Encuentro Educacional
e-ISSN 2731-2429 ~ Depósito legal ZU2021000152
Vol. 29 (1) enero - junio 2022: 173 - 183
Anotaciones para estar con la
literatura
Ángel Enrique Madriz
Boscán
Escuela de Letras. Facultad
de Humanidades y Educación. Universidad del Zulia.
Maracaibo-Venezuela
https://orcid.org/0000-0002-6822-7637
Resumen
Muchas veces, leer se concibe una actividad
estrictamente solitaria, lúdica, hedonista; y el escribir, una forma de
esconderse del mundo para poder expresar el habla temerosa y, por razones
similares, la crítica es la respuesta de alguien que no ha podido escribir algo
semejante a lo que lee. El propósito del presente ensayo fue explicar sobre
escribir, leer y criticar y su importancia en la literatura. Desde el punto de
vista metodológico, se realizó una investigación documental, cualitativa
interpretativa. Teóricamente, se consideraron los aportes
de reconocidos autores sobre cómo el papel del escritor está indisolublemente
unido a su actuación histórica como lector, la cual es a su vez una experiencia
activa de su condición como ser social, individual; es decir, como personaje
histórico lleno de emociones, sentimientos y con una intelectualidad con la que
es posible dar respuestas pertinentes a una sociedad que lo ha enriquecido y de
la cual siempre está atento para aportar en su transformación, porque escribir
y leer le exigen sus aportes críticos irrevocables. En síntesis y no como
conclusión teórica más que como convicción cultural, no podemos ser escritores,
simplemente, si antes no hemos sido grandes lectores, porque escribir es,
definitivamente, una continuidad con la historia que vivimos y, que
afortunadamente la enriquecemos con nuestras reflexiones críticas.
Palabras clave: Literatura; escribir; leer;
criticar.
Annotations to be with the literature
Abstract
Many times, reading is
conceived as a strictly solitary, playful, hedonistic activity; and writing, a
way of hiding from the world in order to express fearful speech and, for
similar reasons, criticism is the response of someone who has not been able to
write something similar to what he reads. The purpose of this essay was to
explain about writing, reading and criticizing and its importance in
literature. From the methodological point of view, a documentary, qualitative
and interpretive research was carried out. Theoretically, the contributions of
renowned authors were considered on how the role of the writer is inextricably
linked to his historical performance as a reader, which is in turn an active
experience of his condition as a social, individual being, that is, as a
historical character full of emotions, feelings and with an intelligentsia with
which it is possible to give pertinent answers to a society that has enriched
him and of which he is always attentive to contribute to its transformation,
because writing and reading demand his irrevocable critical contributions. In
short, and not as a theoretical conclusion but as a cultural conviction, we
simply cannot be writers if we have not been great readers before, because
writing is definitely a continuity with the history we live in and,
fortunately, we enrich it with our critical reflections.
Keywords: Literature; to write; to read;
to criticize.
Introducción
Suele suceder entre muchos, que el leer sea concebida
una actividad estrictamente solitaria, lúdica, hedonista o, por las mismas
causas, que el escribir sea una forma de esconderse del mundo para poder expresar
el habla temerosa y, que quizás por razones similares, que la crítica sea la
respuesta de alguien que no ha podido escribir algo semejante a lo que lee. Ya
en varias oportunidades me he detenido a reflexionar sobre las causas que me
llevan a escribir sobre un tema determinado o en un género seleccionado; misma
situación me impulsa a preguntarme el por qué elijo un libro específico o un
tema en especial; no me pasa diferente cuando siento la necesidad de ejercer
algún comentario crítico sobre cualquier obra que me haya involucrado con sus
resoluciones. Y es que escribir, como decía el escritor mexicano Carlos
Fuentes, no es simplemente un acto que nos pertenece como individuo, para ser
un escritor debemos, simplemente, ser un lector voraz, capaz de descubrir la
escritura como un trabajo a muchas manos y a grandes pensares, en el que la
lectura es el instrumento, la herramienta con la cual llegar al hallazgo de la
acción escritural.
