Modernidad política: miradas y significados*

Leonardo Calvano Cabezas**

Resumen

Del programa filosófico de la modernidad, emerge un modelo de sociedad caracterizado por el reconocimiento del individuo, considerado factor protagónico en la construcción de la realidad; pero no cualquier individuo, sino el individuo-ciudadano poseedor de un conjunto de derechos y deberes (Derechos Naturales o Derechos del Hombre) que lo perfilan como un Ser-racional capaz de superar los diferentes obstáculos como: la tradición opresiva, los dogmas religiosos, la ignorancia y la pobreza, entre otros, que impiden la construcción de la sociedad nueva que propone la ilustración. Desde las coordenadas del enfoque ideacional propio del método de la historia de las ideas políticas, este artículo Interpreta los significados políticos, ideológicos, epistemológicos y filosóficos del modelo de sociedad surgido al calor de la modernidad política. Se concluye que urge un ejercicio intelectual de re-conceptualización y actualización de los contenidos de la modernidad, en función de las demandas y requerimientos de las sociedades del siglo XXI, que signifique la estructuración de un nuevo pensamiento que tiene como propositivo fundamental construir las bases para la emergencia de un nuevo contrato social, que garantice la re-modernización social y política de los imaginarios colectivos y las prácticas intersubjetivas, desde las que se edifican las realidades cotidianas.

Palabras Clave: Programa filosófico de la modernidad; nuevo contrato social; modernidad política; construcción de la realidad; historia de las ideas políticas latinoamericanas.

Political modernity: looks and meanings

Abstract

From the philosophical program of modernity emerges a model of society characterized by the recognition of the individual, assumed as a leading factor in the construction of reality; But not the individual, but the individual-citizen possessing a set of rights and duties (Natural Rights or Rights of Man) that outline him as a rational Being capable of overcoming different obstacles such as: oppressive tradition, religious dogmas, Ignorance and poverty, among others, that prevent the integral development of the potential of the human person. From the coordinates of the ideational approach proper to the method of the history of political ideas, this article interprets the political, ideological, epistemological and philosophical meanings of the model of society emerged in the heat of political modernity. It is concluded that an intellectual exercise of re-conceptualization and updating of the contents of modernity, in function of the demands and requirements of the societies of the XXI century, is necessary that means the structuring of a new thought that has as fundamental proposition to build the bases For the emergence of a new social contract, which guarantees the social and political re-modernization of collective imaginaries and intersubjective practices, from which daily realities are built.

Key words: Philosophical program of modernity; new social contract; political modernity; construction of reality; history of Latin American political ideas.

Introducción

Como es bien sabido del programa filosófico de la modernidad y de su proyecto político-ideológico particular, emerge un modelo de sociedad caracterizado, entre otras cosas, por el reconocimiento del individuo, asumido como factor protagónico en la construcción de la realidad en sus variadas dimensiones: (políticas, económicas, sociales y culturales); pero no cualquier individuo, sino el individuo-ciudadano poseedor de un conjunto de derechos y deberes (Derechos Naturales o Derechos del Hombre según la narrativa dieciochesca) que lo perfilan como un Ser-racional capaz de superar –individual y colectivamente– los diferentes obstáculos materiales y simbólicos como: la tradición opresiva, los dogmas religiosos, la ignorancia y la pobreza, entre otros, que impiden o dificultan el desarrollo integral de las potencialidades de la persona humana, situada en su entorno natural y cultural. Al decir de Rodríguez (2009):

La modernidad es la posibilidad política reflexiva de cambiar las reglas del juego de la vida social. La modernidad es también el conjunto de las condiciones históricas materiales que permiten pensar la emancipación conjunta de las tradiciones, las doctrinas o las ideologías heredadas, y no problematizadas por una cultura tradicional (Rodríguez, 2009: 1).

La confianza en la noción de razón por parte de los filósofos modernos, en su versión iluminista, que en la dimensión ontológica significaba el elemento definitorio de la condición humana en stricto sensu, básicamente la convirtió en el sujeto-objeto protagónico de la historia mundial, tal como posteriormente haría el marxismo con el proletariado. De esta manera la clave del progreso de la humanidad estaba en estructurar un modelo de sociedad profundamente racional en sus fundamentos, que lograra superar definitivamente las contradicciones del oscurantismo1 político e ideológico propio del Medioevo europeo, al tiempo que generara las condiciones de posibilidad para llevar a la humanidad a una fase cualitativamente superior de su existencia colectiva. Por estas razones, este trabajo Interpreta los significados políticos, ideológicos, epistemológicos y filosóficos del modelo de sociedad surgido al calor de la modernidad política.

Particularmente interesa comprender la influencia concreta que el programa filosófico de la modernidad tuvo en la arquitectónica de las sociedades surgidas al calor de las grandes revoluciones filosóficas, políticas y económicas del siglo XVIII y XIX en la civilización euro-occidental, de la cual Latinoamérica2 forma parte, por dos razones concretas a saber: 1) indiscutiblemente fue el pensamiento liberal ilustrado el que sirvió de justificación para el desarrollo de los procesos de ruptura con los nexos coloniales en los “países del sur” y; 2) asimismo, fue la ideología liberal-ilustrada la que dotó de legitimidad y contenido a los sistemas políticos republicanos de los emergentes Estados nacionales, que Bolívar definió como “la América meridional” en su célebre Carta de Jamaica de 18153. Por ello esta corriente del pensamiento está profundamente imbricada a los cimientos originarios de nuestras “sociedades modernas.”

1.Programa filosófico de la modernidad

El concepto de modernidad política admite una variedad de significados, ya que sirve para definir distintas cuestiones, tales como un periodo histórico de carácter revolucionario, desde la lógica del pensamiento liberal, ubicado en las postrimerías del siglo XVII y todo el siglo XVIII, nombrado metafóricamente como “siglo de las luces” en alusión al predominio de la razón en las mentalidades de las elites intelectuales del momento, así como también un tiempo en la historia de las ideas políticas y filosóficas de occidente distinguido por la hegemonía del pensamiento liberal-ilustrado y adjudicado como “espíritu de la época” al decir de Hannah Arendt (2004).

De cualquier manera, para los efectos de este apartado, por modernidad política se quiere destacar las transformaciones ideológicas sucedidas en los imaginarios políticos de las elites de la época, con profundas repercusiones en la esfera de las representaciones sociales, que terminarían por erosionar las premisas constitutivas de la sociedad de antiguo régimen y su orden estamental de carácter excluyente, así como su sociabilidad política de tipo absolutista y estático. Reflexionando sobre la naturaleza de la modernidad y sus elementos constitutivos se señala lo siguiente:

El proyecto de la modernidad formulado por los filósofos del Iluminismo en el siglo XVIII se basaba en el desarrollo de una ciencia objetiva, una moral universal, una ley y un arte autónomo y regulado por lógicas propias. Al mismo tiempo, este proyecto intentaba liberar el potencial cognitivo de cada una de estas esferas […] Deseaban emplear esta acumulación de cultura especializada en el enriquecimiento de la vida diaria, es decir en la organización racional de la cotidianidad (Habermas, citado por Díaz Espinoza, 2013).

