question juive, escribe: “[Los judíos] se han dejado envenenar por una determinada representación que los otros tienen de ellos y viven en el temor de que sus actos no coincidan con ella; así podríamos decir que sus conductas están perpetuamente sobredeterminadas desde el interior” (Césaire, 1939: 71-78).
No obstante, el judío puede ser ignorado en su judaísmo. No es íntegramente lo que es. Se espera, se confía. En última instancia, deciden sus actos y su comportamiento. Es un blanco y, aparte de algunos rasgos más que discutibles, puede perfectamente pasar inadvertido. Pertenece a la raza de los que jamás conocieron la antropofagia. ¡Vaya que idea también, devorar al padre! Esto está claro, todo consiste en no ser negro. Por supuesto, los judíos las pasan moradas, ¡qué te digo yo, hombre!, los persiguen, los exterminan, los meten en hornos, pero no pasan de ser asuntos de familia. Al judío no lo quieren en cuanto se dan cuenta de que, efectivamente, es un judío. Pero conmigo todo tiene un rostro distinto, nuevo. No tengo ninguna posibilidad. Estoy sobredeterminado desde el exterior. No soy el esclavo de la “idea” que los otros tienen de mí, sino de mi parecer.
Piel negra, máscaras blancas […]
Vergüenza. Vergüenza y desprecio de mí mismo. Náusea. Cuando me aman me dicen que es a pesar de mi color… Cuando me detestan añaden que no es por mi color… Aquí y allá soy prisionero del círculo infernal.
Vuelvo las espaldas a estos escrutadores antediluvianos y me aferro a mis hermanos, negros como yo. Horror, me rechazan. Son casi blancos. Y además se van a casar con una blanca. Tendrán niños ligeramente morenos. Quién sabe, poco a poco, quizás…
[…]
¡Qué vergüenza!
El judío y yo: no contento con racializarme, por un golpe de suerte, me humanizaba. De
bracete con el judío, hermanos de desgracias, rigor de las desdichas.
¡Qué vergüenza!
A primera vista, puede parecer asombroso que la actitud del antisemita se asemeje a la del negrófobo. Mi profesor de filosofía, de origen antillano, me lo recordaba un día: “Cuando oigan hablar mal de los judíos, afinen la oreja, hablan de ustedes”. Yo pensaba que tenía razón universalmente, entendiendo por esto que yo era responsable, en mi cuerpo y en mi alma, de la suerte reservada a mi hermano. Desde entonces, comprendí que solo quería decir: un antisemita es forzosamente negrófobo.
Llega usted demasiado tarde, tardísimo. Entre ustedes y nosotros habrá siempre un mundo −blanco−… Imposibilidad para el otro de liquidar de una vez para siempre el pasado. Es comprensible entonces que, ante una anquilosis afectiva del blanco, yo decidiese lanzar mi grito negro.
[…]
Mi negrura no es una torre ni una catedral Se sumerge en la carne roja del suelo
Se sumerge en la carne ardiente del cielo
Agujerea el agobio opaco de su recta paciencia. (Césaire, 1939: 71-78)
[…]
Así, a mi irracional, se oponía el racional. A mi racional, el “verdadero racional”. Siempre salía perdiendo. Experimenté mi herencia. Hice un balance completo de mi enfermedad. Quería ser típicamente negro, no me fue posible. Quise luego ser blanco, más valía reírse. Y cuando intenté, en el plano de la idea y de la actividad intelectual, reivindicar mi negritud, me la arrancaron. Me demostraron que mi andaduda peculiar era solo un término de la dialéctica.
Pero aún hay algo más grave; el negro, como ya dijimos, se crea un racismo antirracista. No desea de ninguna manera dominar el mundo: quiere la abolición de los privilegios étnicos, vengan de donde vengan; afirma su solidaridad con los oprimidos de todo color. De golpe, la noción subjetiva, existencial, étnica de negritud “pasa”, como dice Hegel a la de −objetiva, positiva, exacta− de proletariado. Para Césaire −dice Senghor− el blanco simboliza el capital, el negro el trabajo… Césaire canta la lucha del proletariado mundial a través de los hombres de piel negra de su raza. […] De hecho, la negritud es como el tiempo débil de una progresión dialéctica. La afirmación teórica y práctica de la supremacía del blanco es la tesis; la posición de la negritud como valor
antitético es el momento de la negatividad; pero este momento negativo no es suficiente por sí mismo, y los negros que lo usan lo saben perfectamente. Saben que apunta a la preparación de la síntesis o realización de lo humano en una sociedad sin razas. La negritud es para destruirse, es paso y no término, medio y no fin último. (Sartre, 1948: 15-ss.)