De allí que
la lectura, a pesar de ser juego, abandono íngrimo y placer de sufrimiento,
implique también un intercambio con la necesidad de expresar el dolor de ser
feliz, con las obligaciones de aniquilar el ostracismo existencial y con las
intenciones de asumir el parto necesario del intelecto, todo lo que el escritor
ha hecho suyo desde las esferas culturales donde se inició como lector activo. Es
entonces que, como críticos, nos desplegamos como un acordeón que hace de todas
las notas una razón para tener un ritmo cálido e hiriente. Somos críticos de lo
que leemos y de lo que hemos escritos. Sólo siendo críticos, lo decía Edgar Allan
Poe, podemos ser francos y tolerantes, inexorables y amorosos, decididos a
exterminar el silencio propio de la valentía cómplice. Criticamos porque somos
lectores y escritores de nosotros mismos y de nuestra historia. Lo demás es
simplemente, un dejar que el olvido atente contra la memoria de hablar, contra
los sentimientos de decir, contra los efectos de permanecer. Escribir, leer y
criticar es quizás una tríada maldita o bendita que nos lleva a la expresión
creadora. No es posible, desde esta proposición, la existencia del lector, sin que de su condición, le de vida al escritor, al crítico y
así desde este se haga insoslayable la presencia del escritor y el lector.
Especie de trinidad terrenal que se justifica para darle cuerpo a la palabra y
su trabajo. Lector total escritor total
crítico total. Unidad de tres cuerpos imponiendo el existir.
Escribir, leer y criticar, acto total
1. El escritor total
Siempre he sostenido que el escritor es un cúmulo
de fuerzas sostenidas en todo el comportamiento de su condición humana.
Como hombre se deja arrastrar por los instintos propios de la elementalidad que
la existencia le plantea y exige. Ahora bien, como ser humano experimentado en
el arte de la complejidad vivencial, aprende, desde el intelecto, a transformar
el instinto en experiencia histórica, que le permite alcanzar la idea y valerse
de ella para construir nuevas formas de existir. Así entonces, del placer como
experiencia individual, por ejemplo, se experimenta en su ejercicio existencial
como un ideal colectivo fundamental para el logro de la felicidad. Ya Fernando
Savater, en su libro El valor de
elegir (2003), nos
revelaba que es necesario dejar de ser un simple hombre limitado en su origen y
convertirse en un ser humano infinito en su devenir y permanencia.
Durante
décadas hemos venido planteando que en un mundo en donde la existencia tiene
las marcas forzosas del entorno y por ende la felicidad es una decisión que
depende de nuestra aceptación o no del ritmo y la apariencia que adoptemos para
acordarnos con él, no hay formas de que la libertad no termine siendo también
un compromiso con las formas de la estabilidad en la que necesita comportarse
la realidad y ejecutarse las fuerzas del poder. Realidad y vida perviviendo
desde la ruptura de los límites que identifican a cada uno en un deslinde
crucial para ejercer la identidad y alimentar la diversidad, amalgamando así la
impronta que todo ser humano construye en su devenir como ser. Se hace
necesario fundamentalmente, que surja el elemento subversivo que permita
trascender cualquier acomodo e imposición del status. De allí que la expresión puede
resultar, para el ser humano, ese elemento transgresor que nos acerque a la
posibilidad de ejercer la intimidad como ejemplo de lo distinto que es la
otredad. La expresión, para resultar demoledora de la complicidad con la
univocidad social, debe tener por sí misma un compromiso con las razones
culturales en las que el hombre descubrió las herramientas con las que desentrañar
ese entramado de pensamientos y acciones, elevados sobre el altar de las
ideologías residuales, que siempre han comprometido las utopías como referentes
de rupturas y las han transformado en muros de contención ante cualquier
posibilidad transformadora. Será entonces la expresión literaria, en su más
auténtica manifestación humana y en su más clara existencia diversificadora,
ese instrumento a partir del cual podría construirse el paradigma de los hitos
que siempre han convulsionado la historia. Sin embargo, a pesar de que la
literatura y esencialmente la poesía han sido siempre herramientas con las que
se ha elaborado rutas diversas y oportunas para comprender la realidad y
reconstruirla, estas han sido objeto de desconocimiento y de condena desde
incluso la antigüedad hasta nuestros días, por resultar procesos creadores en
donde solamente la imaginación tiene poder de decisión y en donde cualquier
razonamiento alineado en cualquier a priori, es simplemente rechazado al
instante de surgir la expresión. Por lo tanto, resulta que esta imaginación
conforma el estado más genuino de la condición humana, porque ella es el
comportamiento más libre de quien escribe para la eternidad y más consecuente con
los que esperan la sustancia esencial de los que los define temporal y
espacialmente.