Según este autor, la modernidad implica la consecución de un sistema filosófico cuyo núcleo central era la construcción paulatina de un nuevo tipo de sociedad, más acorde con los mandatos de la “naturaleza humana” y su afán de libertad y progreso, de ahí su impulso de una ideología laica y secular que diera al traste con la “sinrazón” de los dispositivos de control y dominación del pensamiento religioso oficial que fungía, como vigilancia mental de los colectivos sociales para impedir su rebelión ante el sistema y, como discurso de legitimación del orden establecido en el que se fundían, al mismo tiempo, lo político y religioso. Por ello la modernidad como programa filosófico, sobrepasa los dominios de lo especulativo y erudito y se cristaliza en un proyecto político con productos muy concretos como: una teoría novedosa de las formas de Estado y de gobierno que se querían implementar (Estado de Derecho y democracia), en función de los intereses de la clase emergente (la burguesía); una “ciencia objetiva” de carácter materialista que formulara, por un lado, explicaciones de base empírica y racional al funcionamiento del universo, la naturaleza y la sociedad, cuestión que nunca pudo hacer satisfactoriamente el pensamiento mágico-religioso y, por el otro, que impulsara desarrollos tecnológicos al servicio de la economía capitalista, tal como la imprenta y la máquina de vapor; por último, una moral universal al servicio de una concepción particular del hombre y su dignidad inherente, que más de dos siglos después se materializaría en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.

De modo similar, el programa filosófico de la modernidad necesitaba instrumentalizar su idea de la condición humana en la dimensión moral e intelectual, para fraguar un individuo liberado de los dogmas de fe que lo relegan en lo cotidiano a ser una suerte de marioneta de los designios divinos (providencia), interpretados por los estamentos en el ejercicio del poder, al tiempo que potenciara al máximo su capacidad crítica y creativa para lo cual la filosofía moderna ocuparía el sitial que históricamente ocupaba la religión católica o protestante según fuera el caso, con la diferencia de estar comprometida con la educación y liberación total del hombre y su bienestar.

La modernidad deviene así, en un fenómeno regido por una racionalización y un proceso de secularización de la vida cotidiana, emergiendo formas racionales de explicación que se superponen al papel de la religión en la sociedad, reduciendo esta última a lo estrictamente privado. En este sentido, Habermas entrega una especial atención al conocimiento teórico-filosófico como fundamento para la transformación de la sociedad, ya que para el autor es en el mundo de la vida donde se produce la conciencia colectiva (Díaz Espinoza, 2013: 1).

El afán en la promoción de la razón en su versión iluminista por parte de los modernos respondía al hecho cierto de la “necesidad civilizacional” de descollar los efectos de la intolerancia acumulada por siglos de supremacía del pensamiento religioso que, al decir de Voltaire (2007), había transformado a la mayoría de los cristianos en una suerte de verdugos, tal como lo demostraban las torturas y las persecuciones generadas por el tribunal inquisidor y las guerras religiosas, todo en detrimento de los Derechos del Hombre:

Lo digo con horror, pero con franqueza: ¡somos nosotros, cristianos, los que hemos sido persecutores, verdugos y asesinos! ¿Y de quién? De nuestros hermanos. Somos nosotros los que hemos destruido cien ciudades, con el crucifijo o la biblia en la mano, y los que no hemos dejado de derramar la sangre y encender hogueras […] (Voltaire, 2007: 111).

Al parecer de los ilustrados, la religión y su consecuente dogmatismo eran entonces la causa primaria de la mayoría de los males de la sociedad de la época, ya que se traducía en conductas de fanatismo e intolerancia generalizada que subsumía a la humanidad toda en una dinámica de violencia y atraso. Ante esta “realidad oscura,” la única alternativa era el predominio de la razón, lo que implicaba el resurgir de la tolerancia y el respeto como base de las relaciones humanas y de un nuevo orden social de tipo plural y secular, que serviría de base para el posterior desarrollo del pensamiento democrático.

Por su parte, Ferrater Mora (2004), del mismo modo destaca la centralidad de la razón en el andamiaje del pensamiento político moderno. A su entender la esencia de la ilustración está en: “[…] su optimismo en el poder de la razón y en la posibilidad de reorganizar a fondo la sociedad a base de principios racionales” (2004: 1761).

Para los filósofos ilustrados y los sujetos políticos simpatizantes de sus ideas, era claro que, si la ciencia de la naturaleza podía develar los misterios de la vida en todas sus manifestaciones, una filosofía empirista y racionalista podría, a su vez, descifrar las incógnitas concernientes al logro del progreso continuo e ilimitado de las sociedades humanas en su conjunto, no solo desde la perspectiva metafísica, sino de lo político, económico y social, es decir, de lo material concreto. De esta manera, el pensamiento ilustrado se constituía como un espacio cognitivo, para la síntesis y aplicación de lo mejor de la epistemología de la época. Por ello Ferrater Mora expresa lucidamente: “Procedente directamente del racionalismo del siglo XVII y del auge alcanzado por la ciencia de la Naturaleza, la época de la ilustración ve en el conocimiento de la naturaleza y en su dominio efectivo la tarea fundamental del hombre” (2004: 1761-1762).

En la perspectiva del autor en referencia (Ferrater Mora, 2004), la ilustración abogaba por un anti-historicismo en el cual la realidad pasada solo era útil para revisar críticamente el conjunto de errores explicables por el insuficiente poder de la razón, en el manejo de los asuntos de interés público. Por ello, la concepción del mundo liberal-ilustrada, asume una postura “materialista,” tal como posteriormente lo harían el marxismo, positivismo y evolucionismo, profundamente crítica de las “verdades tradicionales y sus falacias de autoridad”

Por esta actitud crítica, la Ilustración no sostiene un optimismo metafísico, sino, como precisa Voltaire frente a Leibniz, un optimismo basado única y exclusivamente en el advenimiento de la conciencia que la humanidad puede tener de sí misma y sus propios aciertos y torpezas. Fundada en esta idea capital, la filosofía de la Ilustración persigue en todas partes la posibilidad de realizar semejante desiderátum (Ferrater Mora, 2004: 1762).