Cuando leí esta página sentí que me robaban mi última posibilidad. Dije a mis amigos: “La generación de los jóvenes poetas negros acaba de recibir un golpe que no perdona nada”. Se había hecho un llamamiento a un amigo de los pueblos de color y este amigo no había encontrado nada mejor que mostrar la relatividad de su acción. Por una vez, este hegeliano nato había olvidado que la conciencia necesita perderse en la noche de lo absoluto, única condición para llegar a la conciencia de sí. Contra el racionalismo, recordaba el lado negativo, pero olvidando que esta negatividad obtiene su valor de una absolutez casi sustancial. La conciencia empeñada en la experiencia ignora,
debe ignorar las esencias y las determinaciones de su ser.
Orfeo Negro es una fecha en la intelectualización del existir negro. […]
Resulta entonces que no soy yo quien me creo un sentido, sino que el sentido ya estaba ahí, preexistente, esperándome. No soy yo quien modelo una antorcha para pegar fuego al mundo con mi miseria de negro malo, mis dientes de negro malo y mi hambre de negro malo, sino que la antorcha ya estaba ahí, esperando esta posibilidad histórica.
En términos de conciencia, la conciencia negra se da como densidad absoluta, como llena de sí misma, etapa preexistente a toda grieta, a toda abolición de sí por el deseo. En este estudio Jean-Paul Sartre ha destruido el entusiasmo negro. Contra el devenir histórico había que oponer la imprevisibilidad. Yo tenía necesidad de perderme en la negritud absolutamente. Quizás un día, en el seno de este romanticismo desdichado…
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Piel negra, máscaras blancas
La dialéctica que introduce la necesidad justo en el punto de apoyo de mi libertad me expulsa de mí mismo. Es una dialéctica que rompe mi posición irreflexionada. Siguiendo en términos de conciencia, la conciencia negra es inmanente a sí misma. Yo no soy una potencialidad de nada, soy plenamente lo que soy. Yo no tengo que buscar lo universal. En el seno de mí no ocupa lugar alguno ninguna probabilidad. Mi conciencia negra no se da como carencia. Mi conciencia negra es. Es adherente a sí misma.
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Precisamente, responderemos nosotros, la experiencia negra es ambigua, porque no hay un negro, sino negros
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Ya veo la cara de todos los que me van a pedir que concrete este o aquel punto, que condene esta o aquella conducta.
Es evidente, no me cansaré de repetirlo, que el esfuerzo de desalienación del doctor en medicina de origen guadalupano, hay que entenderlo a partir de motivaciones esencialmente diferentes de las del negro que trabaja en la construcción del puerto de Abidjan. Para el primero la alienación es casi intelectual. Se pone como alienado en tanto que concibe la cultura europea como un medio para desprenderse de su raza. El segundo se pone como alienado, en tanto que es víctima de un régimen basado en la explotación de una raza por otra, en el desprecio de una determinada humanidad por una forma de civilización tenida por superior.
No somos tan ingenuos como para creer que los llamamientos a la razón o al respeto del hombre puedan cambiar lo real. Para el negro que trabaja en las plantaciones de caña del Robert8 206 solo hay una solución: la lucha. Esta lucha la emprenderá y la proseguirá no después de un análisis marxista o idealista, sino, sencillamente, porque no será capaz de concebir su existencia más que bajo las especies de un combate contra la explotación, la miseria y el hambre.
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Al respecto, me permitiría formular una observación que creo haber entrevisto en muchos autores: la alienación intelectual es una creación de la sociedad burguesa. Yo llamo sociedad burguesa a toda sociedad que se esclerotiza en unas formas determinadas, prohibiendo toda evolución, toda marcha, todo progreso y todo descubrimiento. Llamo sociedad burguesa a una sociedad cerrada en la que vivir no es un plato de gusto, en la que el aire está corrompido y las ideas y las gentes en putrefacción. Creo que un hombre que adopte una posición en contra de esta muerte es, en cierto sentido, un revolucionario.
El descubrimiento de la existencia de una civilización negra en el siglo XV no me otorga un diploma de humanidad. Quiérase o no el pasado no puede en absoluto guiarme en la actualidad.
Como ya se habrá podido observar, la situación que he estudiado no es clásica. La objetividad científica me estaba vedada, porque, alienado, el neurótico era mi padre, mi madre, mi hermano y mi hermana. He intentado en todo momento revelar al negro que en cierto modo se anormaliza; y el blanco que es, a la vez, mixtificador y mixtificado.
Piel negra, máscaras blancas
En algunos momentos el negro está encerrado en su cuerpo. Ahora bien, “… para un ser que ha adquirido la conciencia de sí y de su cuerpo, que ha llegado a la dialéctica del
Comuna de la Martinica.
sujeto y el objeto, el cuerpo ya no es la causa de la estructura de la conciencia, sino que se ha convertido en objeto de conciencia” (Merleau-Ponty, 1945: 277).