“El hombre es solamente la mitad de sí
mismo, la otra mitad es su expresión”, esta frase atribuida al poeta y
escritor estadounidense Ralph Waldo Emerson,
puede servirnos como soporte para comprender entonces cómo el escritor camina,
piensa y enriquece el mundo en el que vive, a partir de un intercambio que hace
de su condición natural con el comportamiento cultural del cual es, al mismo
tiempo, parte activa. Es el escritor una criatura de carne y hueso. Lleva
consigo la herencia de su especie. Experimenta las inclemencias de su entorno y
cualquier embate que de este vaya contra su integridad. Pero también es el
escritor un ser que mientras observa la realidad y la vive siente la necesidad
de transformarla y lo hace porque descubrió que tiene todo para hacerlo.
Razona, sueña, siente, ama, sufre y es capaz de estar alegre y ser feliz si
hace lo necesario para combatir lo que causa la tristeza y la infelicidad. El
escritor es ese ser humano que ha aprendido a valorar la realidad, a integrarse
a ella y a transformarla cuando requiere su propia transformación; ha aprendido
que todo lo que existe lo hace con él, para él y por él, que el mundo que
habita puede resultar un mejor espacio si decide expresarse en todo su
potencial creador. Porque la palabra, al mismo tiempo que revela todo lo que la
humanidad ha pensado, hecho y destruido, también es el mejor instrumento, como
lo dijo el escritor británico Lawrence Durrell, con el que se puede hacer que cualquier idea se transforme en algo crucial para que la
existencia se ilumine en búsqueda de la gran utopía.
Visto así, el
escritor actúa dentro de los vectores de la existencia real individual y
colectiva. Primero, porque asume una soledad donde encuentra el camino de la
expresión con la que llega a acuerdos, asume enterezas, rodea trampas y
experimenta honestidad. Segundo, porque dicho camino lo conduce a su encuentro
con quienes podrían ser sus aliados más agradecidos o sus enemigos más
irreductibles. Y es que el escritor, simplemente, tomándole la palabra al poeta
y escritor italiano Cesare Pavese en su libro Oficio de vivir, ejerce un oficio que “reúne
las dos alegrías: hablar uno solo y hablarle a la multitud” Durante esta
hermosa y dura práctica el escritor simplemente se encuentra consigo mismo como
producto natural y como legado cultural. Piensa y actúa. Ama y destruye. Sufre
y construye. Inventa y olvida. Da testimonio como testigo presencial o como
personaje circunstancial del tiempo que le ha tocado vivir. Es así que para que
el escritor enderece o trastoque, según sea su necesidad expresiva, la realidad
que comparte con sus compañeros de vida, debe afinar todas sus carnes,
emociones, intelectualidades, nervios, deseos, instintos, intenciones,
recuerdos y el más mínimo intersticio de su conformación humana, la más
imperceptible partícula de su composición en el hoy de su evolución definitiva.