La razón crítica de los ilustrados era la punta de lanza para el quiebre de un orden social feudal y un sistema político, el absolutismo monárquico que, por causa de su agotamiento, ya no sirve a los intereses de progreso material y espiritual de la humanidad. Y es precisamente con la intención de trascender ese odioso orden social basado en la supremacía de la aristocracia y el clero, que los modernos diseñan un programa filosófico con profundas implicaciones políticas, ya que tenían plena conciencia, de que era en la dimensión política de la vida, donde se pondrían redimensionar las relaciones asimétricas de poder y plantear nuevos esquemas de organización sociopolítica. De ahí que Rousseau planteara su crítica en el Contrato Social al monarquismo en los términos siguientes:

Un defecto esencial e inevitable, que hará siempre inferior el gobierno monárquico al republicano, es que en este la voz pública no eleva casi nunca a los primeros puestos sino a hombres notables y capaces, que los llenan de prestigio; en tanto que los que llegan a ellos en las monarquías no son las más de las veces sino enredadores, bribonzuelos e intrigantes, a quienes la mediocridad que facilita en las cortes el llegar a puestos preeminentes solo le sirve para mostrar al público su inepcia, tan pronto como los han alcanzado (Rousseau, 2007: 101).

En el nuevo orden social que se buscaba implementar se retomaban de alguna manera la premisa platónica del Rey filósofo, que significaba ahora no una aristocracia de sangre, sino el gobierno de los buenos y mejores según sus capacidades, competencias y habilidades de liderazgo para el manejo de la Rēspūblica (cosa pública).

En consecuencia, el programa filosófico de la modernidad estructurado en el marco del pensamiento liberal-ilustrado se traducía políticamente en las siguientes ideas de anclaje:

a) En lo jurídico el desarrollo del constitucionalismo como garantía de un derecho racional, expresión superior de la voluntad general de la ciudadanía, para regular, entre otras cuestiones, las relaciones persona-ciudadano-estado bajo la lógica diferencial de los Derechos del Hombre.

b) En lo político, estructuración del Estado de Derecho (Estado liberal) como consecuencia lógica del constitucionalismo moderno, y como base de una nueva sociabilidad política que ya no obtenía su legitimidad en el derecho divino y la monarquía, sino en la soberanía popular y el iusnaturalismo. En este contexto es el individuo ciudadano (propietario) el nuevo protagonista de la historia.

c) En lo social, se plantea la necesidad de suprimir los privilegios de las clases dominantes y desplazarlas del ejercicio del poder, para permitirle a la burguesía alcanzar no solo la supremacía económica y política, sino también el capital simbólico necesario que confiere prestigio, status y autoridad en el nuevo entramado social que emerge al calor de las revoluciones de la época, cuestión que la legítima y la convierte en el nuevo “sujeto mesiánico”, al tiempo que generaría un status quo secular.

d) En lo económico, se aboga por la promoción del capitalismo y su libre comercio como única forma de superar el feudalismo, bajo la premisa de que era el sistema más viable para el logro de naciones ricas y prosperas que posibilitarían mayores niveles de bienestar y ascenso social, tal como la plateaba Adam Smith (2004), en “La riqueza de las naciones.”

e) En lo ideológico, se abogaba por la socialización de la filosofía liberal y su concepción racional del mundo, como proceso necesario para la creación de una “nueva humanidad” en la que, en teoría, ya no sería posible la existencia de poderes arbitrarios que opriman las mentes y vidas de las personas.

El programa filosófico de la modernidad y sus manifestaciones políticas, trascendería las fronteras temporales de su época y se convertiría en una formación discursiva con alcance mundial, en tanto que espacio modulador de un conjunto de discursos y prácticas sociales encargadas, por una parte, de cuestionar el orden colonial y armonizar todos los factores sociales descontentos con el mismo y, por otro, configurar en los imaginarios colectivos un nuevo paradigma de base que según Echeverría (1998):

Se trata para cada cultura, de aquella matriz de distinciones primarias a través de las cuales se define lo que es real, la capacidad de conocimiento de los hombres, el sentido de la existencia y las posibilidades de la acción humana, los criterios de validez argumental, la estructura de nuestra sensibilidad (Echeverría, 1998: 9).

Desde la perspectiva ideacional, el advenimiento paulatino de la modernidad significó entonces la superación de una concepción del mundo, la medieval, caracterizada por su carácter teocéntrico y por una idea de dios como elemento central del mundo y como espacio en el cual las cosas adquieren, forma, sentido y valor (Echeverría, 1998); de esta manera al cuestionarse el imaginario medioeval, por parte de un sector político e intelectual de avanzada que fue adquiriendo un inusitado liderazgo, se daba paso, al mismo tiempo, a un renovado discurso antropocéntrico que situaba al hombre como principal responsable en la construcción de su realidad y centro de la historia, que ya no dependía de cuestiones metafísicas y teológicas sino, del potencial transformador de su acción consciente, desplegada en el marco de un proyecto político racional de cara al incremento sustancial del bienestar, en el presente histórico.

Este sector emergente, se componía en principio de una alianza estratégica internacional entre la burguesía mercantil y la “intelectualidad orgánica liberal” que entendía mejor que nadie la inviabilidad del contrato social de antiguo régimen. Ante esto, solo quedaba la necesidad de renovarlo todo, bajo la convicción de que nuevas ideas impulsarían el desarrollo de nuevos hombres que tendrían, de asumir su responsabilidad histórica, impacto directo en la reestructuración de los dominios de lo político, ideológico, epistemológico y filosófico, con el propósito claro de crear una nueva sociedad moderna y democrática, esto es, un nuevo o renovado contrato social.

2. Cambios políticos impulsados por la modernidad: caso Iberoamérica

Las grandes revoluciones políticas sucedidas en el siglo XVIII y XIX, entre las que destacan en orden cronológico: la emancipación de las trece colonias angloamericanas (1776); la revolución francesa (1789) y; los procesos independentistas de lo que hoy es Latinoamérica, son parte de un mismo proceso de transformación interna de las sociedades occidentales que la experimentaron, así como del orden internacional en su conjunto. Todos estos eventos fueron impulsados, indefectiblemente, por la formación discursiva de la modernidad en la que se conjugaron de forma diacrónica y sincrónica las ideas de Estado liberal y democratización de la sociedad. En este sentido, Robespierre en discurso pronunciado ante Convención Nacional de Francia de 1794, señala la pertinencia de la democracia para el nuevo orden que se vislumbra alcanzar.

Pero para fundar y consolidar entre nosotros la democracia, para llegar al reinado apacible de las leyes constitucionales, es preciso terminar la guerra de la libertad contra la tiranía y atravesar con éxito las tormentas de la Revolución; tal es el fin del sistema revolucionario que habéis organizado. Debéis aún regir vuestra conducta según las tormentosas circunstancias en que se encuentra la República, y el plan de vuestra administración debe ser el resultado del espíritu del gobierno revolucionario combinado con los principios generales de la democracia (Robespierre, 1794).