El negro, aun sincero, es esclavo del pasado. Sin embargo, yo soy hombre, y en este sentido la guerra del Peloponeso es tan mía como el descubrimiento de la brújula. Ante el blanco, el negro tiene un pasado a valorizar, una revancha que tomarse; ante el negro, el. Blanco contemporáneo siente la necesidad de recordar el período de antropofagia. Hace algunos años la Asociación Lyonesa de Estudiantes Franceses de Ultramar me pidió respondiese a un artículo que hacía, literalmente, de la música de jazz una irrupción del canibalismo en el mundo moderno. Sabiendo dónde iba (yo), rechace las primicias del interlocutor y pedí al defensor de la pureza europea que se deshiciese de un espasmo que no tenía nada de cultural. Hay ciertas personas que quieren hinchar el mundo con su ser. Un filósofo alemán describió este proceso con el nombre de patología de la libertad. No tenía yo por qué tomar posición a favor de la música negra y en contra de la blanca, y sí ayudar a mi hermano a abandonar una actitud que nada tenía de beneficiosa.
El problema referido en estas páginas se sitúa en la temporalidad, dentro de la temporalidad. Se desalienarán aquellos blancos y negros que se nieguen a dejarse encerrar en la torre sustancializada del pasado. Para muchos otros negros la desalienación vendrá de la negativa a considerar la actualidad como algo definitivo.
Yo soy un hombre, me corresponde, quiero recuperar todo el pasado del mundo. No soy solamente responsable de la revuelta de Santo Domingo.
Siempre que un hombre ha hecho triunfar la dignidad del espíritu, siempre que un hombre ha dicho no a una tentativa de esclavización de su semejante, yo me he sentido solidario de su acto.
En absoluto extraeré del pasado de los pueblos de color mi vocación original.
En absoluto me dedicaré a reavivar una civilización negra justamente desconocida. No me hago el hombre de ningún pasado. No quiero cantar el pasado a costa de mi presente y de mi porvenir.
El indochino no se ha revolucionado porque haya descubierto que tiene una cultura propia, sino porque, simplemente, le empezaba a ser imposible, en más de un sentido, respirar.
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Vistas desde Europa estas cosas son incomprensibles. Algunos imbéciles argumentan una supuesta actitud asiática ante la muerte.
Estos filósofos de sotanillo no convencen a nadie. Esa serenidad asiática la manifestaron por su cuenta, y no hace mucho tiempo, los “voyous” del Vercors y los “terroristas” de la Resistencia.
Los vietnamitas que mueren ante el pelotón de ejecución no esperan que su sacrificio
permita la reaparición de un pasado. Aceptan morir en nombre del presente y el futuro.
Si alguna vez se me ha planteado el problema de solidarizarme efectivamente con algún pasado determinado, ha sido en la medida en que yo me había empeñado, hacia mí mismo y hacia mi prójimo, en combatir con toda mi existencia, con todas mis fuerzas para que nunca hubiese, jamás, pueblos esclavos sobre la tierra.
No es el mundo quien dicta mi conducta. Mi piel negra no es depositaria de valores específicos. Hace ya tiempo que el cielo estrellado que dejaba a Kant anhelante nos ha entregado sus secretos. Y la ley moral duda de sí misma.
En tanto que hombre, me comprometo a afrontar el riesgo de la aniquilación para que dos o tres verdades arrojen sobre el mundo su claridad esencial.
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No hay una misión negra; no hay un fardo blanco. […]
No quiero ser la víctima de la Trampa de un mundo negro.
Mi vida no se consagrará a hacer el balance de los valores negros.
No hay mundo blanco, no hay ética blanca, no hay superior inteligencia blanca. Hay del cabo al rabo del mundo hombres que buscan.
[…]
Soy solidario del Ser en la medida en que lo rebaso. […]
No soy esclavo de la esclavitud que deshumanizó a mis padres.
[…]
Yo, hombre de color, solo quiero una cosa: que jamás el instrumento domine al hombre. Que cese para siempre la esclavización del hombre por el hombre. Es decir, de mí por otro. Que se me permita descubrir y querer al hombre, donde esté.
El negro no es. No más que el blanco.
Los dos tienen que apartarse de las voces inhumanas que fueron las de sus antepasados respectivos a fin de que nazca una auténtica comunicación. Antes de empeñarse en la voz positiva, la libertad tiene que empeñarse en un esfuerzo de desalienación. Al comienzo de su existencia, un hombre está siempre congestionado, ahogado en la contingencia. La desgracia del hombre es haber sido niño.
Piel negra, máscaras blancas
Los hombres pueden crear las condiciones de existencia ideales de un mundo humano mediante un esfuerzo de reasunción de sí, y de desprendimiento voluntario, y de tensión permanente de su libertad.
¿Superioridad? ¿Inferioridad?
¿Por qué no intentar, sencillamente, la prueba de tocar al otro, sentir al otro, revelarme al otro?
¿Acaso no me ha sido dada mi libertad para edificar el mundo del Tú?
Al final de esta obra quisiera que los demás sintiesen como yo la dimensión abierta de
toda conciencia.
Mi última oración:
¡Oh, cuerpo mío, haz de mí, siempre, un hombre que interrogue!
Vol 26, N°3
Esta revista fue editada en formato digital y publicada
en septiembre de 2017, por el Fondo Editorial Serbiluz, Universidad del Zulia. Maracaibo-Venezuela
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