Cultura y naturaleza. Humano y hombre. Volición e instinto. Dicho de otra
manera, el escritor al expresarse, es el cúmulo de toda la memoria colectiva,
de toda la conciencia e inconciencia de sus congéneres, de toda la razón y el
desatino de su época. Así como es un músculo, una pasión, un reflejo, un atavismo,
es también un cerebro, unos sentires, lo impredecible, es la diversidad. Cuando
escribe entonces se es hombre, se es ser humano. Se es físico, intelectual,
emotivo, volitivo e incierto. Semejante oficio lo hace mortalmente feliz, como
lo diría el nobel de Literatura turco Orhan Pamuko e inequívocamente desafortunado,
en palabras de José Saramago. Pero lo que en definitiva más emparenta al
escritor con la universalidad que la palara expresa, es que al escribir hace
una especie de parábola en el firmamento que es la existencia y se inscribe en
ella como protagonista, porque define la historia al reconstruir la realidad y
como actor, porque como decía el filósofo francés Michel de Montaigne, “cada
libro que escribe está hecho de la sustancia de sí mismo”, por lo que en la
imagen en movimiento que es el tiempo de la eternidad, como bien lo expresó J.J. Benítez en su tercer libro de la serie Caballo de Troya, es la expresión escrita el
soporte para encontrar la magia de la palabra redescubriendo al hombre
actuando, al ser humano reinventándose.
Falta entonces
por decir que quien escribe lo hace como constructor de realidades, como
edificador de estancias para la reflexión, como delineador de vías para
encumbrarse hacia el descubrimiento de la vida, como catalizador de las
necesidades de respuestas que siempre habrá en la humanidad, como dador de
placer, dolor, historia, pensamiento, paisaje, remordimiento, sumisión y
libertad. Porque si la Literatura lo es todo, como dice Octavio Paz, quien la
escribe es por ende total en su expresión. De allí que frente a la página con
la que se debate entre el dolor y el placer, se vuelca su sudor, su escalofrío;
saltan y se recogen sus músculos y sus huesos; se vierten y actúan sus fluidos
viscerales; sus neuronas se activan y
alimentan de energía las necesidades que le surgen para crear y recrear la
sensibilidad que se vuelca en la escritura y en donde inevitable y misteriosamente
adquiere la forma de la obra a la que el escritor, le dará un reconocimiento
como parte de lo que siempre ha sido.
2. El
lector total
Si el escritor
es un ser total en el acto de crear su obra. Si el considerarlo total tiene que
ver con su integridad física, emocional, cultural, intelectual y espiritual
actualizadas, todas, en un acto unívoco expresivo que lo identifica como
individuo cuya elementalidad, lo sitúa en consonancia con la universalidad que
puede significar su escritura. Ya Aristóteles nos hablaba del papel de la
palabra para nombrar o representar el mundo y darle consistencia objetiva ante
los hombres. Si su obra es el producto de él y su pertenencia a un estado
diverso y profuso de existencias en constante redefinición -natural y cultural-,
indefectible y necesariamente, para existir en lo que es y puede ser o
significar, requiere de un receptor, cuya cualidad fundamental debe ser su
integridad como individuo y su totalidad como ser humano. Es decir, si el
escritor ríe y sufre, vive y muere, construye y destruye, en un acto único de
ser físico y trascendental al mismo tiempo, debemos considerar que el lector se
debate en esa coyuntura vital de amar y odiar, salvar y desamparar, sucumbir y
trascender. Debe ser total e integral, para no sucumbir en sí mismo en una
implosión de mudez o simplicidad. Todo lector, por esta condición, va más allá
de la simple tarea decodificadora de signos, se impone una labor más cónsona
con su condición de actualizador de lo leído, es así, un descifrador de las
impresiones que la palabra hace en el alma de donde se enriquece el escritor
para enriquecer, por ende, al lector.
“La poesía se
lee con los nervios”, escribió el poeta estadounidense Wallace Stevens (Adagia, 1977), lo que hace que de una u
otra manera el lector, sin poderlo evitar, se exponga a la influenza que como
virus atávico se desprende de cada palabra con la que se pone en contacto. Se
siente adolorido, solitario, perdido, la cabeza le da vueltas y si el contagio
verbal es poderoso comienza a delirar y a reinventar otra realidad que puede
ser convertida en una obra alterna o independiente. Y es que el lector,
definitivamente se actualiza como ente fugaz y permanente, al tiempo que
actualiza la obra que lee en un proceso de inmersión por las profundidades de
la significación. Pasa así, el lector, al poseer lo que lee y descubre que en
ese acto de descifrar el código que ha decodificado, se está descubriendo
también a sí mismo, como decía el escritor francés Marcel Proust, descubre que
se está leyendo a sí mismo, que es la oportunidad de reinventarse, de
extenderse y pretenderse.