Este conspicuo personaje, enuncia la estrecha relación existente entre revolución y democracia, incluso asume la primera, por lo menos discursivamente, como el sustrato de la segunda; sin embargo, debemos resaltar que la proto-democracia dieciochesca, no es obviamente la democracia actual del siglo XXI y que, en el caso de la América meridional, los procesos independentistas y de formación de los Estados nacionales de tipo republicano, no desembocaron automáticamente en la creación de repúblicas democráticas; por el contrario, terminaron en la mayoría de los casos, en la consecución de regímenes oligárquicos, tal como lo demuestra el caso de Colombia y Venezuela, entre otros.

En todo caso, la emergencia de los Estados liberales clásicos en lo que hoy es Latinoamérica creó, la condición de posibilidad, para ir desarrollando paulatinamente procesos de democratización del sistema político y la sociedad en su conjunto, procesos que varían en ritmo y alcance de un país a otro y que, aun hoy, en la mayoría de las naciones del sur no ha llegado a su plenitud deseada.

El paradigma político de la modernidad implicaba emular o reproducir en las sociedades del sur (América meridional), los experimentos sociopolíticos impulsados por la revolución francesa, vista ya en el siglo XIX como excesivamente radical y por la confederación de los Estados Unidos de Norteamérica, de ahí que se constituyera en una ideología eurooccidental-céntrica. No obstante, fue este el modelo fundacional de nuestras repúblicas y su influencia en todas las dimensiones de la cultura sigue presente aun hoy, por ello, Briceño Guerrero reconoce que:

Cuando éramos colonia, éramos colonia de Europa, expansión geográfica del ámbito cultural europeo. Cuando nos constituimos en repúblicas lo hicimos así por razones europeas, con métodos europeos, apoyados en valores europeos. Nuestros libertadores blandían espadas hechas en Europa y pronunciaban palabras europeas portadoras de conceptos, sentimientos, impulsos, ideales, incendios europeos (2007: 9).

De esta manera, el andamiaje institucional impulsado por los Estados emergentes en la América meridional trató de replicar en la medida de sus posibilidades y situaciones particulares, las instituciones y prácticas propias de la modernidad europea, siempre aclimatándolas en función de los intereses de las elites locales (Cacaos o mantuanos) y, al nivel de desarrollo de su cultura política imbricada por el catolicismo y su consecuente mentalidad escolástica y barroca. De cualquier manera, de lo que se trató en la primera mitad del siglo XIX, fue de transitar por una modernidad selectiva que desató en muchos aspectos una revolución mental, política y cultural pero nunca social. “Así, […] el Estado nacional moderno no destruyó las formas anteriores de organización política y jerarquización social, sino que las luchas de facciones y grupos termina por moldear el propio Estado-nación y su estructura social” (Mann, citado por: González González, 2014: 63).

Por lo tanto, los procesos de modernización y democratización se constituyeron, desde un primer momento, en el patrimonio exclusivo de la clase emergente que configuraba una “república imaginaria” con una ciudadanía restringida a unos pocos notables, relegando a los colectivos sociales a una suerte de “ciudadanía de segunda” debido a su supuesta ineptitud. Esta tesis explica quizá la desconfianza que muchos actores fundamentales de la emancipación manifestaban por las ideas democráticas y federativas en boga.

Un ejemplo de ello está en el célebre Discurso ante el Congreso de Angostura de 1819, pronunciado por el General Simón Bolívar, donde expone claramente su desconfianza ante las condiciones intelectuales y morales del pueblo para vivir en libertad y modernidad:

La esclavitud es la hija de las tinieblas; un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción; la ambición, la intriga, abusan de la credulidad y de la inexperiencia de hombres ajenos de todo conocimiento político, económico o civil: adoptan como realidades las que son puras ilusiones; toman la licencia por la libertad, la traición por el patriotismo, la venganza por la justicia (Bolívar, 2009: 124).

Y en el mismo discurso afirma consecutivamente:

Así, legisladores, vuestra empresa es tanto más ímproba cuanto que tenéis que constituir a hombres pervertidos por las ilusiones del error y por incentivos nocivos. La libertad, dice Rousseau, es un alimento suculento, pero de difícil digestión. Nuestros débiles conciudadanos tendrán que robustecer su espíritu mucho antes que logren digerir el saludable nutritivo de la libertad (Bolívar, 2009: 124).

El discurso en cuestión expone las paradojas que en la realidad histórica concreta caracterizaron en líneas generales a los principales promotores de las nuevas ideas ya que, de un lado, luchaban de forma encarnecida para el logro de la libertad, igualdad y fraternidad de los hombres y mujeres de la región y, por otro, desconfiaban de que estos efectivamente fueran capaces de aprovechar los atributos de la nueva era. Quizá no hay contradicción porque afirmar el talante democrático del pueblo llano, en esas circunstancias, hubiera significado un acto de demagogia.

Asimismo, es de considerar que los cambios políticos e ideológicos impulsado por el pensamiento ilustrado se vivieron de forma tímida y lenta en Iberoamérica, tal como bien lo expresa Chiariamonte (1992), en el estudio introductorio al texto de la Fundación Ayacucho sobre el pensamiento de la ilustración, cuando señala: “El pensamiento ilustrado no surge bruscamente, en la forma antimetropolitana y librepensadora que adquiriría frecuentemente en vísperas de la independencia. Existen pasos previos, representados por peninsulares o criollos fieles a la monarquía y a la iglesia católica” (Chiariamonte, 1992: 16).

Si se asume la noción de cambio político como la serie de transiciones, en términos de formas de organización y gestión del conflicto social, vivenciadas en diferentes órdenes de la vida de conformidad con los mandatos de un nuevo paradigma, los cambios políticos sucedidos en la escena de la modernidad en las naciones del sur deben comprenderse en la larga duración. De hecho, en el periodo que nos ocupa, estos cambios solo atañen básicamente a la esfera de las formas de Estado y de gobierno y su andamiaje institucional, así como a los imaginarios colectivos de la nueva clase dominante; de esta manera, la modernidad inicia como un proceso con limitaciones estructurales en términos de su alcance y profundidad.

En concordancia con el politólogo catalán Vallès (2006), fueron la revolución francesa y norteamericana las que dieron forma y contenido al paradigma de Estado Liberal cuyos rasgos principales son:

• La ruptura de la concepción antigua del Estado que lo perfila en sí mismo como un sujeto omnipotente. Ante él surge ahora la figura del ciudadano como sujeto político y actor social protegido, vigilante y dispuesto a intervenir en la vida política.

• El concepto de Estado de Derecho simboliza la protección de la ciudadanía ante una posible intervención arbitraria de los poderes constituidos, esto mediante el reconocimiento, garantía y respeto por parte del Estado, de un conjunto de derechos fundamentales, tales como: derecho a la vida, derecho a la integridad física y moral, a la libertad de conciencia y a la propiedad y, el derecho de resistir a toda forma de opresión, entre otros.

• La producción de las leyes como marcos regulatorios de la vida social ya no responde a la voluntad de un “monarca soberano,” sino que es la expresión de la voluntad general de la nación, a cuya formación concurren los ciudadanos libres, conscientes y organizados. De esta manera, aunque el Estado de Derecho sigue teniendo el monopolio de la producción del discurso jurídico como marco normativo fundamental, este está sometido en su funcionamiento al derecho (imperio de la ley) como cualquier ciudadano más.

• La garantía más concreta para el éxito de este programa se encuentra en la idea de la separación de los poderes públicos, lo que significa que las principales funciones del Estado ya no deben concentrarse en una sola persona, sino en varios órganos e instituciones con el fin de compensarse y equilibrase en su accionar. De esta manera, la triada clásica del Estado liberal: poder ejecutivo, legislativo y judicial busca lograr un sistema de pesos y contrapesos para el sano desempeño de los poderes públicos en términos de gobernabilidad y gobernanza, en su relación con la ciudadanía.

A todas luces, estas transformaciones políticas no solo tuvieron impacto en la esfera de las instituciones y sus consecuentes relaciones de poder permitiendo la emergencia de nuevas ideas y actores sociales como el ciudadano, sino, muy especialmente, en los dominios de la ideología; ya que fue en la ideología donde al mismo tiempo se impulsaron y legitimaron los cambios que estructuraron paulatinamente el nuevo contrato social moderno, por ello a continuación nos ocupamos del tema ideológico.

3 Aspectos ideológicos de la modernidad

Antes de proceder a la revisión de la ideología propia de la modernidad política, es necesario precisar nuestra concepción de la misma, lo que implica su explicitación en el marco de la teoría de los dominios del análisis del discurso, de conformidad con los referentes metodológicos de la investigación; más aún por cuanto el enfoque ideacional destaca siempre la importancia de las ideas políticas como guía de las acciones y discursos que desarrollan los actores sociales y sujetos políticos para incidir en los procesos, estructuras y relaciones de poder que definen los dominios de la política, como espacio privilegiado de la vida social.

Para Van Dijk (2005), el estudio de la ideología como lugar favorecido de producción y reproducción de creencias políticas de cara a la acción, genera algunos problemas de tipo teórico y analítico que solo pueden ser gestionados desde una concepción multidisciplinaria en la que se junte adecuadamente la triangulación: discurso, cognición y sociedad. Aclarado esto, explica que sus investigaciones han mostrado que las ideologías consisten en:

[…] Representaciones sociales que definen la identidad social de un grupo, es decir, sus creencias compartidas acerca de sus condiciones fundamentales y sus modos de existencia y reproducción. Los diferentes tipos de ideología son definidos por el tipo de grupo que tienen una ideología, tales como los movimientos sociales, los partidos políticos, los profesionales, o las iglesias, entre otro (Van Dijk, 2005: 10).

Aunque su concepción de la ideología viene a distinguir el sentido contemporáneo del concepto, creemos que la misma puede ser empleada en perspectiva histórica sin riesgo de ocasionar una “mutación hermenéutica” de las piezas discursivas trabajadas en este artículo, ya que sin distingo del tiempo y espacio que se aborde, las ideologías cumplen, casi siempre, las mismas funciones políticas y sociales; esto es, dotar de creencias compartidas que sirvan de modelo interpretativo de la realidad a las personas ante la situaciones y condiciones propias de sus mundos de vida, modelos sin los cuales la realidad se tornaría como algo ininteligible, al tiempo que perfilan identidades compartidas que aglutinan a los sujetos sociales en torno a la defensa y promoción de intereses materiales y simbólicos necesarios para su bienestar, en el marco de las relaciones intersubjetivas e intergrupales que definen, los ritmos de la alteridad y mismidad4.

El propósito reiterado de todo sistema ideológico es desbordar el plano de las creencias particulares de ciertos grupos y convertirse en parte del acervo del paquete cognitivo de la sociedad, internalizados por todos como opiniones y saberes fidedignos, de esta forma:

A veces, se comparten las ideologías de manera tan amplia que ellas parecen haberse vuelto parte de las actitudes generalmente aceptadas de una comunidad entera, como creencias obvias u opinión, o sentido común. Así, mucho de lo que hoy ampliamente se acepta como derechos sociales o humanos, tales como muchas formas de igualdad del género, eran y son creencias ideológicas de los movimientos feministas o socialistas. En ese sentido, y por definición, estas creencias pierden su naturaleza ideológica en cuanto se convierten en parte del ideario social común (Van Dijk, 2005: 11).

Prueba de lo anterior lo constituye el hecho de que muchos de los productos políticos, jurídicos y éticos de la modernidad son “argumentos axiomáticos” del discurso políticamente correcto que caracteriza al imaginario colectivo de tipo occidental, en su aspiración histórica de universalidad. Basta pensar en la condición de “irrefutables” de los conceptos de: Democracia, Dignidad Humana, Estado de Derecho, Separación de los poderes públicos y Ciudadanía, entre otros, todos conceptos típicos de la ideología liberal-ilustrada en beneficio de la humanidad en su afán de construir un modelo social de justicia, equidad y libertad plena, de ahí su legitimidad y aceptación por colectividades y personas no occidentales, que aspiran a replicar los mismos logros políticos, económicos, sociales, culturales y tecnológicos de las sociedades modernas.

Por su parte, Villasmil (2016), en sintonía con las ideas anteriores, reitera que la noción de ideología política nos remite a la compresión de los sistemas de creencias que sirven de base para la acción política cotidiana, así como de modelo interpretativo diferencial de los escenarios políticos en los se sitúan las personas. La ideología sería entonces el dispositivo simbólico y cognitivo desde el cual se definen los programas, prácticas, rituales y acciones políticas de los liderazgos y grupos que luchan encarecidamente para ocupar posiciones de poder, status, prestigio y/o autoridad social o mantenerse en los mismos, o simplemente como mascarada de estos intereses que aspiran a la hegemonía dentro de un sistema político determinado, así como criterio de legitimación de sus acciones inherentes. De lo que se infiere que sin el recurso del discurso ideológico machas acciones e ideas lucirían totalmente mezquinas y contrarias al verdadero interés social, tal vez por ello Marx (2014) definió a la ideología como “falsa conciencia.”