Todo lector, como decíamos, al leer una obra, la posee, en un acto de
amor que devela una práctica placentera, esta le permite experimentar los
tormentos, las pasiones y las tranquilidades de una certeza que proviene de la
palabra mostrándole vívidamente el mundo en el que habita. Podemos entonces
decir que el acto de leer puede llevarnos hasta los límites de cualquier
utopía. Puede impulsarnos a rebasar los bordes de la lógica e imponernos una
rigurosidad tal que terminamos por compartir las experiencias del escritor y
del hombre en su histórica definición. Todo desde la palabra, desde la voz
escrita. Entre todo lector hay una relación íntima con el escritor ya que éste
es posterior al primero en el orden de actualización de la palabra. Y en
palabras del novelista mexicano Carlos Fuente, el escritor debe amar la lectura
porque escribir no comienza con él, es una condición al menos simultánea una
vez que después de ser un amante lector se decide asumir la escritura como
práctica expresiva. Lector y Escritor son entonces dos condiciones que se
complementan, se requieren y se consolidan entre su simultaneidad.
Si la lectura es una práctica amorosa que incluye al escritor como
artífice de lo por leer, podemos decir que esa actitud de actualización de lo
escrito, por parte de un lector integral en su existencia, es al mismo tiempo liberadora.
Cuando se lee se es todo lo que hemos sido y lo que potencialmente podemos ser.
Es imposible leer sin que con ello nos extendamos en toda nuestra conformación.
Leemos y damos rienda suelta, sin censuras previas ni autocensuras, a toda
nuestra condición humana. Somos partícipe de una experiencia que, como el
placer, es meramente individual, inconsciente y volitivo al mismo tiempo y que
hace de nuestro aprendizaje histórico social un mero referente que debe
actualizarse a medida que leemos. En fin, somos libres de asumir una realidad
que nos es transmitida en toda su dimensión histórica de complejidades y
recrearla o rehacerla en función de nuestros gustos, necesidades y propósitos.
Leer es en esta condición, una manera de reconstruir la vida que el escritor
había a su vez recreado y hecho una historia en sí misma.
Y es que todo lector sabe que la obra que lee es siempre, hasta las
infinitas lecturas que de ella se hagan, una historia inagotable que siempre
encontrará una ventana por donde saldrán nuevas imágenes del mundo, nuevos
rostros y nuevas anécdotas. Porque toda lectura es siempre una búsqueda del
principio de la historia, nunca deja de ser el recurso para hallar la solución
al complejo drama de la vida y de la muerte, culmina siempre en un retorno al
origen de la existencia, en un viaje cuya meta es simplemente la reinvención de
la partida. Como lo decía Umberto Eco, todo lector implica desde su perspectiva
de lector en ejercicio y por necesidad uno diferente siempre que lo sea, así,
al serlo, todo lo leído implica a su vez desde esa perspectiva generativa, que
en toda obra leída se produzca en ejercicio “una serie
virtualmente infinita de lecturas posibles, cada una de las cuales lleva a la
obra a revivir según una perspectiva, un gusto, una ejecución personal”. (Umberto
Eco, Obra abierta, 1992). Es así como el lector, asumiendo su rol, al poseer el texto leído
conduce y reconstruye realidades ya elaboradas por el escritor, se anticipa a
la historia, participa de su elaboración y al final, como un resultado de su
posesión, verifica que su experiencia sea capaz de impulsar imprevisibles,
riesgosas, diversas y nuevas experiencias lectoras.