En el caso particular de la ideología moderna, lo realmente importante era dotar a las personas de “faros de luz” que sirvieran de guía en su tránsito por los arduos senderos de la modernización, lo que implicaba la búsqueda de la felicidad colectiva mediante la superación de las estructuras cognitivas del pensamiento escolástico basado en los dos pilares aludidos: la monarquía y la iglesia. De ahí que la ideología moderna deviene en el puente que comunica el pensamiento filosófico liberal con el programa político de restructuración de la sociedad de cara al progreso. Por ello, las principales ideologías de la modernidad, entre las que destacan: el marxismo, el positivismo y el evolucionismo, terminaron por estructurar “hojas de ruta” para imaginar nuevos ordenes no solo en lo social y político, sino incluso en lo biológico, que interpretan el ansia casi obsesiva –de las mentes avanzadas– de impulsar a la humanidad a dar “saltos cuánticos” en su historia; en el marco de esta idea de anclaje, es que deben pensarse los conceptos de progreso, evolución y desarrollo típicos del pensamiento político y filosófico de los siglos XVIII, XIX y XX respectivamente.

De hecho, Bauman (2004: 9), en su obra clásica modernidad liquida señala que:

Los tiempos modernos encontraron a los sólidos premodernos en un estado bastante avanzado de desintegración; y uno de los motivos más poderosos que estimulaba su disolución era el deseo de descubrir o inventar sólidos cuya solidez fuera -por una vez- duradera, una solidez en la que se pudiera confiar y de la que se pudiera depender, volviendo al mundo predecible y controlable.

Los “sólidos” a los que se refiere metafóricamente en este caso, son los principios y valores colectivos que definen el paradigma ético y moral de la época (espíritu de la época). De esta manera, la ideología de modernidad tenía la responsabilidad de crear nuevos sólidos (sistemas axiológicos) de cara a un mundo más confiable, menos precario y más humano, en contraste con el ancin régime donde los anhelos personales por un proyecto de vida autónomo y constructivo eran anulados a priori por la concepción estamental y aristocrática de la vida, que reducía a la mayoría de las personas a la condición opresiva de siervos, de ahí su avanzado estado de desintegración en las postrimerías del siglo XVIII, por desconocer las legítimas aspiraciones de progreso del pueblo.

Finalmente, la ideología moderna se caracteriza por crear y promover nuevas posibilidades de pensamiento y acción en todos los órdenes de la realidad, que significaron espacios de justicia, emancipación y autonomía de la persona. Frente al yugo lacerante de la tradición y su visión teocéntrica de la vida, surge la razón como herramienta arquitectónica de nuevos valores y creencias, de nuevas representaciones y cosmovisiones, de nuevas sensibilidades y subjetividades que pretendían disipar la oscuridad de una época, mediante la creación de nuevos modelos: políticos, económicos, sociales y epistemológicos que pretendían lograr, mediante el conocimiento verdadero de la realidad, una explicación para todo, en un mundo de certezas racionales.

4. La epistemología al servicio de la sociedad moderna

Al hablar de epistemología se quiere significar no exclusivamente a la teoría del conocimiento que guía la producción de saberes fidedignos, de la mano con la filosofía de la ciencia que reflexiona sobre el alcance, sentido e implicaciones políticas y/o culturales de estos saberes sino, además, la concepción de la ciencia que se constituye en el principal espacio cognitivo para la formulación e implementación de la sociedad moderna. Y es que en la modernidad, la ciencia empírica y racional, se establece como la estructura hegemónica fundamental de conocimiento que relega otros saberes, como los tradicionales, mágico-religiosos o populares, entre otros, a una condición de minusvalía epistémica; por ello el programa filosófico de la modernidad, pretendió ser, en principio, una expresión privilegiada del conocimiento científico que adquiere su legitimidad por su capacidad para demostrar, con evidencia empírica concreta, la validez de sus postulados.

A juicio de Echeverría (2004), el punto cumbre de la ciencia moderna se alcanzó en el momento en que Kant sintetizó la concepción empirista y racionalista, contrarias y diferentes, en un mismo proyecto científico y filosófico. En este sentido destaca:

Las dos vertientes del pensamiento filosófico moderno, abiertas a partir del dualismo filosófico inaugurado por Descartes, habían llegado a callejones sin salida. Por un lado, el racionalismo seguía la huella del propio Descartes que, buscando desarrollar una sólida base filosófica para el desenvolvimiento de la física, había tomado como referente o ideal de conocimiento a las matemáticas […] Por otro lado, el empirismo había seguido el camino opuesto, generando registro de relaciones de coexistencia y sucesión entre las ideas, a la vez que demostraba ser incapaz de ofrecer fundamentos filosóficos a las leyes científicas (Echeverría, 2004: 38).

La ciencia moderna, en la que se conjugan en igual de condiciones los dominios de lo empírico, consistentes en la recolección de información del medio como insumo básico para formular teorías y; lo racional, como lo concerniente al procesamiento lógico de esa información, más allá de las percepciones sensoriales, adquiere ahora una doble responsabilidad, primero, debía ser capaz de responder cuales eran las causas que explicaban, en último término, el devenir de los fenómenos naturales y sociales con incidencia directa en la vida de personas y comunidades y, al mismo tiempo, tenía que orientar la forma y contenido de las nuevas concepciones políticas y filosóficas destinadas a crear un nuevo contrato social y un nuevo ser humano emancipado y creativo. Por ello, la epistemología moderna es, en sí misma, un acto de desobediencia cognitiva y rebeldía gnoseológica ante los saberes de la tradición, funcionales al manteamiento estático del orden establecido.

De esta manera la epistemología moderna, representa el acervo de los saberes científicos que no se limitan al rol contemplativo de la realidad, sino que estructuran un nuevo pensamiento de conformidad con los lineamientos del programa político liberal-ilustrado. El objetivo final de esta epistemología está vinculado, por ello, al logro de una mentalidad racional en el marco de una sociedad gobernada por “conocimientos objetivos” de cara al progreso, en contraste con los prejuicios y dogmas religiosas que potenciaban los miedos y la ignorancia de las masas como condición necesaria para su propia dominación.

Por ello también, la epistemología moderna se despliega en diversas líneas de acción, diacrónicas y sincrónicas, continúas y discontinuas, que encausaron revoluciones políticas, económicas e ideológicas a la par de nuevos conocimientos que, como el enciclopedismo y el maquinismo, venían a explicar cómo y por qué, se lograría construir esa nueva realidad social que aspiraban alcanzar estas revoluciones.

5. Críticas a la modernidad

Las críticas al programa filosófico de la modernidad se desarrollan desde, por lo menos, tres líneas argumentativas a saber; primero, están los que piensan legítimamente que la modernidad y su propósito de crear una sociedad racional, se agotó en sí mismo, tal como lo devalan los terribles acontecimientos geopolíticos del siglo XX, con sus dos guerras mundiales y un sinfín de conflictos armados caracterizados por la acometida de genocidios y otros crímenes de lesa humanidad; segundo, están lo que defienden la tesis de que el proyecto civilización de la modernidad de corte euro-occidental, no puede responder a los requerimientos de todas y cada una de las sociedades humanas, negando así su pretensión de universalidad, tal es el caso de los grupos indigenistas del sur5 y algunos intelectuales progresistas como Buenaventura de Sousa y su llamada epistemología del sur ; por último, destacan los postmodernos que defienden la necesidad de superar los paquetes cognitivos de la modernidad, con la estructura de un programa filosófico alternativo.

Entre los críticos más reconocidos de la primera línea descrita, resalta la Escuela de Frankfurt que se esforzó por demostrar, cuáles eran a su entender, las causas del fracaso de la modernidad. A su parecer:

La razón tan cara a la ilustración y a Marx adquiere un tinte paradójico y trágico: a la vez que potencia las capacidades humanas, esclaviza a los humanos. La propia creación de la razón termina aherrojando la vida de su portador y creador. En esta cárcel los seres humanos ya no tienen el consuelo de un orden extra-mundano o meta-histórico que de sentido a su existencia (Bustamante, 1992: 4).

De estas ideas se infiere, que aun en las coordenadas de la razón crítica, apuesta a la razón instrumental -limitada a la adecuación entre fines y medios, costos y beneficios-, el cuestionamiento sistemático de todos los aspectos de la realidad implicaba casi necesariamente, una suerte de escepticismo de cara al pesimismo existencial, pesimismo que abría la puerta al “demonio” de la neurosis. La teoría crítica de la sociedad, en su intento de fusionar el marxismo revisionista con el psicoanálisis, centra su mirada, no solo en las causas objetivas de la dominación propia de la sociedad capitalista, sino también en los factores psicológicos o subjetivos que, de igual manera, alienan y opriman a la persona humana. De ahí su preocupación por la neurosis y sus procesos desencadenantes en el marco de la sociedad moderna.

Si la modernidad emanada del pensamiento liberal ilustrado había logrado, por lo menos en las sociedades centrales de occidente, el desarrollo o incluso la consolidación de un contrato social racional, ¿cómo explicar entonces el surgimiento de un Hitler o Stalin? La respuesta a esta interrogante divide incluso a los frankfurtianos, entre los que proclaman al calor de los horrores de las dos guerras mundiales el quiebre definitivo del programa político de la modernidad y, Habermas6, que defiende su vigencia y su capacidad intrínseca para superar sus propias contradicciones.

Por otra parte, en la segunda línea argumentativa debemos reseñar los debates y argumentos desarrollados en la filosofía latinoamericana sobre el alcance y significado de los procesos modernizadores ejecutados en la región, debate enmarcado en la ética, el diálogo intercultural y la relación que se da entre globalidad y localismo, entre otros aspectos.

Para Salas Astrin (2006), la modernidad en Latinoamérica ha negado o silenciado las representaciones sociales, identidades e imaginarios colectivos de los pueblos originarios, dado que se ha esforzado por implantar la cosmovisión occidental no solo en lo político y económico, sino también en el campo de los sistemas de creencias y la ética, cuestión que, en muchos aspectos, resulta ser una práctica neocolonial. Para este filósofo la modernidad ha generado un conjunto de tensiones que oscilan entre los discursos de universalismo y localismo:

En las posturas modernas encontramos una idea de universalidad de la vida social, por la que América Latina no tiene ninguna especificidad social y cultural que le permita distinguirse de otras aéreas socio-culturales. Todo recurso a intentar identificar un ethos propio, será estigmatizado como particularismo o telurismo (Salas Astrin, 2006: 69).

En contraste con esta postura homogenizante de la modernidad, Salas Astrin señala otro camino de reivindicación de las identidades locales, regionales y nacionales de los pueblos del sur, por lo que afirma:

Las posturas identitarias desarrollan una idea sustantiva del contexto, que intenta destacar lo particular y lo específico. Al afirmar que existe una identidad propia del ethos Latinoamericano como tal, se indica que América Latina podría distinguirse de otros contextos socio-culturales a partir de los valores y normas de su propio ethos para no asumir los de otros pueblos, tildado de inautenticidad o imitación (2006: 69).

Desde nuestra perspectiva, esta segunda postura es muy similar a la postmoderna, que se caracteriza por su promoción del relativismo cultural, la exacerbación de las heterogeneidades antropológicas, junto a la fragmentación de las grandes ideas universales en torno al hombre, la política y la sociedad, entre la que destaca la narrativa de los DD.HH y su concepto particular de Dignidad Humana, forjado en el marco de occidente y su ideología liberal. Compartimos con Villasmil Espinoza y Chirinos Portillo (2016), que elementos como la democracia, el desarrollo humano integral y los derechos humanos son productos “universalizables” per se, por ello ante la disyuntiva planteada entre relativismo moral y DD. HH “Lo pertinente es apostar por los DD. HH […], en tanto que espacio propicio para el diálogo intercultural, herramienta que posibilita el conocimiento y reconocimiento recíproco y la complementación de las formaciones culturales y socio-históricas dispuestas a la acción dialógica” (Espinoza y Portillo, 2016: 204).

Así, proponemos una tercera opción en la que se puedan conjugar dialéctica o armónicamente, los aportes de la modernidad con los valores ancestrales de las culturas populares y aborígenes, tanto más que, todas las culturas humanas son entidades incompletas que tiene la capacidad de re-significarse y re-inventarse integrando en ser colectivo las contribuciones materiales y simbólicos, tangibles e intangibles, de todas las naciones que componen la gran familia humana para mejorarse, reconocerse y progresar de forma conjunta, de ahí la vinculación que se da entre modernidad e interculturalidad respectivamente.

Conclusiones

La interpretación de los significados políticos, ideológicos, epistemológicos y filosóficos del modelo de sociedad surgido al calor de la modernidad política, desde la perspectiva ideacional y discursiva, implica de un ejercicio científico que, por su complejidad inherente, desborda los límites de la ciencia política y conjuga, al mismo tiempo, el enfoque propio de la historia política con la reflexión filosófica, tal como se evidencia en las páginas anteriores.