Al ser libre desde su acción lectora, el lector, lleno de profundas vivencias
renovadoras, deja que el placer que significa verificar lo que es o ha
anticipado como historia, lo lleve a un sentimiento de felicidad. Estado que
como fin último del ser humano solo puede ser vivido desde la libertad que
significa ponerse a la vanguardia de la historia leída y demostrar que él, como
demiurgo intelectual, ha hecho posible que la representación de toda la
historia leída sea el resultado de su aproximación inesperada, pero íntima, con
el escritor. Ser feliz como lector implica contribuir con la definición de un
hecho, participar con la instauración de una forma de explicar lo que desde la
fábula que es la historia leída o simplemente la expresión que se reescribe se
va precisando y ubicando en el contexto de la interminable práctica lectora.
Historia, sensorialidad, anécdota, sentimiento, acción o emoción. Se es feliz
leyendo, porque leer es parte del ejercicio de entender historias, disfrutar
espacios, entender lapsos, gozar imágenes, avizorar respuestas a la pregunta
redentora. El universo es un todo en el hombre cuando construye, a partir de la
escritura, eso que el lector llama el alma de la humanidad. Su encuentro y lazo
con la trascendencia que sólo en el origen puede existir.
En pleno ejercicio frente a lo escrito y en su proceso de desciframiento,
el lector desde su libertad de acción, antepone su condición humana integral y
por lo tanto se convierte en un practicante total de la lectura. Es más, se
anticipa, como ser humano que ha sufrido y disfrutado el mundo, a todas las
posibles lecturas que puedan hacerse sobre el texto que posee. Y “Una vez que lo haya leído podrá comprobar si el
texto ha confirmado o no su previsión” (Umberto Eco, Lector in fabula, 1994). “Se interpone al desenlace,
se extiende en sus secuencias y casi siempre se identifica o se distancia de
sus actantes.
Y una vez que la haya leído podrá comprobar si
el texto ha confirmado o no su previsión” (Umberto Eco. Lector in fabula, 1994). En algunas ocasiones siempre se
produce una especie de frotis entre lo que la obra expresa como intimismo y sus
propios estados emotivos o sentimentales e intelectuales. Suele ocurrir, muchas
veces, que simplemente decida recomponer el universo de su lectura y se
convierta en ese lector total que deviene en escritor.
3. Crítico total
Muchas veces me crucé, como lector ensimismado de la literatura y como
paciente lector de la crítica más diversa de ella, con una oposición entre dos
supuestas formas distintas de hablar sobre la obra literaria. La que le da al
lector la posibilidad de descubrir con todos sus sentidos, su intelecto y su yo
más interior lo que se ha urdido en esa labor de dejar constancia de la
historia real y humana que es la creación literaria, sin dejar de incluir, en
gran parte de su histórica conformación, la expresión íntima del ser. Es esa
crítica la que el escritor francés Anatole France defendió como subjetivista al
aseverar que todo lo que el crítico puede decir de una obra lo está diciendo de
sí mismo, tratando con ello de reinventarse en lo que dice y hacerse parte de la
certeza que lo convierte en personaje concurrente de lo que lee. Crítica impresionista,
suele llamarse, porque se asume a partir de la calma y la turbación que la
misma produce al ser asumida y porque de múltiples maneras impresiona en el
alma del lector un impulso sensible y humanizador que lo obliga a enriquecer la
literatura con renovadas alternativas de invenciones, con inaprensibles
opciones escriturales. La otra, la que
propone un método rígido, definido, con instrumentos disciplinarios que ya han
sido verificados por la investigación objetiva. Esa que mide, teoriza,
hipotetiza y verifica con los instrumentos de la lingüística, el sicoanálisis,
la sociología y demás ciencias sociales. La crítica científica. La que llega a
la verdad de lo que se escribe, la que justifica el ejercicio de la razón y no
se detiene ante limitaciones culturales o prejuicios ideológicos. Ante ellas
debo decir que nunca he sido excluyente. Creo que ambas formas de criticar la
obra literaria tienen justificación y son de gran valor a la hora de querer
explicar dónde está la esencia que compone la obra escrita y cuáles son sus
sólidos soportes.
Las dos formas de criticar anteriormente descritas son, muchas veces,
complementarias. Diría más bien que entre ambas se cruzan los intentos por
desentrañar la magia de la palara y los misterios de su contenido, en firme
concreción de obra escrita. Cada una de ella intenta verificar la autenticidad
de lo que se cuenta, describe o se expresa, como producto de una realidad que
la soporta, la genera y la independiza en manos de quien la actualiza en la
lectura. Sin embargo, desde muchas perspectivas o posiciones meramente
académicas, muchas veces se ha desdeñado y hasta desacreditado el papel que
ejerce la percepción mera de la obra literaria y entonces, las impresiones que
ella causa como producto sensible en la sensibilidad del lector, son vistas
como meros ejercicios aislados, como simples posiciones subjetivas o como
ingenuas o superficiales lecturas ocasionales. Nada puede ser más subjetiva que
lo que podamos decir de lo que leemos. Si el escritor no puede desintegrarse,
cuando escribe, entregándose inevitablemente en cuerpo, intelecto y alma, si el
lector no puede dividirse en estancos humanos y actúa íntegramente igual que el
escritor, nada más lejano a la objetividad o neutralidad individual que lo que el
crítico debe ejercer como operario de una obra que le exige sentidos, cuerpo, sistemas
y toda una metafísica del ser. De la obra, como cuerpo vivo a la espera de ser
abordado, amado y desentrañado, emana una fuerza demoledora que acaba con
cualquier duda sobre lo que hay que decir y reescribir de ella. La obra marca
la pauta porque es ella una galaxia llena de luces infinitas y corredores
insólitos que incitan la imaginación y procuran la indagación. El crítico
entonces, con las armas de toda su formación y sus vivencias, se apodera de la
obra y la reinventa para los espectadores que somos todos los lectores
potenciales, presentes y futuros.
Ahora bien, independientemente de que hablar sobre lo leído es,
sencillamente complejo, cuando los resultados son una especie de intensiones
reductoras de la diversidad escrita, partiendo de que toda obra literaria lleva
consigo lo distinto, lo otro y lo variado y porque desde el mismo lenguaje con
el que se escribe lo hace como parte del contenido humano, histórico y social
que la contienen, no podemos concluir en posiciones definitivas. No es posible
una verdad exclusiva sobre lo que la obra literaria nos quiere decir. Nada más
alejado de su objetivo como producto humano y cultural. Ninguna obra se agota
en una explicación que se haga de ella. Todo y nada puede ser cierto o mentira
de lo que en ella se dice. Si el trabajo del crítico termina por develar lo que
el escritor ha creado, recreado e inventado, la obra dejaría de ser un cuerpo
expresivo tentador para cualquier generación. Frente a esta posibilidad muchos
escritores y sus creaciones hubieran sido sepultados por el olvido. Desde
Cervantes y su Don Quijote, hasta García Márquez y Cien años de soledad, sin olvidar
que Quevedo, Isidore Ducasse, Rimbaud y Neruda ya hubieran claudicado ante el
tiempo y la sociedad. Todo producto de verdades que los evaluaban, juzgaban y los descalificaban para cualquier futuro
universal. De allí que, sin desconocer las intenciones explicativas desde un
método rígido y externo a la obra leída, dejando por fuera la participación y
aportes del lector, para tratar de objetivar la obra literaria en un cuerpo de
afirmaciones y negaciones científicas, se estaría desconociendo el complejo
proceso que significa estar frente a la historia, viviendo y muriendo, amando y
odiando, sufriendo y gozando, con la insoslayable tarea de responderle al
mundo, al ser humano, las preguntas que le permitan reconocerse como parte de
una historia a la que perteneció y de la cual es copartícipe en su elaboración.
Quizás me sienta más cercano a esa teoría de la recepción, desde donde los
críticos y escritores alemanes Hans Robert Jauss y Wolfgang Iser han reivindicado al lector como parte activa en la concepción del texto, bien desde la
historia de las muchas recepciones y de las posibilidades históricas para
hacerlo.
Debo
culminar esta parte retomando las palabras del crítico venezolano Jesús Semprum
en su libro Crítica Literaria:
"La manera más sensata de criticar es la que no juzga, la que se
conforma con escudriñar simplemente y construir sobre los cimientos de la obra
ajena, un humilde y franco edificio de comentarios".
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