Al interpelar hermenéuticamente el contrato social moderno, como si esta fuera una galería o un texto que puede ser leído y escudriñado en detalle, se perciben las luces y sombras de la “sociedad moderna latinoamericana” que ha transitado en su devenir histórico por una suerte de “modernidad selectiva,” en la cual se han replicado, desde las elites política e intelectuales en el poder, las instituciones de occidente, su discursos legitimadores, sus programas y políticas económicas, su tecnología y sistemas filosóficos con unos resultados muy precarios que dan al traste con lo sucedido en el occidente hegemónico, y es que Latinoamérica en general y Colombia en particular, viven en la paradoja de una modernidad política incompleta o ficción de modernidad, con más de 200 años de desarrollo, en el marco de una sociedad que en términos de cogniciones, rituales, prácticas autoritarias, estilos de vida, ciudadanía y democracia, sigue siendo bastante pre-moderna.

La influencia concreta que el programa filosófico de la modernidad tuvo en la arquitectónica de las sociedades surgidas al calor de las grandes revoluciones filosóficas, políticas y económicas del siglo XVIII y XIX en la civilización euro-occidental, de la cual Latinoamérica forma parte, se hace tangible en el contrato social históricamente existente en Colombia, que más allá de su logros y avances constitucionales, que hoy por hoy, proclaman el advenimiento del Estado Social de Derecho y de Justicia, en el marco de una democracia participativa, se siguen creando las condiciones –objetivas y subjetivas– que posibilitan las asimetrías sociales, la inequidad, la exclusión y la marginación de un grupo importante de personas que en la segunda década del siglo XXI, siguen condenadas a la pobreza material y mental, lo que no significa, a nuestro parecer, que el programa filosófico de la modernidad haya fracasado o ya no tenga nada que ofrecer.

Por el contrario, urge un ejercicio intelectual de re-conceptualización y actualización de los contenidos de la modernidad, en función de las demandas y requerimientos de las sociedades del siglo XXI, que signifique la estructuración de un nuevo pensamiento que tenga como propositivo fundamental construir las bases para la emergencia de un nuevo o renovado contrato social, que garantice la re-modernización social y política de los imaginarios colectivos y las prácticas intersubjetivas, desde las que se edifican nuestras realidades cotidianas; ejercicio sin el cual no sería posible “ver la luz” y despertar del letargo al que nos someten los poderes imperantes de las sinrazón.

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1 En la actualidad algunos estudios del Medioevo contravienen la concepción tradicional que lo caracteriza como una época de atraso y calamidad (oscurantismo). Para una revisión alternativa de este periodo recomendamos consultar: Hernández, Jesús. 2008. La política en el Medioevo. Única. Maracaibo, Venezuela.

2 Para Huntington (2004), América Latina es una civilización que existe por derecho propio y aunque es “hija” de occidente posee rasgos diferenciales en lo histórico, político y cultural; por lo que señala: “subjetivamente, los mismos latinoamericanos están divididos a la hora de identificarse a sí mismos. Unos dicen: “Si somos parte de occidente”. Otros afirman: “no, tenemos una cultura propia y única”; y un vasto material bibliográfico producido por latinoamericanos y norteamericanos expone detalladamente sus diferencias culturales” (2004: 39). Para nosotros, Latinoamérica debe ser considerada como un núcleo histórico que más allá de sus particularidades simbólicas e identitarias, pertenece a la civilización occidental, específicamente puede ser considerada como la periferia del “occidente hegemónico”, y esto es así porque la cultura dominante que marca la pauta históricamente en la arquitectónica de las sociedades latinoamericanas y sus sistemas políticos es de tipo occidental.

3 El concepto de América meridional es muy usado en la primera mitad del siglo XIX, por las personalidades que protagonizaron nuestra gesta emancipadora, tal como lo evidencia cualquier revisión documental de los discursos, cartas y manifiestos de Bolívar y Miranda, entre otros; de hecho, la famosa Carta de Jamaica de 1815, originalmente se intitula: “Contestaciones de un “americano meridional” a un caballero de esta isla”. Al parecer de Villasmil Espinoza y Chirinos Portillo (2011: 50): “Para la segunda mitad del siglo de las luces, la noción América, hace puntal énfasis, a nivel del imaginario intelectual de algunos pensadores del sur y norte del continente, en las connotaciones de diferenciación cultural e histórica, en razón de la construcción de variadas identidades que aspiran a la originalidad. Una muestra de ello lo constituyó el acto político sucedido en 1776, en el que las 13 colonias anglo-americanas del norte, emplean el toponímico América para definir a su propia nación, en el contexto de la ruptura con el nexo colonial británico.” También señalan que el venezolano Sebastián Francisco de Miranda fue el creador de la noción (Colombia). Este concepto era la forma más adecuada de definir la unidad socio-cultural que se evidenciaba, a su entender, en la América meridional como representación máxima de las identidades gestadas en el Nuevo Mundo.

4 De estos argumentos se desprende que el proceso de producción de identidades –condición básica para el desarrollo de la nación imaginada-, adquiere en todos los casos profundas implicaciones antropológicas y filosóficas, dado que la identidad, es decir, eso que a nivel ontológico define a las personas y sus colectividades de referencia (naciones, pueblos, ciudades y aldeas, entre otras, como entidades históricas originales y diferentes a otras, viene a llenar el vacío primario que genera la pregunta: ¿Quiénes somos? En este sentido García (2005), interpretando a Durkheim (1990), explica que el fundamento de la identidad está en la producción social de sentido: “La cual emerge de la interacción colectiva de la efervescencia colectiva; es la interacción social fundante que se manifiesta no sólo en las narraciones sino en las prácticas rituales. En este tipo de prácticas los actores sociales “se apropian del significado normativo-integrativo de la sociedad”” (Durkheim, Citado por: García, 2005: 19).

5 Una muestra de los principios base de la epistemología del sur está en: DE SOUSA SANTOS, Buenaventura. 2010. Refundación del Estado en América Latina. Perspectivas desde una epistemología del Sur. Instituto Internacional de Derecho y Sociedad. Lima, Perú.

6 Un interesante estudio sobre la concepción de Habermas sobre la modernidad y sus implicaciones está en el trabajo citado anteriormente: DÍAZ ESPINOZA, Raúl. 2013. El proyecto filosófico de la modernidad y su crítica desde el exterior constitutivo. Disponible en línea. En: http://www.revistascientificas.udg.mx/index.php/CL/article/view/2787. Fecha de consulta: 18 de diciembre de 2016.

* Este artículo se desprende de la tesis intitulada: Aproximaciones al Estudio y Estructuración de un Nuevo o Renovado Contrato Social en Colombia, desarrollada en el marco del programa de Doctorado en Ciencia Política de la Universidad del Zulia.

** Cursante del Doctorado en Ciencia Política de la Universidad del Zulia. Fundador del centro de Pensamiento Aldea Caribe. Correo Electrónico: leonardocalvano@hotmail.com).

Recibido: 16-02-2017 ~~~ Aceptado: 29-06-2017